domingo, 25 de noviembre de 2018

Sonarse con las banderas

Hace dos o tres semanas asistí de lejos, aunque con curiosidad sociológica, a la polémica que se desató cuando un presentador de televisión, cómico o algo parecido, se sonó las narices en una bandera de España. Saltaron unos y otros a favor o en contra, haciendo del asunto, como acostumbramos aquí, cuestión de tuyos o míos, de demócratas y fascistas, de bronca y guerra civil. Es un gracioso provocador, decían unos. Es un mierdecilla sin puta gracia, decían otros. Etcétera. 

Llevo unos días pensándolo, pero vayan por delante un par de cosas. Una es que no soy imparcial, pues tengo algún amigo humorista vitriólico a cuyo lado el fulano de los mocos y la bandera –que acabó pidiendo excusas– es un pastorcillo de Belén. Sirvan de ejemplo Edu Galán y Darío Adanti, dos desaprensivos que, como dije alguna vez, no respetan ni a la madre que los parió; y a quienes los jueces, cuando sobreviven al ictus que suele provocarles sus espectáculos, atizan multas criminales. Quiero decir que ellos sí son humoristas cimarrones, sin dios ni amo, que en vez de buscar el aplauso fácil se la juegan de verdad, pues lo mismo se niquelan el ojete con la bandera española y la estelada catalana que llaman a la madre Teresa de Calcuta puto cacahuete y se descojonan del Islam. 

Lo otro es lo que pienso de las banderas. Y ahí, si me permiten la discreta chulería, tal vez tenga cierta experiencia, pues durante buena parte de mi vida vi destriparse bajo unas y otras. Quiero decir que lo mío no viene sólo de leer a Kapuscinski, y podría resumirse en que vi a demasiado sinvergüenza envolverse en banderas, como para respetarlas sin reservas, y a demasiada buena gente morir por ellas, como para despreciarlas sin reparos. Las miro con un educado escepticismo que no excluye el respeto, no por ellas sino por quienes las respetan, ni disipa el desprecio, no por ellas sino por quienes las usan con vileza. Las miro, en fin, no con equidistancia sino con ecuanimidad, que no es lo mismo; pero nunca se me ocurriría insultarlas. Valgan como ejemplo, por no centrarnos en la española rojigualda –tan polémica a ratos como la republicana, pues bajo ambas tuvimos héroes y verdugos–, las antiguas barras del reino de Aragón en las que hoy se envuelven Pujol, Mas y Puigdemont, pero bajo las que en el siglo XIV combatieron en Oriente las compañías almogávares. O la ikurriña vasca, a cuya sombra una pandilla de asesinos analfabetos sembró el terror durante años, pero que también ondeó en los dos pequeños pesqueros armados de la Euzkadiko Gudontzidia que el 5 de marzo de 1937 libraron frente al cabo Machichaco un desigual, heroico y suicida combate contra el crucero franquista Canarias

De todas formas, cuando hablamos de provocación algo deberíamos tener en cuenta. Los que de verdad disparan contra todo son pocos. Lo que hacen casi todos es buscar el aplauso fácil de sus habituales, a quienes procuran no ofender jamás. Si en un programa de televisión un fulano se limpia los mocos en una bandera que no ama, lo hace porque a su público, el de esa cadena, el que lo sigue en Twitter, Facebook o en donde sea, le gusta o lo tolera. Incluso lo exige. Y una cosa son las ideas, reales o fingidas, y otra jugarse los garbanzos. Quien ve una televisión o sigue en las redes sociales a tal o cual personaje sabe a qué se expone. Conoce lo que puede esperar de él, y a ese público va destinado lo que el fulano en cuestión dice o hace. Si en España hay también humoristas basura, es porque hay un público que los jalea. Así que no veo por qué han de ofenderse aquéllos a quienes no va destinada la basura, siempre y cuando esa basura no vulnere las leyes vigentes. Sin embargo, dentro de lo legal cada uno es libre de elegir. Basta con no ver esa televisión o no seguir a Fulano o Mengana en las redes sociales. Los disidentes, por su parte, también pueden sonarse en donde quieran, incluso en la foto del que se suena. Nadie lo impide, y sonarse es un acto libre. 

A menudo olvidamos que lo importante es elegir bien lo que uno ve, más que criticar o controlar lo que ven otros. Porque en eso consiste la libertad: en seguir a quien te dé la gana o en ignorarlo. Cuando eres espectador de alguien sabes a lo que te expones cuando te da exactamente lo que esperas; aquello por lo que estás allí y no en otro lugar. Así que, con no verlo, asunto resuelto. Y si lo ves, pues oye. Asume lo que caiga. Que cada uno vea lo que prefiera ver, y que su humorista favorito se suene con lo que le salga del cimbel. Evitarlo es tan sencillo como darle a las teclas silenciar o bloquear de Twitter. O ver otra tele. 

25 de noviembre de 2018

domingo, 18 de noviembre de 2018

No hablar farfullo es de fascistas

Se me ha estropeado la visión, pienso cuando veo el cartel de entrada al pueblo. Tengo que ir al oculista, pues veo menos que el topo Gigio, o como se llame ahora. El caso es que me froto los ojos, miro de nuevo y resulta que no. Atalayo como un lince. Lo que pasa es que donde ponía Villaconejos del Mar Menor pone ahora Biyaconeho del Mamenó. Me desconcierto y pregunto a un señor que pasa por allí. «Es que ahora rotulamos –responde– en lo que llaman farfullo mursiano: el habla de los pescadores de calamares con potera de Mazarrón, que ahora se está recuperando. Es un bien cultural así que queremos darle rango de lengua autonómica». Le doy las gracias, me adentro en el pueblo y compruebo que en efecto: carteles de Se dan clases de farfullo, el rótulo Arrejuntamiento en el ayuntamiento y grafitis reivindicativos en las paredes: El farfullo son nuestras raíces, No hablar farfullo es de fascistas… Cosas así. Hasta los municipales llevan rotulado Pulisía en la gorra. Y cuando entro en un bar a pedir una cerveza, el camarero me pregunta: «¿La quiés de folletín o esclafá?». 

Me despierto, acojonado. Pero no por la pesadilla, sino porque se empieza a parecer a la realidad; o más bien la realidad empieza a convertirse en pesadilla. Dirán ustedes que exagero, pero igual parece menos exagerado si les cuento que conozco al menos tres universidades donde el presupuesto destinado al estudio y fomento de lenguas autonómicas y también de viejas hablas populares, fablas, dialectos, farfullos, jergas rústicas, minoritarias o como quieran llamarlas, duplica el destinado a los departamentos de lengua castellana o española. Y no se trata, insisto, sólo de idiomas tradicionales y asentados como el gallego, el euskera y el catalán, lo que a algunos podría parecer razonable, sino también de cualquier parla local, minoritaria, rural deformación de lenguas cultas o residuo de hablas rústicas, en natural trance de desaparición al haber perdido su objeto y ser desplazadas por el más eficaz y común castellano; y que, ahora, grupos de activistas lingüísticos pretenden no sólo recuperar –lo que nada tiene de malo–, sino imponer a toda costa; lo que ya es menos tranquilizador y, sobre todo, mucho menos práctico. 

Dirán ustedes que hay distancia entre el amor por las viejas palabras y dichos locales que escuchamos de niños, el noble deseo de conservarlos, y su imposición a toda costa: el afán de situarlas por encima de las lenguas prácticas que nos son comunes y que, por complejas razones históricas, acabaron siendo el castellano y, en segundo lugar, los tres grandes idiomas autonómicos. Pero la explicación al disparate, al abismo entre razonable arqueología lingüística y descojonación de Espronceda, es sencilla; para algunos –cada vez más–, el farfullo y sus equivalentes se han convertido en una forma de vida. En un negocio. Mientras el latín, el griego y la lengua española, desprovistos de recursos, son borrados de los planes escolares por un Estado que roza ya la imbecilidad absoluta, La Asosiasión Farfullera del Mamenó, o la que aparezca en cada sitio, consigue nutritivas subvenciones; pues a ver qué gobierno autonómico, ayuntamiento o universidad se atreve a negar viruta a quienes rescatan el rico patrimonio cultural local, sea fabla de pastores del Moncayo o chamullo de pescadores de La Caleta. O sea, cultura popular y democrática hasta las cachas, y no esas lindezas elitistas grecolatinas o como se llamen, ni esa lengua castellana fascista en la que Franco firmaba sentencias de muerte. Da igual que las palabras y expresiones farfulleras aludan a cosas que ya no existen o no se usan. La cosa es volver a las raíces de los pueblos y las gentes. Y si tal palabra está olvidada o nunca existió, se inventa y a chuflar a la vía. Para eso están las universidades, las cátedras por venir, los diccionarios por subvencionar, las campañas pagadas de Fablemos lo nuestro, los maestros que dedicarán su esfuerzo a la útil tarea de que sus alumnos, en vez de alcachofa, aprendan a decir alcasilico; o, como sus antepasados analfabetos de hace un par de siglos, «ráscame er ojete subío a la pareta, sagal», que emociona mucho. Porque, cuidado con eso, no siempre la cultura oficial es la verdadera cultura. Y, como sabe todo cristo –y si no lo saben, asómense a Twitter–, la democracia no será plena en España hasta que en toda autonomía, en toda ciudad, en todo pueblo, cada chucho se lama su badajo. 

Menos mal que acabo de cumplir 67 tacos de almanaque y me queda poco en esta juerga. Y menos, habiendo aeropuertos. Pero ustedes, sobre todo los jóvenes, se van a divertir. Con el farfullo y con todo lo demás, ya verán. Se lo van a pasar de puta madre. 

18 de noviembre de 2018

domingo, 11 de noviembre de 2018

Picasseando Guernicas

No hace mucho hablé aquí de los articulistas parásitos que, a falta de ideas o vida propia, llenan páginas criticando lo que dicen o escriben otros, o lo que las redes sociales dicen que han dicho, y lo hacen sin molestarse en conocer el argumento original. Como para confirmarlo, eso ocurrió de nuevo hace unos días cuando, interrogado por un periodista sobre mi última novela, expresé la documentada sospecha de que Picasso no pintó el Guernica por patriotismo, sino por dinero. Era evidente que ninguno de los indignados guardianes del espíritu picassiano había leído el libro, donde el pintor aparece en un par de capítulos, tratado con suave humor y todo el respeto que como inmenso artista merece. Pero daba igual. Según esos bobos, al hablar del dinero cobrado yo ofendía al artista. Y claro. Por lógica inferencia, y ahí está el punto, también ofendía de rebote a toda la izquierda; y con ella, a la parte más noble y admirable de la humanidad en general. Etcétera. 

Así que, con permiso de ustedes y goteante el colmillo, voy a poner algunos pavos a la sombra. Empezando por que, aparte lo que ya había leído y escrito antes sobre el arte y la guerra –a mi novela El pintor de batallas me remito–, para la historia parisina del espía franquista Lorenzo Falcó, Sabotaje, tercer volumen de la serie, refresqué y estudié despacio todo lo publicado sobre Picasso y el Guernica. Así que cuando empecé a teclear la novela, donde los personajes opinan con la libertad de lo que son, conocía bien las conclusiones de los expertos sobre la génesis del cuadro: desde los clásicos de Van Hensbergen, Penrose y La Puente a las memorias de Man Ray, James Lord o la madre de dos hijos del artista, Françoise Gilot. Libros escritos por historiadores y testigos, no por cantamañanas sectarios de izquierdas que creen que Picasso es de su propiedad, ni por cantamañanas sectarios de derechas que sostienen que el Guernica es un fraude y una basura. 

Entre los historiadores y testigos serios hay quien opina que Picasso pintó el Guernica por patriotismo y quien dice que lo pintó por dinero. Cada cual es muy dueño, y de ellos obtuve mi opinión, que es tan respetable y documentada como las suyas, pues en todas se fundamenta. Y mi conclusión –que no figura en la novela, pero tengo tanto derecho a expresarla como cualquiera– es que Picasso no pintó el cuadro sólo por patriotismo y fervor republicano, sino que también lo hizo por dinero: 200.000 francos eran nueve veces lo que él cobraba entonces por una obra de las caras. Era un dineral entonces y lo sigue siendo hoy. Para afirmar el supuesto altruismo del artista se menciona a menudo la famosa carta de Max Aub, que en mi opinión –coincidente con la de no pocos historiadores– es una carta pactada para justificar políticamente el cobro. Que por otra parte resulta legítimo, porque es natural que un artista cobre por su trabajo. Yo mismo cobro a mis editores, pues vivo de eso. Por mucho que ame la literatura, soy un novelista profesional; como, salvando las inmensas distancias, Picasso era un pintor profesional. 

Y por cierto: puestos a decir verdades a quienes consideran a Picasso artista comprometido en cuerpo y alma con la República, es indiscutible que siempre sostuvo esa causa. Pero conviene recordar que lo hizo desde lejos. Concretamente desde su estudio de París, sin pisar nunca suelo español –absolutamente nunca– en tres años de guerra, pese a haber sido nombrado director honorario del museo del Prado. Tan a gusto estaba en París, por cierto, que se quedó allí durante la posterior ocupación nazi, sin ser molestado por los alemanes; que por esa época molestaban a no poca gente. Y recibió en su estudio a varios de ellos, incluido Ernst Jünger, que no era precisamente un simpatizante de la extinta República española. 

También hay a quien, con desconocimiento no ya de mi novela, sino de la vida de Picasso, incomoda que se diga que le gustaban las mujeres ajenas y que era tacaño, egoísta y aficionado al dinero. Está claro que quien se irrita por eso no ha leído sobre él, ni conoce el testimonio de las mujeres, hijos y amigos que lo calificaron de machista, cruel, rijoso, pesetero, egocéntrico y tirano doméstico. Porque –y esto es lo que ciertos simples no comprenden– se puede ser pintor genial y mala persona, se puede ser de izquierdas y no ser ejemplo de moralidad o patriotismo. Se puede ser republicano y cobrar. Se puede, en fin, ser muchas cosas al mismo tiempo, incluso contradictorias u opuestas entre sí, como por otra parte lo es cada ser humano. Y es que, a pesar de lo que creen algunos imbéciles, la vida real no es un paisaje de blancos y negros, rojos o azules, sino una fascinante gama de grises. Precisamente como el Guernica. 

11 de noviembre de 2018

domingo, 4 de noviembre de 2018

Idiotas sociales

Hace poco, una jovencísima estudiante española colgó en Twitter una fotografía suya, vestida con unas ceñidas mallas negras y un top que en realidad era un sucinto sujetador de medio palmo de anchura, con el siguiente texto: Mi colegio es un retrógrado de mierda, me han echado de una clase por ir así vestida y echando la culpa a que luego se escandaliza todo por que no veas como estamos con que si miran las tetas y el culo xdddd putos retrógradxs. Y, bueno. Como ocurre en las redes sociales, eso dio lugar a muchos comentarios; unos a favor, solidarizándose con ella, y otros en contra, poniéndola de tonta y bajuna para arriba. La chica no era de las que se arrugan, y se defendió como gato panza arriba; si no con prodigios de sintaxis ni ortografía, sí con mucho aplomo, sin disminuirse un palmo. Y, en mi opinión, ahí estuvo lo interesante. En sus argumentos.

La idea general era que ella no había hecho nada malo. Que enseñar el cuerpo en clase no sólo no era malo, sino que era positivo: Claro que hay menores en el instituto y muy pequeños/as, pero ahí esta el error, al menos bajo mi punto de vista; si no se les enseña desde pequeños a normalizar un cuerpo en general.. que se lo vas a imponer con 20 años. Ésa fue una de las respuestas a sus detractores: normalizar el cuerpo. Lo argumentaba con la honrada convicción de estar en lo cierto y defender sus derechos ante mentes estrechas, anticuadas, viejunas. Apelaba a la libertad individual, a la necesidad de que la sociedad cambie sus puntos de vista, al ineludible futuro. Para ella, sentarse entre sus compañeros de ambos sexos con tres palmos de cuerpo desnudo al aire y una tirita de tela en torno al busto era un acto de libertad que ningún reglamento escolar tenía derecho a vulnerar. Mi cuerpo es mío y lo enseño donde me parece, era el asunto. Para la próxima me pongo uno más corto y pantalones mucho más cortos; no es mi problema que ustedes sexualixeis algo que es normaaaaallll, zanjaba irreductible, utilizando además con razonable soltura el punto y coma, algo poco frecuente en chicos de su generación. 

La cosa me dejó un raro malestar: la certeza de que hay cosas en las que la sociedad europea, occidental o como queramos llamarla ahora, ha perdido el control de sí misma. Quizá sea difícil explicarlo y habrá quien no lo comprenda; pero creo que, sobre los razonamientos de esa chica, lo que inquieta es el aplomo con que los formulaba. Su seguridad de estar en lo cierto. Paradójicamente, yo habría preferido de ella una respuesta tan bajuna como el atuendo; algo como Me visto así para ir al kole porque me saaaale del chocho. Habría sido, en mi opinión, un argumento tranquilizador, rutinario, propio de una pedorra de baja estofa, de ésas que la telebasura consagra como modelos a imitar. Lo que me desazona es que la chica en cuestión razonaba bastante bien, aplicándose argumentos probados para otros menesteres y que a un joven de su edad deben parecer irrebatibles: libertad, orgullo, modernidad, cambio, futuro. Que alguien con mínimo sentido común pudiera preguntarle, como réplica, si ella iría a comer a un restaurante donde los camareros sirvieran en tanga, o se casaría con su novio yendo ambos en bragas y calzoncillos es lo de menos. Lo grave es que esa jovencita creía tener razón. Por eso me estremeció su aterradora honradez argumental. Y también me dio escalofríos comprobar –tendrá unos padres que la vean vestirse así para el instituto– que mucha gente comparte su opinión. Es, para entendernos, una idiota no intelectual sino social. Una idiota con argumentos, apoyada por otros idiotas, igualmente honrados, que la aplauden y justifican. 

Asusta, y a eso iba, la ausencia de remordimientos, de complejos, de sentido del decoro o el ridículo. La ignorancia de que a veces, con determinadas actitudes, se falta el respeto a los demás. Ocurre como con el patán que el otro día, en un avión, no contento con ir en pantalón corto mostrando los pelos y varices de las piernas, se quitó las sandalias y me impuso sus pies descalzos como repugnante compañía durante dos horas y media de vuelo. Si me hubiese vuelto hacia él para ciscarme en su puta madre, me habría mirado con asombro, sin comprender. Era otro idiota social, inocente como tantos. Incapaz de verse en un espejo crítico y comprender lo que es y lo que simboliza. Sobre ese particular, recuerdo que un amigo maestro llamó la atención a un alumno por escupir al suelo en clase y éste replicó, sorprendido: «¿Qué tiene de malo?». Mi amigo me dijo que se quedó bloqueado, incapaz de responder. «¿Qué podía yo decirle? –comentaba–. ¿Cómo iba a resumirle allí, de golpe y en pocas palabras, tres mil años de civilización?». 

4 de noviembre de 2018