domingo, 24 de febrero de 2019

El inspector y el pescadero

De todas las ciudades de Europa, Nápoles es mi favorita, mucho más que París, Sevilla o Venecia. Conozco las orillas del Mediterráneo y nunca vi un lugar tan espléndida y ferozmente mestizo, al mismo tiempo oriental y occidental, turco y cristiano, arcaico y moderno, noble y pícaro, virtuoso e infame, hormigueante de vida, caótico hasta el disparate, incluso peligroso para quien no conoce el territorio o ignora las reglas. Jamás me niego a viajar allí, y a menudo lo busco yo mismo; y cada vez lo hago sumergiéndome en esa ciudad formidable llena de nombres, palabras y resonancias españolas; paseándola desde el Lungomare y el puerto hasta las librerías de Port’Alba, desde la Feltrinelli de Chiaia hasta Porta Nolana. 

En ninguna ciudad me han intentado estafar, mentir y robar tanto como en Nápoles. En ninguna parte del mundo que no estuviera en guerra anduve nunca con tantas precauciones, mirando atrás tantas veces, como al internarme en la añeja topografía del Barrio Español. Sin embargo, nunca fui tan feliz paseando como lo soy allí, dispuesto a pagar, con lo que el azar me imponga, el privilegio de sentirme napolitano un viernes o un sábado por la noche, por ejemplo, cuando aquello es un laberinto de motos a toda velocidad entre las que te juegas la vida mientras el Nápoles secular se echa a la calle. Cuando debes hacerte a un lado a toda prisa para evitar que te atropelle una Vespino conducida por un crío de doce años que lleva a su hermano pequeño de pie entre el asiento y el manillar y, sentada detrás, a su hermana mayor con otros dos mocosos, casi bebés, sobre las rodillas. 

Esta mañana camino por otro de mis lugares favoritos: la via Pignasecca hasta Porta Medina, bulliciosa de gente al pie de Montecalvario. Lo hago parándome a leer admirado, como siempre, las esquelas funerarias pegadas en las paredes junto a los altarcitos con vírgenes y flores de plástico –Serenamente si é spenta la cara existenza di Bruno Palermo, detto Mastroianni–, o disfrutando con los magníficos, irrepetibles nombres que rotulan los comercios: Pasticceria Armando Scartuchio, Salumeria Tagliacozzi, o una tiendecita cuyo nombre –apellido de su propietario– sería imposible en otro lugar del mundo: Pizzeria Vitto Pitagórico. 

Estoy en via Pignasecca, como digo, oliendo a carne, verdura, pescado y pizza caliente; sumergido en la multitud que compra, habla, discute, se abronca o ríe: matronas con su carrito, abuelos a los que envuelven doscientos gramos de mortadela o que fuman mientras ven pasar a la gente, fulanos tatuados y con rapados imposibles a los que no querrías encontrar en un callejón oscuro, mujeres de belleza densa y espesa, desgarradas, agresivas, típicas de los barrios populares. El rumor de colmena mezclado con bocinas de motos y automóviles, y toda esa luz mediterránea que se cuela entre decrépitos palacios de hace tres o cuatro siglos en los que, mezclados sin complejos en salones antiguos convertidos en humildes apartamentos, conviven decadentes apellidos aristocráticos con el pueblo más llano imaginable, como si todo Nápoles siguiera siendo un bucle sin final. Una película continua de Vittorio de Sica. 

Y para corroborar todo eso, o parte de ello, veo que entre la multitud que llena la calle intenta avanzar una furgoneta; y que el conductor, un hombre joven, va muy despacio porque delante de él camina un viejecito que no se da cuenta y no se aparta. Y en vez de darle un bocinazo o gritarle por la ventanilla, como harían en tantos otros lugares, el conductor sigue detrás un largo trecho, paciente, esperando a que el abuelete se aparte. Y apenas dejo atrás la furgoneta me encuentro delante del mostrador fascinante de una pescadería, admirando la frescura de lo allí expuesto pese a lo cargado del gentío y del ambiente, e intento imaginar a un inspector de sanidad de los que vigilan las normas comunitarias europeas, enfrentándose a aquello. Y mientras hago eso, imaginarme parado al inspector con su libreta y su boli, el pescadero coge un cubo de agua de dudosa procedencia y, sin cortarse un pelo, lo arroja por encima de cuanto tiene en el mostrador; dándole, en efecto, ese aspecto de frescura y recién pescado que tanto me atrajo antes. E imagino entonces al inspector de sanidad, que tal vez estaría a punto de preguntar algo al pescadero, de pedirle un certificado o algo así, quedarse a medio decirlo, con la libreta y el bolígrafo en alto, y luego cerrar la boca, guardar la libreta y largarse discretamente, casi de puntillas. Pensando que los del consejo de sanidad de Bruselas, o como se llame lo que hay allí, no tienen ni puta idea del mundo y de la vida real. De Nápoles, como digo. De mi Nápoles. 

24 de febrero de 2019 

domingo, 17 de febrero de 2019

No me toquen a Sócrates

Reconozco que esta vez me han pateado la bisectriz. Después de muchos años comentando lo que estaba por venir en Cataluña –menester para el que tampoco era necesario el don de la profecía– y encajando el escepticismo de cantamañanas que me llamaban exagerado y pesimista, decidí no volver a tocar el asunto en esta página. Tras permitir entre todos que se desbordara el asunto mediante las adecuadas dosis de pasividad, oportunismo y cobardía, ahora nos toca disfrutarlo, me dije. Así que desde ahora, por mi parte, punto en boca y a otra cosa, mariposa. 

Tal era la idea, como digo. Mantenerme lejos de toda esa basura. Al fin y al cabo no soy un periodista con obligaciones informativas o de opinión, sino un fulano que escribe novelas y utiliza esta página para hablar de lo que le apetece. Y en cuanto a opiniones, ahora que quienes antes callaban como putas cantan en plan orfeón –lanzada a moro muerto, se llama la figura–, mi aporte es innecesario. Sin embargo, como digo, acaban de tocarme el asunto. Lo ha hecho Oriol Junqueras, protomártir del Procés, que ha mencionado a Sócrates, Séneca y Cicerón para decir que, como ellos, él tuvo la oportunidad de huir y no lo hizo, afrontando con coraje su destino. Y, bueno. Como esta página la escribo con dos semanas de antelación, no sé qué más habrá dicho en ese juicio que, cuando esto se publique, estará en todo lo suyo. Pero en cualquier caso no tengo más remedio que negarle las referencias. 

Dejando aparte a Séneca y un error histórico sobre Cicerón –que sí huyó, pero lo pillaron y le dieron matarile–, me molesta mucho, incluso me ofende, que Junqueras haya puesto sus manos, sucias o limpias, sobre Sócrates, cuyo busto de palmo y medio ocupa lugar de honor en mi biblioteca. El filósofo griego tuvo oportunidad de huir, es verdad. Pudo incluso pedir clemencia, pasteleando con el tribunal que lo sentenció a muerte. Pero Sócrates bebió la cicuta precisamente por obedecer las leyes. Para demostrar que, cuando la ley es justa y democrática, en toda circunstancia está por encima del individuo; e incluso, y ahí está el detalle importante, por encima de la voluntad de cualquier masa vociferante de individuos que dice hablar o actuar en nombre del pueblo. 

Para entender en su profundidad moral el proceso de Sócrates y su acatamiento de la sentencia hay que remontarse a la batalla naval de las islas Arginusas, cuando los generales griegos se vieron enfrentados a un proceso, tras un temporal en el que murió gran parte de su gente. Fue un juicio muy contaminado por la política, y Sócrates, miembro de la asamblea, habló en defensa de los acusados. Pero cuando, con las leyes vigentes en la mano, todo parecía favorable a la absolución de éstos, sus enemigos políticos agitaron a la asamblea y al pueblo contra ellos. Menudearon manifestaciones, escraches, testigos falsos, llorosas familias de los náufragos pidiendo justicia y otros recursos. No faltaron sino tuiteros y tertulianos de televisión. Era nada menos que el demos, el supuesto pueblo que allí se manifestaba, poniéndose por encima de la legalidad. Exigiendo estarlo. Pero Sócrates, que era un tío de una pieza, se negó a tragar. Denunció aquello, dijo que la ley estaba por encima del populismo oportunista y, por supuesto, se quedó solo. Acojonados, los miembros de la asamblea votaron lo que el pueblo pedía, y los generales fueron ejecutados. Sócrates jamás lo olvidó, y Atenas, por supuesto, no se lo perdonó nunca: los demagogos, porque se había opuesto defendiendo la ley; los cobardes, porque los había puesto en evidencia. 

Y ahí está la explicación de lo que ocurrió más tarde. Porque cuando Sócrates se enfrentó a su propio proceso y fue sentenciado a muerte, pese al ofrecimiento de sus amigos de facilitarle la fuga, él se negó a salvar su vida huyendo. Al contrario: consciente de que –incluso quienes lo habían condenado– toda Atenas esperaba su fuga con alivio, resolvió quedarse en la cárcel y beber la cicuta, aceptando sin protestar la muerte que el Estado, en el uso de sus leyes, le infligía. Dando ejemplo, él sí, de ciudadanía y de coraje, y pagando con la muerte esa coherencia. 

Así que no me toquen a Sócrates, por favor. Murió precisamente por respetar las leyes, no por pasárselas por el forro de los huevos, como hicieron, y siguen haciendo, Oriol Junqueras y el resto de la peña. No se escuden en él para salpicarlo también con la podredumbre política, social y moral propia de este país inculto, insolidario, infame, desorientado y en demolición. Que por sus propios tristes méritos, como la Atenas de Sócrates, tiene a menudo, o casi siempre, lo que merece tener. 

17 de febrero de 2019 

domingo, 10 de febrero de 2019

Sobre libros y paisajes

Alguna vez les habré comentado que leer libros modifica el paisaje. Al menos, la visión que uno tiene de ese paisaje. Cuando una lectura previa afina la mirada, los lugares relacionados con lo que leíste adquieren dimensiones diferentes, pues lectura y vida se combinan de modo agradable. Con el cine también ocurre, pero menos; aunque también, como digo. Hay lugares a los que las películas vistas antes de visitarlos, como Monument Valley, el Village de Nueva York, el Pont des Arts o la plaza del Kremlin, dan un encanto especial. Que pueden emocionar, incluso, cuando te sitúas ante ellos. Pero en mi caso –tal vez porque lo que soy es un lector que accidentalmente hace otras cosas–, películas aparte, lo que de verdad me calienta son los lugares sobre los que antes leí. Buscar en ellos el rastro, aunque sea remoto o casi imperceptible, de los libros amados. De los que dejan marca profunda o intenso recuerdo.Pensaba en eso hace poco, sentado en la terraza del hotel Bauer de Venecia, quizás uno de los restaurantes con la vista más bonita del mundo. Estaba comiendo cuando llegó una pareja, de cuyo comportamiento y comentarios deduje que era la primera vez que estaban allí. Admiraron con un wonderful y un so nice el panorama de la boca del Gran Canal, hicieron las fotos de rigor y luego se pasaron la comida en silencio, sin levantar la vista, absorto cada uno en su teléfono móvil. Habían cumplido con el lugar y sus ritos, y podían regresar a Internet –no me digan ustedes que tal vez para consultar sobre lo que estaban viendo, que me parto–. Y eso fue todo. No tenían nada que conversar ni decirse sobre el hotel, ni sobre Thomas Mann, ni sobre Peggy Guggenheim, que vivió enfrente, ni eran capaces de acechar en los gondoleros que con guasa veneciana pasaban cantando Ciao, Venezia a los que antaño remaban –y a veces no sólo remaban– para el barón Corvo o Lord Byron. Ya tenían la foto y se limitaban a pasar por allí. 

Me acordé entonces de don Francisco de Quevedo, hombre leído y viajado, y de aquel soneto suyo que empieza: Buscas a Roma en Roma, ¡oh peregrino! / y en Roma misma a Roma no la hallas. Y concluí que era cierto y lo sigue siendo; si a Roma no vas con Roma ya hecha tuya, hay poco que rascar. Viajar a Londres sin Dickens, a Madrid sin Galdós, a Buenos Aires sin Borges, e incluso –metamos también el cine en esto– a Nueva York sin Woody Allen o a Nápoles sin Vittorio de Sica, es pasear de la forma más tonta; seguir la rutina de la foto obligatoria sin mirar hacia atrás antes o después de que te la hagan. Sin puñetera idea de lo que convierte esa foto en necesaria, o importante. Ser, en fin, como aquel fulano al que hace años, en los foros imperiales romanos, vi volverse hacia sus acompañantes muy serio, muy doctoral, muy informado, y decirles con todo su cuajo: «Se nota que es una ciudad devastada por el tiempo». 

Son los libros –y las películas, vale, pero sobre todo los libros– los que nos dan ese valor añadido. Esa dimensión. Ir a cualquier lugar del mundo, o de la vida, con lecturas previas sobre lo que uno va a encontrar, permite encararlo todo con más inteligencia, con más placer o aprovechamiento. Sin lecturas que preparen la aventura del conocimiento unido al placer –o al dolor– de la experiencia, somos incapaces de interpretar el paisaje y hacerlo de verdad nuestro. Huérfanos de referencias, nos pasearemos por él pisoteándolo torpemente, ensuciándolo, llenándolo con estólidos rebaños que sólo buscan la foto para poder decir «estuve allí», sin que ese allí tenga otro sentido que el prescrito por la agencia de viajes. Haciéndolo, además, imposible para otros que sí lo merecen. 

Porque, por suerte, los que sí lo merecen también existen. El mismo día en Venecia, paseando al atardecer por los Zattere junto al canal de la Giudecca, vi a una pareja de chicos sentados en el suelo, cerca de la punta de la Aduana. Ella era morena y él rubio. Tenían esa belleza al mismo tiempo fresca y tibia de la juventud, y había dos mochilas en el suelo –una llevaba cosida una bandera canadiense–. Estaban hombro con hombro, apoyados el uno en el otro, y cada cual leía un libro. Aún había luz. El libro de la chica no pude verlo bien. El del chico tenía una portada azul con letras grandes, y me pareció que era The Golden Fleece, de Robert Graves. El vellocino de oro. Y estaban allí los dos, ensimismados en el mejor de los mundos, nutriéndose la vida. Ajenos a la nave inmensa, al monstruoso crucero que lentamente pasaba en ese momento por el canal, con una multitud asomada a las cubiertas donde centelleaban centenares de flashes de teléfonos móviles y cámaras fotográficas. 

10 de febrero de 2019 

domingo, 3 de febrero de 2019

‘Civis romanus sum’

Como los españoles solemos exigir etiquetas simples y necesitamos, además, que éstas sean negras o blancas con ausencia de grises, a veces alguien me pregunta si soy de derechas o izquierdas, o si monárquico o republicano. Lo sueltan así, tal cual, esperando que quieras más a tu papá que a tu mamá, o al contrario. Hay días en los que te pillan cansado, y entonces me limito a responder que no tengo ideología, sino biblioteca. O que soy de derechas o izquierdas según el pie que me pisan. Otras veces, cuando escucho la radio o miro los periódicos y lo que anhelo es que llueva napalm y se vaya todo a tomar por saco, lo que digo es que me gustaría ser jacobino con guillotina incorporada. Chas, chas, chas. Pero la mayor parte de las veces suelo decir la verdad. Que soy republicano, pero con un matiz importante: republicano de la república romana. No confundamos las cosas. 

El matiz importa mucho, porque me temo que lo que algunos entienden por república peca de irreal en este país donde la historia no sirve como aprendizaje para el futuro sino como arma arrojadiza para envenenarlo. Ese paraíso idílico del que un pueblo noble y feliz fue arrancado dos veces por cuatro curas, banqueros y generales tiene poco que ver con lo que uno ha escuchado, ha leído e incluso, a cierta edad, ha visto. Además, ¿imaginan ustedes una república cuya autoridad máxima pasara cada cuatro años de mano en mano entre individuos como Aznar, Zapatero, Rajoy, Sánchez, Casado, Abascal, Rivera, Torra, Echenique o Iglesias?… Busquen ustedes entre nuestra clase política, por favor, un presidente de república sereno, culto, prestigioso, honrado, ecuánime y decente. ¿A que no salen nombres? Por eso, como he dicho alguna vez, soy republicano de razón y monárquico por necesidad. Felipe VI me parece una buena persona, muy bien formada e inteligente, que conoce perfectamente su papel y lo ejecuta de modo impecable. Y además, habla idiomas. Puedo equivocarme, naturalmente; pero con él no espero sorpresas ni ambiciones más allá de lo que hay. Está sometido a escrutinio y controlado por leyes que no puede manipular. Si da un resbalón, se cae con todo el equipo. Lo tenemos controlado hasta para saber qué marca de pasta de dientes utiliza. 

Todo lo cual me lleva, como les decía, a ese republicanismo romano del que antes hablaba. A esa república del siglo II antes de Cristo, también ideal para mí –cada cual tiene sus irrealidades en la mollera–, que tanto admiré desde que empecé a declinar rosa, rosae, y que lamento haya sido borrada de los planes escolares, pues tal vez con su conocimiento estrecho, con su referencia aunque fuese lejana, nuestra clase política sería menos analfabeta, menos estúpida y más honorable en actitudes y discurso. Me refiero a mi período favorito de la república romana, la época de los Escipiones –con su toque hermanos Graco para darle sal y pimienta popular–, antes de que todo se sumiera en la podredumbre y el caos de las guerras civiles que terminaron con ella: la humanitas de Cicerón como visión del Estado, y la virtus alabada por Salustio –capaz incluso de reconocerla en el criminal Catilina– como regla moral y ciudadana. 

Qué ejemplar, por citar sólo ésa, la vida de uno de mis personajes más admirados de entonces, Lucio Emilio Paulo, que tras vencer en la batalla de Pidnia, cuyo botín fue tan enorme que los ciudadanos romanos dejaron de pagar impuestos, sólo se reservó para sí, como trofeo, la biblioteca del derrotado rey Perseo, para que sus hijos tuvieran mejor ilustración. El Lucio Paulo que en vísperas de una batalla hizo explicar qué era un eclipse de luna a sus legionarios para que éstos no se aterrorizaran con el fenómeno que iba a ocurrir en mitad de la lucha. El hombre que, al recibir Italia a un millar de griegos como rehenes, escogió entre ellos, como preceptor para sus hijos, a un culto joven llamado Polibio, que fascinado por el poder mundial de Roma escribiría la primera gran historia de ésta. Lucio Emilio Paulo, en fin: el exitoso militar y político que, tras una vida de triunfos, virtud, dignidad y honor, murió tan pobre como había vivido, y lo que dejó fue tan poco que apenas sirvió para pagar la dote de su segunda esposa. 

Qué nutritivas lecciones podrían extraer nuestros analfabetos políticos actuales si mirasen hacia aquel tiempo. Si tuvieran decencia y leyeran, o si adquiriesen alguna decencia leyendo. Cuánto podrían aprender de aquellos personajes y de aquel mundo; cuando Roma aún prefería la libertad, con sus consecuencias, a la tranquilidad y seguridad personal que iban a darle los emperadores y las tiranías que venían de camino. 

3 de febrero de 2019