De todas las ciudades de Europa, Nápoles es mi favorita, mucho más que París, Sevilla o Venecia. Conozco las orillas del Mediterráneo y nunca vi un lugar tan espléndida y ferozmente mestizo, al mismo tiempo oriental y occidental, turco y cristiano, arcaico y moderno, noble y pícaro, virtuoso e infame, hormigueante de vida, caótico hasta el disparate, incluso peligroso para quien no conoce el territorio o ignora las reglas. Jamás me niego a viajar allí, y a menudo lo busco yo mismo; y cada vez lo hago sumergiéndome en esa ciudad formidable llena de nombres, palabras y resonancias españolas; paseándola desde el Lungomare y el puerto hasta las librerías de Port’Alba, desde la Feltrinelli de Chiaia hasta Porta Nolana.
En ninguna ciudad me han intentado estafar, mentir y robar tanto como en Nápoles. En ninguna parte del mundo que no estuviera en guerra anduve nunca con tantas precauciones, mirando atrás tantas veces, como al internarme en la añeja topografía del Barrio Español. Sin embargo, nunca fui tan feliz paseando como lo soy allí, dispuesto a pagar, con lo que el azar me imponga, el privilegio de sentirme napolitano un viernes o un sábado por la noche, por ejemplo, cuando aquello es un laberinto de motos a toda velocidad entre las que te juegas la vida mientras el Nápoles secular se echa a la calle. Cuando debes hacerte a un lado a toda prisa para evitar que te atropelle una Vespino conducida por un crío de doce años que lleva a su hermano pequeño de pie entre el asiento y el manillar y, sentada detrás, a su hermana mayor con otros dos mocosos, casi bebés, sobre las rodillas.
Esta mañana camino por otro de mis lugares favoritos: la via Pignasecca hasta Porta Medina, bulliciosa de gente al pie de Montecalvario. Lo hago parándome a leer admirado, como siempre, las esquelas funerarias pegadas en las paredes junto a los altarcitos con vírgenes y flores de plástico –Serenamente si é spenta la cara existenza di Bruno Palermo, detto Mastroianni–, o disfrutando con los magníficos, irrepetibles nombres que rotulan los comercios: Pasticceria Armando Scartuchio, Salumeria Tagliacozzi, o una tiendecita cuyo nombre –apellido de su propietario– sería imposible en otro lugar del mundo: Pizzeria Vitto Pitagórico.
Estoy en via Pignasecca, como digo, oliendo a carne, verdura, pescado y pizza caliente; sumergido en la multitud que compra, habla, discute, se abronca o ríe: matronas con su carrito, abuelos a los que envuelven doscientos gramos de mortadela o que fuman mientras ven pasar a la gente, fulanos tatuados y con rapados imposibles a los que no querrías encontrar en un callejón oscuro, mujeres de belleza densa y espesa, desgarradas, agresivas, típicas de los barrios populares. El rumor de colmena mezclado con bocinas de motos y automóviles, y toda esa luz mediterránea que se cuela entre decrépitos palacios de hace tres o cuatro siglos en los que, mezclados sin complejos en salones antiguos convertidos en humildes apartamentos, conviven decadentes apellidos aristocráticos con el pueblo más llano imaginable, como si todo Nápoles siguiera siendo un bucle sin final. Una película continua de Vittorio de Sica.
Y para corroborar todo eso, o parte de ello, veo que entre la multitud que llena la calle intenta avanzar una furgoneta; y que el conductor, un hombre joven, va muy despacio porque delante de él camina un viejecito que no se da cuenta y no se aparta. Y en vez de darle un bocinazo o gritarle por la ventanilla, como harían en tantos otros lugares, el conductor sigue detrás un largo trecho, paciente, esperando a que el abuelete se aparte. Y apenas dejo atrás la furgoneta me encuentro delante del mostrador fascinante de una pescadería, admirando la frescura de lo allí expuesto pese a lo cargado del gentío y del ambiente, e intento imaginar a un inspector de sanidad de los que vigilan las normas comunitarias europeas, enfrentándose a aquello. Y mientras hago eso, imaginarme parado al inspector con su libreta y su boli, el pescadero coge un cubo de agua de dudosa procedencia y, sin cortarse un pelo, lo arroja por encima de cuanto tiene en el mostrador; dándole, en efecto, ese aspecto de frescura y recién pescado que tanto me atrajo antes. E imagino entonces al inspector de sanidad, que tal vez estaría a punto de preguntar algo al pescadero, de pedirle un certificado o algo así, quedarse a medio decirlo, con la libreta y el bolígrafo en alto, y luego cerrar la boca, guardar la libreta y largarse discretamente, casi de puntillas. Pensando que los del consejo de sanidad de Bruselas, o como se llame lo que hay allí, no tienen ni puta idea del mundo y de la vida real. De Nápoles, como digo. De mi Nápoles.
24 de febrero de 2019