lunes, 25 de diciembre de 2006

1.000 números, 703 artículos

Me cuentan los amigos de XLSemanal que ya son mil números en el talego, que se dice pronto. Mil semanas de colorín acompañando el diario que corresponda, cada uno de su padre y de su madre según los sitios, que en total suman unos cuantos en toda España. Veintitrés, me parece que son. Así que echo cuentas y me quedo patedefuá, porque setecientas dos de esas semanas las he pasado con ustedes, domingo a domingo, sin faltar ni uno sólo; y éste de hoy es el artículo número setecientos tres de los que empecé allá por 1993, cuando aún me ganaba la vida de reportero dicharachero en Barrio Sésamo. En aquel tiempo, como yo no podía estar cada semana entregando un artículo, pues me pasaba la vida de avión en avión, dejaba varios escritos de golpe, ocho o diez cada vez, y luego me largaba; y al regreso –por aquellos años eran los Balcanes– escribía otros tantos, y volvía a largarme. Y así fuimos arreglándonos hasta que me jubilé del asunto bélico, y me hice algo más sedentario en plan abuelo Cebolleta. Y ahora ya sólo dejo escritos artículos de tres en tres o de cuatro en cuatro cuando tengo un viaje largo, o cuando me dispongo a largar amarras, izar velas y hacerle un corte de mangas a la cada vez más dudosa madre tierra. 

Empecé a teclear esta página, por tanto, con cuarenta y dos años, y ahora tengo cincuenta y cinco: trece tacos de calendario en los que se aprenden algunas cosas y se pierden otras. No tengo cuajo suficiente para releer los viejos artículos de aquel tiempo, los primeros; pero supongo que en ellos había más humor, más ternura y más ingenuidades que en los de ahora. Dicen los amigos y compadres que los años me han hecho gruñón y menos tolerante con ciertas cosas de las que antes me limitaba a burlarme casi con suavidad. Y supongo que es cierto. Llega un momento en que el espectáculo de la sórdida condición humana –en la que por supuesto me incluyo– te fatiga la sonrisa, y deja de ser divertido. Justo cuando comprendes que nada de cuanto se diga o se haga podrá cambiar nuestra bellaca e imbécil naturaleza, y a lo más que se puede aspirar es a que al malvado o al idiota –a ti mismo, llegado el caso– les sangre la nariz. Entonces es fácil caer presa de algo que podríamos llamar síndrome del francotirador majara: llevarte a cuantos puedas por delante, antes de irnos todos al carajo. Bang, bang. Por lo menos, alivia. 

Por fortuna –y ésa es una de las razones por las que sigo en esta página– hay cartas inolvidables, especiales, inteligentes, que llegan justo cada vez que, tras mucho darle vueltas, decido escribir el último artículo y quitarme de encima esta obligación semanal, a una edad en la que cada compromiso nuevo o viejo pesa como el plomo. Me refiero a vidas que de alguna forma se enlazan y enredan con la tuya; a jóvenes que sueñan y tienen fe, como es su obligación, y buscan una palabra o un libro que les ayude a hacer camino; a erizas en pie de guerra, hartas de su roncador manguta y dispuestas a hacérselo con el topo; a maestros que aún enseñan quién fue Viriato; a curas que dicen misa aunque no tengan fe, porque otros sí la tienen; a marinos que buscan barco y barcos que buscan marinos; a anónimos asiduos a la barra del bar de Lola, allí donde nadie protesta porque se fume, y donde música y silencios cuentan más que las palabras. Me refiero, en resumen, a todo el largo etcétera que, pese a tanto cuento y tanta mierda, a uno lo reconcilia con los seres humanos y con la vida. 

Otra de las razones es la lealtad de quienes me albergan. Como apunté hace tiempo, en estos trece años han sido varios los apuros en que algunos de mis artículos han puesto a la empresa que los publica. Lógico, si tenemos en cuenta los muchos anunciantes de los que depende todo grupo editorial, sin olvidar compromisos políticos, intereses propios, suspicacias gremiales, o esa Iglesia católica, apostólica y romana, a la que con poco respeto pero con rigurosa memoria histórica aludo cuando se me pone a tiro. A pesar de todo, ni una sola vez –insisto: absolutamente ninguna– ha habido nadie que me haya dicho córtate un poco, colega; aunque, como me consta, a quienes publican este dominical les hayan caído encima, por mi causa, chaparrones terribles. Fui periodista muchos años, conozco los mecanismos del asunto, y no sé si estos trece años de libertad absoluta de lengua y tecla, sin más límite que el Código Penal, los habrían tolerado en otra parte. Tampoco estoy dispuesto a saberlo. Los mil números de XLSemanal los siento como míos. A mucha honra. 

24 de diciembre de 2006 

lunes, 18 de diciembre de 2006

Aceituneros y aceituneras

Les hablaba la semana pasada de cómo una jábega de cantamañanas se pasa por el forro, cuando le conviene, el criterio de la Real Academia Española, imponiendo la corrección política sobre la corrección lingüística. Cada vez que un presunto padre de cualquiera de nuestras muchas patrias o un portavoz de colectivo equis o zeta se ve rebatido en sus monipodios y enjuagues lingüísticos, pone el grito en el cielo diciendo que la Real Academia Española no va al ritmo de los tiempos, que es machista, homófoba y etcétera. Tales soplacirios creen que un diccionario es un mercadillo donde todos pueden trapichear a su aire, de cara al voto tal o la legislatura cual; y que tanto la RAE como la lengua que cuida y registra en su instrumento principal están sujetas a las decisiones de los parlamentos, las leyes o los gobiernos de turno. Pero no es así. 

Hace meses, el Parlamento de Galicia exigió al Gobierno la eliminación en el DRAE de algunas variantes peyorativas, usuales en El Salvador y Costa Rica, de la voz gallego. Cuando la Academia respondió que el diccionario no quita o pone variantes, sino que registra el uso real de las palabras en el habla viva de todos los hispanoparlantes, algunos bobos insignes pusieron el grito en el cielo, cual si la RAE fuese responsable de lo que han determinado el tiempo, el uso y las circunstancias históricas, y todo pudiera cambiarse sin más trámite, borrándolo. Poner tal o cual marca, matizar un empleo peyorativo o desusado, omitirlo en un diccionario resumido o esencial, es posible. Eliminarlo del diccionario general, nunca. Sería como quitar las palabras de Cervantes o Quevedo porque, en el contexto de su época, hablaban mal de moros y judíos. También las palabras tienen su propia vida e historia. 

Pero, por más que se explique, seguirá ocurriendo. Esta España ombliguera y absurda, envilecida por el más difícil todavía de la cochina política, olvida que una lengua sólo está sometida a sí misma, al conjunto de quienes la hablan y a las gramáticas, ortografías y diccionarios que, elaborados por lingüistas, lexicógrafos y autoridades, la fijan y registran de modo notarial. En contra de lo que algunos suponen, la RAE no crea ni moderniza, sino que estudia y administra la realidad de nuestra lengua con el magisterio de muchos siglos de autoridades y cultura. Y ojo: no es sólo una Academia, sino veintidós instituciones hermanas en España, América y Filipinas, las que cuidan de que esa lengua siga viva y compartida por la extensa comunidad hispana; donde los españoles, por cierto, sólo representamos la décima parte. Consideren el despropósito de quienes pretenden que la ocurrencia coyuntural de un concejal nacionalista de Sigüenza, de una parlamentaria feminista murciana, de un ministro semianalfabeto o de la federación de taxistas gays y lesbianas de Melilla, por muchos parlamentos o gobiernos que la respalden y eleven a rango de ley, sea recogida en el siguiente diccionario y adoptada en el acto por todos quienes hablan y escriben en español. Que España sea un continuo disparate no significa que quinientos millones de hispanohablantes también estén dispuestos a volverse gilipollas. 

De todas formas, en eso del disparate mis ídolos son los asesores lingüísticos de la Junta de Andalucía; sin duda la comunidad autónoma que con más entusiasmo practica la farfolla parlanchina. Cualquier lectura de su boletín oficial depara momentos hilarantes, e incluso laxantes. Muy recomendable, si a uno le gusta pasar buenos ratos echando pan a los patos. La última perla corresponde al flamante Estatuto andaluz. Después de consultar con la RAE la oportunidad de utilizar lo de «diputados y diputadas, senadores y senadoras, presidente y presidenta, aceituneros y aceituneras altivos y altivas» y todo eso, y recibir un detallado informe de por qué, además de una imbecilidad, es incorrecto e innecesario –el uso del masculino genérico no responde a discriminación ninguna, sino a la ley lingüística de la economía expresiva–, la comisión constitucional del Congreso de los Diputados y la delegación de parlamentarios andaluces han decidido, naturalmente, prescindir del dictamen académico, por no ajustarse éste al tonillo demagógico que le buscan a la cosa. Y ahí tienen a la Junta de Andalucía, impasible el ademán, dispuesta a cambiar una vez más, por su cuenta y por la cara, la lengua común que veinte siglos de cultura e historia han dado a quinientos millones de personas. Ele. Por la gloria de su madre. Y de su padre. 

17 de diciembre de 2006 

lunes, 11 de diciembre de 2006

Matrimonios de género y otras cosas

Aburre el pimpampúm que se traen algunos tontos –y tontas– del ciruelo con la Real Academia Española, a la que ciertos colectivos, o quienes dicen representarlos, se empeñan en contaminar con la demagogia que tanto renta en política. Dispuestos a imponer sus puntos de vista, impacientes por asegurarse el sostén de una terminología cómplice, algunos ponen el carro delante de los bueyes. En vez de asumir que todo lenguaje es sedimento de siglos y consecuencia de los usos, costumbres e ideologías de una sociedad en evolución, y que es ésta la que poco a poco adopta unos usos y rechaza otros, exigen, por las bravas, que sea el lenguaje violentado, artificial, politizado y manipulado según el interés de cada cual, el que condicione y transforme la realidad social. 

Lo malo, e imposible, es que ni siquiera lo pretenden poco a poco, sino en el acto. De un día para otro. Como olvidan, o ignoran, que un lenguaje se hace con la lenta y prolija sedimentación de muchos siglos y hablas, creen poder transformarlo por las buenas, a su antojo, en un año o dos. Por eso presionan de continuo para que instituciones respetables y respetadas, mucho más sabias, doctas y solventes que ellos, asuman sin resistencia tales disparates, a ser posible antes de esta o aquella elección, o para tal y cual próxima legislatura. Y como la osadía hace buenas migas con la ignorancia, no falta ocasión en que alguno de tales bobos indocumentados se atreva a afirmar en público que la RAE es una institución reaccionaria y conservadora, que el diccionario no se ha plegado a sus sugerencias, etcétera. 

El proceso se repite, rutinario. Una asociación determinada, el Gobierno o quien sea, consulta a la Real Academia Española si es correcto esto o lo otro. Y la Academia responde, tras estudiarlo sus especialistas, con la autoridad de trescientos años al cuidado de una lengua que tiene once siglos de existencia –más antigua que el francés y el inglés– y proviene del latín que se hablaba en la península ibérica. Como rara vez una consulta motivada por puntuales razones políticas es compatible con la realidad y la tradición lingüística, a menudo el dictamen académico desaconseja tal o cual uso, por incorrecto o absurdo. Pero como lo que suele pedirse a la Docta Casa es respaldo político y no sabiduría, el siguiente acto consiste en una declaración de la asociación, grupo o gremio correspondiente, deplorando el inmovilismo y falta de adecuación a los tiempos modernos de la RAE, que no traga. Y si de una ley o estatuto se trata, el resultado es que los redactores hacen caso omiso de lo que documentada y detalladamente opina la Academia. Prueba ésta de que nadie espera consejo, sino aplauso. 

Por ejemplo: «La Academia suele ir por detrás. Es una institución que se mueve lentamente». Eso acaba de manifestar un grupo de derechos homosexuales, lamentando que en el Diccionario Esencial la palabra matrimonio no recoja todavía la unión de dos personas del mismo sexo. Pero es que ésa es precisamente la misión de la Academia: ir detrás y despacio, con el sensato criterio de que sólo palabras con cinco años de uso probado y general tienen solvencia. Conviene saber, además, que hay académicos de la RAE que son homosexuales y recomiendan, como sus compañeros, esperar a que la sociedad hispanohablante –que no sólo es la española…– utilice de forma generalizada, si procede, la nueva y aún poco extendida acepción; pues, pese a lo que algunos querrían, una academia y un diccionario no están sometidos a parlamentos, gobiernos o leyes, sino al uso real de la lengua, como bien demostró la RAE durante el franquismo. Tampoco está de más recordar que las veintidós academias que hacen el diccionario –española, americanas y filipina– coincidieron en que la expresión matrimonio homosexual contiene una contradicción etimológica de la que se informó al Gobierno de España, a petición de éste, cuando redactaba la correspondiente ley. Informe al que, por supuesto, el citado Gobierno no hizo puñetero caso; como tampoco lo hizo cuando, tras consultar sobre la incorrecta violencia de género y proponer la Academia violencia de sexo, violencia contra la mujer o violencia doméstica, cedió a las presiones feministas, imponiendo un disparate lingüístico en el enunciado de esa otra ley. Aunque en materia de disparates, el premio Tonto del Haba del Año lo gana siempre la Junta de Andalucía, especialista en aberraciones antológicas. Y como se acaba la página, de eso hablaremos la semana que viene. 

10 de diciembre de 2006

domingo, 3 de diciembre de 2006

Nuestros nuevos amos

A los españoles nos destrozaron la vida reyes, aristócratas, curas y generales. Bajo su dominio discurrimos dando bandazos, de miseria en miseria y de navajazo en navajazo, a causa de la incultura y la brutalidad que impusieron unos y otros. Para ellos sólo fuimos carne de cañón, rebaño listo para el matadero o el paredón según las necesidades de cada momento. Situación a la que en absoluto fuimos ajenos, pues aquí nunca hubo inocentes. Nuestros reyes, nuestros curas y nuestros generales eran de la misma madre que nos parió. Españoles, a fin de cuentas, con corona, sotana o espada. Y todos, incluso los peores, murieron en la cama. Cada pueblo merece la historia y los gobernantes que tiene. 

Ciertas cosas no han cambiado. Pasó el tiempo en que los reyes nos esquilmaban, los curas regían la vida familiar y social, y los generales nos hacían marcar el paso. Ahora vivimos en democracia. Pero sigue siendo el nuestro un esperpento fiel a las tradiciones. Contaminada de nosotros mismos, la democracia española es incompleta y sectaria. Ignora el respeto por el adversario; y la incultura, la ruindad insolidaria, la demagogia y la estupidez envenenan cuanto de noble hay en la vieja palabra. Seguimos siendo tan fieles a lo que somos, que a falta de reyes que nos desgobiernen, de curas que nos quemen o rijan nuestra vida, de generales que prohíban libros y nos fusilen al amanecer, hemos sabido dotarnos de una nueva casta que, acomodándola al tiempo en que vivimos, mantiene viva la vieja costumbre de chuparnos la sangre. Nos muerden los mismos perros infames, aunque con distintos nombres y collares. Si antes eran otros quienes fabricaban a su medida una España donde medrar y gobernar, hoy es la clase política la que ha ido organizándose el cortijo, transformándolo a su imagen y semejanza, según sus necesidades, sus ambiciones, sus bellacos pasteleos. Ésa es la nueva aristocracia española, encantada, además, de haberse conocido. No hay más que verlos con sus corbatas fosforito y su sonriente desvergüenza a mano derecha, con su inane gravedad de tontos solemnes a mano izquierda, con su ruin y bajuno descaro los nacionalistas, con su alelado vaivén mercenario los demás, siempre a ver cómo ponen la mano y lo que cae. Sin rubor y sin tasa. 

En España, la de político debe de ser una de las escasas profesiones para la que no hace falta tener el bachillerato. Se pone de manifiesto en el continuo rizar el rizo, legislatura tras legislatura, de la mala educación, la ausencia de maneras y el desconocimiento de los principios elementales de la gramática, la sintaxis, los ciudadanos y ciudadanas, el lenguaje sexista o no sexista, la memoria histórica, la economía, el derecho, la ciencia, la diplomacia. Y encima de cantamañas, chulos. Osan pedir cuentas a la Justicia, a la Real Academia Española o a la de la Historia, a cualquier institución sabia, respetable y necesaria, por no plegarse a sus oportunismos, enjuagues y demagogias. Vivimos en pleno disparate. Cualquier paleto mierdecilla, cualquier leguleyo marrullero, son capaces de llevárselo todo por delante por un voto o una legislatura. Saben que nadie pide cuentas. Se atreven a todo porque todo lo ignoran, y porque le han cogido el tranquillo a la impunidad en este país miserable, cobarde, que nada exige a sus políticos pues nada se exige a sí mismo. 

Nos han tomado perfectas las medidas, porque la incultura, la cobardía y la estupidez no están reñidas con la astucia. Hay imbéciles analfabetos con disposición natural a medrar y a sobrevivir, para quienes esta torpe y acomplejada España es el paraíso. Y así, tras la añada de políticos admirables que tanta esperanza nos dieron, ha tomado el relevo esta generación de trileros profesionales que no vivieron el franquismo, la clandestinidad ni la Transición, mediocres funcionarios de partido que tampoco han trabajado en su vida, ni tienen intención de hacerlo. Gente sin el menor vínculo con el mundo real que hay más allá de las siglas que los cobijan, autistas profesionales que sólo frecuentan a compadres y cómplices, nutriéndose de ellos y entre ellos. Salvo algunas escasas y dignísimas excepciones, la democracia española está infestada de una gentuza que en otros países o circunstancias jamás habría puesto sus sucias manos en el manejo de presupuestos o en la redacción de un estatuto. Pero ahí están ellos: oportunistas aupados por el negocio del pelotazo autonómico, poceros de la política. Los nuevos amos de España. 

3 de diciembre de 2006