lunes, 26 de diciembre de 1994

Mi amigo el librero


Ustedes me van a perdonar, pero hoy que estamos de fiestas y chundarata y envolvemos la felicidad en papel de embalaje de grandes almacenes, me apetece felicitarle la Navidad a un amigo. Se llama Antonio Méndez, tiene treinta y un años, una mujer guapa y jerezana dos churumbeles rubios, y una pequeña librería en la calle Mayor de Madrid. También tiene el pelo rizado de caracolillo, los ojos azules de buena gente y esa tolerancia infinita que da el vivir entre libros que uno, además de vender, lee. No podía ser de otro modo porque Antonio nació entre letra impresa: su padre fue librero y también lo fue su abuelo, y echó los dientes en el oficio cuando, con menos de veinte años, lo pusieron al frente de un pequeño puesto en la Cuesta Moyano de Madrid. Ahora el padre y el abuelo están criando malvas, y Antonio, heredero del asunto familiar, desempeña con dignidad ese oficio de tercera generación que, afirma, es el trabajo más útil y bello de España.

Antonio y el arriba firmante somos amigos desde hace diez años, y nos conocemos bien. Él adivina mis novelas antes de que estén escritas -hasta inspiró vagamente uno de los personajes de El club Dumas-, y yo sé que él no se duerme en el polvo de su librería, sino que sigue la actualidad literaria, lee todos los suplementos y revistas nacionales y extranjeros, está al día en cuanto hay un premio o una novedad para pedir a los distribuidores el número de ejemplares necesario. Lee cuanto puede, y es de esos libreros con instinto y oficio; gente de la vieja escuela que, en estos tiempos de vendedores de caja registradora y a tanto el kilo, aún son capaces de orientar al lector, buscar el título necesario, conversar con él en busca del tipo de libro que le conviene. Porque Antonio es de los que prefieren tragarse una venta antes que perder un cliente, o un amigo.

Hay pocos placeres urbanos en una ciudad como Madrid comparables a entrar en su librería una tarde gris de frío y aguacero, y allí, entre los estantes y las pilas de volúmenes sobre el mostrador, entre clásicos y bestsellers, charlar sobre libros y autores al calor de la estufa mientras la lluvia cae al otro lado del escaparate y uno toca, abre, acaricia los volúmenes que están por todas partes. O pasar las mañanas de domingo y espléndida luz invernal en su puesto de la Cuesta Moyano, junto al Jardín Botánico, cuando la gente circula entre los tenderetes y Antonio es el hombre más feliz del mundo porque hay sol, y pasan estudiantes, y bibliófilos, y chicas aparentes con libros bajo el brazo, y él puede vivir de ofrecerles felicidad; aventura, sueños, cultura y memoria.

Antonio es de esos jóvenes a los que nadie les ha regalado nada, y que cada día luchan a brazo partido por salir adelante. Se levanta antes de que se haga de día y regresa de noche a casa, hecho polvo, y en las malas rachas tarda horas en dormirse pensando qué carajo depara el futuro. Como todos los libreros de este país administrado por analfabetos, los impuestos que Antonio paga a Hacienda no son por los libros que vende, sino por los que compra; de modo que si se equívoca, por ejemplo, pidiendo al distribuidor quinientos planetas en lugar de cien, se los tiene que comer con patatas, porque paga de antemano como si los hubiera vendido.

Así, mientras las cadenas de librerías potentes y los grandes almacenes y todos los compinches de capital guiri gozan de exenciones, de facilidades y de fuerzas vivas abiertas de piernas para lo que gusten mandar, los pequeños libreros siguen entre la espada y la pared, comidos por impuestos estatales y municipales. Porque en este país de malas bestias con chófer y teléfono móvil, a efectos fiscales da lo mismo que vendas libros que macarrones o wonderbras de colores. Y hasta para poner un mostradorcito en la puerta con cuatro libros, los ayuntamientos, desvergonzados y locos por trincar un duro, te pegan unos sartenazos que tiembla Cervantes.

Así que hoy, que es domingo y es Navidad, voy a darme una vuelta por la Cuesta Moyano, a revolver pilas de libros. Y mañana iré a comprarme alguna cosa, lo que sea -Rivas, Llamazares, Landero, Atxaga, Muñoz Molina o algún otro compadre-, a la tienda de Antonio en la calle Mayor. Y nos tomaremos un café en buena compañía, hablando de literatura, mirándonos de reojo cada vez que entre una mujer guapa a pasearse entre los estantes de ese pequeño poblado galo que aún resiste, heroico y solitario, al invasor. Allí donde no llega la murga de villancicos de los grandes almacenes.

25 de diciembre de 1994

lunes, 19 de diciembre de 1994

Habitación 306


No sabía lo que me esperaba. Llegué al hotel de Valencia de madrugada, hecho polvo, después de ochocientos y pico kilómetros al volante, loco por meterme en la piltra y apagar la luz. Dije hola buenas en recepción, seguí impaciente al mozo que llevaba mi equipaje, le di su propina, dejé la ropa de cualquier modo y caí como un saco de patatas en la cama de la habitación 306. Lo último que recuerdo es el roce del mentón sin afeitar en la almohada. Después me quedé frito. Tres horas después -las siete de la mañana- me despertó un ruido extraño, como si alguien estuviese soplando un instrumento de viento en la habitación de arriba. Sonaba brom-brom en tono grave y me quedé mirando el techo a oscuras, desconcertado. Silencio y otra vez brom-brom, esta vez con una cadencia distinta, repetido una y otra vez hasta convertirse en melodía. No puede ser, me dije. Es imposible que alguien se ponga a soplar un instrumento -me pareció un fagot, pero podía ser cualquier cosa- a las siete de la mañana en una habitación de un hotel de cuatro estrellas.

Pero no lo era. Brom-brom tararí, sonaba una y otra vez a través del techo. Miré el reloj, pensé en la conferencia que debía pronunciar horas más tarde, maldije mi suerte. De todas las habitaciones de hotel del mundo, tenía que haberme tocado ésa. Di dos golpes en la pared, pero el sonsonete del techo continuó, imperturbable. Maldije en arameo, con ese barroquismo mediterráneo que solemos usar los de Cartagena, mezclando a San Apapucio con el ropón de Bullas. Después, resignado, me tapé la cabeza con la almohada e intenté conciliar el sueño. Brom-brom tararí tarará. Aquel floreo final hizo que me sentara en la cama con ansias homicidas. Alargaba la mano hacia el teléfono, dispuesto a pedir la cabeza del fulano o a subir y cobrármela yo mismo, cuando la música se interrumpió un momento y el ruido del agua al correr de la cisterna me dejó atónito. Aquel cabrón estaba tocando el fagot en el retrete, y sólo se interrumpía para tirar de la cadena. El brom-brom se desplazaba ahora por el techo hacia el otro extremo de la habitación, e imaginé al fulano en pijama, soplando feliz, a la espera del desayuno y de la madre que lo parió.

Me abalancé sobre el teléfono y denuncié el hecho a recepción con voz entrecortada por la cólera. Ya se ha quejado otro cliente, respondieron. Ahora mismo intervenimos. Hundí la cabeza en la almohada, esperando, hasta que por fin cesó la música. Sonreí feliz y entorné los ojos. Treinta segundos después, el brom-brom empezaba de nuevo.

La recepcionista estaba desolada. Había subido personalmente a la habitación 406. La ocupante de la habitación era una señorita alemana de una orquesta alojada en el hotel, explicó, y había respondido que ella ensayaba todas las mañanas al levantarse y que le daba igual estar en un hotel de Valencia que en una pensión de Lübeck. Pero usted no puede hacer eso, le dijo la recepcionista. Se equivoca, respondió la alemana. Sí puedo. Y, cerrando la puerta, había vuelto a tocar.

Corté la comunicación con la recepcionista para marcar la habitación 406. Oí el sonido de la llamada, el brom-brom se interrumpió y el ja? de la alemana sonó en el auricular. Para mi consternación, la pájara no hablaba ni english, ni francáis, ni otra lengua que no fuese alemán. O se lo hacía. El caso es que a mis "música nein, yo dormir, sleep, a ver si te enteras, Heidi, o como te llames", respondió colgando el teléfono y volviendo a soplar el fagot.

Les juro que si llega a ser un fulano, subo con un martillo y salimos los dos en los periódicos. Pero no puede uno partirse la cara con una profesora de la filarmónica de Hamburgo que toca el fagot en ayunas, mientras se alivia. Así que volví a marcar el teléfono de la 406 y le dije, desesperado, lo único que sé decir en alemán; "Wagner, kaputt. Tú, nazi". Aquello la cabreó mucho y después de llamarme algo así como hurensonne -hijoputa, creo- colgó, muy indignada, y volvió a soplar más fuerte. Dando el sueño por perdido, por lo menos te voy a reventar el ensayo, me dije. Guerra a muerte al invasor. Así que me dediqué a hacerle sonar el timbre del teléfono accionando una y otra vez la rellamada automática. Como buena alemana, ni se le pasaba por la cabeza dejar el auricular descolgado. Y así estuvimos hasta las nueve, ella interrumpiéndose para descolgar y volver a colgar cuando el timbre le crispaba los nervios, y yo dale que te pego a la tecla. Un modo como otro cualquiera de empezar el día.

18 de diciembre de 1994

lunes, 12 de diciembre de 1994

Una de guardias


Era una mañana magnífica, de ésas con sol tibio y la gente sentada en las terrazas. El niño, un guiri rubio con ojos azules y pinta de pequeño nazi, pretendía estrangular palomas cerca de sus padres que, sentados a la mesa de un bar, consultaban un mapa turístico. El arriba firmante en la mesa contigua, observando al renacuajo mientras meditaba sobre la oportunidad de dar collejas a los pequeños guiris cuando aún son cachorros y no pueden defenderse antes de que vuelvan con veinte años más, hasta arriba de cerveza y con banderas del Manchester. Meditaba sobre ese tipo de cosas, digo, cuando de pronto los vi doblar la esquina. Eran dos guardias enormes, macho y hembra en uniforme de campaña, con gorras de béisbol, y botas de andar por la guerra, que sin duda serían dos pedazos de pan bendito, pero cuya agresiva apariencia rezumaba una agobiante sensación de estado de sitio. A su paso, la mañana se oscureció, las palomas levantaron el vuelo, el pequeño nazi, inmóvil un momento, corrió despavorido a refugiarse en las faldas de su madre, y yo me dije: inmersión, inmersión. Han llegado los GI-Joe.

Vaya por delante que me gusta ver guardias por la calle. Tampoco muchos, no se vayan a creer. Me conformo con un par de vez en cuando, paseándose al sol con las manos cruzadas a la espalda, escuchando atentos a las viejecitas, ayudando a los niños a cruzar los pasos de cebra, o indicándole a los guiris por dónde se va al museo tal. Fui educado en la creencia de que un guardia es un individuo que está en la calle para cuidar de ti, y al que su uniforme y su función hacen digno de respeto, sobre todo porque él consagra su vida a respetar a los demás. Después, con la vida y los viajes y toda la parafernalia, las referencias han ido alterándose un poco: desde los grises a caballo a la fría brutalidad del patrullero de Los Ángeles o la rutinaria mordida del agente de tráfico mexicano, pasando por la peligrosa naturaleza de todo policía nigeriano, filipino o tailandés. Sobre todo cuando están de mala leche, necesitan dinero urgente o circulan borrachos con pistola; como un picoleto de paisano que una noche me puso un 38 en la sien cerca de Estepona, o aquel viril madero de Barcelona que disfrutaba colocándosela a las lumis justo en la bisectriz, hasta que un día se le escapó un tiro y salieron los dos, la lumi y él, en los periódicos.

A pesar de todo eso, creo que la presencia discreta de un guardia en el lugar oportuno es recomendable, por mucho hilo que le demos a la cometa, hasta la sociedad más perfecta alberga en su seno un número considerable de hijos de puta. Los guardias, además, forman parte del paisaje urbano, y a veces hasta dan una nota simpática, útil o por lo menos grata a los turistas, como los bobbies ingleses o los carabinieri italianos, con sus botas y sus sables y sus uniformes y sus caballos. En cuanto a España, aquí hay de todo. A los ertzainas da gloria verlos, por ejemplo, y los guardias civiles, aunque les hayan quitado el tricornio, van impecables y bien afeitados, y ni siquiera se despeinan cuando se sacan el casco del amoto. En lo que se refiere al Cuerpo Nacional de Policía, sus agentes tienen una indumentaria de calle que, sin ser un prodigio de Arman, resulta discreta y aparente, a base de azul marino y gorra de plato y visera; uniforme que les daría aspecto respetable si lo usaran más.

Pero no lo usan. Quizá porque la camisa es blanca y se mancha, las suelas de los zapatos se gastan, la ropa se deteriora con el trabajo de un policía en la calle. Y eso, que es normal en todas partes, en los mezquinos presupuestos de Interior -el dinero se empleó, recuerden, en otros menesteres- parece que se antoja superfluo. Así que, por aquello de aunar la comodidad con el ahorro, lo que suele verse por la calle son tipos con pinta de antidisturbios o antidisturbios propiamente dichos, en mono de faena y botas de asalto, que da reparo preguntarles por dónde se va a la calle Bodegones por si te dan un gomazo y te ordenan que circules. En lo que a caballos se refiere, por las grandes ciudades cabalgan parejas de jinetes con arrugado mono azul y sin afeitar, con pinta de Flash Gordon agropecuarios, que a la Dirección General de la Madera y al ministro Belloch deben de parecerles de lo más operativo, de lo más moderno y de los más barato; pero que a mí, cuando un turista les hace una foto, me dan mucha vergüenza. Tenemos el Cuerpo Nacional de Policía con el aspecto más agresivo y más infame de Europa, gracias a esa pinta de jugadores de béisbol a punto de irse a Sarajevo.

11 de diciembre de 1994

lunes, 5 de diciembre de 1994

Otro cuento de Navidad


Pues resulta que era Nochebuena, y Queca se paseaba frente a los escaparates iluminados de aquella ciudad fría, enorme, en la que era una pequeña manchita anónima. Estaba de ocho meses largos y caminaba torpe, como un pato, deteniéndose de vez en cuando ante las luces de una tienda, con las palmas de las manos apoyadas en los riñones. Llevaba gorro de lana, bufanda y abrigo con sólo dos botones abrochados y el resto abierto sobre la tripa. En la plaza, la megafonía de los grandes almacenes largaba villancico tras villancico, hacia Belén va una burra, pero mira cómo beben y cosas por el estilo. Había luces navideñas y Papas Noel haciendo el chorra en la puerta con la campanita, y gente cargada de paquetes y empujándose unos a otros en la boca del metro y en los pasos de peatones. Lo de siempre.

Había, incluso una pareja joven que se cruzó, ella tan embarazada o más que Queca, encorvado él bajo el peso de una maleta y unas bolsas, el mentón duro y sin afeitar, ambos con aire desamparado, como en busca de cobijo. Y había cerca un yonqui pidiendo cinco duros, y un coche de la policía, y a Queca todo aquello le recordó algo leído hace justo un año, la pasada Navidad en esta misma página de El Semanal, pero aún más viejo, como si ya hubiera estado escrito antes en otra parte. Y fue y se dijo: mira, todo ocurre de nuevo una y otra vez, con gente distinta pero que siempre es la misma, como si estuviésemos condenados a repetirnos unos a otros por los siglos de los siglos, semejante soledad, idéntica tristeza, la misma historia.

Entonces se le movió el crío en la tripa, y Queca se detuvo, absorta, justo frente a un escaparate donde una cadena de tiendas de ropa felicitaba las fiestas a sus clientes con un negrito de Ruanda agonizando vestido de rey Baltasar. Y se vio reflejada en el cristal, y tuvo frío y tuvo miedo; y por un momento estuvo a punto de usar una de las monedas que tintineaban en el bolsillo del abrigo y llamar a alguien -una amiga, o su madre- del mismo modo que el náufrago tira una bengala en mitad del mar y de la noche. Estoy aquí, estoy sola, voy a tener un hijo. Pero dejó las monedas quietas y siguió caminando entre la felicidad oficial, postiza, de aquella ciudad enorme y desconocida en una de cuyas clínicas tenía reservada una cama y una fecha.

Entonces, para darse coraje, recordó cada una de las fases de aquel año calculado en todos sus detalles, al milímetro. Su madre, que la había visto hacer la maleta y marcharse, sin comprender. Sus amigos, de quienes se apartó sin explicación alguna. Él, cuyo nombre no importó jamás, lejano ahora en su irresponsabilidad y en su ignorancia como si lo que Queca llevaba entre las caderas y junto al corazón sólo le hubiera pertenecido a ella desde el principio y para siempre.

Había elegido fríamente, con esmero, entre los mejores de su entorno: inteligente, sano, hermoso, fuerte. Sólo una condición expresa: un día me iré y saldré de tu vida, y no me buscarás en ninguna parte, nunca. Al terminar, Queca estaba de tres meses y sólo ella lo sabía. Entonces cumplió su promesa y él se quedó atrás desconcertado, mirándola irse, con esa expresión entre dolida y obtusa que siempre ponemos los hombres cuando son ellas las que se van. Vinieron entonces la soledad, la preparación, el largo esfuerzo, la nueva casa, el nuevo trabajo en una pequeña ciudad de provincias parecida a aquélla en la que nació, pero al otro extremo del mapa, donde nadie la había conocido nunca. Ahora todo estaba listo. Una semana más y todo habría terminado. O más bien todo podría empezar.

Pensó en su madre, en los días y en los años purgando, junto a un imbécil, cuatro sueños tenidos yendo al cine de muchacha. Pensó en sus ojos cargados y amargos, en las noches en que, al terminar de recoger antes de irse a la cama, la oía respirar como un animal exhausto. En los largos silencios frente al televisor, en las horas vuelta de espaldas con la voz de fondo del locutor hablando de fútbol sobre la almohada. Aquél era un precio demasiado alto. Un precio que Queca no estaba dispuesta a pagar.

Se detuvo en un semáforo, junto a una madre que empujaba un cochecito de niño. El crío iba embutido en un mono enorme, acolchado, y sólo asomaban del embozo su naricilla roja y sus ojos claros y luminosos reflejando las luces de la calle. Entonces Queca sonrió. Aquélla era la última Nochebuena que pasaría sola. (Queca y su hijo existen, y ésta es una historia real. Pero ustedes, claro, no se la van a creer. Habría que tener, se dirán, demasiados redaños.)

4 de diciembre de 1994