El otro día, en la radio, oí rizar el rizo. Un cargo oficial, citando los antecedentes históricos del régimen fiscal vasco, mencionaba "el reino de Euskadi". No el de Navarra, ni nada por el estilo, con relación a otros reinos medievales como el de Aragón o de Castilla. No. El reino de Euskadi, con un par. De modo que, oído al parche, ha nacido o está a punto de ser alumbrada una nueva entidad histórica indiscutible de toda la vida, del mismo modo que el reino de Aragón desapareció en las brumas del pasado para iluminar el nacimiento, oh prodigio, del reino de Cataluña de Jaume I el Conqueridor. Para que vean lo bonito y plurinacional y de diseño que se nos está poniendo el paisaje. Porque la verdad es que nos estamos fabricando un pasado apasionante. Tan apasionante, que vamos a tener que reescribir de nuevo todos los libros de Historia que no hemos reescrito todavía, y reesculpir las piedras de las catedrales, y repintar los cuadros, para que todo ajuste. Pero no les quepa duda de que en ese menester, necesario si queremos construir una Comunidad de Estados verdaderamente plural y no la falsa democracia españolista en que vivimos, podrá seguirse contando con la entusiasta colaboración de las autoridades administrativas y culturales, siempre dispuestas a facilitar las cosas. Porque aquí todo el que no traga es un reaccionario y un cabrón, y además se juega los apoyos parlamentarios. Tragó el Pesoe, que tanto las pía ahora en unos sitios y se calla en otros. Y traga el Pepé, que, para que no se le note lo de Onésimo, se pone flamenco con la puntita nada más. Así que pronto tendremos a ministros de Cultura y presidentes de Gobierno hablando en el telediario del reino de Euskadi y del reino de Cataluña, y del reino de Matalascañas según bajas a mano derecha, si se tercia.
Resumiendo: que esto, además de una mierda, es una estafa. Esto se ha convertido en un país virtual improvisado sobre la marcha, al ritmo infame de porcentajes electorales, de ideologías entres y símbolos manipulados, sin ni siquiera creer en ellos, por ayatollás de leche rancia, por curas trabucaires e hipócritas, por fascistas que se escudan tras la palabra nación, y por oportunistas que se apuntan a lo que sea. España se ha convertido en una casa de putas de 17 comunidades y 8.000 ayuntamientos que van por libre, cada uno ingeniando algo original, y maricón el último. Que lo mismo deciden dinamitar el acueducto de Segovia porque a un concejal se le ocurre que es un monumento al imperialismo romano, que declarar persona non grata a Cervantes por facilitar la opresión lingüística, o aprovechar el cumpleaños del alcalde para subir pensiones de jubilados que terminan convirtiéndose en un certamen nacional de demagogia barata. Con carreras de trotones que ahora resulta que no sólo son signo de identidad nacional, sino que de aquí a poco los niños de las escuelas baleares recitarán: "La patria es una unidad de destino que trota en lo insular". Por no hablar de esos funcionarios públicos cuyo número iba a reducirse descentralizando, y resulta que en siete años ha crecido en un cuarto de millón; lo que significa que por cada puesto de trabajo en la Administración central, las autonómicas han creado quince.
Y es que esto es como una carrera, a ver quién llega antes. Un concurso de despropósitos donde los participantes hubieran perdido el sentido de la realidad y el sentido del ridículo. Hemos llegado al punto en que, no ya un político de foto en primera y mando en plaza, sino cualquier cacique de pueblo, cualquier sátrapa de chichinabo, cualquier alcaldillo con boina y garrota, cualquier concejal desaprensivo y analfabeto, se carga lo que sea con tal de apuntarse un tanto. Desmantelando un poco más lo que queda de este putiferio, entre los aplausos y el embobado qué me dice usted del respetable, y el silencio cómplice de las ratas de cloaca especialistas en vender a su madre por un voto. Y los líderes de sus partidos, cuando los tienen, por aquello de que no vayan a llamarlos centralistas, o españolistas, o autoritarios, o por la más simple razón de que una alcaldía es una alcaldía y un pacto es un pacto, tragan, consienten, autorizan, rubrican y bendicen barbaridad tras barbaridad. Y de ese modo uno ya no sabe si se encuentra en manos de una panda de sinvergüenzas o de imbéciles; aunque en esta piltrafa a la que ya casi nadie se atreve a llamar España, una cosa no quita la otra. Aquí, ser al mismo tiempo un sinvergüenza y un imbécil es algo perfectamente compatible. Es lo más natural del mundo.
29 de agosto de 1999
Resumiendo: que esto, además de una mierda, es una estafa. Esto se ha convertido en un país virtual improvisado sobre la marcha, al ritmo infame de porcentajes electorales, de ideologías entres y símbolos manipulados, sin ni siquiera creer en ellos, por ayatollás de leche rancia, por curas trabucaires e hipócritas, por fascistas que se escudan tras la palabra nación, y por oportunistas que se apuntan a lo que sea. España se ha convertido en una casa de putas de 17 comunidades y 8.000 ayuntamientos que van por libre, cada uno ingeniando algo original, y maricón el último. Que lo mismo deciden dinamitar el acueducto de Segovia porque a un concejal se le ocurre que es un monumento al imperialismo romano, que declarar persona non grata a Cervantes por facilitar la opresión lingüística, o aprovechar el cumpleaños del alcalde para subir pensiones de jubilados que terminan convirtiéndose en un certamen nacional de demagogia barata. Con carreras de trotones que ahora resulta que no sólo son signo de identidad nacional, sino que de aquí a poco los niños de las escuelas baleares recitarán: "La patria es una unidad de destino que trota en lo insular". Por no hablar de esos funcionarios públicos cuyo número iba a reducirse descentralizando, y resulta que en siete años ha crecido en un cuarto de millón; lo que significa que por cada puesto de trabajo en la Administración central, las autonómicas han creado quince.
Y es que esto es como una carrera, a ver quién llega antes. Un concurso de despropósitos donde los participantes hubieran perdido el sentido de la realidad y el sentido del ridículo. Hemos llegado al punto en que, no ya un político de foto en primera y mando en plaza, sino cualquier cacique de pueblo, cualquier sátrapa de chichinabo, cualquier alcaldillo con boina y garrota, cualquier concejal desaprensivo y analfabeto, se carga lo que sea con tal de apuntarse un tanto. Desmantelando un poco más lo que queda de este putiferio, entre los aplausos y el embobado qué me dice usted del respetable, y el silencio cómplice de las ratas de cloaca especialistas en vender a su madre por un voto. Y los líderes de sus partidos, cuando los tienen, por aquello de que no vayan a llamarlos centralistas, o españolistas, o autoritarios, o por la más simple razón de que una alcaldía es una alcaldía y un pacto es un pacto, tragan, consienten, autorizan, rubrican y bendicen barbaridad tras barbaridad. Y de ese modo uno ya no sabe si se encuentra en manos de una panda de sinvergüenzas o de imbéciles; aunque en esta piltrafa a la que ya casi nadie se atreve a llamar España, una cosa no quita la otra. Aquí, ser al mismo tiempo un sinvergüenza y un imbécil es algo perfectamente compatible. Es lo más natural del mundo.
29 de agosto de 1999