Todavía no he visto 300, la película de Zack Zinder sobre la batalla de las Termópilas. Pero he seguido con atención la polémica sobre la corrección o incorrección social del asunto, los pareceres encontrados sobre el supuesto retrato artero y malévolo de los orientales persas, y los tópicos sobre el honor y la gallardía de los occidentales espartanos. Ha sido interesante asistir a ese contraste de opiniones entre los partidarios de una visión tradicional del acontecimiento, la prohelénica y heroica, frente a la de quienes se expresan desde un enfoque más orientalista o menos eurocéntrico y lamentan que Jerjes y su gente todavía figuren en la Historia como los malos del episodio.
En el debate no han faltado, naturalmente, las alusiones a la crisis entre los valores de la democracia occidental y los que otras culturas sostienen, las alusiones al islam, etcétera. En el que podríamos llamar sector crítico frente a la versión transmitida por las fuentes clásicas, hay opiniones muy respetables, versiones de historiadores que, con el peso de su autoridad y con más o menos eficacia según el talento de cada cual, revisan tópicos, iluminan rincones oscuros, deshacen o cuestionan interpretaciones tradicionales; pero junto a ese análisis serio, académico, se ha dado también, como era de esperar en los tiempos que corren, una intensa agitación del gallinero mediático, empeñado en aplicar al año 480 antes de Cristo los habituales clichés de lo social o políticamente correcto. De manera que junto a ciertos finos analistas, intelectuales de pasta flora, eruditos cutres, tertulianos charlatanes y políticos analfabetos, sólo ha faltado alguien que denuncie a Leónidas y sus trescientos hoplitas ante el tribunal internacional de La Haya por militaristas y xenófobos. Que casi. De modo que van a permitirme, también, opinar al respecto. Eso sí: con un criterio contaminado por el hecho poco objetivo de haber leído en su momento –cada cual tiene sus taras– a Herodoto, a Diodoro de Sicilia y a Jenofonte. A lo mejor ése es mi problema. No hay nada mejor, lo admito, para la objetividad, la equidistancia y la corrección política que no haber leído nunca un puto libro.
A ver si lo resumo bien: eran los nuestros, imbéciles. Aunque siempre sea mentira lo de buenos y malos, lo de peones blancos y negros sobre el tablero de la Historia, lo que está claro, películas y paralelismos modernos aparte, es el color de los trescientos lacedemonios y los setecientos tespieos que libraron el último combate contra los doscientos mil persas que los envolvieron y aniquilaron en el paso de las Termópilas. Pese a su militarismo, a las crueles costumbres de su patria, a que los enemigos no eran afeminados o malvados, sino sólo gentes de otras tierras y otros puntos de vista, los soldados profesionales que peinaron con calma sus largos cabellos antes de colocarse encima treinta y cinco kilos de bronce y cerrar filas dispuestos a cenar en el Hades –Leónidas sólo llevó a los que tenían en Esparta hijos que conservaran la estirpe–, riñeron aquel día como fieras, hasta el último hombre, conscientes de que su hazaña era un canto a la libertad: la demostración suprema de lo que el ser humano, seguro de lo que defiende, puede y debe hacer antes que someterse.
Y claro que eran héroes. Da igual que los historiadores magnificaran su hazaña, o que los enemigos fuesen de una u otra manera. Lo que esos espartanos rudos y valientes defendieron bajo la nube de flechas persas –como bromeó uno de ellos, eso permitía pelear a la sombra–, no era el diálogo de civilizaciones, ni el buen rollito ni el pasteleo para salvar el pellejo poniendo el culo gratis. Enaltecidos por los clásicos o desmitificados por los investigadores modernos, lo indiscutible es que, con su sacrificio, salvaron una idea de la sociedad y del mundo opuesta a cualquier poder ajeno a la solidaridad y la razón. Al morir de pie, espada en mano, hicieron posible que, aun después de incendiada Atenas, en Salamina, Platea y Micala sobrevivieran Grecia, sus instituciones, sus filósofos, sus ideas y la palabra democracia. Con el tiempo, Leónidas y los suyos hicieron posible Europa, la Enciclopedia, la Revolución Francesa, los parlamentos occidentales, que mi hija salga a la calle sin velo y sin que le amputen el clítoris, que yo pueda escribir sin que me encarcelen o quemen, que ningún rey, sátrapa, tirano, imán, dictador, obispo o papa decida –al menos en teoría, que ya es algo– qué debo hacer con mi pensamiento y con mi vida. Por eso opino que, en ese aspecto, aquellos trescientos hombres nos hicieron libres. Eran los nuestros.
29 de abril de 2007