lunes, 17 de mayo de 1993

El club Dumas


Puse la estilográfica sobre la mesa y me levanté, acercándome a las vitrinas llenas de libros que cubren las paredes de mi despacho. Abrí una para elegir un tomo encuadernado en piel oscura.

- Como todos los grandes fabuladores - añadí, Dumas era un embustero. La condesa Dash, que lo conoció bien, dice en sus memorias que le bastaba contar una anécdota apócrifa para que esa mentira se diese por histórica. Fíjese en el cardenal Richelieu: fue el hombre más grande de su tiempo; mas después de pasar por las tramposas manos de Dumas, su imagen llega hasta nosotros deformada y siniestra... - me volví hacia Corso, con el libro en las manos -. ¿Conoce esto? Lo escribió Gatien de Courtilz de Sandras, un mosquetero que vivió a finales del siglo XVII. Son las memorias de d'Artagnan, el auténtico: Carlos de Batz-Castelmore, conde de Artagnan. Un gascón nacido en 1615 que, en efecto, fue mosquetero; aunque no vivió en la época de Richelieu, sino en la de Mazarino. Murió en 1673 durante el sitio de Maastrich cuando, igual que su homónimo de ficción, iba a recibir el bastón de mariscal. Como ve, las violaciones de Alejandro Dumas engendraron hermosas criaturas. Al oscuro gascón, cuyo nombre había olvidado la historia, el genio del novelista lo convirtió en gigante de leyenda.

- Usted lo ha dicho: era un tramposo.

- Sí - concedí mientras me sentaba de nuevo -. Mas genial. Donde otros se hubieran limitado a plagiar, él construyó un mundo que aún se sostiene hoy. ¿Qué otra cosa es la creación literaria? En su caso, la historia de Francia suministró el filón. El truco era extraordinario: respetar el marco y alterar el cuadro, saquear sin escrúpulos el tesoro que se le ofrecía. Dumas convierte a los personajes principales en secundarios, los que fueron humildes segundones se vuelven protagonistas, y llena páginas con incidentes que en la crónica real ocupan dos líneas. Jamás existió el pacto de amistad entre d'Artagnan y sus compañeros, entre otras cosas porque algunos ni se conocieron entre ellos. Tampoco hubo ningún conde de la Fére o más bien hubo muchos, aunque ninguno se llamó Athos. Pero Athos existió; se llamaba Armando de Sillegue, señor de Athos, y murió de una estocada en un duelo antes de que d'Artagnan ingresara en los mosqueteros del rey. Aramis fue Henri de Aramitz, escudero. Terminó retirado en sus tierras, con mujer y cuatro hijos. En cuanto a Porthos...

- No me diga que también hubo un Porthos.

- Lo hubo. Se llamó Isaac de Portau y tuvo que conocer a Aramis, o Aramitz, porque ingresó en los mosqueteros tres años después que él en 1643.

- Todo esto es muy interesante - dijo.

- Si va a París, Replinger podrá contarle mucho más que yo - miré el original sobre la mesa -. Aunque ignoro si compensa el gasto de un viaje. ¿Qué puede valer ese capítulo en el mercado?

- No mucho. En realidad voy por otro asunto. Entre mis escasas posesiones se cuentan un Quijote de Ibarra y un Volkswagen. Por supuesto, el automóvil me costó más que el libro.

- Sé a qué se refiere - dije, en tono solidario.

Corso hizo un gesto que podía interpretarse como de resignación. Sus incisivos de roedor asomaban en acida mueca:

- Hasta que los japoneses se harten de Van Gogh y Picasso y lo inviertan todo en libros raros.

- Que Dios nos ampare cuando eso ocurra.

- Eso dígalo por usted - me miraba con sorna a través de sus lentes torcidas -. Yo pienso forrarme, señor Balkan.

Corso recuperó el manuscrito y lo acompañé hasta la puerta. Se detuvo en el vestíbulo, donde los retratos de Stendhal, Conrad y Valle-Inclán otean con ceño reprobador la atroz litografía que la comunidad de vecinos, con mi único voto en contra, decidió colgar hace unos meses en el rellano de la escalera. Sólo entonces me animé a formular la pregunta.

- Le confieso que siento curiosidad por saber dónde encontraron eso.

- Tal vez usted lo conocía - respondió por fin - El manuscrito se lo compró mi cliente a un tal Taillefer.

- ¿Enrique Taillefer...? ¿El editor?

- El mismo.

Nos quedamos en silencio. Corso encogió los hombros, y yo sabía muy bien por qué. La causa podía encontrarse en las páginas de sucesos de cualquier diario; Enrique Taillefer llevaba muerto una semana. Le habían encontrado ahorcado en el salón de su casa algún tiempo después, cuando todo hubo terminado, Corso accedió a contarme el resto de la historia. Puedo así reconstruir ahora con razonable fidelidad ciertos hechos que no presencié: el encadenamiento de circunstancias que condujeron al fatal desenlace y la resolución del enigma en torno a El club Dumas. Gracias a las confidencias del cazador de libros puedo oficiar de doctor Watson en esta historia, y contarles que el siguiente acto se inició una hora después de nuestra entrevista, en el bar de Makarova.

16 de mayo de 1993

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