domingo, 29 de julio de 2001

El oso de peluche


No sé ustedes, pero yo tengo mis remordimientos. Cosas que hice o que no hice, fantasmas que a veces, aprovechando las noches calurosas de verano, vienen a sentarse en el borde de la cama y te miran en silencio; y, por más vueltas que das a un lado y a otro, siguen allí hasta que se los lleva la luz del alba. Cuando andas por la vida con una mínima lucidez respecto a tus actos, esa compañía es inevitable. A veces son fantasmas sangrientos y vengativos como el espectro del Comendador, y otras son pequeñas punzadas amargas, tironcitos de la memoria que hacen que te remuevas incómodo. Paradójicamente, éstos pueden ser los peores. Siempre encuentras excusas para justificar los grandes dramas, cuando tomaste tal o cual decisión por necesidad, por supervivencia. Sólo los seres humanos con poca imaginación son incapaces de arreglárselas para tener a raya ese tipo de remordimientos. El problema viene con los otros: las pequeñas manchas de sombra en el recuerdo que sólo pueden explicarse con el egoísmo, el cansancio, la ingenuidad, la indiferencia.

Uno de mis viejos fantasmas tiene la imagen de un oso de peluche; y, por alguna extraña pirueta de la memoria, esta noche pasada estuvo acompañándome durante el sueño que no tuve. El recuerdo es perfecto, al detalle, nítido como una foto o un plano secuencia. Tengo veintidós años y es la primera vez que veo campos inmensos arder hasta el horizonte. En las cunetas hay cadáveres de hombres y de animales, y la nube de humo negro flota suspendida entre el cielo y la tierra, con un sol poniente sucio y rojo que es difícil distinguir de los incendios. En la carretera de Nicosia a Dekhalia, parapetados tras sacos de arena y en trincheras excavadas a toda prisa, algunos soldados grecochipriotas muy jóvenes y muy asustados aguardan la llegada de los tanques turcos, dispuestos a disparar sus escasos cartuchos y luego a escapar, morir o ser capturados. El nuestro es un pequeño convoy de dos camiones protegidos por banderas británicas. A bordo hay algunos ciudadanos europeos refugiados y cuatro reporteros en busca de una base militar con teléfono para transmitir: Aglae Masini con un cigarrillo en la boca y tomando notas con su única mano, Luis Pancorbo, Emilio Polo con la cámara Arriflex sobre las rodillas, y yo. Ted Stanford acaba de pisar una mina en la carretera de Famagusta, y a Glefkos, el reportero del Times que hace dos días se ligó Aglae en la piscina del Ledra Palace, acabamos de dejarlo atrás con la espalda llena de metralla. Es el verano de 1974. Mi segunda incursión en territorio comanche.

Nuestros camiones pasan por un pueblo abandonado y en llamas, donde el calor de los incendios sofoca el aire y te pega la camisa al cuerpo. Y ya casi en las afueras, una familia de fugitivos grecochipriotas nos hace señales desesperadas. Se trata de un matrimonio con cuatro críos de los que el mayor no tendrá más de doce años. Van cargados con maletas y bultos de ropa, todo cuanto han podido salvar de su casa incendiada, y yo todavía ignoro que pasaré los próximos veinte años viéndolos una y otra vez, siempre la misma familia en la misma guerra huyendo en lugares iguales a ése como en una historia destinada a repetirse hasta el fin de los tiempos. Nos hacen señales para que nos detengamos. La mujer sostiene al hijo más pequeño, con dos niñas agarradas a su falda. El padre va cargado como una bestia, y el hijo mayor lleva a la espalda una mochila, tiene una maleta a los pies y con una mano sostiene el oso de peluche de una de sus hermanas. Saben que los turcos se acercan, y que somos su única posibilidad de escapar. Vemos la angustia en sus caras, la desesperación de la mujer, la embrutecida fatiga del hombre, el desconcierto de los chiquillos. Pero el convoy es sólo para extranjeros. El sargento británico que conduce nuestro camión pasa de largo —tengo órdenes, dice impasible—, negándose a detenerse aunque Aglae lo insulta en español, en griego y en inglés. Los demás nos callamos: estamos cansados y queremos llegar y transmitir de una maldita vez. Y mientras Emilio Polo saca medio cuerpo fuera del camión y filma la escena, yo sigo mirando el grupo familiar que se queda atrás en las afueras del pueblo incendiado. Entonces el niño del oso de peluche levanta el puño y escupe hacia el convoy que se aleja por la carretera.

Ni siquiera los mencioné en la crónica que aquella noche transmití para el diario Pueblo. Conservo el recorte de esa página y sé que no lo hice. Aquellas seis pobres vidas no tenían la menor importancia en la magnitud del desastre y de la guerra. Ahora, si sobrevivió, ese chiquillo tendrá cuarenta años. Y me pregunto si todavía nos recordará con tanto desprecio como yo los recuerdo.

29 de julio de 2001

domingo, 22 de julio de 2001

Moros en la costa


No hablo de pateras e inmigrantes, aunque algo tengan que ver. Hoy me van a permitir que, por la cara, les hable de un libro. En realidad son dos, porque consta de dos volúmenes, y aunque tiene que ver mucho con la Historia, es también un libro de viajes y una guía turística. Se llama La ruta de los corsarios, y algunos convendrán conmigo en que sólo por el título ya merece la pena. Vaya por delante que no conozco al autor -Ramiro Feijoo- ni a los editores; aunque mientras tecleo acabo de comprobar que una de mis posesiones favoritas, la edición de 1977 de La Línea de sombra de Joseph Conrad, es del mismo sello editorial -Laertes-. Eso le da solera al asunto. El caso es que La ruta de los corsarios me sedujo por su título cuando lo vi en el catálogo de mi amigo Matías, el dueño de la librería náutica Cal Matías de Tarragona. Se lo pedí por teléfono, cuando llegó lo puse en la camareta del velero, y me calcé una tras otra sus casi seiscientas páginas durante un viaje tranquilo en el que el Mediterráneo -que, pese a lo que cuentan las agencias turísticas, es un hijo de la gran puta-, me dejó sentarme a leer sin agobios. Lo bueno fue que tuve la suerte de hacerlo navegando frente a las costas que el libro describe. Y disfruté como un cochino en un maizal. Les cuento. La idea de los dos volúmenes Cataluña y Valencia el primero, Murcia y Andalucía el segundo- es proporcionar al lector un recorrido detallado con mapas, fotografías e información sobre hoteles, restaurantes, posibles excursiones y curiosidades locales, por las costas españolas que en los siglos XVI y XVII, cuando las repúblicas corsarias de Argel y Túnez eran la pesadilla del Mediterráneo, fueron escenario de episodios trágicos y apasionantes, lances bárbaros, rasgos heroicos, desembarcos, rapiñas, combates y aventuras. Y paralela a esa descripción de nuestra costa y su relación con el pasado, el libro incluye unos magníficos textos sobre los episodios históricos del corso berberisco que se registraron en cada lugar, además del censo riguroso de los vestigios que se conservan, y que pueden ser visitados, e imaginados.

Y es que, por ejemplo, los veraneantes que ahora toman el sol junto a antiguas atalayas costeras que todavía se tienen en pie, suelen ignorar que esas torres formaban parte de un extenso sistema de vigilancia para prevenir incursiones piratas, motivo por el que también la mayor parte de las antiguas poblaciones del litoral están construidas en alto y apartadas del mar. Son muy escasos los municipios que han sabido sacar partido a tan interesante herencia, creando pequeños museos explicativos, restaurando las antiguas torres para abrirlas a la curiosidad pública con alguna clase de explicación histórica complementaria, y aprovechando ese modesto patrimonio para que sus playas ofrezcan también un trocito de memoria y de cultura, y no sólo tiendas, restaurantes con sangría y discotecas de chundachunda. Y precisamente esa ausencia de información -a menudo paralela a la imbecilidad de autoridades municipales ricas en ingresos turísticos y escasas en cultura y en vergüenza- es la que el lector curioso puede compensar con el libro que comento: pueblos que sufrieron las incursiones de las fustas y galeotas moras, playas donde se libraron escaramuzas o auténticas batallas, ajustes de cuentas de los moriscos expulsados, calas ocultas donde los corsarios acechaban el paso de sus presas. De Cadaqués a Cádiz -el lector, enganchado sin remedio, echa en falta un tercer volumen sobre el litoral balear-, uno asiste, mientras pasa páginas, a un espectáculo histórico apasionante, que si en vez de ocurrir aquí hubiese ocurrido en tierras gringas, habría saturado las pantallas del mundo con películas y teleseries, con saqueos, renegados, mujeres cautivas, audacias, rescates, héroes, villanos, muertes y venganzas.

Así que ustedes mismos. Porque tomar el sol en la playa, cenar una paella, darse un garbeo en patín acuático, está muy bien. Pero si a eso añadimos saber que en esa misma playa desembarcaron Morato Arráez o Barbarroja, que gracias a esa torre en ruinas se salvaron de la esclavitud las mujeres y los niños del pueblo cercano, que en la cala próxima hacía aguada Dragut, o que el temible Cachidiablo acechaba escondido tras aquella punta el paso de incautas embarcaciones costeras, ese lugar se volverá, de pronto, más intenso, y más fascinante, y más hermoso. Y todos seremos un poco menos estúpidos y un poco más lúcidos; y más conscientes de que, para bien y para mal, somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos. Así que si les apetece algo más que embadurnarse de bronceador y estar a remojo, y quieren sentir un escalofrío cada vez que vean una vela blanca acercarse a la costa, hojeen La ruta de los corsarios y entérense lo que hace unos cuantos siglos valía un peine. Cuando te echabas una siesta en la playa y te despertabas en Argel.

22 de julio de 2001

lunes, 16 de julio de 2001

Le toca a don Quijote


Ya podemos darnos por bien fastidiados, Sancho amigo. Las gentes que en España trajinan la cosa pública nos han asestado el ojo, so pretexto del cercano aniversario cuatrocientos años ya, -cómo pasa el tiempo- de la primera impresión, en 1605, de la novela más célebre del mundo. Y justamente por ser la más célebre, estar escrita en lengua castellana y haber tenido su autor la desgracia de nacer en España -que ya fue mala suerte-, extraño encantamiento sería que saliéramos bien librados de ésta. Ni el bálsamo de Fierabrás bastará para remediar lo que se avecina. Dirás, mi fiel escudero, que a buenas horas mangas verdes, y que a qué venir a incomodarnos en la tumba quienes nos enterraron en ella. Pero, en materia de política, de cualquier astilla se hacen lanzas; y el español es capaz de quedar tuerto con tal de que salga ciego su enemigo. Así ocurre que hasta el analfabeto que nunca pasó de firmar con una cruz, y eso con arduo esfuerzo, eche en cara de su adversario el descuido de artes y letras si de tal confrontación obtiene provecho; olvidando que cuando él o los suyos gobernaban, contribuyeron, y no poco, a reducir esas mismas artes y letras al estado lamentable en que ahora se hallan.

Tiembla pues como yo tiemblo, querido Sancho. En un país cuyas cabezas rectoras corrompen cuanto magrean con diseño faraónico de mal gusto y manipulaciones partidistas, imagina qué será de nosotros cuando empiecen los homenajes y contrahomenajes, los encomios y los denuestos; cuando el incienso de aquestos desencadene la execración de esotros. Piensa en la de dineros que caerán a los pozos sin fondo de comités y comisiones, publicaciones, folletos, conferencias, cursos varios, en parte para que los prebendados de rigor, aquellos que comen pan a manteles y maman de la ubérrima teta pública, puedan holgarse, pintar monas y atesorar. Imagina a ciertos padres conscriptos de la patria, catetos como mulas de varas, con menos letras incluso que tú, querido Sancho, a quienes los jubones de Armani y el palafrén con chófer en la puerta no bastan para borrar el pelo bajuno de la dehesa. O a ciertas diputadas que harían pasar por Beatriz Galindo, la Latina, a tu mismísima consorte Teresa Panza. Imagina, te digo, a toda esa vil gallofa pronunciando tu nombre y el mío en vano, o erigiéndose en paladines de la memoria del hidalgo manco que narró nuestras hazañas. Imagina cómo quedaremos de aborrecidos tú y yo, amigo Sancho, tras pasar por sus viles manos y su retórica. Hay que joderse. Se me llagan las hidalgas asaduras sólo de pensarlo.

Y es que lo veo venir. Si lo nuestro sólo fuera a conmemorarse en Francia o en Inglaterra, todavía podríamos confiarnos. Pero en este país de etiquetas y demagogos sopladores de gaita llamado España, bastará que unos planteen el homenaje para que otros lo califiquen, según de dónde provenga, de negra reacción fascista o de mear fuera del tiesto socialista. Ya los oíste reír el otro día en el ágora, cuando salió el tema. Sin olvidar que las diversas pluralidades multiplurales que forman los simpáticos pueblos y tierras de esta casa de lenocinio considerarán que celebrar el cuarto centenario del Quijote, obra escrita en castellano, o español, que osan decir en América, sería una agresión a las honras nacionales periféricas; una provocación más de esta lengua opresiva y reaccionaria que nos creó a ti y a mí, que tanto daño ha hecho al mundo, y que es -nadie se explica cómo- absurdamente hablada por cuatrocientos millones de seres humanos. Y claro, para no ofender, los responsables de la celebración cervantina procurarán cogerse la minga con papel de fumar, como suelen. Y, para que no se diga que no son más demócratas que la leche, harán cuanto puedan por equilibrar la balanza, porque en el término medio -cero grados: ni frío ni calor- está la virtud. Así, junto a los elogios, luminarias y fastos, se potenciarán, para compensar, públicas polémicas y opiniones adversas, inversas, conversas y hasta perversas. Destacados intelectuales podrán manifestarse a favor o en contra, los tertulianos de radio tomarán eruditas cartas en el asunto, y no me cabe duda de que surgirán numerosas propuestas alternativas, ciclos y cursillos y publicaciones sobre apasionantes aspectos inéditos de la cosa, con títulos como «Cervantes, intelectual orgánico», por ejemplo, o «Espadas en alto (El antivasquismo español en los episodios del vizcaíno». Tampoco faltarán obras imprescindibles como «Don Quijote y Sancho salen del armario», «Un best-seller sin futuro», «Don Quijote, héroe franquista» -lúcido ensayo del crítico de El País Ignacio Echevarría-, o la inevitable «Guía CAMPSA de las ventas y castillos del Quijote», prologada -por amor al arte- por don Camilo José Cela. Etcétera. Reconoce que acojona, amigo Sancho. La que se nos viene encima.

15 de julio de 2001

lunes, 9 de julio de 2001

Haz algo Marías


Querido Javier:

Llevo unas semanas pensando en pedirte que tomes cartas en el asunto. Tú que estuviste en Oxford y toda la parafernalia, y tienes influencias con los perros ingleses y con sus primos los gringos, y Su Graciosa Majestad la madre del Orejas te da premios, y además eres rey de Redonda y eso te faculta para hablar en la ONU, podrías hacer la gestión. Porque esto, colega, ya no hay cristo que lo aguante. Al final va a resultar que Lutero y Calvino y hasta Enrique VIII y todos aquellos herejes listillos tenían razón, y que este país de gilipollas —por si no caes, me refiero a España— perdió el tren hace cuatro siglos y ahí sigue, mirando la vía con cara de memo. He expresado alguna vez mi sospecha de que fue en Trento donde la jiñamos del todo; y mientras los holandeses, y los alemanes, y los anglosajones optaban por un Dios práctico, marchoso, que bendice el trabajo y se alegra de que ganes pasta honradamente porque así vas al cielo, aquí apostamos —o apostaron en nuestro nombre, como siempre— por otro Dios más llevadero, corrupto y propenso a enjuagues y trapicheos, sobornable con indulgencias, con confesiones y penitencias, con arrepentimientos de última hora. Y como toda religión configura su propio tejido social, a la larga terminamos aplicando esos puntos de vista a todo: a la política, a la economía, a la moral pública y privada. Y ahí seguimos, colega. Moviéndonos entre la cara dura, la incompetencia, el fanatismo, la demagogia y el más espantoso ridículo.

Estoy hasta la bisectriz, vecino. Sobre todo porque aquí nadie se hace ya responsable de nada. Lo peor no es que las Fuerzas Armadas no defiendan, que la policía no proteja, que la Seguridad Social no asegure, que los hospitales te atiendan ya de cuerpo presente. No. Lo más gordo es que los sinvergüenzas que tienen la obligación de garantizar todo eso se laven las manos, afirmando públicamente, sin ningún rubor, que esto es lo que hay. Que el Estado, incapaz de preservar la salud, el trabajo, la cultura y la vida de sus ciudadanos, renuncia porque se siente incapaz. Porque está muy ocupado haciendo que España vaya bien. Así que quien desee protección para su casa y su familia, que se gaste una pasta en seguridad privada; quien desee salud que la adquiera en Sanitas o en una clínica de Marbella; quien se incomode porque le quemen la farmacia o le pongan bombas-lapa bajo los huevos cuando va a la oficina, que emigre. Y el que no pueda pagarse nada de eso, ni emigrar a ningún sitio, que se joda.

Si por lo menos te lo dedujeran de los impuestos, vecino. O si al menos dieran permiso para llevar encima una recortada con posta lobera y ser tú tan peligroso como cualquiera de los que dan por saco. Pero no. Encima de confesar su incompetencia, te chupan la sangre y te maniatan con una presunta España que nada tiene que ver con la real, con toda esa farfolla políticamente correcta que busca más un titular de prensa que un resultado práctico. Con toda esa demagogia, además, de ciudadanos y ciudadanas, jóvenes y jóvenas, como si todos fuéramos imbéciles e imbécilas. Y tu primo Álvarez del Manzano, al que estimas tanto como yo a mi alcaldesa de Cartagena y a su equipo municipal, no son sino manifestaciones cutres de la prepotencia y la incompetencia y la ordinariez de toda una plaga de mierdecillas que, sin distinción de colores políticos, nos está dejando hechos una piltrafa en mitad de la calle, desorientados y a merced del primer cabrón que pasa. Por eso recurro a ti, chaval, que con lo de Redonda tienes influencias en los foros internacionales. A ver si haces algo. Y ya que nuestra política exterior la llevan los norteamericanos, y la defensa no existe, y la seguridad interior es un bebedero de patos —pese a que la Ertzaintza es, como sabes, una de las mejores policías de la galaxia—, y encima resulta que España nunca existió, pues bueno, pues vale, pues me alegro. Que se ocupen los guiris. Disolvamos esto de una vez y que tus paisas anglosajones nos colonicen, o nos invadan, o nos rindamos, o nos adopten como hijos putativos, o lo que sea. Igual me da como miembros de los EE.UU. que de la Commonwealth, o como se llame ahora, merced a los antecedentes históricos de Puerto Rico, California, Gibraltar, Menorca, Moore, Wellington y todo eso. Que nuestra política exterior y la economía las lleve esa Norteamérica a la que el Pepé tanto le arrima el culo, que de Hispanoamérica se ocupe Bush, que el cine nos lo hagan en Hollywood, que la milicia corra por cuenta del Pentágono o del Ejército británico, que la Royal Navy defienda nuestras aguas territoriales, que nuestras calles y bienes y personas los proteja la policía de Gibraltar. Cualquier cosa con tal de no pagarle el sueldo por la cara a esta chusma que nos tiene dejados de la mano de Dios, y encima lo dice. A esta panda de golfos. Y de golfas.

8 de julio de 2001

domingo, 1 de julio de 2001

Mecánica y termología


Entra al bar de Lola, se acoda a mi lado en la barra y pide una caña. Mecánica y Termología, dice al segundo sorbo, con espuma en la nariz. Me ha quedado para septiembre, maldita sea. Y sin embargo –añade-, hoy acabo de encontrarme algo en el libro de texto que me ha puesto esta sonrisa en la cara, y aún me dura. Un libro de Física. Problema: Los soldados españoles llamaban «pacos» a los moros porque el sonido de sus fusiles recordaba dicha palabra. ¿A qué se debía esto? Respuesta: El soldado español (blanco del disparo) oía primero un sonido fuerte y seco (¡pa!), que era la onda de Match, y después un ¡coo! más bajo y prolongado ocasionado por la onda expansiva del disparo. Su propio fusil les sonaba de modo distinto, porque todo tirador se halla fuera de la región en que se propaga la onda de Match y no oye más que el estampido del disparo, ya que dicha onda se propaga paralelamente a sí misma, alejándose de la trayectoria de la bala, y, por tanto, del tirador.

Lola se acoda al otro lado del mostrador, interesada. ¿Y adónde lleva todo eso, chaval?, pregunta. Lleva, dice mi amigo, a que es reconfortante encontrar que hay gente capaz de poner un ejemplo así en un libro de Física. De decirte, ojo, tío, que estamos hablando de cosas que se vinculan no a un laboratorio, sino a la vida. Cosas razonadas durante siglos por gente que se sentaba a mirar, a extraer conclusiones de su entorno, en vez de congelar ese entorno en una probeta. También tiene que ver con que ahora la Educación es cada vez más específica y se nos orienta a ser técnicos en una sola materia. Se nos enseña la manera más barata y eficaz de apretar tuercas, sin preocuparnos de si esa tuerca pertenecerá a una lavadora o a un misil tierra-aire; y por supuesto, a nadie le importa quién inventó la puta tuerca. El sistema, o sea, esos imbéciles que nos imponen los planes de estudio, hace que pasemos cuatrimestre a cuatrimestre sobre asignaturas de muchos créditos, que nos convertirán en científicos especializados, pero sin darnos una perspectiva de lo que es el mundo de ahí afuera... ¿Me siguen?.

—O sea —apunta Lola—, que te enseñan a follar pero no a enamorarte.

Le pido a Lola que no se meta, o que no se meta tanto. Sin embargo, a mi amigo le debe de haber gustado el ejemplo, porque dedica a la dueña del bar una sonrisa ancha, reconocida. O igual lo que de verdad le gusta es Lola, con sus treinta largos y su escote moreno, y sus ojos un poquito cansados a estas horas de la vida. Algo así, confirma. No nos enseñan a pensar. Ni siquiera nos dejan tiempo, ni verano, ni invierno, ni resquicios para mirar más allá de los textos, ni para reflexionar sobre lo que aprendemos. ¿A quién le importa que un moro se llame Paco?... Cuando entras en la facultad caes en la trampa; un remolino que te arrastra hasta que acabas la carrera hecho un robot, si es que antes no lo mandas todo a tomar por saco o te pegas un tiro.

—Qué mal rollo, ¿no? —tercia Lola.

Malísimo, confirma mi amigo. Y sólo si tienes voluntad y cojones, si arrancas ratos perdidos, si te preocupas de lo que te rodea, y lees, y viajas si puedes, y miras, acabarás sabiendo algo de lo que es el mundo. Pero ésa es una opción personal que no está al alcance de todos: se lleva mucho del poco tiempo que te dejan, y a veces se paga caro. Por eso no todos están dispuestos a intentarlo. Y te encuentras con gente estupenda quedándose en la cuneta, sin haber leído nunca un libro de Historia o una novela o un ensayo que nos digan de dónde venimos y hacia dónde vamos. Que nos recuerden, con los ejemplos terribles que el hombre ha fabricado durante siglos, lo peligroso que es el progreso en manos de almas vacías de humanidad, de malvados y de irresponsables. Y al final seremos científicos especializados sin valores ni memoria, brillantes, vanidosos, avaros e incultos. Y clonaremos vacas y personas y hasta nuestra propia alma, que no valdrá una mierda.

—¿Saben quién es Ian Malcolm?

Le decimos que no, que no tenemos ni idea. Un cantante inglés, aventura Lola. Y mi amigo sonríe con juvenil suficiencia, y nos cuenta que Ian Malcolm es un personaje de Parque jurásico, y que allí dice: «Ustedes sólo se preocuparon de si podían hacerlo, no de si debían»... Por eso es raro y gratificante, añade, encontrarse de pronto un ejemplo perdido en un libro de Física, como el del soldado y el Paco, tomado de una guerra de la que nadie se acuerda. Algo que se refiere a la conjunción de la historia y la ciencia, y que nos confirma que los teoremas, las leyes, las derivadas parciales y las integrales, forman parte de la vida real. Y que sin esas referencias, los seres humanos sólo serán ecuaciones y tuercas sin alma. Ese chaval se come demasiado el tarro —dice Lola cuando mi amigo termina su cerveza y se larga—. No creo que te dé para un artículo... Pero reconozco que lo del soldado y el moro tiene su puntito.

1 de julio de 2001