En los últimos diez años, los de Picolandia me han puesto dos multas de tráfico, creo recordar. Nada grave: exceso de velocidad de once kilómetros por hora en vía de servicio y de veintialgo en autovía. Las dos aforé religiosamente, sin recurrir nada, y tan amigos. El que la hace, la paga. Pero aun así, las dos veces me quedó cierta frustración rutera, pues nadie me detuvo para identificarme. Sólo un coche entrevisto en el arcén, una mirada por el retrovisor mientras piensas «te han cazado, Arturete», y nada más. Ni flash usan ahora. Ningún guardia vestido de verde medio kilómetro más lejos, ordenándome parar y diciendo, con la mano en la visera: «Buenos días. Documentación, por favor», como mandan los cánones y la bonita tradición española. Nada. Al cabo de un mes o dos, carta oficial, etcétera. El hombre contra la máquina. Y punto.
Ahora me entero de que Tráfico va a invertir ocho millones y medio de mortadelos en nuevos radares fijos de carreteras. Y que se van a instalar –nunca lo adivinarían ustedes–, no en vías de doble sentido, donde ocurren siete de cada diez esparrames, sino en autovías y autopistas, donde la velocidad es más alta, pero el porcentaje de cebollazos más bajo. Dicho en corto: que esos ocho kilos y medio no buscan evitar accidentes y salvar vidas, sino recaudar viruta. Que es de lo que se trata; porque una cosa es que las cifras negras de cada operación salida o llegada sean más o menos estremecedoras, y otra que, con esto del carnet por puntos y la mayor prudencia de la peña que conduce, la Administración deje de sangrar al personal metiéndole el cinco de bastos en la pelleja. Porque ojo. Jesucristo dijo hermanos, pero nunca dijo primos. Faltaría más. De manera que esto de los radares fijos, y que a usted y a mí nos hagan fotos y nos enteremos un mes o dos más tarde, demuestra varias cosas, pero sobre todo una: que, demagogias y telediarios aparte, a las autoridades competentes les importa un carajo que vayamos a doscientos treinta por hora, que nos matemos en la próxima curva o que saltemos la mediana y nos llevemos por delante a una pareja de jubilados, a un viajante de comercio o a quien sea. Lo que quieren es que la caja registradora haga cling, cling. Cualquier absoluto hijo de puta puede pasar como un rayo con el Bemeuve, poniendo en peligro la vida de todo cristo, y lo que hará el coche de tráfico emboscado o el radar fijo y maravilloso marca Toshiba, o la que tengan los radares, es hacer una foto estupenda de la matrícula del coche, que es lo que interesa: que los numeritos y letras se vean claros, para saber a qué propietario de coche adjudicársela y trincar. Pero al conductor, al fulano que en ese momento concreto es un peligro público, nadie lo para, ni lo identifica, y puede seguir quinientos o mil kilómetros adelante a la misma velocidad, hasta que se rompa la crisma o se la rompa a algún infeliz. La pasta está segura, y la cosa, resuelta. A partir de ahí, a la Administración, a Tráfico, a quien corresponda, le dará lo mismo que, si el conductor tiene medios, compre los puntos perdidos a alguna de las avispadas gestorías que los ofrecen por Internet; o si es coche puesto a nombre de una empresa, que el propietario tenga un compadre en Nueva York, Hong Kong o Nairobi, a cuyo permiso de conducir atribuirle el marrón. Y que reclamen allí.
Así que, aunque no sirva para un carajo, hoy quiero reivindicar mi derecho ciudadano a ser detenido e identificado en carretera cuando meta la gamba. Es más. Exijo que, una vez hecho el retrato de atentos al pajarito, una dotación de picoletos me corte el paso con la autoridad debida, me haga aparcar en el arcén con gesto enérgico, y tras afearme la conducta –se ha pasado varios pueblos, etcétera–, el guardia Sánchez me haga firmar la papeleta correspondiente mientras el cabo Martínez mueve la cabeza y dice, reprobador: «Debería darle vergüenza, señor Reverte». Más aún. En caso de que se me cruce el cable, y decida no parar y seguir a toda pastilla esquivando el control –que igual ese día me da por ahí–, reclamo mi derecho constitucional a ser perseguido por la Benemérita como Dios manda, con pirulos de destellos azules y sirenas de ordenanza, pi-po, pi-po, pi-po, derrapando en las curvas y todo eso, hasta ser reducido, identificado, esposado y puesto a disposición del juez Garzón, del juez Grande Marlaska o del juez que sea. Uno paga lo que haga falta, que para eso estamos. Y más, mereciendo la multa o lo que corresponda. Pero puestos a que te la endiñen, por lo menos que sean guardias de carne y hueso, rediós. No una puta máquina.
26 de noviembre de 2006