Ustedes me van a perdonar, pero hoy que estamos de fiestas y chundarata y envolvemos la felicidad en papel de embalaje de grandes almacenes, me apetece felicitarle la Navidad a un amigo. Se llama Antonio Méndez, tiene treinta y un años, una mujer guapa y jerezana dos churumbeles rubios, y una pequeña librería en la calle Mayor de Madrid. También tiene el pelo rizado de caracolillo, los ojos azules de buena gente y esa tolerancia infinita que da el vivir entre libros que uno, además de vender, lee. No podía ser de otro modo porque Antonio nació entre letra impresa: su padre fue librero y también lo fue su abuelo, y echó los dientes en el oficio cuando, con menos de veinte años, lo pusieron al frente de un pequeño puesto en la Cuesta Moyano de Madrid. Ahora el padre y el abuelo están criando malvas, y Antonio, heredero del asunto familiar, desempeña con dignidad ese oficio de tercera generación que, afirma, es el trabajo más útil y bello de España.
Antonio y el arriba firmante somos amigos desde hace diez años, y nos conocemos bien. Él adivina mis novelas antes de que estén escritas -hasta inspiró vagamente uno de los personajes de El club Dumas-, y yo sé que él no se duerme en el polvo de su librería, sino que sigue la actualidad literaria, lee todos los suplementos y revistas nacionales y extranjeros, está al día en cuanto hay un premio o una novedad para pedir a los distribuidores el número de ejemplares necesario. Lee cuanto puede, y es de esos libreros con instinto y oficio; gente de la vieja escuela que, en estos tiempos de vendedores de caja registradora y a tanto el kilo, aún son capaces de orientar al lector, buscar el título necesario, conversar con él en busca del tipo de libro que le conviene. Porque Antonio es de los que prefieren tragarse una venta antes que perder un cliente, o un amigo.
Hay pocos placeres urbanos en una ciudad como Madrid comparables a entrar en su librería una tarde gris de frío y aguacero, y allí, entre los estantes y las pilas de volúmenes sobre el mostrador, entre clásicos y bestsellers, charlar sobre libros y autores al calor de la estufa mientras la lluvia cae al otro lado del escaparate y uno toca, abre, acaricia los volúmenes que están por todas partes. O pasar las mañanas de domingo y espléndida luz invernal en su puesto de la Cuesta Moyano, junto al Jardín Botánico, cuando la gente circula entre los tenderetes y Antonio es el hombre más feliz del mundo porque hay sol, y pasan estudiantes, y bibliófilos, y chicas aparentes con libros bajo el brazo, y él puede vivir de ofrecerles felicidad; aventura, sueños, cultura y memoria.
Antonio es de esos jóvenes a los que nadie les ha regalado nada, y que cada día luchan a brazo partido por salir adelante. Se levanta antes de que se haga de día y regresa de noche a casa, hecho polvo, y en las malas rachas tarda horas en dormirse pensando qué carajo depara el futuro. Como todos los libreros de este país administrado por analfabetos, los impuestos que Antonio paga a Hacienda no son por los libros que vende, sino por los que compra; de modo que si se equívoca, por ejemplo, pidiendo al distribuidor quinientos planetas en lugar de cien, se los tiene que comer con patatas, porque paga de antemano como si los hubiera vendido.
Así, mientras las cadenas de librerías potentes y los grandes almacenes y todos los compinches de capital guiri gozan de exenciones, de facilidades y de fuerzas vivas abiertas de piernas para lo que gusten mandar, los pequeños libreros siguen entre la espada y la pared, comidos por impuestos estatales y municipales. Porque en este país de malas bestias con chófer y teléfono móvil, a efectos fiscales da lo mismo que vendas libros que macarrones o wonderbras de colores. Y hasta para poner un mostradorcito en la puerta con cuatro libros, los ayuntamientos, desvergonzados y locos por trincar un duro, te pegan unos sartenazos que tiembla Cervantes.
Así que hoy, que es domingo y es Navidad, voy a darme una vuelta por la Cuesta Moyano, a revolver pilas de libros. Y mañana iré a comprarme alguna cosa, lo que sea -Rivas, Llamazares, Landero, Atxaga, Muñoz Molina o algún otro compadre-, a la tienda de Antonio en la calle Mayor. Y nos tomaremos un café en buena compañía, hablando de literatura, mirándonos de reojo cada vez que entre una mujer guapa a pasearse entre los estantes de ese pequeño poblado galo que aún resiste, heroico y solitario, al invasor. Allí donde no llega la murga de villancicos de los grandes almacenes.
25 de diciembre de 1994
Antonio y el arriba firmante somos amigos desde hace diez años, y nos conocemos bien. Él adivina mis novelas antes de que estén escritas -hasta inspiró vagamente uno de los personajes de El club Dumas-, y yo sé que él no se duerme en el polvo de su librería, sino que sigue la actualidad literaria, lee todos los suplementos y revistas nacionales y extranjeros, está al día en cuanto hay un premio o una novedad para pedir a los distribuidores el número de ejemplares necesario. Lee cuanto puede, y es de esos libreros con instinto y oficio; gente de la vieja escuela que, en estos tiempos de vendedores de caja registradora y a tanto el kilo, aún son capaces de orientar al lector, buscar el título necesario, conversar con él en busca del tipo de libro que le conviene. Porque Antonio es de los que prefieren tragarse una venta antes que perder un cliente, o un amigo.
Hay pocos placeres urbanos en una ciudad como Madrid comparables a entrar en su librería una tarde gris de frío y aguacero, y allí, entre los estantes y las pilas de volúmenes sobre el mostrador, entre clásicos y bestsellers, charlar sobre libros y autores al calor de la estufa mientras la lluvia cae al otro lado del escaparate y uno toca, abre, acaricia los volúmenes que están por todas partes. O pasar las mañanas de domingo y espléndida luz invernal en su puesto de la Cuesta Moyano, junto al Jardín Botánico, cuando la gente circula entre los tenderetes y Antonio es el hombre más feliz del mundo porque hay sol, y pasan estudiantes, y bibliófilos, y chicas aparentes con libros bajo el brazo, y él puede vivir de ofrecerles felicidad; aventura, sueños, cultura y memoria.
Antonio es de esos jóvenes a los que nadie les ha regalado nada, y que cada día luchan a brazo partido por salir adelante. Se levanta antes de que se haga de día y regresa de noche a casa, hecho polvo, y en las malas rachas tarda horas en dormirse pensando qué carajo depara el futuro. Como todos los libreros de este país administrado por analfabetos, los impuestos que Antonio paga a Hacienda no son por los libros que vende, sino por los que compra; de modo que si se equívoca, por ejemplo, pidiendo al distribuidor quinientos planetas en lugar de cien, se los tiene que comer con patatas, porque paga de antemano como si los hubiera vendido.
Así, mientras las cadenas de librerías potentes y los grandes almacenes y todos los compinches de capital guiri gozan de exenciones, de facilidades y de fuerzas vivas abiertas de piernas para lo que gusten mandar, los pequeños libreros siguen entre la espada y la pared, comidos por impuestos estatales y municipales. Porque en este país de malas bestias con chófer y teléfono móvil, a efectos fiscales da lo mismo que vendas libros que macarrones o wonderbras de colores. Y hasta para poner un mostradorcito en la puerta con cuatro libros, los ayuntamientos, desvergonzados y locos por trincar un duro, te pegan unos sartenazos que tiembla Cervantes.
Así que hoy, que es domingo y es Navidad, voy a darme una vuelta por la Cuesta Moyano, a revolver pilas de libros. Y mañana iré a comprarme alguna cosa, lo que sea -Rivas, Llamazares, Landero, Atxaga, Muñoz Molina o algún otro compadre-, a la tienda de Antonio en la calle Mayor. Y nos tomaremos un café en buena compañía, hablando de literatura, mirándonos de reojo cada vez que entre una mujer guapa a pasearse entre los estantes de ese pequeño poblado galo que aún resiste, heroico y solitario, al invasor. Allí donde no llega la murga de villancicos de los grandes almacenes.
25 de diciembre de 1994