domingo, 29 de agosto de 2021

Una historia de Europa (X)

Unos nueve siglos antes de que naciera Cristo, un hombre llamado Licurgo vivió en Esparta. El nombre, Licurgo, suena seco y recio; pero más seco y recio fue lo que hizo con sus conciudadanos. Esparta y Atenas eran los dos estados griegos más importantes de la época; sin embargo, mientras los atenienses se regían por mecanismos democráticos muy avanzados (al fin y al cabo los inventaron ellos) y en su polis florecían el pensamiento filosófico y la cultura en general (o sea, lo que hoy llamaríamos humanismo), Esparta era todo lo contrario. Se regía ésta por un código de leyes creadas por el tal Licurgo, cuyo objetivo era convertir al personal en gente guerrera y sobria, militarizada, resistente, dura como la madre que la parió. Los flojos no tenían lugar allí. Los que nacían débiles o enfermos eran abandonados en el monte. Los otros, a partir de los siete años, eran arrebatados a sus padres y llevados a escuelas-cuarteles sin libros, escritura o ciencia, de los que salían convertidos en los mejores soldados de su tiempo. Su único objeto era combatir; y su obligación, servir en el ejército hasta que cumplían sesenta tacos. Dedican la mayor atención a los niños y se la dedican oficialmente, señalaba con admiración Aristóteles en la Política, donde parece envidiarlos tanto como otros pensadores griegos, entre ellos Jenofonte en su interesante República de los lacedemonios (tal vez porque cuando escribían eso ya estaba la democracia de Atenas en decadencia). De todas formas, como digo, esa atención hacia las criaturas era más atlética y militar que otra cosa, porque durante su formación los pobres espartanitos sufrían un entrenamiento tan duro que, a su lado, los marines y los comandos de las películas (señor, sí, señor, y todo eso) parecen florecillas silvestres. Eran continuamente golpeados para acostumbrarlos a sufrir sin quejarse y obligados a soportar hasta la muerte el frío, el calor, el sueño, y se les hacía robar alimentos para que aprendieran a buscarse la vida. El caso es que, niños o adultos, los espartanos comían poco y mal, vivían en casas sencillas y también, como detalle curioso, se habituaban desde enanos a ser parcos en palabras: poco había entre ellos que no pudiera resolverse con un sí o un no. Y como la región donde estaba Esparta se llamaba Lacedemonia o Laconia, a ese lenguaje breve, tan duro y seco como sus habitantes, se le llamó laconikós, o de estilo espartano. Lacónico, o sea; palabra que todavía hoy usamos para referirnos a lo breve y definitivo. Incluso a la hora de partirse el pecho, degollar y otros etcéteras, la idea era tomárselo todo con sobriedad y calma: las falanges de hoplitas espartanos no corrían jamás, sino que avanzaban despacio, impasibles, lo que acojonaba mucho a sus enemigos (actitud que más tarde iban a adoptar los tercios de infantería española que en los siglos XVI y XVII combatirían en Europa). El caso es que mientras Atenas acabó siendo la democracia más auténtica y radical que ha conocido la Historia, Esparta, con su sociedad militarizada, se convirtió en un pueblo guerrero cuyas leyes y costumbres, o parte de ellas, han sido imitadas después de modo siniestro por regímenes autoritarios como el fascismo, el nazismo y el comunismo, y con diversa fortuna por otros sistemas políticos decentes. Pero ojo: no mezclemos churras con merinas ni siglos con siglos, ni en lo bueno ni en lo malo. Aunque en algunos aspectos la sociedad espartana era un modelo de igualdad, la que se daba en las falanges de hoplitas o en los cuarteles militares no se extendía a toda la sociedad, o tardó tiempo en hacerlo. Durante un largo período, Esparta siguió siendo, por la cara, una oligarquía donde un pequeño consejo de familias destacadas detentaba un poder notable, donde (a diferencia de la vecina Atenas) los cargos públicos no rendían cuentas ante el pueblo, y donde, aparte de los ciudadanos oficiales, a los que se prohibían el trabajo manual y el comercio, estaban los perioicós o periecos (los vecinos, traducido), que carecían de ciudadanía pero comerciaban y poseían sus propias tierras, y los eilotes o ilotas, mayoría sometida a esclavitud y víctima de un trato despiadado (si los espartanos eran duros consigo mismos, imaginen cómo las gastaban con los de abajo). Sin embargo, recios y cabroncetes como eran en casi todo, asombra el estatus singular de sus mujeres. A diferencia de otros lugares donde las señoras eran recluidas en casa por si repetían la jugada de Elena de Troya (Homero dejó a todos los padres y maridos de entonces con la mosca tras la oreja), las espartanas de tronío pisaban fuerte. Eran, literalmente, hembras de armas tomar. Decían a sus hijos vuelve con tu escudo o sobre él (lo que significaba vencedor o fiambre), participaban en los ejercicios gimnásticos, tenían acceso a la educación y una libertad considerable para la época. Tanta, que dejaban como marujas de telenovela al resto de mujeres griegas. 
 
[Continuará] 
 
29 de agosto de 2021

domingo, 22 de agosto de 2021

Abuelos bajo el sol

Abuelos bajo el sol Bajo un sol que cae como plomo derretido, la fila de personas se mueve despacio. Una espera de veinte minutos como mínimo, calculas observándolos. En su mayor parte son gente mayor. Abuelos hechos polvo. Están allí a la solanera, sin sombra ni lugar donde sentarse, ante la única terminal de cajero automático de esa sucursal. De ese banco. Es agosto, la oficina está cerrada y la escena se sucede por todas partes. En toda España, o como se llame esto ahora. Personas que esperan para hacer un trámite bancario. 
 
No es algo exclusivo de agosto, pues se repite todo el año aunque en estas fechas sea más frecuente; más desvergonzadamente habitual por parte de esos bancos que, cuando el pelotazo inmobiliario engordaba dividendos, sembraron las ciudades de oficinas que embaulaban sueldos y pensiones –colocando productos financieros que acabaron en auténticas estafas– y que ahora, con las vacas flacas, desaparecen y dejan tirada a la clientela. Tres mil de esas sucursales cerraron el año pasado y supongo que éste irá cerca. En cuanto a cajeros automáticos, 2020 liquidó un millar de terminales y veremos cómo acaba 2021. De momento, según el Banco de España, ya son 1.300.000 los españoles que viven sin bancos ni cajeros cerca. Y hay pueblos con muchos vecinos mayores de 60 tacos donde la distancia a la oficina bancaria más próxima es de 10 kilómetros. 
 
Si sólo fuera eso, sería malo. Pero es que, para más vil recochineo, al hablar de oficinas bancarias imaginamos empleados que atienden, una persona que actúa como cajero –aunque sólo sea hasta las 11 de la mañana, que ya es disparate–, otra que resuelve dudas, y detalles así. Lo normal. Pero no. Entras en tu banco de toda la vida, y a veces lo único que hay es uno o dos cajeros automáticos, un jefe y único indio con una cola de gente esperando, y donde antes estaba la ventanilla, donde Manolo o Paco hasta le rellenaban al abuelo el impreso, ahora hay un cartel publicitario donde el BZGP (Banco Zutano y la Guarra que lo Parió) anima a los octogenarios a descargarse en el móvil una aplicación que, asegura, permite moverse con rapidez y eficacia por el simpático espacio de la banca cibernética. Eso, en un mundo en el que todos sabemos lo que es depender de Internet. Y en una España donde en algunas zonas rurales ni siquiera hay cobertura para el teléfono móvil. 
 
Los defensores de todo este pasmo de cabronadas, que son muchos y no todos banqueros –no habría tanto verdugo sin víctimas sumisas–, argumentan que los tiempos cambian, que lo antiguo da paso a lo moderno, que el crecimiento de la banca online está en sintonía con las normas europeas –Bruselas es excusa perfecta para toda clase de tropelías– y hace innecesaria la atención cara al público. También dirán que el futuro pasa por Correos Cash, por el Nickel de BNP, por los estancos y administraciones de loterías o el lucero del alba. Yo qué coño sé. A lo mejor hasta es cierto, pero me da igual. Porque el cochino presente, por donde pasa es por miles de abuelos y no tan abuelos haciendo cola al sol, aturdidos e impotentes a la hora de cobrar sus pensiones, llevar dinero en el bolsillo, resolver problemas. Vivir con normalidad en vez de perder mañanas, días enteros, en gestiones absurdas e injustificables. 
 
Pero es lo que hay, y lo que va a haber. Como en los casinos, la banca siempre gana. Pierden, y con ellos perdemos todos, esos abuelos al sol, desconcertados ante la gentuza infame que amparada por el Estado y sus instituciones, arrogante, impune, sin que nadie mueva un dedo para frenar sus abusos, acosa y desampara cada vez más a sus clientes desvalidos y humildes. Entre ellos, a esos jubilados a quienes no sólo no se permite retirar sus ingresos cuando y como quieran para dárselos al hijo o nieto que les apetezca; a quienes se fiscaliza cada euro como si fueran delincuentes pero tampoco se les deja tener dinero en casa sin que les caiga encima el Estado, sino que, además, los obligan a sufrir perplejos ante un teléfono móvil de última generación, descifrando aplicaciones y códigos endiablados que ni conocen ni comprenden. Obligándolos a buscar en su familia –quienes la tienen–, en los más jóvenes y acostumbrados a moverse por esos ámbitos incomprensibles, lo que los canallas que durante toda la vida se aprovecharon de sus modestos ahorros los obligan a encarar ahora con el cínico embuste de que así facilitan su vida. Los hijos de puta, ellos y quienes lo consienten. No me canso de repetirlo, oigan. Y seamos paritarios: los hijos e hijas de la grandísima puta. 
 
22 de agosto de 2021

domingo, 15 de agosto de 2021

Una historia de Europa (IX)

Cosa de unos setecientos años antes de que naciera Jesucristo, siglo más o menos, Grecia seguía sin ser un país ni un estado propiamente dichos. Eran varias ciudades autónomas llamadas poleis, cada una a su aire, independientes unas de otras, que a veces se hacían la puñeta entre sí. La economía de cada una funcionaba razonablemente bien, la peña viajaba y negociaba por mar y por tierra, trincaba dinero, descubría nuevos modos de hacer las cosas. Fue entonces cuando las clases dirigentes aristocráticas de toda la vida empezaron a perder aceite, siendo sustituidas las monarquías locales por otras formas de gobierno más adecuadas a tales tiempos y situaciones. Los ciudadanos, además, participaban activamente en la defensa de su ciudad sirviendo en el ejército, lo que les daba una serie de privilegios. Fueron imponiéndose así formas de gobierno más o menos populares, como las figuras del legislador y el tirano (esta última es una palabra que ahora tiene mala prensa, pero entonces incluía tanto a malvados de película como a gente muy decente). Hubo, en fin, de todo. Pero lo importante, lo decisivo, es que en esas ciudades-estado, y sobre todo en la llamada Atenas, acabó por instalarse un sistema político nuevo en la historia de la humanidad: la democratia, o gobierno del pueblo. Simplificando mucho, el truco del almendruco consistía en que todos los ciudadanos tenían obligación de prestar servicio, en caso de guerra, en las llamadas falanges de hoplitas, que eran soldados equipados con armadura y escudo (el hoplon que les daba nombre). En esa infantería de élite no había privilegios, y servían por igual los ciudadanos ordinarios y los de las clases altas que podían costearse una armadura (Sirva al bien general, al estado y al pueblo, el hombre que, de pie en la vanguardia, pelea tenaz, olvida la huída infamante y arriesga la vida, escribía en el siglo VII antes de Cristo el poeta Tirteo). Y dato fundamental: para ser ciudadano como los dioses mandaban no era suficiente tener viruta y propiedades. Podías ser un millonetis total, podrido de pasta, pero no tener derecho al voto y no comerte una rosca. Era la función militar, la disposición a servir en caso de guerra (ahí donde lo ven, el filósofo Sócrates combatió en tres batallas como hoplita ateniense, el tío), la que daba al ciudadano un prestigio y un estatus especial, convirtiéndolo en parte de una fuerza política con voz y voto en la asamblea de la ciudad. Ser hoplita en caso de zafarrancho y tener una propiedad rural era ya la pera limonera: acceder a lo máximo en derechos y libertades, hasta el punto de que perder la ciudadanía (a perderla se le llamaba atimía) se consideraba una deshonra (atimía y estar deshonrado eran sinónimos). Vista desde el siglo XXI, claro, aquella democracia, limitada a unos fulanos con derechos mientras otros más tiesos carecían de ellos, parece imperfecta. Lo de gobierno del pueblo no era del todo exacto: se beneficiaba sólo una parte de la ciudadanía; y el resto, esclavos incluidos, quedaba fuera. Sólo en los momentos de democracia radical de Atenas (que todo iba a llegar con el tiempo) se dio cuartelillo ciudadano a los que no tenían donde caerse muertos. Pero lo que importa, pues no conviene juzgar el pasado con criterios del presente, es que nunca hasta entonces en el mundo antiguo se había logrado que la gente manejase su propio destino. O sea, en la puta vida. Para hacernos idea, fíjense, mientras hacia el siglo VI antes de Cristo en Atenas o Tebas se debatía ya en asambleas ciudadanas, en la Europa oscura del oeste y el norte se consolidaban, todavía para un rato largo, groseros sistemas aristocráticos basados en la riqueza y la fuerza bruta, dirigidos por verdaderos animales analfabetos (y algunos todavía lo siguen siendo). Lugares éstos, futuros países y naciones europeos, la mayor parte de los cuales, ojo al dato, no conocería la democracia hasta dos mil seiscientos años después. El caso es que esas modestas ciudades griegas empezaron de ese modo, tacita a tacita, casi sin proponérselo, a construir un mundo que hoy llamamos clásico y que generó la política, la filosofía, la ciencia, la literatura y el arte que acabarían definiendo la Europa de los siglos posteriores. Su alma, vaya. Nuestra riqueza cultural y nuestra inteligencia política. Pero no fue fácil, por supuesto. Costó muchos sobresaltos, muchas discordias y mucha sangre. No todo lo arreglaba la democracia. Aquellas ciudades griegas se aliaban o enfrentaban entre sí, y en ese juego de fuerzas del que Atenas acabaría saliendo vencedora moral, dando base ideológica a lo que hoy llamamos Grecia clásica, otra ciudad llamada Esparta tuvo un papel decisivo. Y de ella y sus ciudadanos (los tipos y tipas más duros de la antigüedad clásica, ríanse ustedes de Clint Eastwood y Chuck Norris), hablaremos en el próximo capítulo. [Continuará]. 
 
15 de agosto de 2021

domingo, 8 de agosto de 2021

Sobornando, que es gerundio

Hace poco di una propina excesiva. Se me fue la mano agradeciendo un trabajo bien hecho. Aun así, el receptor se quedó confuso. «Es demasiado», dijo. Hizo ademán de rechazarla, pero lo atajé con una sonrisa y una mano puesta en su hombro. «Soy yo quien está en deuda –apunté–. Podía haber sido al contrario: que usted me la diera a mí. E igual ocurre eso un día. La vida da muchas vueltas, y nunca se sabe». El caso es que lo convencí y nos despedimos tan amigos. Antes de irse, pareció excusarse. «Me sentía como si aceptara un soborno», dijo. Y ahí me eché a reír. «El soborno es otra cosa –respondí–. Si yo le contara…». 

Al quedarme solo estuve pensando en sobornos y cosas así. En ese aspecto de mi turbio pasado. Porque es verdad. En mis tiempos de reportero dicharachero, cuando iba por el mundo con una mochila al hombro, soborné a docenas de fulanos de ambos sexos, en cinco continentes y en varios idiomas. Por esa ventanilla pasó de todo: militares con y sin escopeta, aduaneros, azafatas, pilotos de avión, policías, funcionarios, capitanes de barco, taxistas, putas, directores de hotel y un largo etcétera. Unos dólares a tiempo, o cualquier moneda o material susceptible de cambiar de manos, me abrieron infinidad de puertas, caminos y corazones que en otro caso habrían permanecido cerrados. Justificarlo después con el gerente o administrador del periódico o la tele resultaba más complicado, pero siempre supe arreglármelas. En alguna ocasión, sobornándolos a ellos. Cualquier reportero que haya estado en Sudamérica, África, Próximo Oriente o Asia sabe a qué me refiero. Y eso también ocurre –tampoco nos echemos flores– en muchos lugares de Europa. El mecanismo es universal y sólo cambian las maneras, el estilo. Hacerlo con arte o meter la gamba y que te inflen a hostias. Para quien hacía y aún hace el trabajo que yo hice, un billete soltado a tiempo, de modo preventivo o disuasorio, siempre fue una reconocida herramienta del oficio. A ver cómo convences, sin viruta de por medio, a un aduanero libio celoso de su deber patriótico, a un narco mexicano para que te cuente su vida, a un francotirador para que te permita verlo trabajar, a seis serbios con Kalashnikov que tienen cortada la carretera, a un gendarme congoleño borracho y con el casco puesto al revés que mira codicioso el reloj que llevas en la muñeca y a la fotógrafa rubia que te acompaña. 

Pensando en todo eso me puse a recordar, y aún lo hago mientras le doy a la tecla. Algunas anécdotas son dramáticas y otras, divertidas. Pero si me pusiera a recopilarlas en un libro, saldría un manual que podía titularse El soborno y la madre que lo parió. Si alguna vez dejan ustedes de leer mis novelas, podría ganarme la vida dando clases de soborno en la universidad. Contar a los jóvenes que empiezan a patear el mundo lo del patrullero mexicano con la cremallera de la chamarra subida para tapar el número de la placa, que cuando le dejé caer: «Usted dirá», respondió: «No, amigo, diga usted primero». O el recepcionista del hotel Aletti de Argel que me tuvo tres horas esperando sin habitación –yo era novato y pardillo– hasta que caí en la cuenta, fui al mostrador y le abaniqué el careto con la efigie de Bumedian. O Mustafá, el maître del Holiday Inn de Sarajevo, que me reservaba las escasas botellas de montenegrino Vranac. O el militar sirio que dejó de preocuparse por el visado cuando abrió mi pasaporte y vio la página extra de color verde que yo acababa de incorporarle. O el coronel nicaragüense que, previo pago de su importe, sacó a un soldado de un helicóptero para que subiera yo. O el cabo Salomón, jefe de policía del aeropuerto de Malabo –a ése ya sólo me faltó ponerle un piso–, que una vez hasta me dejó ver cómo le pegaba una paliza a un ministro del gobierno que no era pamue como él, sino de la tribu bubi. 

Dos de mis mejores y más logrados endiñes tácticos me hacen sonreír todavía. Uno, cumbre de mi carrera de sobornador profesional, fue cuando en un hotel lleno de periodistas durante la primera guerra del Golfo conseguí habitación para los siete miembros del equipo de TVE –un apartamento para la tropa y una suite que me quedé yo– poniéndole sobre la mesa diez billetes de cien dólares al director del establecimiento, un simpático fulano que cinco minutos antes me había jurado por sus hijos que no tenía nada libre. El otro episodio es delicioso, e imaginen la escena: carretera de Matanzas, Cuba. Policía que me para por supuesto exceso de velocidad. Y cuando abro la puerta, señalo el suelo y le digo: «Se le ha caído a usted un billete de diez dólares», me mira con tranquila sorna y responde: «No, mi hermano, se me ha caído de veinte». 

 8 de agosto de 2021

domingo, 1 de agosto de 2021

Una historia de Europa (VIII)

Entra ahora en escena un pueblo que dejó su impronta en las orillas del Mediterráneo y configuró buena parte del escenario de la Europa antigua: marinos, viajeros, comerciantes más listos que los ratones colorados, con una cultura puesta al servicio de lo práctico, esos hombres fueron llamados phoínikes por los griegos y de ahí se les quedó el nombre de fenicios con que los conocemos hoy, aunque ignoremos el origen de esa palabra (que significaba rojos, tal vez por el color cobrizo de su piel o las telas púrpura con que comerciaban) e incluso cómo se llamaban a sí mismos. Encajonados entre el mar y las montañas del actual Líbano, eligieron el mar como camino; y en torno al siglo XI antes de Cristo empezaron a expandirse a partir de dos ciudades, Tiro y Sidón. Lo hicieron desarrollando técnicas de navegación muy avanzadas para la época y siguiendo el camino de los antiguos Pueblos del Mar. Intermediarios entre Oriente y las poblaciones mediterráneas, los fenicios conocían las rutas comerciales como la palma de su mano. Primero negociaron con Mesopotamia, Egipto y las islas y costas del Egeo y luego fueron aventurándose al Oeste para traficar entre otras cosas con cerámica, tejidos, esclavos y metales (importantísimos entonces, incluida la plata de lo que más tarde se llamaría Iberia), pero su intención de colonizar era mínima. Lo que al principio les importaba eran puertos abrigados donde fondear sus naves y estar en contacto con las poblaciones del interior para calzársela doblada a los indígenas, sacándoles cuanto podían. Eran más asentamientos costeros y factorías comerciales que otra cosa. Sólo en una última etapa, a partir del siglo VIII antes de Cristo, estos lugares se fueron convirtiendo en ciudades como Dios manda; en colonización propiamente dicha. Y ahí podemos señalar una curiosidad: mientras las ciudades griegas, las apoikíai o polis que por entonces también se iban formando muy desparramadas, iban cada una a su propio rollo, de forma independiente unas de otras, las colonias fenicias, sobre todo al principio, mantuvieron lazos con sus metrópolis originales. No se conserva memoria de ningún rey de colonia fenicia, pero sí de gobernadores y pago de tributos, lo que prueba que esos lugares no rompieron los vínculos políticos ni afectivos con la lejana patria. De todos ellos, el más famoso y que más cola iba a traer para la historia de Europa fue uno situado en el actual golfo de Túnez; un lugar cuyo nombre se escribía Krt’hdst porque el alfabeto fenicio no tenía vocales, que siglos más tarde tendría una importancia decisiva bajo el nombre de Cartago (Aníbal, los romanos y todo eso). Pero de tal asunto, que iba a dar mucho que hablar y que matar, hablaremos cuando toque. También se calcula el primer asentamiento en Cádiz, que ellos llamaron Gd’r, hacia el siglo XI o el X. El caso es que ocho siglos antes de que naciera Jesucristo los fenicios competían con los griegos paseando sus velas por las costas de España, Sicilia y Cerdeña, asomándose incluso, aunque tímidamente, a las Columnas de Hércules y el Atlántico (se dice que llegaron hasta las Azores, que ya es echarle huevos marineros en aquella época de mares incógnitos). En esa trama de puertos y colonias jugaron un papel importante los templos religiosos, que eran también una especie de depósitos o bibliotecas donde los navegantes podían encontrar información disponible para su oficio: portulanos, derroteros y cosas así. Así que cuando los marineros fenicios llegaban a uno de esos puertos, lo primero que hacían después de irse de putas y agarrar una cogorza era acudir a los templos para informarse y preparar el siguiente viaje. Y otro detalle curioso: si con el tiempo la lengua de Homero acabó siendo el idioma culto de la antigüedad mediterránea, lo cierto es que Grecia siempre admitió el origen fenicio de su alfabeto. Aún lejos del uso literario de la escritura, pero necesitados de documentos comerciales y demás papeleo, los phoínikes habían recurrido al alfabeto mesopotámico para crear el suyo. Así que los griegos, al comprobar lo bien que con él se manejaban sus competidores comerciales, decidieron adaptarlo a su lengua, introdujeron vocales para aclararse un poco más y crearon su propio alfabeto, al que llamaron phoinikeia grammata. Es nada menos que Heródoto, el primer gran historiador de la Antigüedad, quien lo cuenta: Hay que destacar el alfabeto, porque hasta aquel momento los griegos no disponían de él. Griegos de origen jonio adoptaron las letras del alfabeto que los fenicios les habían enseñado, introduciendo en ellas pequeños cambios y conviniendo en darle, como es de justicia, el nombre de ‘caracteres fenicios’

[Continuará]. 

1 de agosto de 2021