domingo, 31 de agosto de 2014

Es la guerra santa, idiotas

Pinchos morunos y cerveza. A la sombra de la antigua muralla de Melilla, mi interlocutor -treinta años de cómplice amistad- se recuesta en la silla y sonríe, amargo. «No se dan cuenta, esos idiotas -dice-. Es una guerra, y estamos metidos en ella. Es la tercera guerra mundial, y no se dan cuenta». Mi amigo sabe de qué habla, pues desde hace mucho es soldado en esa guerra. Soldado anónimo, sin uniforme. De los que a menudo tuvieron que dormir con una pistola debajo de la almohada. «Es una guerra -insiste metiendo el bigote en la espuma de la cerveza-. Y la estamos perdiendo por nuestra estupidez. Sonriendo al enemigo». 

Mientras escucho, pienso en el enemigo. Y no necesito forzar la imaginación, pues durante parte de mi vida habité ese territorio. Costumbres, métodos, manera de ejercer la violencia. Todo me es familiar. Todo se repite, como se repite la Historia desde los tiempos de los turcos, Constantinopla y las Cruzadas. Incluso desde las Termópilas. Como se repitió en aquel Irán, donde los incautos de allí y los imbéciles de aquí aplaudían la caída del Sha y la llegada del libertador Jomeini y sus ayatollás. Como se repitió en el babeo indiscriminado ante las diversas primaveras árabes, que al final -sorpresa para los idiotas profesionales- resultaron ser preludios de muy negros inviernos. Inviernos que son de esperar, por otra parte, cuando las palabras libertad y democracia, conceptos occidentales que nuestra ignorancia nos hace creer exportables en frío, por las buenas, fiadas a la bondad del corazón humano, acaban siendo administradas por curas, imanes, sacerdotes o como queramos llamarlos, fanáticos con turbante o sin él, que tarde o temprano hacen verdad de nuevo, entre sus también fanáticos feligreses, lo que escribió el barón Holbach en el siglo XVIII: «Cuando los hombres creen no temer más que a su dios, no se detienen en general ante nada»

Porque es la Yihad, idiotas. Es la guerra santa. Lo sabe mi amigo en Melilla, lo sé yo en mi pequeña parcela de experiencia personal, lo sabe el que haya estado allí. Lo sabe quien haya leído Historia, o sea capaz de encarar los periódicos y la tele con lucidez. Lo sabe quien busque en Internet los miles de vídeos y fotografías de ejecuciones, de cabezas cortadas, de críos mostrando sonrientes a los degollados por sus padres, de mujeres y niños violados por infieles al Islam, de adúlteras lapidadas -cómo callan en eso las ultrafeministas, tan sensibles para otras chorradas-, de criminales cortando cuellos en vivo mientras gritan «Alá Ajbar» y docenas de espectadores lo graban con sus putos teléfonos móviles. Lo sabe quien lea las pancartas que un niño musulmán -no en Iraq, sino en Australia- exhibe con el texto: «Degollad a quien insulte al Profeta». Lo sabe quien vea la pancarta exhibida por un joven estudiante musulmán -no en Damasco, sino en Londres- donde advierte: «Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia». 

A Occidente, a Europa, le costó siglos de sufrimiento alcanzar la libertad de la que hoy goza. Poder ser adúltera sin que te lapiden, o blasfemar sin que te quemen o que te cuelguen de una grúa. Ponerte falda corta sin que te llamen puta. Gozamos las ventajas de esa lucha, ganada tras muchos combates contra nuestros propios fanatismos, en la que demasiada gente buena perdió la vida: combates que Occidente libró cuando era joven y aún tenía fe. Pero ahora los jóvenes son otros: el niño de la pancarta, el cortador de cabezas, el fanático dispuesto a llevarse por delante a treinta infieles e ir al Paraíso. En términos históricos, ellos son los nuevos bárbaros. Europa, donde nació la libertad, es vieja, demagoga y cobarde; mientras que el Islam radical es joven, valiente, y tiene hambre, desesperación, y los cojones, ellos y ellas, muy puestos en su sitio. Dar mala imagen en Youtube les importa un rábano: al contrario, es otra arma en su guerra. Trabajan con su dios en una mano y el terror en la otra, para su propia clientela. Para un Islam que podría ser pacífico y liberal, que a menudo lo desea, pero que nunca puede lograrlo del todo, atrapado en sus propias contradicciones socioteológicas. Creer que eso se soluciona negociando o mirando a otra parte, es mucho más que una inmensa gilipollez. Es un suicidio. Vean Internet, insisto, y díganme qué diablos vamos a negociar. Y con quién. Es una guerra, y no hay otra que afrontarla. Asumirla sin complejos. Porque el frente de combate no está sólo allí, al otro lado del televisor, sino también aquí. En el corazón mismo de Roma. Porque -creo que lo escribí hace tiempo, aunque igual no fui yo- es contradictorio, peligroso, y hasta imposible, disfrutar de las ventajas de ser romano y al mismo tiempo aplaudir a los bárbaros. 

31 de agosto de 2014 

domingo, 24 de agosto de 2014

Una historia de España (XXXI)

Entonces, casi a mitad del siglo XVII y todavía con Felipe IV, empezó la cuesta abajo, como en el tango. Y lo hizo, para variar, con otra guerra civil, la de Cataluña. Y el caso es que todo había empezado bien para España, con la guerra contra Francia yéndonos de maravilla y los tercios del cardenal infante, que atacaban desde Flandes, dándoles a los gabachos la enésima mano de hostias; de manera que las tropas españolas -detalle que ahora se recuerda poco- llegaron casi hasta París, demostrando lo que los alemanes probarían tres o cuatro veces más: que las carreteras francesas están llenas de árboles para que los enemigos puedan invadir Francia a la sombra. El problema es que mientras por arriba eso iba bien, abajo iba fatal. Los excesos de los soldados -en parte, catalanes- al vivir sobre el terreno, la poca gana de contribuir a la cosa bélica, y sobre todo la mucha torpeza con que el ministro Olivares, demasiado moderno para su tiempo -faltaba siglo y medio para esos métodos-, se condujo ante los privilegios y fueros locales, acabaron liándola. Hubo disturbios, insurrecciones y desplantes que España, en plena guerra de los Treinta Años, no se podía permitir. La represión engendró más insurrección; y en 1640, un motín de campesinos prendió la chispa en Barcelona, donde el virrey fue asesinado. Olivares, eligiendo la línea dura, de palo y tentetieso, se lo puso fácil a los caballeros Tamarit, a los canónigos Claris -aquí siempre tenemos un canónigo en todas las salsas- y a los extremistas de corazón o de billetera que ya entonces, con cuentas en Andorra o sin ellas, se envolvían en hechos diferenciales y demás parafernalia. Así que hubo insurrección general, y media Cataluña se perdió para España durante doce años de guerra cruel: un ejército real exasperado y en retirada, al principio, y un ejército rebelde que masacraba cuanto olía a español, de la otra, mientras pagaban el pato los de en medio, que eran la mayoría, como siempre. Que España estuviera empeñada en la guerra europea dio cuartel a los insurgentes; pero cuando vino el contraataque y los tercios empezaron a repartir estiba en Cataluña, el gobierno rebelde se olvidó de la independencia, o la aplazó un rato largo, y sin ningún complejo se puso bajo protección del rey de Francia, se declaró súbdito suyo (tengo un libro editado en Barcelona y dedicado a Su Cristianísima Majestad el Rey de Francia, que te partes el eje), y al fin, con menos complejos todavía, lo proclamó conde de Barcelona -que era el máximo título posible, porque reyes allí sólo los había habido del reino de Aragón-. Cambiando, con notable ojo clínico, una monarquía española relativamente absoluta por la monarquía de Luis XIV: la más dura y centralista que estaba naciendo en Europa (como prueba del algodón, comparen hoy, cuatro siglos después, el grado de autonomía de la Cataluña española con el de la Cataluña francesa). Pero a los nuevos súbditos del rey francés les salió el tiro por la culata, porque el ejército libertador que vino a defender a sus nuevos compatriotas resultó ser todavía más desalmado que los ocupantes españoles. Eso sí, gracias a ese patinazo, Cataluña, y por consecuencia España, perdieron para siempre el Rosellón -que es hoy la Cataluña gabacha-, y el esfuerzo militar español en Europa, en mitad de una guerra contra todos donde se lo jugaba todo, se vio minado desde la retaguardia. Francia, que aspiraba a sucedernos en la hegemonía mundial, se benefició cuanto pudo, pues España tenía que batirse en varios frentes: Portugal se sublevaba, los ingleses seguían acosándonos en América, y el hijo de puta de Cromwell quería convertir México en colonia británica. Por suerte, la paz de Westfalia liquidó la guerra de los Treinta Años, dejando a España y Francia enfrentadas. Así que al fin se pudo concentrar la leña. Resuelto a acabar con la úlcera, Juan José de Austria, hermano de Felipe IV, empezó la reconquista a sangre y fuego a partir del españolismo abrumador -la cita es de un historiador, no mía- de la provincia de Lérida. Las atrocidades y abusos franceses tenían a los catalanes hartos de su nuevo monarca; así que al final resultó que antiespañol, lo que se dice antiespañol, en Cataluña no había nadie; como suele ocurrir. Barcelona capituló, y a las tropas vencedoras las recibieron allí como libertadoras de la opresión francesa, más o menos como en 1939 acogieron (véanse fotos) a las tropas franquistas. Tales son las carcajadas de la Historia. La burguesía local volvió a abrir las tiendas, se mantuvieron los fueros locales, y pelillos a la mar. Cataluña estaba en el redil para otro medio siglo. 

[Continuará]. 

24 de agosto de 2014 

domingo, 17 de agosto de 2014

El jubilado nacional

Sentado en la terraza del paseo marítimo, de espaldas al puerto, leo a la última luz de la tarde. De vez en cuando levanto la mirada y observo a la gente que pasa. En un extremo del paseo hay un mercadillo, y en el otro un grupo de negros que venden gafas de sol, bolsos, música y películas. Todo falso o pirata, naturalmente. Hace un rato, uno de ellos me regaló una anécdota personal simpática, cuando me detuve curioso a mirar su despliegue cinematográfico y, al advertir mi interés, cogió una peli en su funda de plástico, me puso una mano persuasiva en el hombro, y me aconsejó, entendido y grave, casi paternal: «Ésta es muy buena». 

Leo, miro, leo. Tras volver de la playa o echar una siesta, la gente sale a tomar el aire antes de la cena. Hay mucho guiri: niños con pinta de SS que corretean dando por saco, alemanas o inglesas coloradas como si acabaran de sacarlas de un cocedero de mariscos, endomingadas con trajes de volantes y zapatos imposibles que las hacen caminar, cogidas del brazo de animales tatuados hasta el prepucio, con esa gracia natural que tienen algunas guiris para llevar tacones. Todos van y vienen disfrutando del paseo tranquilo, del mar próximo y bellísimo, mientras la sombra de los edificios y las palmeras se extiende cada vez más, refrescando el aire. Aliviando el calor de la jornada. 

Me fijo en los jubilados, quizá porque ya tengo sesenta y dos toques de campana y cada vez suenan más cerca. Una de mis distracciones favoritas es adivinar, o intentarlo, su nacionalidad por la pinta que llevan. Un fresador de Lübeck, un minero polaco, un sargento de los Royal Marines inglés, un camionero holandés, dos modistos de Milán, pasan frente a mí, ellos y sus señoras, o lo que corresponda, mientras imagino biografías posibles o improbables. Pero mi interés por ellos se desvanece cuando veo a un jubilado español. Uno de los de siempre, como suelen ir: parejas de matrimonios, a menudo de dos en dos, ellos caminando delante, sin prisas, con las manos a la espalda; y ellas, unos pasos detrás, charlando de sus cosas. 

Me gusta observar el paso migratorio de esa especie en extinción: el digno jubilado de toda la vida, abuelo clásico cuya indumentaria sigue siendo canónica. No pueden ustedes imaginar el respeto que les tengo. Ellos, con su camisa de manga corta bien planchada, su pantalón largo con raya, sus calcetines y sus zapatos de rejilla. Ellas, algo entradas en carnes y con esos maravillosos vestidos bata estampados de siempre, con botones por delante -qué madre o abuela nuestra no vistió en verano uno de ésos-, su pelo de peluquería, su bolso colgado del brazo en cuya muñeca hay una pulsera de oro con un colgante por cada uno de los hijos. Arreglados como Dios manda para salir, saludar a los conocidos, pasear mientras hablan de fútbol, de los nietos, del último viaje a Benidorm y lo bien que lo pasaron bailando Macarena y Los pajaritos

No hay color, pienso enternecido. Incluso entre extranjeros se los reconoce al primer vistazo: abuelos españoles hasta el tuétano, pensionistas de manual, señores y señoras de lo suyo. Hay algo característico en ellos. Hasta cuando no visten de jubilado clásico se los reconoce también, de lejos. Lo malo es cuando han pasado, antes, por la desoladora puesta al día que este tiempo exige. Ocurre cada vez más. Oprime el corazón ver a un abuelete al que los nietos, el yerno y hasta la legítima dicen que no sea antiguo y se vista moderno, cómodo, informal. Y el pobre hombre, que a su manera fue siempre un señor, cambia resignado la honorable camisa de manga corta por una camiseta con el rotulo España, sol y chusma, por ejemplo; y en vez del pantalón largo con raya se pone unas bermudas hawaianas; y los zapatos de rejilla, incluso las sandalias veraniegas, los sustituye por chanclas que hacen menos daño en los callos. Y así, actualizado, patético, pasea con otros abuelos vestidos igual, con sus piernas flacas, sus varices y una gorra de béisbol para rematar la cosa. Y cuatro pasos por detrás van las aquí mis señoras, a las que -aunque ellas suelen resistir, por ahora, mejor a la ordinariez- también acaban convenciendo entre los nietos y la tele, vestidas con una camiseta que les dibuja bien los tocinos y unos leggins apretados, o como se llamen. A sus setenta. 

Y tú, antes de volver a la lectura buscando consuelo, los ves alejarse mientras piensas que tiene huevos la cosa. El pobre abuelo. Toda una vida trabajando como un tigre, militando en Ugeté o en Comisiones, criando dignamente una familia, para acabar en un paseo marítimo playero, en vacaciones, disfrazado de Forrest Gump. 

17 de agosto de 2014 

domingo, 10 de agosto de 2014

Una historia de España (XXX)

Con Felipe IV, que nos salió singular combinación de putero y meapilas, España vivió una larga temporada de las rentas, o de la inercia de los viejos tiempos afortunados. Y eso, aunque al cabo terminó como el rosario de la aurora, iba a darnos cuartel para casi todo el siglo XVII. El prestigio no llena el estómago -y los españoles cada vez teníamos más necesidad de llenarlo-, pero es cierto que, visto de lejos, todavía parecía temible y era respetado el viejo león hispano, ignorante el mundo de que el maltrecho felino tenía úlcera de estómago y cariadas las muelas. Siguiendo la cómoda costumbre de su padre, Felipe IV (que pasaba el tiempo entre actrices de teatro y misa diaria, alternando el catre con el confesionario) delegó el poder en manos de un valido, el conde duque de Olivares; que esta vez sí era un ministro con ideas e inteligencia, aunque la tarea de gobernar aquel inmenso putiferio le viniese grande, como a cualquiera. Olivares, que aunque cabezota y soberbio era un tío listo y aplicado, currante como se vieron pocos, quiso levantar el negocio, reformar España y convertirla en un Estado moderno a la manera de entonces: lo que se llevaba e iba a llevar durante un par de siglos, y lo que hizo fuertes a las potencias que a continuación rigieron el mundo. O sea, una administración centralizada, poderosa y eficaz, y una implicación -de buen grado o del ronzal- de todos los súbditos en las tareas comunes, que eran unas cuantas. La pega es que, ya desde los fenicios y pasando por los reyes medievales y los moros de la morería (como hemos visto en los veintinueve anteriores capítulos de este eterno día de la marmota), España funcionaba de otra manera. Aquí el café tenía que ser para todos, lógicamente, pero también, al mismo tiempo, solo, cortado, con leche, largo, descafeinado, americano, asiático, con un chorrito de Magno y para mí una menta poleo. Café a la taifa, resumiendo. Hasta el duque de Medina Sidonia, en Andalucía, jugó a conspirar en plan independencia. Y así, claro. Ni Olivares ni Dios bendito. La cosa se puso de manifiesto a cada tecla que tocaba. Por otra parte, conseguir que una sociedad de hidalgos o que pretendía serlo, donde -en palabras de Quevedo o uno de ésos- hasta los zapateros y los sastres presumían de cristianos viejos y paseaban con espada, se pusiera a trabajar en la agricultura, en la ganadería, en el comercio, en las mismas actividades que estaban ya enriqueciendo a los estados más modernos de Europa, era pedir peras al olmo, honradez a un escribano o caridad a un inquisidor. Tampoco tuvo más suerte el amigo Olivares con la reforma financiera. Castilla -sus nobles y clases altas, más bien- era la que se beneficiaba de América, pero también la que pagaba el pato, en hombres y dinero, de todos los impuestos y todas las guerras. El conde duque quiso implicar a otros territorios de la Corona, ofreciéndoles entrar más de lleno en el asunto a cambio de beneficios y chanchullos; pero le dijeron que verdes las habían segado, que los fueros eran intocables, que allí madre patria no había más que una, la de ellos, y que a ti, Olivares, te encontré en la calle. Castilla siguió comiéndose el marrón para lo bueno y lo malo, y los otros siguieron enrocados en lo suyo, incluidas sus sardanas, paellas, joticas aragonesas y tal. Consciente de con quién se jugaba los cuartos y el pescuezo, Olivares no quiso apretar más de lo que era normal en aquellos tiempos, y en vez de partir unos cuantos espinazos y unificar sistemas por las bravas, como hicieron en otros países (la Francia de Richelieu estaba en pleno ascenso, propiciando la de Luis XIV), lo cogió con pinzas. Aun así, como en Europa había estallado la Guerra de los Treinta Años, y España, arrastrada por sus primos del imperio austríaco -que luego nos dejaron tirados-, se había dejado liar en ella, Olivares pretendió que las cortes catalanas, aragonesas y valencianas votaran un subsidio extraordinario para la cosa militar. Los dos últimos se dejaron convencer tras muchos dimes y diretes, pero los catalanes dijeron que res de res, que una cebolla como una olla, y que ni un puto duro daban para guerras ni para paces. Castilla nos roba y tal. Para más Inri, acabada la tregua con los holandeses, había vuelto a reanudarse la guerra en Flandes. Hacían falta tercios y pasta. Así que, al fin, a Olivares se le ocurrió un truco sucio para implicar a Cataluña: atacar a los franceses por los Pirineos catalanes. Pero le salió el cochino mal capado, porque las tropas reales y los payeses se llevaron fatal -a nadie le gusta que le roben el ganado y le soben a la Montse-, y aquello acabó a hostias. Que les contaré, supongo, en el próximo capítulo. 

[Continuará] 

10 de agosto de 2014

domingo, 3 de agosto de 2014

En manos de quién estamos

Aterra el disparate perpetuo en que vivimos. Y déjenme contarles la penúltima. A él lo llamaremos Manolo, y a la embarcación Manolita II. Manolo es patrón y propietario del pesquero Manolita I. Se dedica, con sus marineros, a una pesca que se hace con redes; y para ayudarse a calar y recoger éstas lleva a remolque desde hace treinta años el Manolita II: pequeño bote auxiliar, de madera y remos, de sólo cuatro metros de eslora, que valdrá hoy unos trescientos euros. Nunca tuvo problemas hasta que una patrullera de la Benemérita le dijo hola, buenos días, y en aplicación del reglamento vigente lo informó de que el Manolita II tenía que estar registrado, llevar matrícula, bandera y demás parafernalia náutica. Manolo dijo a los guardias que él sólo usaba ese bote un par de meses al año, y que el resto lo tenía en seco, en tierra. Pero respondieron que aun así. Que lo sentían mucho, pero que era la norma y ellos eran unos mandados. Punto. 

Manolo decidió hacer bien las cosas bien, y empezó los trámites: capitanía marítima, papeleo. En cada peldaño del calvario, claro, pagando. Tasa tal, certificado cual. Hasta que, en mitad del proceso, el funcionario correspondiente informa a Manolo que, según la normativa A, párrafo B, para obtener el certificado de navegación del Manolita II debe presentar un proyecto de embarcación hecho por un ingeniero naval y visado por el Colegio Oficial, donde figuren datos técnicos como cálculo del junquillo y otras informaciones vitales. A Manolo se le funden los plomos. Oiga, balbucea. Yo sólo quiero legalizar un bote de remos de cuatro metros que remolco hace treinta años. Ya, responden. Pero según la normativa con fecha tantos de tantos, si no figuran los datos del junquillo, no hay manera. ¿Y qué es el junquillo?, pregunta Manolo. Etcétera. Al fin, gracias a la buena voluntad de otro funcionario que le confía por lo bajini que el primer funcionario es un borde que no tiene ni zorra idea, Manolo consigue pasar el trámite, paga nuevas tasas y obtiene el certificado del Colegio Naval. Victoria. 

Victoria un carajo, comprueba acto seguido. Pues cuando acude a la ventanilla con su certificado, responden que ahora tiene que obtener el de Seguridad, y que además tiene que colocar un puntal con las luces de navegación obligatorias. ¿En un bote de cuatro metros?, alucina Manolo. Afirmativo, confirman. Además, debe llevar a bordo bengalas y chalecos salvavidas inflables y sin inflar. Manolo objeta que todo eso lo tiene a bordo del pesquero grande, y que cuando bajan al bote llevan los chalecos salvavidas puestos. Da igual, responden. El Manolita II debe llevar sus propios chalecos, revisados cada año pagando las tasas correspondientes. Pero en cuatro metros de bote no cabe todo eso, se desespera Manolo. A lo que los funcionarios responden encogiéndose de hombros. Ya, dicen. Pero es la normativa. Artículo Tal, párrafo Cual. ¿Y quién ha hecho esa normativa?, pregunta la víctima. Y responden: ah, no sé. Uno de la consejería, o de Madrid. 

Manolo lo compra todo. El puntal, las luces, los chalecos. Todo. Pero siguen sin darle el permiso, informándolo por capítulos. Falta la revisión de Sanidad y el pago de esas tasas, se entera ahora. Y un día, en el lugar donde está varado en tierra el bote, se presentan dos inspectores con mono blanco, botas asépticas y casco de seguridad. ¿Dónde está el buque Manolita II?, preguntan. Cuando se repone de la impresión, Manolo indica el bote. Lo miran, se miran entre ellos y le dicen a Manolo que falta a bordo el botiquín con la lista Alfa, o algo así. Y se van. Manolo acude a una tienda náutica, compra el botiquín -que está vacío y cuesta 100 euros- y luego lleva la lista Alfa a una farmacia. No puedo darle esos productos, dice el farmacéutico, porque para la mitad necesita receta. No joda, dice Manolo. Sí jodo, dice el otro. Etcétera. Etcétera. Y una docena de etcéteras más. 

Ha pasado un año. Hoy, tras perder meses de ventanilla en ventanilla y gastarse 5895 euros en legalizar un bote que vale 300, Manolo por fin puede llevar otra vez a remolque el Manolita II. Aunque, como es imposible cargar tanto equipo a bordo, pues en cuatro metros de eslora eso impediría hasta remar, lo deja todo en tierra. De manera que cuando la Guardia Civil lo pare otra vez, lo van a crujir. Pero eso sí: gracias a la normativa Omega barra Siete, o como se llame -ideada por algún imbécil que no ha visto el mar en su vida-, el Manolita II tiene, por fin, pintado un número de registro oficial. Y en la popa, según expresa textualmente nuestra legislación náutica, ya puede llevar la bandera española «con los privilegios que ello confiere». 

3 de agosto de 2014