domingo, 29 de mayo de 2022

Una historia de Europa (XXIX)

Más o menos desde mediados del siglo III después de que naciera Jesucristo, el Imperio Romano se iba al carajo. El siglo IV ya sería luego la pera limonera, pero todavía estábamos en el otro, cuando el cadáver aún se descomponía despacio. Lo bueno (o lo malo) que tienen los imperios es que tardan en caer del todo, y mientras caen ocurren muchas cosas. En cualquier caso, para la antes omnipotente Roma todo el pescado estaba vendido, o casi. El imperio era la descojonación de Espronceda: se fragmentaba en parcelas locales medio autónomas y cada cual iba a su bola. La ciudad de Roma, teóricamente caput mundi, era cabeza nominal de un mundo cada vez menos romano. Los emperadores, que ni siquiera vivían todos en ella, compartían poder con otros emperadores, repartiéndose las zonas hasta el punto de que hubo varios al mismo tiempo. De esa época data un hecho importante: la creación en el año 285 de un mando doble sobre la zona occidental y la oriental del imperio, con dos emperadores (augustos) y dos ayudantes (césares). A eso se llamó tetrarquía, o gobierno de cuatro (si Octavio Augusto o Tiberio hubieran levantado la cabeza y visto eso, les habría dado un derrame cerebral). El caso es que entre el siglo III y el IV, además de dividirse administrativamente en dos, el imperio ya era una confederación de ciudades autónomas y amuralladas, cada una por su cuenta, mientras los bárbaros apretaban en el limes. Y tal era la presión de germanos, sármatas y otros inmigrantes por las bravas, que se cambió la táctica defensiva rígida y atrincherada por otra elástica, con legiones retiradas de las fronteras y situadas en el interior, dispuestas a intervenir donde se las requería. De aquellos legionarios y sus jefes, pocos nacían en la península itálica y muchos eran reclutados entre los mismos bárbaros. Para tenerlos contentos, pues eran el auténtico poder, a los soldados se les permitía dormir fuera del cuartel y organizarse como en sindicatos, con lo que la disciplina se relajaba mucho. Los emperadores eran militares profesionales de oscuro origen que ni siquiera tenían que hacer política en la capital: salían elegidos por la cara, directamente de la tropa. Nombrados por sus legiones, se enfrentaban a otros emperadores y algunos duraron tan poco que la Historia apenas retuvo sus nombres. Los hubo que reinaron tres semanas, y uno (escándalo para la época) era hijo de un esclavo liberto. Por lo demás, el imperio se tambaleaba tanto por la presión exterior como por la anarquía interior. Con el derrumbe de las estructuras estatales, todo era un sindiós difícil de administrar y la economía iba al desastre (El tiempo se nos escapa sin remedio, habría escrito otra vez Virgilio, de ver aquello). Exhausta la plata de las minas hispanas, sin riquezas que saquear mediante nuevas conquistas, con una feroz competencia de los imperios que en Oriente crecían ajenos al romano (Persia, la India), la forma de ingresar viruta eran los impuestos, abusivos y con multas escalofriantes a quien el Estado trincaba en sus fauces; hasta el punto de que bajo el dálmata Diocleciano (uno de los pocos emperadores competentes de esa época, quien retrasó veinte años la decadencia) se dieron los primeros casos documentados de evasión fiscal: ciudadanos romanos, tanto millonetis como gente modesta, cruzaron la frontera para instalarse en tierras bárbaras. La clase media fue machacada y el campo se despobló entre campesinos arruinados, desertores, bandoleros y recaudadores de impuestos más malos que el sheriff de Nottingham. La palabra democracia era ya pretérito pluscuamperfecto. La distancia social entre los emperatas y el pueblo fue tan enorme que empezó a darse un curioso fenómeno de igualdad por abajo, entre gentes hermanadas en la pobreza. Junto a la falta de confianza en la vida terrenal, eso favoreció la extensión del cristianismo, que aparte de perdonar culpas y dar de comer, que no era ninguna tontería (las comunidades cristianas practicaban la asistencia social), prometía una feliz vida eterna (lo que tampoco era moco de pavo). Y así, entre pitos y flautas, llegaron un momento y un personaje decisivos. El momento fue a comienzos del siglo IV, cuando el imperio tenía siete emperadores que andaban puteándose y asesinándose entre sí. Y uno de ellos, proclamado emperador en Britania y la Galia, iba a dar un toque decisivo a la historia de Roma y la futura Europa. El fulano se llamaba Flavio Valerio Constantino (Constantino para los amigos). Y el 28 de octubre de 312 derrotó a su rival más poderoso, un tal Majencio, con tropas que llevaban la cruz cristiana y la consigna In hoc signo vinces (con esta señal vencerás) en los estandartes. Pero eso, señoras y señores, requiere un capítulo aparte. 
 
[Continuará]. 
 
29 de mayo de 2022

domingo, 22 de mayo de 2022

‘Manca rispetto’

El fulano me vigila desde que compré una pizza frita en el vico della Tofa. Sus objetivos son, deduzco, mi reloj y mi cartera. Viene siguiéndome paciente, a la espera de darme el sartenazo ante vecinos que jurarán a la policía, por la memoria de sus queridos difuntos, que no han visto ni oído nada. Son las reglas, y no puedo tomarlo a mal. Veterano del barrio y la ciudad, hace cuarenta años que asumo los usos y costumbres locales. Sin ellos, Nápoles no sería Nápoles. Es una de las razones por las que, por encima de todas las ciudades, amo ésta y cuanto contiene: sus calles, su gente, su peligro. El palimpsesto fascinante de Oriente y Occidente mediterráneos donde es posible encontrar comerciantes que se llaman, por ejemplo, Arístide Pitagórico; o taxistas que con orgullo se dicen a sí mismos il conte Renato, porque su abuelo, conocido truffatóre local, estafaba a la gente bajo ese falso título nobiliario. La vieja Parténope nunca fue ciudad para bobos despistados, sino para gente que sepa moverse, escuchar y mirar. Amantes de la pasta al dente y las películas de Totò y Vittorio de Sica. Viajeros atentos, con ojos en la espalda. 

Así, vigilando flancos y retaguardia, voy por el antiguo Barrio Español camino de via Pignaseca, dispuesto a beber una cerveza Peroni a la salud de Gennaro Squarzialupo –cuya imaginaria trattoria Il Palombaro situé cerca de este lugar– y sus camaradas del grupo Orsa Maggiore, que hace ochenta años atacaban naves británicas en Gibraltar. Camino entre puestos callejeros, olor a carne, verdura, pescado y pizza caliente, sin descuidar mi espalda; y a veces me aparto del vico Gelso o la via Speranzella en busca de calles situadas más arriba, menos transitadas: las de ropa tendida en los balcones, altarcitos con santos y esquelas mortuorias en los muros –Marinella Esposito, ditta Nenella–, buscando el eco de mis pasos en calles por las que transitaron, hace cuatro siglos, las sombras de Íñigo Balboa y el capitán Alatriste. Y en una de las que suben a Montecalvario –qué nombres, cazzo, tan extraordinarios hay aquí– compruebo que el pavo que me seguía cambió de objetivo y se aleja tras una pareja de turistas rubios, anglosajones colorados de sol, que pasean de la mano, cámaras al cuello, teléfonos y bolsos descuidados y tentadores, con la inocencia de quien no tiene puñetera idea de dónde se mete. 

Manca rispetto, pienso desolado. Falta respeto. La escena es cada vez más frecuente. Antes, los pocos turistas en Nápoles se limitaban a la via Toledo, y los atrevidos llegaban dos calles más arriba. Via Speranzella era el límite impuesto por la prudencia. Para evitar guías banderita en alto y oír graznar inglés o japonés bastaba con mantenerse por encima de esa línea. Así podías recorrer el barrio sin ver más que napolitanos, incluidos niños de doce años conduciendo motocicletas en las que se agrupaban, detrás, hasta cuatro hermanos pequeños. Te metías allí asumiendo los riesgos de un atropello, un tirón o un navajazo, dispuesto a pagar el precio de la experiencia. Ibas sin amparo, disfrutando del oro y el barro de la Nápoles profunda, mirando y aprendiendo lecciones de historia y vida. Ahora, sin embargo, con monstruosos cruceros que vomitan miles de turistas sobre la ciudad, el Nápoles de abajo gana terreno al de arriba. Cada vez hay más restaurancitos, bares, tiendas. Ves turistas con camisetas del Manchester hasta en Trinità degli Spagnoli. Eso es bueno para el barrio: trabajo, dinero y posibilidades. Me alegro por ellos, claro; por esos napolitanos de rostros patibularios y esas mujeres de belleza densa y espesa. Pero no puedo evitar cierta melancolía. Sé que esa nueva vida –lo he visto en Madrid, en Lisboa y en muchas ciudades– significa la muerte de otra, o de los rasgos propios que la hacían especial. Cada vez todo se parece más a todo; y eso, bueno para unas cosas, es malo para otras. Que Nápoles, uno de los pocos reductos que parecían imbatibles, acabe invadida también por el turismo de masas es revelador. Nada queda a salvo. Nenella Esposito y Arístide Pitagórico, con cuanto simbolizan, están sentenciados a muerte. El mundo les ha perdido el respeto, y cualquier pringado se cree seguro paseando ante la mirada, antaño peligrosa y hoy servil, de sus hijos y nietos. Por eso, aunque sólo sea porque retrasa un poquito un destino inevitable, me consuela que el fulano que antes pisaba mis talones siga ahora el rastro de la nueva presa, con andares de lobo goteándole el colmillo. Con algo de suerte, pienso, salvará el honor del viejo Barrio Español, devolviéndole por un instante el respeto que cada vez más pagafantas ignoran. Y así, la parejita anglosajona cogida de la mano tendrá algo que contar a los otros tres o cuatro mil pasajeros cuando vuelva al Costa Smeralda, o al Empress of the Sea, o al Titanic II, o como carajo se llame su puto barco. 

22 de mayo de 2022

domingo, 15 de mayo de 2022

Una historia de Europa (XXVIII)

Es precisamente ahí, cuando el imperio romano alcanza la cima y empieza un lento declive que iba a prolongarse un par de siglos, cuando conviene considerar el auge de una religión originalmente judía, la de los cristianos, que iba a influir de modo asombroso en la historia de Roma, de Europa y del mundo conocido y por conocer. Al principio eran cuatro gatos que se reunían de forma clandestina; luego fueron objeto de persecuciones y matanzas, y al final acabaron siendo más audaces y predicando abiertamente sus creencias. El mensaje, revolucionario para la época, sostenía la igualdad y el amor entre los seres humanos, el perdón de los pecados cometidos y la compensación, mediante una vida futura y eterna, de los sufrimientos terrenales. Aquello atrajo al principio a los más pobres y desgraciados, pero poco a poco fue ampliándose la concurrencia. El hecho de ponerse a menudo chulitos frente a la autoridad de los emperadores contribuyó a darles publicidad y prestigio, y hasta en el ejército empezaron a infiltrarse. Frente a una administración imperial cada vez más rígida y elitista, ellos ofrecían ayuda mutua para el presente, esperanza para el futuro y consuelo en la muerte. Además, los pobres iban a ser dueños del Reino de los Cielos, así que no vean cómo se apuntaba la peña y cómo se mosqueaban las clases dirigentes, porque eso era ácido sulfúrico para las jerarquías y valores tradicionales. A finales del siglo II, las asambleas o ecclesiae de los cristianos tenían ya mucha fuerza social, y que en el siglo siguiente se desataran duras persecuciones contra ellos (Decio, Valeriano y Diocleciano les dieron hasta en el carnet de identidad) indica que el poder empezaba a acojonarse de verdad. El éxito acabó requiriendo una organización; y se pasó así, como siempre ocurre en estos casos, de una estructura horizontal anárquica a otra vertical, jerarquizada en jefes llamados obispos, en plan tranquilos, hermanos, que yo os represento (supongo que les suena a ustedes el mecanismo). Así entró el cristianismo en la vida social y las iglesias se convirtieron en lugares importantes. Eso hizo que las relaciones entre esa comunidad y el Estado, aunque cambiantes según las épocas, se fueran ajustando en plan vamos a llevarnos bien y entre bomberos no nos pisemos la manguera. Llegado a este punto, el cristianismo era ya una fuerza poderosa, y no sólo espiritual (un bonito ejemplo es el obispo Calixto, la quiebra de cuya banca en Roma, con fondos de viudas y huérfanos, lo había mandado una temporada a picar azufre en las minas de Cerdeña). Lo interesante de este proceso es cómo un movimiento que por impulso natural tendía hacia una especie de anarquismo (igualdad, fraternidad, rechazo de bienes terrenales, insumisión al orden establecido y otros etcéteras) acabó transformándose no sólo en fuerza política, sino también en poderosa herramienta del Estado. El truco del almendruco hay que apuntárselo al más brillante intelectual cristiano de la época, un judío y ciudadano romano llamado Saulo, hoy conocido como San Pablo. Con una visión genial de la jugada, en sus famosas cartas (epistulae) a las congregaciones cristianas, aquel fulano frenó la tendencia al desmadre de sus correligionarios, llamó a la paz social, pidió respeto a la propiedad privada e insistió –punto clave– en que el deber para con Dios era perfectamente compatible con los deberes sociales dentro del imperio. Hasta a los esclavos les dijo obedeced en todo a vuestros amos según la carne. Pero todavía fue más allá, y el paso fue decisivo: Toda alma se someta a las autoridades superiores, porque no hay autoridad que no sea instituida por Dios, escribió el tío. Y eso tiene tela marinera, porque significaba un nuevo y original enfoque de los Evangelios. Nulla potestas nisi a Deo: todo poder constituido viene de Dios, y éste participa en el poder político del mundo. Eso era, literalmente, una bomba. Nada menos que pasar de mi Reino no es de este mundo a un revolucionario (o más bien contrarrevolucionario) todos los reinos del mundo son de Dios. Tan hábil juego de manos iba a abrir un debate de casi veinte siglos; pero de momento permitiría a emperadores, reyes medievales, monarcas cristianísimos y cuantos dirigentes vinieron luego, declararse con legitimación divina (por la gracia de Dios) en el ejercicio del poder. Y también, de paso, a los jerarcas de la Iglesia cristiana convertirse en intermediarios, cómplices y hasta propietarios del poder terrenal. Así que, imagino, allá en el Cielo, sentado a la derecha del padre, a Jesucristo tenían que estársele poniendo unos ojos como platos. Para esto –pensaría, desilusionado– baja uno a la tierra y permite que lo crucifiquen esos cabrones. 
 
[Continuará]
 
15 de mayo de 2022

domingo, 8 de mayo de 2022

El Batman Güemes

Era uno de esos hombres heridos y trágicos que parecen sacados de una canción mexicana de José Alfredo. De hecho, nos conocimos en una cantina; o allí nos hicimos amigos cuando me entrevistó sobre mis primeras novelas, a principios de los 90. En aquel tiempo César Güemes era periodista cultural y especialista en cierta clase de música de su tierra: corridos populares y sobre todo, género que entonces tenía un éxito enorme, narcocorridos: relatos cantados sobre traficantes de droga, en un tiempo en que ese contrabando, basado todavía en la marihuana, era una actividad comprensible en un país sumido en la injusticia y la pobreza, y no el sangriento disparate, la atrocidad salvaje en que se ha convertido ahora. Uno de los narcos de Culiacán con quienes conversé me resumiría aquel momento en una frase que nunca olvidé: «Prefiero vivir cinco años como un rey a cincuenta como un buey». 
 
Gracias a César Güemes conocí ese mundo asombroso, familiarizándome con sus personajes y episodios. En cada viaje a México me descubría canciones; rolas, las llamaba él. Íbamos a cantinas cutres y peligrosas a conversar sobre ellas entre humo de cigarrillos, vaciando botellas de nuestro tequila favorito, Herradura reposado. Así escuché hasta aprenderme de memoria Contrabando y traición, Pacas de a kilo, Lamberto Quintero, La banda del coche rojo y tantas otras, en la voz de Los Tigres del Norte –que también acabarían siendo amigos míos– y Los Tucanes de Tijuana. Me fascinaban los asuntos y el lenguaje, y así conocí y comprendí un México distinto al que endulzan los mariachis para los turistas. Un México duro y violento; pero que, a diferencia del de hoy, aún mantenía reglas no escritas pero rigurosas: honor a la palabra dada, respeto por las mujeres y los niños. Cosas así. Todo lo que desde hace demasiado tiempo se ha ido allí al carajo. 
 
Cuando decidí escribir La Reina del Sur, César guió mis pasos. Me acompañó a Culiacán, Sinaloa, presentándome a dos amigos que se quedaron para siempre en mi vida: el entrañable Julio Bernal y mi hermano culichi –mi carnal, dicen allí– Élmer Mendoza, hoy respetado escritor y patriarca indiscutible de la literatura norteña. Ellos me dieron acceso a las claves y personas necesarias, y a ellos iba a deber el éxito de la novela y sus adaptaciones televisivas. En agradecimiento los convertí en personajes del relato, reservándole a César el papel de narcotraficante. Y fue en ese punto cuando, una noche de muchas copas en el Don Quijote de Culiacán, le oí decir algo que no olvidé: «Toda mi vida, de niño, soñé con ser Batman». Así que, para complacerlo, introduje en la novela el personaje de César Batman Güemes que luego, en la serie protagonizada por Kate del Castillo, interpretaría el estupendo actor Alejandro Calva. Eso hizo a César, el auténtico, absolutamente feliz. Lo recuerdo serio y vestido de negro, a mi lado, muy en su papel cuando presentamos la novela en Sinaloa, con gente hasta en la calle y la primera fila ocupada por los narcos locales y sus señoras esposas, o lo que fueran. Sus morras, en lenguaje de allí. Fue una noche gloriosa, en la que un policía me amenazó de muerte y mis amigos lo amenazaron a él. Pero ésa es otra historia. 
 
Volvamos a César. Dije que llevaba heridas propias de una canción de José Alfredo, y es cierto. Una mujer sinaloense, su primera esposa, le había destrozado el corazón. Ignoro los motivos, pero era una historia clásica de traiciones, alcohol y cantinas que me contó, nunca del todo, entre copas y canciones. Tenía otra esposa dulce e inteligente a la que hacía muy desgraciada: demasiado alcohol, demasiados recuerdos amargos, demasiado rencor. Quiso César distanciarse del periodismo y hacer novelas, pues era un magnífico escritor, pero no consiguió la serenidad necesaria. Se hundió en el alcohol y el fracaso, perdió a la segunda mujer y arrastró su mala salud hasta que, hace unos días, un amigo común telefoneó para decirme que había muerto en un hospital de México. Esa noche le quité el precinto a la última botella de Herradura reposado que César me regaló, puse la canción Tu recuerdo y yo y me senté a beber en un lugar oscuro de mi casa, en silencio, brindando por su memoria. El sabor del tequila en la boca evocaba lo que me contó una vez en La Ballena de Culiacán, rodeados de fulanos peligrosos que mojaban el bigote en botellines de cerveza Pacífico: «Siempre que vengo a Culiacán me paro en la calle mirando a las mujeres, y cada una que pasa espero que sea ella, la que se fue. Pero nunca es ella, hermano». 
 
Y, bueno. A tu salud, querido Batman. Ahí nos vemos. 
 
8 de mayo de 2022

domingo, 1 de mayo de 2022

Una historia de Europa (XXVII)

Enviado Nerón ad penates, como se decía entonces, llegó a Roma el tiempo de los que podríamos llamar emperadores-soldados, porque procedían del ejército y eran respaldados por las legiones. Curiosamente, salvo excepciones, entre esa peña hubo más de bueno que de malo. Liquidada una guerra civil que en el año 69 enfrentó a los generales Otón, Vitelio y Galba, surgió una estrella llamada Vespasiano (veterano del Danubio y Palestina, apoyado por las legiones de Hispania) que resultaría un emperador bastante potable. Austero, sobrio en el comer y vestir al modo antiguo, Vespasiano moderó los excesos de lujo imperiales y emprendió una campaña de obras públicas destinada a dar trabajo a la gente. Su extensión del derecho romano hizo posible un estado más homogéneo y facilitó la llegada de hombres nuevos, procedentes de las provincias y las colonias, integrándolos en los oficios y dignidades imperiales. También organizó un sistema público de enseñanza, eximió de impuestos a médicos e intelectuales y fue el primero en destinar 100.000 sestercios anuales para pagar a los maestros. Eso sí: con él, duro soldadote, se acabó la ficción de que un emperador no era otra cosa que defensor de la antigua república romana. Eso ya no se lo tragaba nadie, así que terminaron los paños calientes. Para financiarse resucitó viejos impuestos e inventó otros nuevos, incluido uno sobre recogida de la orina, que tenía un uso industrial (El único reproche justificado que se le puede hacer es su amor al dinero, escribió el historiador Suetonio). El caso es que, desde entonces, los emperadores romanos se mostraron sin disimulo como eran: dueños del asunto. Dominus, dicho en bonito. Por lo demás, dispuesto tanto a moralizar Roma como a hacerla suya, Vespasiano purgó el senado de indeseables y corruptos, y también de desafectos a su persona, apoyándose en una clase rica y poderosa, formada en gran parte por senadores y millonetis hispanos. Del apoyo de esa oligarquía iban a salir varios emperadores, entre ellos los cinco más interesantes de este período: Tito (hijo de Vespasiano, había aplastado una rebelión en Palestina, destruyendo Jerusalén y dando lugar a la primera diáspora judía), Domiciano (pésimo militar pero excelente organizador de la administración del imperio), Trajano, Adriano y Marco Aurelio. En lo que a Tito se refiere, era un chaval razonable, generoso, que nunca firmó como emperador una sentencia de muerte. Estuvo poco tiempo, pero le pasó de todo: el Vesubio destruyó Pompeya y Roma se incendió otra vez. En cuanto a Trajano, es uno de mis emperadores favoritos no sólo porque nació en Itálica, Hispania, sino porque aunque ejercía de modo férreo el poder mantuvo excelente relación con el Senado. A él se deben las últimas colonizaciones hechas por las legiones, con una política exterior agresiva y conquistadora (aún lo conmemora en Roma la famosa Columna Trajana), mientras que en el interior mantuvo la paz social reduciendo impuestos y favoreciendo el interés público con una especie de despotismo ilustrado que podríamos llamar humanitas: un estado más o menos de bienestar, dentro de lo posible en esa época. Le sucedió otro hispano, Adriano, que pasó de una política exterior agresiva a una defensiva, aplastó otra sublevación en Palestina dando pie a la segunda diáspora judía, y (anécdota social curiosa) fue el primer emperata en aceptar de modo público la homosexualidad con los jóvenes. El último grande fue Marco Aurelio, claro. Con buena formación intelectual, practicante de la filosofía estoica, su libro Las Meditaciones es un extraordinario código moral y una joya de la cultura europea (Si no participas de la razón, has nacido esclavo). Aunque para conocer la Roma real de entonces, mucho más canalla, convenga leer los Epigramas de otro hispano, Marcial (No pido que no te follen, Lesbia, sino que no te pillen). Marco Aurelio vivió tiempos muy convulsos, como una pandemia que procedente de Asia (lo que parece nuevo sólo es lo olvidado) causó siete millones de muertos. También hizo frente a las primeras grandes invasiones del este de Europa: marcomanos, longobardos, germanos y sármatas se acercaban al Rhin y el Danubio empujando fuerte. El futuro y sus sombras tardarían en llegar, pero llamaban a la puerta; y a la muerte de Marco Aurelio, esa puerta iba a entreabrirla su hijo Cómodo (el villano de la película Gladiator): un megalómano criminal e incapaz (acabó estrangulado por un atleta del circo, lo que tiene su puntito), cuyo gobierno clavó el historiador Casio Dión con estas acertadas palabras: Su reinado marcó la transición de un reino de oro y plata a uno de hierro y moho. Aunque a finales de ese siglo II aún quedaba cuerda para rato, por el imperio romano empezaban a doblar las campanas. 
 
[Continuará]
 
1 de mayo de 2022