Me chocó un poco que, después de un atentado de ETA en Vizcaya, cierto responsable político local comentara, dolido: «Alguien del pueblo se chivó». Lo sorprendente, a mi juicio, no es que eso ocurra en un pueblo vizcaíno o en cualquier otra parte, sino que a estas alturas a alguien le sorprenda, todavía, que la gente se chive. Dicho de otra manera, que el personal largue por la mojarra, se berree del prójimo, dé el soplo, el cante, el culebrazo. Que un chota, un mierda emboscado, una rata de alcantarilla, un hijo -o hija, seamos paritarios- de la gran puta, oculto tras los visillos del piso de arriba o la casa de enfrente, delate al vecino, al amigo, a quien se ponga por delante. Después de todo, delatar al prójimo es sólo una práctica más de la infame condición humana.
Miremos alrededor. Ya en el colegio algunos apuntan maneras que luego perfeccionarán en la vida adulta, pródiga en coyunturas adecuadas. Pero no siempre son chivatazos con beneficio directo. Es cierto que el dinero, la ideología, el ajuste de cuentas o la enemistad particular tienen mucho que ver. El chivato señala al enemigo confiando en que otros hagan el trabajo que él no se atreve a hacer, o no puede. Pero otras veces -me atrevería a decir que la mayor parte de ellas-, se mueve por razones más íntimas y oscuras. Por impulso irresistible, quiero decir. Sin necesidad evidente. El instinto de supervivencia, por ejemplo. O de grupo. Creo que el hombre delata a causa de su cobarde naturaleza social. Planteada la cosa en términos antropológicos, no aprecio gran diferencia técnica entre el escolar que se chiva al maestro de que fulanito hizo esto o aquello, y el vecino que le cuenta al heroico gudari de la pistola a qué hora saca Mengano a pasear al perro. Todo es cuestión de circunstancias.
Como latino mediterráneo que soy, tiendo a creer que berrearse del vecino es más propio de latitudes frías y ordenadas, como la arquetípica viejecita londinense que llama a la policía porque un perro le mea en el portal, o esos honrados alemanes que responden «¿Adolf? ¿Qué Adolf?» cuando les preguntas qué hacían en el No-Do llorando emocionados cuando pasaba el Führer, o esos ejemplares ciudadanos austriacos que devolvían, a golpes y patadas en el culo, a los republicanos españoles que se fugaban de Mauthausen. Uno tiene cierta propensión a creer eso; a consolarse pensando que aquí, ibéricos individualistas, cada perro se lame su badajo. Y resulta que no. A lo mejor es verdad que nosotros denunciamos menos por instinto gregario y reverencia al poder constituido, como ocurre en otros climas. Pero no es menos cierto que el trabajo, la competencia profesional, la ambición, el rencor, la envidia que nos abona el patio, equilibran la balanza. A ver qué se habrá creído ese cabrón, etcétera. Basta un vistazo a los libros de Historia para comprobar que la cosa no es de ahora; que chivarse es ejercicio viejo nuestro, con mucha solera. Aquí delatamos durante el franquismo como delatábamos durante la Guerra Civil, lo mismo en zona nacional que en zona roja: nunca faltó un chivato para el teniente Castillo ni otro para Calvo Sotelo, sin complejos. Con paredón de por medio, tanto monta. Aquí delatamos a Torrijos y a su gente igual que apuntamos antes a los franceses quiénes eran patriotas, y a los patriotas quiénes eran afrancesados. Delatamos al Santo Oficio a judaizantes, moriscos, herejes y sodomitas, e hicimos corro, encantados y festivos, alrededor de sus hogueras. Delatamos a Viriato, y delatamos a la madre que nos parió cuando se puso a tiro. Y cuando no lo hicimos por ideología o por dinero, que también, fue por sólido, redondo, recio odio al delatado. Porque fíjense: dudo que en esa bonita especialidad de odiar nos gane nadie. Si un alemán, por ejemplo, delata atento a la ley y el orden, lo usual es que el español lo haga gratis, por la cara. Por ganas de joder, vamos. Por amor al arte. Imaginen a nuestra ruin clase política -el País Vasco es ejemplo limitado y unidireccional, pero sirve de muestra- en una situación general donde señalar con el dedo cueste al adversario la vida. Como hace setenta años. ¿Los imaginan, verdad?... Yo también los imagino.
Sin embargo, desde mi punto de vista, lo peor no es el chivato, sino todos esos numerosos, probos, excelentes ciudadanos que, cuando el delatado huye despavorido llamando a puertas que no se abren, se quedan mirando el televisor, quietos, sordos, mudos y ciegos, porque la cosa, en apariencia, no va con ellos. Y al día siguiente, al encontrarse al chivato en el bar de la esquina, en la calle o en el portal -aquí nos conocemos todos-, saludan o sonríen, cobardes, como si nada supieran de lo ocurrido. Y es que hay algo aun más infame que las ratas y sus secuaces: los muchos miserables que intentan congraciarse con ellos.
27 de enero de 2008