Pues resulta que era Nochebuena, y Queca se paseaba frente a los escaparates iluminados de aquella ciudad fría, enorme, en la que era una pequeña manchita anónima. Estaba de ocho meses largos y caminaba torpe, como un pato, deteniéndose de vez en cuando ante las luces de una tienda, con las palmas de las manos apoyadas en los riñones. Llevaba gorro de lana, bufanda y abrigo con sólo dos botones abrochados y el resto abierto sobre la tripa. En la plaza, la megafonía de los grandes almacenes largaba villancico tras villancico, hacia Belén va una burra, pero mira cómo beben y cosas por el estilo. Había luces navideñas y Papas Noel haciendo el chorra en la puerta con la campanita, y gente cargada de paquetes y empujándose unos a otros en la boca del metro y en los pasos de peatones. Lo de siempre.
Había, incluso una pareja joven que se cruzó, ella tan embarazada o más que Queca, encorvado él bajo el peso de una maleta y unas bolsas, el mentón duro y sin afeitar, ambos con aire desamparado, como en busca de cobijo. Y había cerca un yonqui pidiendo cinco duros, y un coche de la policía, y a Queca todo aquello le recordó algo leído hace justo un año, la pasada Navidad en esta misma página de El Semanal, pero aún más viejo, como si ya hubiera estado escrito antes en otra parte. Y fue y se dijo: mira, todo ocurre de nuevo una y otra vez, con gente distinta pero que siempre es la misma, como si estuviésemos condenados a repetirnos unos a otros por los siglos de los siglos, semejante soledad, idéntica tristeza, la misma historia.
Entonces se le movió el crío en la tripa, y Queca se detuvo, absorta, justo frente a un escaparate donde una cadena de tiendas de ropa felicitaba las fiestas a sus clientes con un negrito de Ruanda agonizando vestido de rey Baltasar. Y se vio reflejada en el cristal, y tuvo frío y tuvo miedo; y por un momento estuvo a punto de usar una de las monedas que tintineaban en el bolsillo del abrigo y llamar a alguien -una amiga, o su madre- del mismo modo que el náufrago tira una bengala en mitad del mar y de la noche. Estoy aquí, estoy sola, voy a tener un hijo. Pero dejó las monedas quietas y siguió caminando entre la felicidad oficial, postiza, de aquella ciudad enorme y desconocida en una de cuyas clínicas tenía reservada una cama y una fecha.
Entonces, para darse coraje, recordó cada una de las fases de aquel año calculado en todos sus detalles, al milímetro. Su madre, que la había visto hacer la maleta y marcharse, sin comprender. Sus amigos, de quienes se apartó sin explicación alguna. Él, cuyo nombre no importó jamás, lejano ahora en su irresponsabilidad y en su ignorancia como si lo que Queca llevaba entre las caderas y junto al corazón sólo le hubiera pertenecido a ella desde el principio y para siempre.
Había elegido fríamente, con esmero, entre los mejores de su entorno: inteligente, sano, hermoso, fuerte. Sólo una condición expresa: un día me iré y saldré de tu vida, y no me buscarás en ninguna parte, nunca. Al terminar, Queca estaba de tres meses y sólo ella lo sabía. Entonces cumplió su promesa y él se quedó atrás desconcertado, mirándola irse, con esa expresión entre dolida y obtusa que siempre ponemos los hombres cuando son ellas las que se van. Vinieron entonces la soledad, la preparación, el largo esfuerzo, la nueva casa, el nuevo trabajo en una pequeña ciudad de provincias parecida a aquélla en la que nació, pero al otro extremo del mapa, donde nadie la había conocido nunca. Ahora todo estaba listo. Una semana más y todo habría terminado. O más bien todo podría empezar.
Pensó en su madre, en los días y en los años purgando, junto a un imbécil, cuatro sueños tenidos yendo al cine de muchacha. Pensó en sus ojos cargados y amargos, en las noches en que, al terminar de recoger antes de irse a la cama, la oía respirar como un animal exhausto. En los largos silencios frente al televisor, en las horas vuelta de espaldas con la voz de fondo del locutor hablando de fútbol sobre la almohada. Aquél era un precio demasiado alto. Un precio que Queca no estaba dispuesta a pagar.
Se detuvo en un semáforo, junto a una madre que empujaba un cochecito de niño. El crío iba embutido en un mono enorme, acolchado, y sólo asomaban del embozo su naricilla roja y sus ojos claros y luminosos reflejando las luces de la calle. Entonces Queca sonrió. Aquélla era la última Nochebuena que pasaría sola. (Queca y su hijo existen, y ésta es una historia real. Pero ustedes, claro, no se la van a creer. Habría que tener, se dirán, demasiados redaños.)
4 de diciembre de 1994
Había, incluso una pareja joven que se cruzó, ella tan embarazada o más que Queca, encorvado él bajo el peso de una maleta y unas bolsas, el mentón duro y sin afeitar, ambos con aire desamparado, como en busca de cobijo. Y había cerca un yonqui pidiendo cinco duros, y un coche de la policía, y a Queca todo aquello le recordó algo leído hace justo un año, la pasada Navidad en esta misma página de El Semanal, pero aún más viejo, como si ya hubiera estado escrito antes en otra parte. Y fue y se dijo: mira, todo ocurre de nuevo una y otra vez, con gente distinta pero que siempre es la misma, como si estuviésemos condenados a repetirnos unos a otros por los siglos de los siglos, semejante soledad, idéntica tristeza, la misma historia.
Entonces se le movió el crío en la tripa, y Queca se detuvo, absorta, justo frente a un escaparate donde una cadena de tiendas de ropa felicitaba las fiestas a sus clientes con un negrito de Ruanda agonizando vestido de rey Baltasar. Y se vio reflejada en el cristal, y tuvo frío y tuvo miedo; y por un momento estuvo a punto de usar una de las monedas que tintineaban en el bolsillo del abrigo y llamar a alguien -una amiga, o su madre- del mismo modo que el náufrago tira una bengala en mitad del mar y de la noche. Estoy aquí, estoy sola, voy a tener un hijo. Pero dejó las monedas quietas y siguió caminando entre la felicidad oficial, postiza, de aquella ciudad enorme y desconocida en una de cuyas clínicas tenía reservada una cama y una fecha.
Entonces, para darse coraje, recordó cada una de las fases de aquel año calculado en todos sus detalles, al milímetro. Su madre, que la había visto hacer la maleta y marcharse, sin comprender. Sus amigos, de quienes se apartó sin explicación alguna. Él, cuyo nombre no importó jamás, lejano ahora en su irresponsabilidad y en su ignorancia como si lo que Queca llevaba entre las caderas y junto al corazón sólo le hubiera pertenecido a ella desde el principio y para siempre.
Había elegido fríamente, con esmero, entre los mejores de su entorno: inteligente, sano, hermoso, fuerte. Sólo una condición expresa: un día me iré y saldré de tu vida, y no me buscarás en ninguna parte, nunca. Al terminar, Queca estaba de tres meses y sólo ella lo sabía. Entonces cumplió su promesa y él se quedó atrás desconcertado, mirándola irse, con esa expresión entre dolida y obtusa que siempre ponemos los hombres cuando son ellas las que se van. Vinieron entonces la soledad, la preparación, el largo esfuerzo, la nueva casa, el nuevo trabajo en una pequeña ciudad de provincias parecida a aquélla en la que nació, pero al otro extremo del mapa, donde nadie la había conocido nunca. Ahora todo estaba listo. Una semana más y todo habría terminado. O más bien todo podría empezar.
Pensó en su madre, en los días y en los años purgando, junto a un imbécil, cuatro sueños tenidos yendo al cine de muchacha. Pensó en sus ojos cargados y amargos, en las noches en que, al terminar de recoger antes de irse a la cama, la oía respirar como un animal exhausto. En los largos silencios frente al televisor, en las horas vuelta de espaldas con la voz de fondo del locutor hablando de fútbol sobre la almohada. Aquél era un precio demasiado alto. Un precio que Queca no estaba dispuesta a pagar.
Se detuvo en un semáforo, junto a una madre que empujaba un cochecito de niño. El crío iba embutido en un mono enorme, acolchado, y sólo asomaban del embozo su naricilla roja y sus ojos claros y luminosos reflejando las luces de la calle. Entonces Queca sonrió. Aquélla era la última Nochebuena que pasaría sola. (Queca y su hijo existen, y ésta es una historia real. Pero ustedes, claro, no se la van a creer. Habría que tener, se dirán, demasiados redaños.)
4 de diciembre de 1994
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