domingo, 24 de noviembre de 2019

Villanos de cine y otros malvados

A veces esta página se convierte en ejercicio de nostalgia. Eso no es malo, pues a unos puede traerles recuerdos agradables y apuntar a otros cosas que tal vez no conocieron. Pensaba en eso hace unos días, cuando al hilo de la espléndida edición de El prisionero de Zenda que acaba de publicar la editorial Zenda Aventuras –título ineludible en ese contexto– pasé una tarde en el bar de Lola de Twitter charlando con los interesados en el asunto, que fueron muchos. Todo acabó derivando hacia los personajes malvados de la literatura y el cine: los villanos clásicos. Empezamos hablando del extraordinario Rupert de Hentzau zendiano, encarnado en tres versiones cinematográficas por Ramón Novarro, Douglas Fairbanks Jr. y James Mason, y nos fuimos enredando con duelos a espada o pistola y enfrentamientos entre el bueno y el malo de cada historia. La mayor parte eran villanos de cine de aventuras, aunque al fin acabaron saliendo desde el Bela Lugosi de Drácula hasta el último Joker, pasando por el Harvey Keitel de Los duelistas o ese inmortal Me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir.  

Fue una tarde agradable, y mientras conversábamos acabé por darme cuenta de algo que hasta ese momento me había pasado inadvertido: para la mayor parte de los jóvenes, hablar de villanos del cine, hombres o mujeres, supone hacerlo de personajes de reciente factura. A menos que estén reactivados por remakes o mantenidos vivos por aficionados de culto, como ocurre con Moriarty, Darth Vader, Freddy Krueger o los Skeksis de Cristal Oscuro, hasta malvados míticos de hace veinte o treinta años se apagan en el recuerdo. Muchos jóvenes desconocen ya a la Annie Wilkes de Misery, al Jack Torrance de El resplandor, a la Alex Forrest de Atracción fatal e incluso al Roy Batty de Blade Runner o al mismísimo e impresionante Hannibal Lecter. Y para qué hablar del Large de La naranja mecánica, el Frank Booth de Terciopelo azul, o incluso el capitán Garfio de Peter Pan, la Cruella de Vil de 101 dálmatas o el gran Pierre Nodoyuna de Los autos locos

En ese panorama, los villanos clásicos de toda la vida, los que solían tenernos toda la película esperando que el protagonista los despachase de un disparo o una estocada, son cada vez más lejanos y desconocidos. Ahora los malos se mueven en zonas ambiguas que hasta acaban poniendo al espectador de su parte. Es una visión acorde con los tiempos y tal vez más real: pero también una pena, porque pocos malvados modernos tienen la personalidad y prestancia de sus malignos abuelos. Era gente de la que incluso se podía aprender. Fue Raymond Chandler quien dijo que en la ficción los buenos modales debían dejarse a cargo del villano, y eso fue muy cierto cuando la ficción alumbraba malos estupendos, canallas ejemplares, hombres y mujeres que, encarnados por actores extraordinarios, salpimentaban esas historias de modo fascinante, pues nada era tan eficaz como un buen malo de toda la vida: Fantomas, Fumanchú, el malvado Zaroff… Actores enormes como Robert Mitchum, Joan Crawford, Boris Karlof, Edward G. Robinson, James Cagney, Wallace Beery, Lee Marvin, Peter Lorre y muchos otros lograron creaciones perfectas que hoy jalonan la gran historia del cine. 

Naturalmente, sean clásicos, antiguos o modernos, cada cual tiene sus villanos predilectos. En lo que a mí se refiere, cuando me preguntan qué malos recomiendo entre los mejores de la historia del cine, de una muy larga lista menciono al menos una docena: el capitán Bligh de Rebelión a bordo (Charles Laughton), el despiadado seductor de Foolish wives (Erich von Stroheim), la Phyllis Dietrichson de Perdición (Barbara Stanwyck), el Noel de Maynes de Scaramouche (Mel Ferrer), el ambiguo Portugués de El mundo en sus manos (Anthony Quinn), el Rupert de Hentzau de El prisionero de Zenda (Douglas Fairbanks Jr.), el Auric Goldfinger de Goldfinger o el asesino de niñas de El cebo (Gert Froebe), el siniestro pistolero de Raíces profundas (Jack Palance), el Bois-Gilbert de Ivanhoe (George Sanders), el Nerón de Quo Vadis (Peter Ustinov), el Harry Lime de El tercer hombre (Orson Welles), el Jamesy MacArdle de Mares de China (Wallace Beery), el Chauvelin de La Pimpinela Escarlata (Raymond Massey) y, naturalmente, el mejor espadachín de la pantalla, mi malo favorito entre todos los malos que en el cine han sido: el gran Basil Rathbone cuando no hace de Sherlock Holmes sino todo lo contrario: Levasseur en El capitán Blood, capitán Pasquale en El signo del Zorro o sir Guy de Gisbourne en Robin de los bosques… Villanos legendarios, todos ellos, de cuando el cine era cine de verdad porque sólo pretendía ser mentira. 

24 de noviembre de 2019 

domingo, 17 de noviembre de 2019

Trenes que pasan en la noche

Mi amor por los trenes empezó, como la mayor parte de las cosas que recuerdo, en un libro que leí con ocho o nueve años: lo escribió Julio Verne, se llama Claudio Bombarnac, y cuenta la historia de un periodista francés que en 1892 viaja de Bakú a Pekín en un imaginario ferrocarril Transasiático, en cuya ruta le ocurren innumerables peripecias, incluido el conocimiento de interesantes y misteriosos compañeros de viaje. Añadan a eso otros libros leídos muy pronto, como los relatos viajeros de Paul Morand, las novelas de crímenes en trenes de Agatha Christie y Orient Express de Graham Greene, y comprenderán fácilmente hasta qué punto la imaginación de un niño y más tarde un muchacho lector quedó fascinada por ese ambiente. Y a eso hay que añadir, por supuesto, el cine: Alarma en el expreso, de Hitchcock, por ejemplo. También Berlin Express, Desde Rusia con amor y, sobre todo, El expreso de Shanghai, donde en mi juventud –y juro que no sólo entonces– habría dado cualquier cosa por ser durante cinco minutos Clive Brook fumando junto a Marlene Dietrich («Hicieron falta muchos hombres para llamarme Shanghai Lily») en la plataforma trasera del vagón que cruza la turbulenta China. 

Por el tiempo que me ha tocado vivir llegué tarde a muchas cosas; pero algunas pude conocerlas cuando estaba a punto de apagarse la luz y todavía sonaba la música. Eso incluye esa clase de trenes, aquellas paradas nocturnas en andenes cubiertos de niebla a los que bajabas a estirar las piernas o a tomar un café en la cantina de la estación. Nunca viajé en el Orient Express como tal; pero a finales de los años 70 fui de Viena a Belgrado y Estambul por la misma vía por donde poco antes aún circulaba ese tren mítico, y me alojé en el Pera Palace y en otros hoteles vinculados a su centenaria historia y a los viajeros que la protagonizaron. También viajé siempre de Madrid a París en coche cama (Cie. Internationale des Wagons-Lits et des Grands Express Europeens), hasta que RENFE –golpe bajo que jamás perdoné– suprimió el servicio y me obligó a tomar el maldito avión. Lo mismo hice hasta hace poco en los viajes Madrid-Lisboa, postrer reducto de los entrañables coches cama españoles y portugueses, aunque en los últimos tiempos con un servicio decaído, rancio y miserable, que a la hora de teclear esta página ignoro si sigue funcionando o falleció de muerte natural. 

 Y, bueno. El tiempo pasa y las cosas cambian. Ya no puedo dar una propina al encargado para que me atienda bien durante la noche, ni abrazar a una mujer en la estrecha litera mecido por el sonido de los bogies, ni fumar un Players apoyado en una ventanilla del pasillo, ni sentarme sin prisas, correctamente vestido, en la mesa de un vagón restaurante y disfrutar de un buen vino mientras observo el paisaje o a los pasajeros; aunque me desquito procurando que ahora lo hagan los personajes de algunas de mis novelas, como Lucas Corso en El club Dumas o Lorenzo Falcó en Sabotaje. Hoy los trayectos duran pocas horas, pues todo exige –lo exigimos, con afán a veces innecesario– un transporte más veloz y más práctico. Obligados, además, a soportar la charla impertinente de los imbéciles que vocean su vida e intimidades mediante teléfonos móviles. Pero aun así, viajar en tren me sigue produciendo una felicidad singular: una especie de estado de gracia sereno y expectante. En Francia, Italia, España, Europa, los trenes rápidos son excelentes y los lentos dejan tiempo para pensar. Es otro mundo. Todavía se aprecian maravillosas vistas desde la ventanilla de un vagón de ferrocarril, sobre todo cuando lo haces levantando la mirada del libro que tienes en las manos. Esos libros que cuentan cómo era viajar en tren en otro tiempo, y te enseñan a disfrutarlo ahora. 

17 de noviembre de 2019 

domingo, 10 de noviembre de 2019

Los hijos del taxista

A menudo, cuando a uno se le sube la pólvora al campanario y mira en torno deseando que caiga el meteorito, encuentra analgésicos que hacen a España soportable y devuelven las cosas a su sitio. Hay días en los que tras ver la tele, mirar los periódicos o escuchar la radio, cualquiera que pueda hacerlo se pregunta qué hace aquí en vez de estar viviendo en otro sitio. Y cuando eso ocurre, como supongo que les pasa a otros, hay un truco que no me falla casi nunca: voy a un bar de barrio, me apoyo en el mostrador, pido una cerveza y un pincho de tortilla, tiendo la oreja y a los cinco minutos una sonrisa me despeja el horizonte. Los españoles, acabo diciéndome, somos unos hijos de la gran puta pero somos nuestros hijos de la gran puta. Y aunque a veces deseas que nos lleve el diablo, hay momentos gloriosos en que no nos cambiarías por nadie. 

Me pasó ayer con un taxista. Había estado oyendo por la radio a un político embustero, analfabeto y sin complejos, especie cada vez más abundante. Luego me subí al taxi con la nube negra ofuscándomelo todo, pero me tocó un conductor locuaz –a veces son un martirio y otras una bendición–, y al poco estaba yo fascinado por un monólogo que para sí lo habría querido el gran Leo Harlem. Tenía dos hijos adolescentes, dijo: hija mayor, de 16 años, e hijo menor, de 14. Acababa de hablar con ellos por teléfono y estaba tan desesperado como si estuviera echando las muelas. Y el relato que me hizo entre Atocha y Diego de León fue una antología de hijos y padres; un retrato sociológico perfecto en el que cualquiera que haya tenido o tenga vástagos de esa edad puede reconocerse y reconocerlos. 

La hija, aseguraba el taxista, es clásica de manual: de las que tecleas en Google hija adolescente y sale su foto: «Digo por ejemplo que algo es rojo, y sin ni siquiera mirarlo me dice que no tengo ni idea de colores. Luego argumenta como una catedrática, hasta volverme loco, por qué lo que yo veo rojo no es rojo. Y después de ponerme la cabeza hecha un bombo, acaba diciendo que tal vez sea de color burdeos». En cuanto al hijo quinceañero, también es otro clásico, pero en estilo muchacho: «Le digo que esto es rojo, se lo queda mirando y me pregunta qué gana él con eso. Le respondo que es importante diferenciar los colores, y el tío me mira como si yo fuera gilipollas y comenta ‘si tú lo dices…’ antes de seguir dándole al mando de la Play». 

En cuanto a los amigos de una y otro, no fallan. Ella tiene dos o tres amigas muy amigas y siempre están mandándose mensajitos y enfadadas entre ellas: «Le habla a ésta y no le habla a aquélla, se pelea y se reconcilia con una u otra». Con el chico, sin embargo, ocurre lo contrario: «Todos los amigos, hasta los más cabroncetes, le caen bien. Es majo, dice todo el rato de todos. Fulano le ha dado un navajazo a un profesor, pero es un tío majo». 

Uno de los pulsos más difíciles, sigue contando el taxista, se lo echan sus hijos cuando les pide que bajen a comprar algo al súper de la esquina: «Si se lo digo a ella, inevitablemente escucharé una de estas tres preguntas: ¿Cómo voy a ir si he quedado con una amiga? ¿Qué me pongo para bajar? o ¿Cómo voy a ir si no tengo ropa?… Pero si se lo digo al chico, el diálogo será el siguiente: 

 -Baja al súper, hijo. 
-Vale. 
-¿Así vas a ir a la calle? 
-Sí, ¿qué pasa? 
-Arréglate un poco, ¿no? 
-Paso, papá. 

Y cuando ya creo –continúa el taxista– que se ha ido al súper, vuelve y me dice que su hermana le ha quitado la camiseta. 

Otro de los momentos estelares, sigue contando, es cuando se atreve a entrar en sus cuartos: «Si ella se dispone a salir estará encerrada con pestillo, tendrá veinte prendas de ropa distintas sobre la cama y se las estará probando todas. En cuanto al chico, lo normal es que se le haya olvidado cerrar bien la puerta, tenga el ordenador encendido y se esté haciendo una paja… Le juro a usted que si no los mato es porque no tengo tiempo». 

«La vida del taxista es dura», intento consolarlo mientras le pago la carrera, pues hemos llegado al fin del trayecto. Y entonces él me dirige por el retrovisor una mirada de resignación, suelta una risita sardónica y responde: «¿Dura, dice usted?… Para duro lo que tengo yo en casa». 

10 de noviembre de 2019 

domingo, 3 de noviembre de 2019

El torero que creía en Dios

Paseo por Sevilla, sin prisa, en uno de esos anocheceres tibios y tranquilos que ni siquiera las hordas de turistas en calzoncillos, que todo lo arrasan como plaga de langosta, logran desgraciar. Vengo de tapear en Las Teresas, camino del hotel Colón, que es mi casa aquí de toda la vida, y en un semáforo me encuentro con un fulano rubio que está hablando por teléfono y que, al verme, se lo mete en un bolsillo y los dos nos fundimos en un abrazo muy fuerte. Una de las razones de ese abrazo es que hace demasiados años que no nos veíamos. La otra es que, sin ser amigos, nos queremos mucho. Hace tiempo pasamos juntos dos semanas, cuando yo aún hacía reportajes. Se llama Juan Ruiz Espartaco, y fue torero. Suponiendo que un torero deje de serlo alguna vez. 

Ya no me gusta ir a los toros. En mi juventud fui razonablemente aficionado, pero a los 68 tacos de almanaque la vida ha dado muchas vueltas y altera ciertos puntos de vista. Supongo que el vivir con perros cambia la mirada que uno tiene sobre los animales. No sé. Conmigo lo hizo. El caso es que, aunque respeto a quien lo hace, llevo años sin pisar una plaza, ni volveré a pisarla. Lo que siempre tuve y conservo, sin embargo, es un profundo interés por la gente valiente. Por los hombres y mujeres que se juegan la vida. Y en ese punto fríamente objetivo, por decirlo de algún modo, estuvieron y siguen estando los toreros. Esto fue lo que me llevó hace dos décadas y media a acompañar a Espartaco y su cuadrilla durante dos semanas de carreteras, ventas, hoteles y corridas, para luego contar su vida en un reportaje que se publicó aquí, en XLSemanal, y que titulé Los toreros creen en Dios porque, como él me dijo, «en cualquier corrida ocurren milagros. El público no se da cuenta, pero tú estás a un palmo del toro, lo ves y dices: huy»

Fue una experiencia fascinante: penetrar en los motivos, los miedos, la entereza, el pundonor, del hombre de origen humilde, flaco, rubio, con cara, sonrisa y ojos de crío, con doce cicatrices de cornadas en el cuerpo, que una de aquellas noches de confidencias me dijo: «Soy el más medroso del mundo y habría preferido ser futbolista; pero éramos seis hermanos y yo pensaba: Juan, hay mucha gente que depende de ti». Y que otro día de viento y malos toros, antes de una corrida que iba a ser peligrosa, señalando a su padre, antiguo torero, que estaba con la cuadrilla y no probaba bocado por la preocupación, comentó: «Míralo. Toda la vida luchando por comer, y ahora que puede comer, no come»

Durante aquel tiempo juntos aprendí muchas cosas de él: lecciones de sencillez, de naturalidad, de valor, de dignidad profesional, útiles tanto para los toreros como para la vida: «Hay cosas que cuando eres más joven e ignorante no las ves. Ahora le miras la cara al toro y sabes lo que antes no sabías. Y por el conocimiento se te cuela el miedo»… De todo eso me quedó, como digo, un profundo respeto. Una especie de amistad lejana que, siempre honrado y cumplidor, Juan mantuvo viva mediante alguna llamada telefónica, o asistiendo puntual a varios actos públicos que la ciudad de Sevilla tuvo a bien dedicarme por la novela La piel del tambor. Por eso me dio tanta alegría encontrarme con él en la calle y darnos un abrazo, y conversar durante cinco minutos antes de seguir de nuevo cada cual su camino. Seguros, ambos, de que el antiguo afecto, esa vieja y singular relación fraguada en las dos intensas semanas que pasamos juntos, sigue vivo e intacto. 

Y mientras me alejaba, todavía con una sonrisa en la boca, rememoré unas palabras suyas que nunca he olvidado: «A veces te la juegas por vergüenza mientras la gente te grita y te insulta, porque los toros son así y el público tiene derecho a no saber». Me las dijo una noche casi a oscuras, sentados en el porche de una venta de carretera, un día antes de que a un banderillero de su cuadrilla, Rafael Sobrino, un toro le diera once cornadas en Segovia. Me estaba contando algo que me pidió no incluyera en el reportaje, pero que ahora no tengo reparo en contar: cómo días atrás, en una corrida desastrosa en la que después de varios pinchazos no lograba matar al toro, con el público gritándole de todo, sinvergüenza, cobarde y estafador, al ir a cambiar el estoque, que se había doblado, oyó la voz de su hija Alejandra, de cuatro o cinco años, que estaba en la barrera con Patricia, su madre, gritarle angustiada: «¡Vámonos a casa, papá!». Y entonces, con los ojos tan llenos de lágrimas que no veía al toro, levantó el estoque mientras pensaba «o me mata, o lo mato». Y se lanzó a fondo, casi a ciegas, para acabar con aquello. 

3 de noviembre de 2019