domingo, 27 de abril de 2014

La doctora de los ojos fatigados

Hoy se cumple una semana de tu llegada al hospital, y -tienes suerte de poder hacerlo- me lo cuentas. Con especial interés en que lo cuente, a mi vez. Así que aquí me tienes, cumpliendo. Porque lo que más me ha llamado la atención de tus palabras es lo de que este hospital sí es un templo en el que vale la pena creer, al que sirve de mucho acercarse para recibir, para comulgar con otros. Un sitio singular, dices, donde se distribuye interés, eficacia, profesionalidad. Donde, a pesar de cuantas deficiencias técnicas o humanas puedan darse -¿dónde no las hay, te preguntas?-, la fe en viejas palabras que en la calle pocos usan, pues no nos acordamos de Santa Bárbara sino cuando truena, se reaviva hasta hacerlas posibles de nuevo. Sigues vivo, nada menos. Y gracias a otros. Qué mayor prueba de lo que dices. De lo que digo. 

Te ingresaron hace siete días justos. Una larga semana en la que has sido objeto de análisis de todo tipo, exámenes médicos y atenciones clínicas y personales. Algunas las puedes identificar, sabes en qué consisten. Otras, no. A pesar del tiempo que llevas recluido aquí, todavía no logras reconstruir en tu cabeza, en tu percepción, todo lo ocurrido desde que te trajeron a Urgencias en aquella ambulancia que corría sin que tú comprendieras a dónde, arrastrando el aullido de una sirena que llegaba lejana, amortiguada, hasta tu confuso pensamiento. En realidad, la mayor parte de la primera noche y el primer día lo pasaste en estado comatoso. Sólo más tarde, mediante el relato de los médicos y enfermeros que te atienden, has podido recomponer la peripecia completa. La aventura, tú, que nunca buscaste otras emociones que las del cine y la tele. Quién lo hubiera supuesto, ¿verdad, amigo mío? Quién diablos lo iba a imaginar. 

Lo que te asombra, y así me lo dices, no es que en esta estrofa de la copla, que pudiste no cantar nunca, aún sigas vivo y cuerdo -o como se llame tu estado habitual- pese a haber sufrido una tensión superior a 200, un edema cerebral y haber echado hasta los higadillos, aunque a quienes te atendieron cuando estabas medio en el otro barrio no fueras capaz de decirles más que te dolía mucho la cabeza. Lo que de verdad te estremece, y te admira, y te deja patedefuá, es la naturalidad con que toda la cadena que te mantuvo sujeto a la vida, médicos, enfermeros, auxiliares, celadores, te ha ido contando, a trocitos y sin darle importancia, cómo sucedió todo y cómo fueron procediendo. Cómo te aplicaron, unos y otros, los protocolos establecidos, y también las iniciativas específicas, las variantes que tu estado crítico reclamaba. Y todo eso, sin arrogarse méritos; sin reprimendas paternalistas ni pedirte aplausos. Sin primeros planos, cámaras lentas ni musiquitas de fondo. Te hicieron pensar, me cuentas, en soldados que emplearan el tiempo justo para darte su informe antes de partir, profesionales y eficaces, rumbo a su siguiente misión. Por eso dices, al recordarlo para mí, que si hay que tener fe en alguien, hay que tenerla en esa gente abnegada, valiente y dispuesta a todo. Amante de su oficio. Apegada a su digna vocación. 

Esta mañana, una médico de ojos fatigados aportó los últimos detalles a tu reconstrucción del primer día en el hospital. «Menos mal que te cogimos a tiempo», dijo mientras se daba la vuelta y se alejaba, sin esperar tu sonrisa o tu agradecimiento. Y así, con la misma naturalidad con que cualquiera se felicitaría por haberse acordado de apagar la luz antes de salir de casa, resumía el hecho de haberte salvado la vida: Menos mal. Que te cogimos. A tiempo. Pero tú, acostado en tu cama y mirando la puerta por la que se fue, sabes que eso no es exacto. Que está incompleto, y que puedes mejorarlo diciendo: no, menos mal que sois los mejores. Menos mal que aún existe una Sanidad en España donde no te piden el número de la cuenta corriente antes de meterte en Urgencias. Menos mal que en mitad de tanto cinismo, hipocresía y poca vergüenza, esos políticos oportunistas y corruptos no han logrado todavía unir la Sanidad a su larga lista de expolios en beneficio de compadres, ex ministros, banqueros y ejecutivos de empresas multimillonarias. Y menos mal que en esta semana he aprendido algo: el día en que esa infame pandilla decida llevárselo todo de golpe, y vaya a por la Sanidad Pública sin escrúpulos y sin disimulo, habrá llegado el momento de saldar mi deuda. De situarme al lado de los hospitales o de los bancos, de los hombres buenos o de los canallas, de los héroes con ojos de fatiga o de los miserables sicarios. Y entonces se sabrá la verdad de lo que soy. La verdad de lo que somos. 

27 de abril de 2014 

domingo, 20 de abril de 2014

Una historia de España (XXIII)

Llegados a este punto de la cosa, con Carlos V como monarca y emperador más poderoso de su tiempo, calculen ustedes las dimensiones del marrón: el mundo dominado por España, cuyo manejo recaía en la habilidad del gobernante, en el oro y la plata que empezaban a llegar de América y en la impresionante máquina militar puesta en pie por ocho siglos de experiencia bélica contra el moro, las guerras contra piratas berberiscos y turcos y las guerras de Italia. Todo eso, más la chulería natural de los españoles que se pavoneaban pisando callos sin pedir perdón, suscitaba mal rollo incluso entre los aliados y parientes del emperador; con el resultado de que los enemigos de España se multiplicaban como tertulianos de radio y televisión. Vino entonces a éstos -a los enemigos, no a los tertulianos-, como caído del cielo, un monje alemán llamado Lutero que había leído mucho a Erasmo de Rotterdam -el intelectual más influyente del siglo XVI- y que empezó a dar por saco publicando 95 tesis que ponían a parir las golferías y venalidades de la Iglesia católica presidida por el papa de Roma. La cosa prendió, el tal Lutero no se echó atrás aunque se jugaba el pescuezo, se montó el pifostio que hoy conocemos como Reforma protestante, y un montón de príncipes y gobernantes alemanes, a los que les iban bien ahí arriba los negocios y el comercio, vieron en el asunto luterano una manera estupenda de sacudirse la obediencia a Roma, y sobre todo al emperador Carlos, que a su juicio mandaba demasiado. De paso, además, al crear iglesias nacionales se forraban incautándose de los bienes de la iglesia católica, que no eran granito de anís. Entonces formaron lo que se llamó Liga de Esmalcalda, que lió una pajarraca bélico-revolucionaria de aquí te espero; que al principio ganó Carlos cuando la batalla de Mühlberg, pero luego se le fue complicando, de manera que en otra batalla, la de Insbruck -que ahora es una estación de esquí cojonuda-, tuvo que salir por pies cuando lo traicionó su hasta entonces compadre Mauricio de Sajonia. Y claro. Al fin, cuarenta agotadores años de guerras contra el protestante y el turco, de sobresaltos y traiciones, de mantener en equilibrio una docena de platillos chinos diferentes, minaron la voluntad del emperador -era demasiado peso, como dijo Porthos en la gruta de Locmaría-. Así que, cediendo el trono de Alemania a su hermano Fernando, y España, Nápoles, los Países Bajos y las posesiones americanas a su hijo Felipe, el fulano más valeroso e interesante que ocupó un trono español se retiraba a bailar los pajaritos a su Benidorm particular, el monasterio extremeño de Yuste, donde murió un par de años después, en 1558. La pega es que nos dejaba metidos en un empeño cuyas consecuencias, a la larga, resultarían gravísimas para España; hasta el punto de que todavía hoy, en el siglo XXI, pagamos las consecuencias. Primero, porque nos distrajo de los asuntos nacionales cuando los reinos hispánicos no habían logrado aún el encaje perfecto del Estado moderno que se veía venir. Por otra parte, las obligaciones imperiales nos metieron en jardines europeos que poco nos importaban, y por ellos quemamos las riquezas americanas, nos endeudamos con los banqueros de toda Europa y malgastamos las fuerzas en batallas lejanas que se llevaron mucha juventud, mucho tesón y mucho talento que habría ido bien aplicar a otras cosas, y que al cabo nos desangraron como a gorrinos. Pero lo más grave fue que la reacción contra el protestantismo, la Contrarreforma impulsada a partir de entonces por el concilio de Trento, aplastó al movimiento erasmista español: a los mejores intelectuales -como los hermanos Valdés, o Luis Vives-, en buena parte eclesiásticos que podríamos llamar progresistas, que fueron abrumados por el sector menos humanista y más reaccionario de la Iglesia triunfante, con la Inquisición como herramienta. Con el resultado de que en Trento los españoles metimos la pata hasta el corvejón. O, mejor dicho, nos equivocamos de Dios: en vez de uno progresista, con visión de futuro, que bendijese la prosperidad, la cultura, el trabajo y el comercio -cosa que hicieron los países del norte, y ahí los tienen hoy-, los españoles optamos por otro Dios con olor a sacristía, fanático, oscuro y reaccionario, al que, en ciertos aspectos, sufrimos todavía. El que, imponiendo sumisión desde púlpitos y confesionarios, nos hundió en el atraso, la barbarie y la pereza. El que para los cuatro siglos siguientes concedió pretextos y agua bendita a quienes, a menudo bajo palio, machacaron la inteligencia, cebaron los patíbulos, llenaron de tumbas las cunetas y cementerios, e hicieron imposible la libertad. 

Continuará

domingo, 13 de abril de 2014

No supieron morir de otra manera

Me quedan vivos un par de amigos espías, o que lo fueron, o están a pique de dejar de serlo. Espías de verdad, quiero decir, de los de antes, con alguno de los cuales comparto intensos recuerdos africanos que, hace ya diez o quince años, mencioné por encima en esta misma página. Con otro de ellos, más reciente, comí hace poco para charlar de nuestras cosas; y en el transcurso de la conversación me pidió que algún domingo dedicara un recuerdo a los siete compañeros que -noviembre de 2003, hace poco se cumplieron diez años- murieron en el combate de Latifiya, Iraq. Y aquí me tienen ustedes. Cumpliendo. 

Eran espías de verdad, no hurones de cloaca especialistas en Corinnas, Bárbaras y braguetas reales. Tengo ante mí en este momento la carta de uno de ellos a su familia; y yo mismo, que vivo de contar historias, no podría narrar mejor lo que aquellos siete compatriotas nuestros, más el que sobrevivió del grupo, hacían allí, en un podrido rincón del mundo. Si han visto ustedes aquella película -buenísima- de Leonardo DiCaprio y Russell Crowe sobre agentes en Iraq, dejarán poco espacio a la imaginación: hacían exactamente lo mismo, con la diferencia de que, en vez de tener detrás el respaldo de la nación más poderosa del mundo, tenían lo que ustedes y yo tenemos aquí. Fotografiaban a miembros de Al Qaeda cuando salían de las mezquitas, se entrevistaban con líderes chiítas radicales, vestían como árabes, trataban con traficantes de armas y asesinos, falsificaban los documentos de sus propios coches, bebían cerveza camuflada en latas de refresco, dormían con una pistola debajo de la almohada y salían cada día a la calle, a hacer su trabajo -eran humildes soldados de España, sin uniforme, en misión en el extranjero- pensando que quizá ése iba a ser el día en que los secuestraran y llevaran a una casa remota, escondida; y allí, donde nadie pudiera oír sus gritos, los torturaran durante días, como a bestias, antes de degollarlos ante una cámara de vídeo para que sus padres, mujeres e hijos pudieran verlo a gusto en Internet. Hacían todo eso que dije antes, cada día, recorriendo Bagdad, tragándose el miedo mientras escuchaban canciones de Sabina en el radiocasete del coche, o como se llame eso ahora. Hacían su trabajo con valor y decencia. Se ganaban el jornal. Hasta que un día, en la ruleta de la suerte, o de la vida, salió su número. 

Hay por ahí unos viejos versos un poco cursis, pero cuyo final es hermoso: No supieron querer otra bandera / no supieron morir de otra manera. Y así sucedieron las cosas aquel día en la localidad de Latifiya, cuando los malos -en toda guerra, no importa el bando, el malo siempre es quien te dispara- les tendieron una emboscada. Iban cuatro comandantes, dos brigadas y dos sargentos: ocho hombres en dos coches. Los estaban esperando y los achicharraron a tiros. No fue un atentado de hola y adiós, sino un ataque militar prolongado, con intensa potencia de fuego: Kalashnikovs contra pistolas y un par de subfusiles de corto alcance. Con los coches a un lado de la carretera, medio volcados y hundidas las ruedas en el barro, los supervivientes se reagruparon como pudieron, manteniendo la cohesión del grupo según habían aprendido en la escuela militar, tumbados en el fangal, defendiéndose como gatos panza arriba, tiro a tiro. Tres ya estaban muertos, otro se desangraba. Los supervivientes enlazaron con Madrid por teléfono satélite, pero allí sólo pudieron transmitir las coordenadas a los americanos y escuchar disparos hasta que se cortó la comunicación. Prosiguió el combate bajo un fuego intenso, ya sin otra esperanza que vender caro el pellejo, no regalarlo. Sin munición, encasquillado el subfusil, un sargento recibió orden de buscar ayuda o encontrar un coche que funcionara. «Si sales ahora te van a freír», le dijeron. Lo último que oyó, a su espalda, fue: «Me han dado». Después, disparando sus últimos cartuchos, los que aún podían disparar lo cubrieron mientras corría agazapado. Casi lo matan cien veces, pero logró salir de la zona de fuego. Los otros siguieron disparando hasta agotar la munición y morir uno tras otro. Los atacantes tuvieron que rematarlos con granadas. Cuando el superviviente volvió al lugar con una patrulla de la policía iraquí, sus compañeros estaban muertos. Todos, exactamente en el mismo lugar en que los había dejado combatiendo. 

Eran ocho españoles. Estaban muy lejos de casa, haciendo su trabajo, y murieron resignados y profesionales, como quienes eran. Como supieron ser. Se llamaban Zanón, Merino, Martínez, Lucas, Baró, Rodríguez, Vega y Sánchez. No está de más que hoy los recordemos en esta página. 

13 de abril de 2014 

domingo, 6 de abril de 2014

Una historia de España (XXII)

Pues ahí estábamos, con el mundo por montera o más bien siendo montera del mundo: la España de Carlos V, con dos cojones, un pie en América, otro en el Pacífico, lo de en medio en Europa y allá a su frente Estambul, o sea, el imperio turco, con el que andábamos a bofetadas en el Mediterráneo un día sí y otro también, porque con sus piratas y sus corsarios del norte de África y su expansión por los Balcanes era la única potencia de categoría que nos miraba de cerca, y no compares. Los demás estaban achantados, incluido el papa de Roma, al que le íbamos recortando los poderes temporales en Italia una cosa mala y nos tenía unas ganas tremendas, pero no le quedaba otra que tragar bilis y esperar tiempos mejores. Por aquella época, con eso de la expansión española, el imperio que crecía en América y las nuevas tierras descubiertas por la expedición de Magallanes y Elcano al dar la vuelta al mundo, los españoles teníamos la posibilidad, en vez de malgastar nuestra mala leche congénita en destriparnos entre vecinos, de volcarla por ahí afuera, conquistando cosas, dando por saco y yendo como nos gusta, de nuevos ricos y sobrados por encima de nuestras posibilidades: Yo no sé de dónde saca / p'a tanto como destaca, que luego dijo la zarzuela, o la copla, o lo que fuera. Y claro, la peña nos odiaba como es de imaginar; porque guapos no sé, pero oro y plata de las Indias, chulería y ejércitos imbatidos y temibles -aquellos tercios viejos- teníamos para dar a todos las suyas y las del pulpo; y quien tenía algo que perder buscaba congraciarse con esos animales morenos, bajitos, crueles y arrogantes que tenían al orbe agarrado por la entrepierna, haciendo realidad lo que luego resumió algún poeta de cuyo nombre no me acuerdo: Y simples soldados rasos / en portentosa campaña / llevaron el sol de España / desde el oriente al ocaso. Porque háganse idea: sólo en Europa, teníamos la península ibérica (Portugal estaba a punto de nieve, porque Carlos V, encima, se casó con una princesa de allí que se rompía de lo guapa que era), Cerdeña, Nápoles y Sicilia, por abajo; y por arriba, ojo al dato, el Milanesado, el Francocondado -que era un trozo de la actual Francia-, media Suiza, las actuales Bélgica, Holanda, Alemania y Austria, Polonia casi hasta Cracovia, los Balcanes hasta Croacia y un cacho de Checoslovaquia y Hungría. Así que calculen con qué ojos nos miraba la peña, y qué ganas tenían todos de que nos agacháramos a coger el jabón en la ducha. El que peor nos miraba, turcos aparte -hasta con ellos pactó para hacernos la cama, el muy cabrón-, era el rey de Francia, un chulito guaperas de quiero y no puedo llamado Francisco I, cursi que te mueres, con mucho quesquesevú y mucho quesquesesá. Y François, que así se llamaba el pavo en gabacho, le tenía a nuestro emperata Carlos una envidia horrorosa, comprensible por otra parte, y estuvo dando la brasa con territorios por aquí e Italia por allá, hasta que el ejército español -es un decir, porque allí había de todo- le dio una estiba horrorosa en la batalla de Pavía, con el detalle de que el rey franchute cayó en manos de una compañía de arcabuceros vascos a los que tuvo que rendirse, imaginen el diálogo, errenditú barrabillak (o te rindes o te corto los huevos, en traducción libre: de Hernani era el energúmeno que le puso la espada en el pescuezo), y el monarca parpadeando desconcertado, preguntándose a quién carajo se estaba rindiendo y si se habría equivocado de guerra. Al fin se rindió, qué remedio, y acabó prisionero en Madrid, en la torre de los Lujanes, justo al lado de la casa donde hoy vive Javier Marías. Pero bonito, lo que se dice bonito, y que también pasó en Italia, fue lo del papa: éste se llamaba Clemente VII, y podríamos resumirlo psicológicamente diciendo que era un hijo de puta con balcones a la plaza de San Pedro, traidor y tacaño, dado a compadrear con Francia y a mojar en toda conspiración contra España. Pero le salió el chino mal capado, porque en 1527, por razones que ustedes pueden encontrar detalladas en los libros de Historia -véase Saco de Roma-, el ejército imperial (seis mil españoles que imagínenselos, diez mil alemanes puestos de cerveza hasta las trancas y marcando el paso de la oca, dos mil flamencos y otros tantos italianos hablando con su mamma por teléfono) tomó por asalto las murallas de Roma, hizo 40.000 muertos sin despeinarse y saqueó la ciudad durante meses. Y no colgaron al papa de una farola porque el vicario de Cristo, remangándose la sotana, corrió a refugiarse en el castillo de Sant'Angelo. Lo que, la verdad, no deja de tener su puntito. 

[Continuará]. 

6 de abril de 2014