He regresado al Deefe, México. Esta vez tardé un poco más, porque hubo dos novelas seguidas, y compromisos que me llevaron por otros lugares. Pero he vuelto por fin al corazón de esta ciudad fascinante, peligrosa, hormiguero de ternura y de violencia, en la que, si yo fuera novelista mejicano, nunca tendría problemas de hojas en blanco, pues abunda en historias por contar para varias vidas.
He vuelto a caminar por el Deefe, como digo, echando precavidos vistazos sobre el hombro gracias al instinto que te dejan viejos territorios comanches. Procurando, por ejemplo, que el director de la Real Academia Española no acabara recibiendo un paquetito con una oreja mía dentro y una petición de rescate que allí les iba a dar mucha risa; porque, entre otras cosas, el gobierno del presidente Rajoy tiene a la RAE reducida a una miseria no vista desde tiempos del franquismo. El caso es que allí he estado, insisto, de caza por las librerías de viejo de la calle Donceles, comiendo en el querido y elegante Belinghausen o yéndome al otro extremo, a mi también querida y cutre cantina Salón Madrid; aunque esta última me dejó la punzada amarga de que los dos viejitos que la llevaban se retiraran hace un año, y ahora hay unos jóvenes muy agradables que -cosas inevitables de la vida- han retapizado los viejos asientos rajados a navajazos y puesto una rockola de música moderna, con Shakira y gente así, donde antes estaba la que yo hacía sonar con monedas de diez pesos, bebiendo Herradura Reposado en compañía de Vicente Fernández, Pedro Infante o los Tigres del Norte.
He vuelto también, de noche, a la plaza Garibaldi: esa frontera peligrosa que me sabe a juventud de adrenalina y bronca tequilera. Regresé al Tropicana y al Tenampa, templo de la noche mejicana, donde los viejos mariachis que me acompañan desde hace veinte años -se mueren los viejos y llegan los jóvenes-, volvieron a rodear mi mesa para que cantásemos Mujeres divinas, El Siete Leguas y Gabino Barrera. César el tlaxcalteca, antiguo y querido amigo, tiene cada vez menos voz, pero ahí sigue. Y platicando con él, entre Nos estorbó la ropa y La que se fue, volví a disfrutar de su charla y afecto, y también, una vez más, a admirar el magnífico uso de la lengua española que se hace en América en general y en México en particular. Cuando, al hablarme de su mujer difunta y su nueva pareja, César dijo: «La quise mucho, con devoción, y la extraño, pero ¿quién puede frenar la naturaleza?», me pregunté, admirado, cuántos españoles seríamos capaces de construir una frase semejante, tan bella y tan perfecta, con esa naturalidad con la que hasta un campesino mejicano analfabeto podría hacer sonrojarse, no digo ya a un español de infantería, sino a un universitario, un profesor o un político. Por no decir a un presidente del Gobierno.
Ésa es una de las razones por las que me gusta volver a Hispanoamérica en general y a México en particular. Porque aquí renuevo el respeto por el idioma que hablo. Cada vez que oigo decir a un humilde vendedor de periódicos «Que lo trate bien el día», o a una camarera de cantina «Saliendo de casa surge una realidad básica: todas somos solteras», me reafirmo en la idea de que existe una patria de 500 millones de compatriotas, la lengua española, y que a menudo olvidamos que sólo 50 millones vivimos en España; y que mientras en la vieja, cobarde y caduca Europa agonizamos despacio, allí en América están vivos, y son jóvenes con ansia de saber y pelear. Y que esa juventud y ese vigor, unidos al respeto que conservan por la lengua y la palabra, les da una osadía magnífica a la hora de manejar el idioma, crear palabras nuevas, adaptar y españolizar las extranjeras, hacer más potente y viva la lengua que con toda justicia llaman español, igual que los gringos llaman inglés a la suya. Entérense, pues, quienes critican el Diccionario de la RAE por registrar las palabras nuevas, atrevidas, fascinantes, que aquí se recomponen, adaptan o inventan: todo es lengua española, desde la Patagonia a los Estados Unidos, del Pacífico al Mediterráneo. Y el Diccionario no será auténtico, no será un acto notarial de justicia lingüística, hasta que elimine la absurda marca de americanismo con la que algunos puristas, ciegos ante la evidencia de la lengua, discriminan miles de palabras de este habla común, viva, imparable, panhispánica y formidable. Yo escribí una novela, La Reina del Sur, en mejicano, y parte de otra, El tango de la Guardia Vieja, en argentino. Es decir, en español. Es decir, en la lengua de esa extensa y noble patria -la única que a estas alturas me conmueve- cuya bandera es El Quijote.
28 de diciembre de 2014