Históricamente me caen muy gordos los ingleses. Sé que tras esta afirmación no tendré más remedio que batirme en duelo con Javier Marías, pero un caballero debe sostener sus palabras en el campo del honor. Aunque después la vida lo lleve a uno por otros derroteros, y lo convierta más bien en caballero de fortuna, el arriba firmante fue educado, cuando jovencito, para caballero a secas. Así que tendré que tirar de florete, o de sable -la pistola es una vulgaridad- cuando mi vecino de página, que es anglófilo hasta el tuétano, me envíe los padrinos. Como ambos tenemos más o menos la misma graduación y hemos servido en el mismo Cuerpo de Ejército, no habrá impedimentos técnicos, espero. Aún no sé quién hará de teniente Candy y quién de teniente Kretschmar, pero eso lo iremos viendo sobre la marcha. A primera sangre.
Me desvío del tema. Les contaba que, para quienes somos mediterráneos y de Cartagena, por aquello del mar y de la Historia el inglés siempre ha sido el enemigo. Ya saben: Mahón, San Vicente, Gibraltar y todo eso. Tampoco me gusta cómo escriben sus libros, cuando van y te cuentan que en Trafalgar lucharon contra la escuadra francesa y contra algún barco español que también pasaba por allí; o que durante la guerra peninsular fueron ellos quienes se comieron sin pelar a los franchutes, mientras las guerrillas españolas se limitaban a llevarles el botijo. Tampoco me gustan sus películas de piratas, ésas que les hacían los mamporreros de Hollywood, con mucho filibustero elegante y patriota, y los españoles siempre de gobernadores malos con sobrina guapa y pinta de mexicanos.
Eso sí, reconozco una cosa: saben ser soldados y pelear. Lo que no es bueno ni malo, sino un hecho objetivo. Y no sé cómo se las arreglan los generales y los políticos y Su Majestad la Queen, pero cada guerra la toman todos a modo de asunto personal, como el fútbol. Crueles e implacables, denunciando el juego sucio cuando no son ellos quienes lo practican, con las novias agitando los sostenes a modo de despedida cuando se van a las Malvinas, o al Golfo, o a defender a la madre que los parió. Supongo que la cuestión estriba en que saben hacerse respetar. Cuando cubría la guerra de los Balcanes, los únicos cascos azules que se la jugaban por mi acreditación de Naciones Unidas eran los británicos, que me llevaron a través de Vitez y Gorni Vakuf pegando cebollazos a diestro y siniestro, mientras los españoles se disculpaban diciendo que en Madrid les habían ordenado que no se mojaran ni por periodistas ni por nadie.
Todo esto viene a cuento para que las cosas queden claras, ya que voy a recomendarles un libro. En realidad no es uno, sino varios, de cuya lectura he obtenido -y espero seguir haciéndolo mucho tiempo- un placer inmenso. Se trata de una serie sobre las aventuras de la Armada inglesa, escrita por el irlandés Patrick O'Brian, que en Gran Bretaña y Estados Unidos, creo, lleva una docena de títulos de los que en España, hasta ahora, hay publicados dos: Capitán de mar y guerra y Capitán de navío. Y se los voy a recomendar por varias razones. La primera es que siempre he considerado el mejor regalo descubrir a otros un libro hermoso que no conocen. La segunda, porque son novelas escritas a la manera de antes, como siempre se escribieron, con batallas navales y el Mediterráneo en tiempos de Nelson, y temporales y abordajes, y astillas que saltan por cubierta, y buques corsarios, honor y brutalidad, con el capitán Jack Aubrey y su amigo, el doctor Maturin, convirtiéndose, página a página, en personajes entrañables e inolvidables. En amigos eternos para lectores de limpio corazón, como d'Artagnan, Ned Land, Emilio de lioccanera, Ojo de Halcón, Jim Hawkins, Sherlock Holmes y el doctor Watson o los Pardellanes. Nombres e historias que son puertas abiertas a la aventura más accesible del mundo: la que se alcanza con sólo pasar las páginas de un buen libro.
Hay una tercera razón, más personal. Descubrí esas historias hace poco, y en ellas reencontré un placer que creía agotado: sumergirme en la pasión de una historia fascinante y que aún no me había contado nadie. He sido muy feliz con las dos novelas del capitán Jack Aubrey, y deseo seguir siéndolo. Y como leo fatal en inglés, quiero que tengan éxito, y las compre mucha gente, y la editorial haga que se traduzcan y publiquen aquí todas. Y que yo pueda, durante mucho tiempo aún, amanecer tiritando de frío en el puente la Sophie, dando caza a una vela enemiga que corre bajo un chubasco, en el horizonte, mientras el viento silba en la jarcia y los artilleros destrincan los cañones para el combate.
28 de mayo de 1995
Me desvío del tema. Les contaba que, para quienes somos mediterráneos y de Cartagena, por aquello del mar y de la Historia el inglés siempre ha sido el enemigo. Ya saben: Mahón, San Vicente, Gibraltar y todo eso. Tampoco me gusta cómo escriben sus libros, cuando van y te cuentan que en Trafalgar lucharon contra la escuadra francesa y contra algún barco español que también pasaba por allí; o que durante la guerra peninsular fueron ellos quienes se comieron sin pelar a los franchutes, mientras las guerrillas españolas se limitaban a llevarles el botijo. Tampoco me gustan sus películas de piratas, ésas que les hacían los mamporreros de Hollywood, con mucho filibustero elegante y patriota, y los españoles siempre de gobernadores malos con sobrina guapa y pinta de mexicanos.
Eso sí, reconozco una cosa: saben ser soldados y pelear. Lo que no es bueno ni malo, sino un hecho objetivo. Y no sé cómo se las arreglan los generales y los políticos y Su Majestad la Queen, pero cada guerra la toman todos a modo de asunto personal, como el fútbol. Crueles e implacables, denunciando el juego sucio cuando no son ellos quienes lo practican, con las novias agitando los sostenes a modo de despedida cuando se van a las Malvinas, o al Golfo, o a defender a la madre que los parió. Supongo que la cuestión estriba en que saben hacerse respetar. Cuando cubría la guerra de los Balcanes, los únicos cascos azules que se la jugaban por mi acreditación de Naciones Unidas eran los británicos, que me llevaron a través de Vitez y Gorni Vakuf pegando cebollazos a diestro y siniestro, mientras los españoles se disculpaban diciendo que en Madrid les habían ordenado que no se mojaran ni por periodistas ni por nadie.
Todo esto viene a cuento para que las cosas queden claras, ya que voy a recomendarles un libro. En realidad no es uno, sino varios, de cuya lectura he obtenido -y espero seguir haciéndolo mucho tiempo- un placer inmenso. Se trata de una serie sobre las aventuras de la Armada inglesa, escrita por el irlandés Patrick O'Brian, que en Gran Bretaña y Estados Unidos, creo, lleva una docena de títulos de los que en España, hasta ahora, hay publicados dos: Capitán de mar y guerra y Capitán de navío. Y se los voy a recomendar por varias razones. La primera es que siempre he considerado el mejor regalo descubrir a otros un libro hermoso que no conocen. La segunda, porque son novelas escritas a la manera de antes, como siempre se escribieron, con batallas navales y el Mediterráneo en tiempos de Nelson, y temporales y abordajes, y astillas que saltan por cubierta, y buques corsarios, honor y brutalidad, con el capitán Jack Aubrey y su amigo, el doctor Maturin, convirtiéndose, página a página, en personajes entrañables e inolvidables. En amigos eternos para lectores de limpio corazón, como d'Artagnan, Ned Land, Emilio de lioccanera, Ojo de Halcón, Jim Hawkins, Sherlock Holmes y el doctor Watson o los Pardellanes. Nombres e historias que son puertas abiertas a la aventura más accesible del mundo: la que se alcanza con sólo pasar las páginas de un buen libro.
Hay una tercera razón, más personal. Descubrí esas historias hace poco, y en ellas reencontré un placer que creía agotado: sumergirme en la pasión de una historia fascinante y que aún no me había contado nadie. He sido muy feliz con las dos novelas del capitán Jack Aubrey, y deseo seguir siéndolo. Y como leo fatal en inglés, quiero que tengan éxito, y las compre mucha gente, y la editorial haga que se traduzcan y publiquen aquí todas. Y que yo pueda, durante mucho tiempo aún, amanecer tiritando de frío en el puente la Sophie, dando caza a una vela enemiga que corre bajo un chubasco, en el horizonte, mientras el viento silba en la jarcia y los artilleros destrincan los cañones para el combate.
28 de mayo de 1995