domingo, 28 de marzo de 2021

La colina de San Juan

Hace mucho que no les cuento ninguna batallita. Solía hacerlo antes, eligiendo aquéllas que encerraban lecciones morales resumibles en una: el contraste entre los reyes, políticos y gobernantes, y la admirable tenacidad, el valor y la entereza desesperados con que los infelices españolitos de turno se fueron dejando, durante siglos, la piel en cada episodio. Puestos a que se la arranquen a uno, concluían, al menos vendámosla cara. Hace poco publiqué una novela precisamente sobre eso, que alguno de ustedes habrá leído. Así que iré al grano. 
 
Hoy le toca a las lomas de San Juan, verano del 98, desastre de Cuba. En aquellas alturas, mientras los restos de la América española se iban al carajo para convertirse en América norteamericana, 500 compatriotas nuestros recibieron la orden de resistir a toda costa para cortar al enemigo el paso hacia Santiago, donde estaba bloqueada la escuadra. Los atacantes en ese lugar eran 8.000 norteamericanos: dos divisiones bien pertrechadas. Uno de sus oficiales fue el después presidente Theodore Roosevelt, que compartía con sus hombres el desprecio, anglosajón de toda la vida, hacia esos españoles bajitos, morenos, flacos y abandonados por la metrópoli, roídos por el hambre, la fiebre y las penurias, que llevaban once meses sin cobrar una paga. Así que los gringos se lanzaron al asalto con la chulería habitual, dispuestos a resolver rápido la penúltima papeleta de una guerra que ya tenían ganada. Cuestión de un rato, dijeron. Así que empezaron a subir. Ignorando –y se iban a enterar pronto– que no hay nada más peligroso que un español acorralado con una blasfemia en la boca y un arma en las manos. 
 
Y vaya si se enteraron. Apretando los dientes y dispuestos, ya que su mala suerte y los políticos de Madrid los habían puesto allí arriba, a no regalar a los gringos la merienda, los españoles hicieron de aquel lugar sus Termópilas y se defendieron como fieras, igual que en otro combate simultáneo que tuvo lugar en el cercano pueblo de El Caney; donde, luchando uno contra doce, el general Vara de Rey –eran otros tiempos, los del cuplé– murió combatiendo al frente de sus hombres. En favor de aquellos duros jefes y oficiales hay que reconocer que, forjados en las guerras carlistas y las campañas contra las insurgencias americanas, conocían su oficio. Eran templados y profesionales, o sea. Tenían su puntito y un par de huevos. Así que entre unos y otros, desde las 08:20 hasta las 12:00 del mediodía, dieron a los norteamericanos que atacaban las lomas de San Juan una primera somanta de hostias que los dejó temblando. A ellos, sí. A los que salen en las películas. 
 
Según confesaron los mismos gringos, fue un matadero. El propio Roosevelt, en unas memorias en las que se pintaba como un superhéroe que se comía las balas sin pelar, reconoció que «los españoles demostraron ser unos valientes enemigos, dignos de honor en su tenacidad». Y, bueno. Eso del honor, pretexto de tanta infamia en Cuba y fuera de ella, hace pensar en lo que dijo Unamuno: «Cuando en España se habla de cosas de honor, un hombre sencillamente honrado tiene que echarse a temblar». Pero teniendo en cuenta que lo otro lo escribió un fanfarrón del calibre de Roosevelt, aceptamos pulpo como animal de compañía. El caso es que los norteamericanos fueron frenados por un fuego infernal, con pérdidas enormes, negándose algunas unidades a avanzar. A las 13:00 se lanzó un nuevo asalto sobre la colina principal con dos regimientos apoyados por artillería y tres modernas ametralladoras que hicieron una carnicería en las trincheras españolas. Al fin, los defensores que aún podían caminar tuvieron que retirarse poco a poco, sin dejar de pelear, a la segunda línea de defensa. Y todavía, cuando tras alfombrar con cadáveres propios la subida a las lomas los norteamericanos ocuparon éstas, los españoles intentaron un contraataque para recuperarlas, mandado por el capitán de navío Bustamante, que murió al ser casi aniquilada su unidad. Aquel día en las lomas de San Juan nuestros compatriotas tuvieron 58 muertos y 170 heridos. Pero los norteamericanos lo pagaron caro: 216 muertos y 1.180 heridos. Más o menos, como la primera oleada de la playa Omaha de Normandía, el 6 de junio de 1944. 
 
Imaginen ahora que todo el valor, la tenacidad, la capacidad de sacrificio de aquellos pobres soldaditos españoles se hubiera puesto al servicio del trabajo, la cultura y el progreso de la patria indiferente que esos mismos días prestaba más atención al cartel de la corrida del domingo que a las noticias de Cuba, en vez de malgastarse, para nada, en una guerra que ya estaba perdida. En unas lomas lejanas que no importaban a nadie. En esa colina de San Juan que, como tantas otras cosas, hace mucho hemos olvidado. 
 
28 de marzo de 2021 
 

domingo, 21 de marzo de 2021

«Te va a matar», le dije

Cuántas veces me sacaron del Tenampa, borracho y con un nudo en la garganta. Eso dice la canción y eso podemos también decir algunos, o muchos de los que pasamos por allí. Lo que por cierto, y me refiero a moverse por las cercanías en estado más o menos etílico, no era en absoluto aconsejable –supongo que sigue sin serlo, aunque hace cuatro o cinco años que no voy–, porque podían robarte o matarte en la misma puerta o un par de calles más allá, en el contiguo Tepito. De cualquier modo, eso le daba un sabor especial al lugar y la plaza. Ésta era la Garibaldi de la ciudad de México; y el lugar, la famosa cantina Tenampa, corazón de la mitología musical de ese país fascinante y formidable, cuyas paredes y rincones, entre mariachis y tequila, habitan los fantasmas entrañables de José Alfredo, Chavela, Vicente Fernández, Juan Gabriel, Cornelio Reyna y tantos otros. 
 
Durante toda mi vida, cada vez que viajé a México –y lo hice al menos una vez al año durante más de treinta–, el Tenampa era noche obligada. Me ponía unos vaqueros y me remangaba la camisa, dejaba el reloj en la habitación, cogía unos pesos y tomaba un taxi desde mi hotel, que era el Camino Real, para instalarme en una de las mesas según se entra a la derecha, pegado a la pared, y allí mirar, beber Herradura Reposado y, cuando aún se podía, fumar unos cigarrillos. A ese lugar debo recuerdos maravillosos con mis amigos –Élmer Mendoza, Xavier Velasco, Germán Dehesa, el Batman Güemes– y otros a solas o no del todo, aparte las conversaciones con mi compadre el mariachi César, casado con española, que una noche me dijo: «Oiga, mi don Arturo, yo soy malinchista. Nací en Tlaxcala, como los indios que ayudaron a Cortés contra los aztecas –hizo entonces un ademán referido a los otros mariachis que escuchaban sonrientes–. Así que entre usted y yo chingamos bien a todos estos cabrones». 
 
Podría escribir un libro con recuerdos del Tenampa, mezclados con sabor de tequila y letras de canciones: Me caí de la nube, Un mundo raro, Nos estorbó la ropa, Mujeres divinas. Cuando estaba en las cantinas, decía José Alfredo, no sentía ningún dolor. Yo tampoco lo sentía allí, sino todo lo contrario. El Tenampa fue mi felicidad mexicana junto con la cantina salón Madrid de la plaza Santo Domingo, las librerías de viejo de la calle Donceles, los escamoles del San Ángel Inn y la mañana en que me enamoré del doctor Atl, y no sólo de él, en una sala desierta del Museo Nacional. Del Tenampa conservo también una anécdota precisa y peligrosa, vinculada a alguien que fue muy amigo mío y que ya no lo es. 
 
Mi amigo –hoy lo llamaré Miguel– era un editor mexicano. Inteligente, muy divertido, tenía un punto flaco: veía a una mujer hermosa y perdía los papeles. Le iba bien con ellas y eso lo tenía mal acostumbrado. Y una noche, estando los dos en el Tenampa, vi que ponía ojitos a una señora muy guapa que estaba acompañada. El hombre –camisa negra, sombrero tejano negro puesto– estaba de espaldas a nosotros y ella de frente. Miguel empezó a timarse con la mujer, y al final el otro se dio cuenta. Cuando se volvió a mirarnos vi un bigotazo norteño y unos ojos duros, y también vi –una vida como la que llevé de joven te deja un par de lecciones bien aprendidas– que el fulano era de los que cargan pistola. Y todo quedó más claro cuando éste se levantó, hizo cambiar de sitio a la mujer y quedó él frente a nosotros, mirándonos sombrío. «Te va a matar», le dije a Miguel. Pero éste llevaba extra de tequila en el cuerpo y se lo tomó a guasa. Y cuando se levantó para ir a los servicios, a la vuelta, le dedicó a ella una descarada sonrisa. 
 
Todavía no se había sentado mi amigo, cuando el del bigote hizo ademán de levantarse. Yo había visto esos ojos antes en otros lugares, Nicaragua, El Salvador, y conocía las consecuencias. Así que me adelanté, yendo derecho hacia él, y le corté amablemente el paso. «Le ruego que disculpe a mi amigo, señor –dije con mucha humildad–. Está borracho y tiene motivos. Está desesperado. Su mujer acaba de dejarlo y anda buscando que lo maten. Le juro que ahora mismo lo saco de aquí». El fulano se me quedó mirando –conservaba puesto el sombrero–, y sin decir nada volvió a sentarse. Yo fui hasta mi mesa, llamé al camarero, mandé dos tequilas a la del individuo, agarré por el brazo a Miguel y, pese a sus protestas, lo saqué a la calle. El muy hijoputa se reía. «Te he oído –dijo, divertido– y no sabía que hablaras tan bien el mexicano». Yo, enfadado, seguía empujándolo hacia el aparcamiento donde teníamos el coche. «El mexicano se pronuncia como el español –respondí– pero mucho más peligroso». 
 
21 de marzo de 2021 
 

domingo, 14 de marzo de 2021

Desayuno en Beirut

Hace un sol de invierno en Puerto Banús y estoy sentado en la terraza del Salduba, mirando los barcos. En una mesa cercana hay un hombre mayor que habla por teléfono, en árabe. Viste bien, con maneras europeas que se ven habituales; las de quien lleva muchos años aquí. En un momento determinado dice kus immak e ibn charmuta refiriéndose a alguien, y los dos viejos insultos levantinos, viejos como la vida, me hacen sonreír. El hombre advierte mi sonrisa y al terminar la conversación me pregunta en esa lengua si hablo árabe. Le respondo en español que no, que sólo conozco un centenar de frases y palabras, incluidos casi todos los buenos insultos. Se ríe, conversamos. Es libanés, de origen palestino. O para ser exactos, palestino nacido en el Líbano. En un lugar llamado Tal Zaatar. 
 
–La Colina del Tomillo –apunto. 
 
Se sorprende, me pregunta, le explico. Estuve allí en 1976, durante la batalla: norte de Beirut, treinta y cinco días de combates. Lo vi todo, o casi todo. 
 
–¿Con nosotros? 
 
–No. Esa vez me tocó estar con el otro bando. Pero vi los muertos y los fugitivos, mujeres y niños… A los hombres combatientes los mataron a todos. 
 
–Yo fui uno de aquellos niños. 
 
El Líbano, Beirut, los recuerdos comunes unen mucho, incluso tanto tiempo después. O precisamente a causa de todo el tiempo transcurrido. Durante un largo rato intercambiamos memoria, lugares, sensaciones. Y acabamos tuteándonos. 
 
–¿Sabes lo que realmente añoro de entonces? –le confieso–. Los desayunos con manouche
 
–¿En serio? 
 
–Completamente. Para mí es el aroma de Oriente Medio: el de mis primeros viajes y mi juventud. 
 
Hablamos otro buen rato sobre eso, recordando el maravilloso manouche con zaatar, tan popular allí: pan redondo y plano, con tomillo, orégano y aceite, que se come a mordiscos, enrollado y caliente. Le cuento a mi interlocutor que ése, la chawarma y el hummus eran la alimentación habitual –nutritiva y barata– del joven reportero que yo era entonces, pero que lo mejor llegaba con el desayuno. Según la zona de Beirut donde estuviese, el hotel Commodore en el lado musulmán o el Alexandre en la zona cristiana, salía cada amanecer a uno de los puestos callejeros donde hacían manouche, me ponía en la cola de la gente que aguardaba –a veces corría con ellos a buscar refugio cuando caían bombas demasiado cerca– y me sentaba a mordisquear mi desayuno con un café turco y un cigarrillo antes de empezar la jornada laboral. Y quizá porque aquel Líbano se quedó en mi piel como un tatuaje, marcando el resto de mi vida y mi trabajo, todavía hoy asocio el sabor y el aroma del manouche con los años de juventud, peligro y aventura. 
 
De todo eso y de algunas cosas más hablamos mi interlocutor, que se llama Jalil, y yo en la terraza de Puerto Banús. Y cuando nos despedimos, se me queda mirando. 
 
–¿Te gustaría desayunar manouche otra vez? 
 
Le respondo que sí, claro. Que conozco un par de sitios en París, uno en la rue Saint-André des Arts y otro junto a Les Halles, a los que voy temprano y espero paciente hasta que abren, calientan la plancha y me hacen uno. Cuando escucha todo eso, Jalil sonríe y me da una tarjeta. 
 
–Tengo un restaurante cerca de la playa –dice–. Ésta es la dirección. Si vas mañana a las nueve, te harán uno. Voy a telefonear para que te lo preparen… Yo no estaré, porque me levanto tarde. Pero será un honor si aceptas. 
 
El honor es mío, respondo. Claro que acepto. Y al día siguiente, a las nueve menos un minuto, estoy en la puerta del restaurante, situado entre Banús y Marbella. Lo encuentro cerrado por estar fuera de temporada y pienso que he venido en vano, cuando se abre la puerta y sale un individuo sin afeitar, con cara de sueño, delantal de cocinero y cara de traficante de blancas de los años treinta. Sin decir una palabra me hace entrar, y en una mesa cubierta con un mantel veo una cafetera de café turco y un manouche perfectamente enrollado y caliente en su envoltorio de papel. Entonces me siento, rompo la parte superior del papel, aspiro el aroma del tomillo, el orégano y el aceite, y regreso a Beirut y a mi juventud, cuarenta y cinco años después. 
 
14 de marzo de 2021 
 

domingo, 7 de marzo de 2021

Aquí, mojándome

Llevo unos años asomado a Twitter, y sigo en ello porque me parece una poderosa herramienta de comunicación para lo bueno, que es mucho, y para lo malo, que tal vez sea más. En pocos lugares como ése se advierte lo mejor y lo más despreciable de la condición humana. Por eso permanezco atento a la pantalla. Lo hice al principio de forma combativa y lo hago ahora de modo más contemplativo. No debato con nadie: planteo asuntos, miro y aprendo pese a mis años. También me hago viejo y me canso. Eso hace que algunos seguidores me lo reprochen. Mójese, don Arturo. No escurra el bulto, juzgue, opine. Olvidan, quienes eso plantean, que Twitter, o por lo menos el mío, no es un servicio público, sino un rincón propio y libre. La barra del bar donde tomo copas con los amigos. Y que a nada obliga. Pero hay algo más, y de eso quiero hablarles hoy. 
 
En lo de mojarse, llevo haciéndolo casi 30 años, desde que dejé de ser reportero. Los viejos lectores de esta página y los tuiteros más veteranos lo saben: lamenté que Felipe González nos arrebatase la fe en las cosas hermosas, que la arrogante ambición de Aznar nos llevase al desastre, que la imbecilidad de Zapatero iniciase la demolición del Estado, que la desvergüenza de Rajoy y sus cuarenta ladrones dejase a España hecha una piltrafa, que la cínica chulería de Sánchez nos lleve al borde del abismo y que la siniestra catadura de Pablo Iglesias –el único que, paradójicamente, no pretende engañar a nadie– no haya disparado ya todas las alarmas democráticas entre quienes todavía lo aplauden. 
 
Todo eso lo dije por escrito y de viva voz, nunca por defender a los míos frente a los otros, pues los míos están en mi biblioteca y nada tienen que ver con tanta basura. Por decirlo he pagado los precios correspondientes, algunos muy altos e incómodos. No fui el único, por supuesto, pero sí de los pocos. Ahora decirlo suena raro, pero apelo a la memoria de ustedes para recordar que durante muchos años quienes se la jugaron en público fuimos cuatro gatos. Otros opinadores y/o novelistas, algunos de ellos mostrando una admirable capacidad de succionar lo que hiciera falta, navegaban entre dos aguas, barrían para casa, hablaban muy bajito para su pandilla e incluso afeaban el desgarro de quienes dábamos la cara. Ahora es diferente, claro. En el descojone general están más arropados y cacarean. Pero esos humos podían haberlos soltado en Despeñaperros. 
 
Este año cumpliré los setenta y estoy cansado. España no se respeta a sí misma y ha conseguido que nadie la respete fuera, convirtiéndose en el pitorreo de Europa y América. Pese a los repetidos toques de alerta de quienes lo vimos venir, este patio de Monipodio es al fin un disparate en manos de demagogos, oportunistas e irresponsables de todos los colores y parlas. Que, no lo olvidemos, son elegidos por aquellos millones de españoles a los que sin duda representan. Por eso quiero que esta página sirva hoy de manifiesto personal. Me borro de debates y otras mierdas. Me aparto del debate político, de la pandemia, del feminismo ultrarradical que tanto perjudica al de verdad, de las palabras con tilde o sin tilde. Me niego a comentar la actualidad, a puntuar el día a día de nuestra estupidez y nuestra vileza. No excluyo que si alguna vez se me sube la pólvora al campanario alce la voz para ciscarme en los muertos de alguien; pero quiero envejecer tranquilo, y gracias a ustedes puedo hacerlo. Seguiré tecleando artículos semanales, tuiteando y escribiendo novelas, mientras las lean. Y cuando quiera aludir al presente, ya que mis propias palabras me aburren de tanto repetirlas, buscaré hacerlo como hago últimamente en Twitter, con voces tomadas de esa biblioteca que es a la vez consuelo y analgésico. Demostrando que somos tan estúpidos que creemos nuevo lo que, simplemente, ignoramos o hemos olvidado. 
 
Así que ya saben. Quienes quieran buscarme, aquí me encontrarán mientras la salud y la vida lo permitan, imaginando y contando historias, que es mi oficio. En cuanto a largarme a Andorra o a Groenlandia, que también podría, no entra en mis planes. Ésta es mi tierra y ésta mi gente. Amo a España por desgraciada, como a esas huerfanitas de las radionovelas antiguas: por lo mucho que sufre y ha llorado, y todavía va a llorar. No quiero mirarla cobarde y a salvo, desde lejos. Y no estoy dispuesto a que una pandilla de hijos e hijas de puta –seamos paritarios en eso– a los que financio cada año con la mitad de mis ingresos, logre echarme de mi patria. Aunque como español ya sólo tenga fe en el jamón ibérico, en Miguel de Cervantes y en la Guardia Civil. 
 
7 de marzo de 2021