No tengo ni puta idea de si ese concejal de Alhendín, Granada, al que la Policía enchiqueró hace unos días es culpable o no de habérselo llevado crudo. Ni lo sé ni me importa, porque en Alhendín o en San Cebollo de Villaseca, si no es él, habrá sido otro. A algunos concejales, o políticos, o gente en general dedicada a tan bajuno oficio –bajuno sobre todo en España, precisemos la cosa– basta con mirarles la cara, o la foto, o el currículum, o el apodo, para hacerse idea de en manos de quién estamos. Acuérdense, por recurrir a un careto conocido, de El Cachuli, verbigracia, a quien Marbella en pleno estuvo orgullosa de tener durante largo y provechoso tiempo como alcalde, hasta que, oh prodigio, las vendas cayeron de los ojos, cesaron los aplausos y besos callejeros, y resultó que el tal Cachuli era un punto filipino que había abusado de la ingenuidad de tan despistado y honorable vecindario. Etcétera.
Quiero decir, ciñéndome al asunto, que, a efectos de la página que hoy tecleo, el hecho de que ese concejal presuntamente pillado en Alhendín con las manos en el ladrillo pueda ser ladrón por activa, por pasiva, probado, recalcitrante, supuesto o en grado de tentativa, no altera el producto. Una golondrina no hace verano en un país repleto de esos y otros pajarracos. Lo valioso, lo educativo, es la biografía del individuo, que yo diría espléndida, paradigmática, interesantísima para advertir la catadura moral, no de un trincón aislado, sino de toda una clase política criada a la sombra de los ayuntamientos y del lucrativo sistema nacional –lucrativo, claro, para quienes llevan décadas enquistados en él– de que cada perro se lama por su cuenta el ciruelo autonómico: una casta golfa, oportunista, atenta sólo a mantener caliente el negocio, engordada al socaire de la impunidad y la desvergüenza, sin distinción de signos ideológicos, partidos o militancias. Con el matiz de que lo que algunos, elementales y primitivos como somos, esperábamos de la derecha era precisamente eso: mucho trincar y mucho mear agua bendita. Pero de la izquierda –y cuando pienso en el Pesoe digo izquierda por llamarla de alguna manera– esperábamos algunas otras cosas.
Por eso no menciono aquí el nombre del presunto de Alhendín, que da igual porque sólo es uno más, gotita en el océano y todo eso, y además el nombre es de cada uno y del padre y la madre que lo parieron. Lo que interesa, lo significativo, es el apodo. Que es glorioso, perfecto, definitorio, como digo, de un talante político tan español y castizo como los encierros de Pamplona, el jamón ibérico, la hipoteca, o los llaveros con el toro de Osborne, el cedé de El Fary y las botas de vino Tres Zetas que se venden en las gasolineras: El Chaquetas. Con ese mote situándonos al personaje, no hay más que entornar los ojos para imaginar, con escaso margen de error, una fisonomía, una forma de vestir, un modelo de coche, una casa, una mariscada con los compadres mientras circulan sobres bajo la mesa, unos hábitos. Que levante la mano quien no tenga en su pueblo, en su ciudad, en su ayuntamiento, en su gobierno autonómico, un fulano –o fulana, seamos paritarios– a quien cuadre el apodo. Alguien a quien aplicar el encaje de bolillos biográfico que nuestro amigo de Alhendín ha tejido, tacita a tacita, desde su más tierna juventud: de simpatizante del Partido Comunista a ir a las elecciones con el Centro Democrático y Social, que luego abandonó por un grupo independiente donde obtuvo en 1987 su primera concejalía; de ahí llegó a ser alcalde durante unos meses, hasta que tras serle retirada la confianza por su propia gente se pasó al Pepé, con el que volvió a ser concejal en 1999 de un ayuntamiento en el que, hasta el momento de su problemilla con la Justicia, era nada menos que edil de Urbanismo, teniente de alcalde y concejal de Economía, Hacienda, Personal y Contratación, además de tener –eso afirman los periódicos que se han ocupado del asunto– una asesoría urbanística, y ser consejero de una promotora inmobiliaria en sociedad con la mujer y dos cuñadas del alcalde. Lo único que en su larga, variada y rentable carrera política no ha sido hasta ahora mi primo es militante del Pesoe, aunque también eso hay que matizarlo: trabajó como recaudador del ayuntamiento de Granada durante el mandato del socialista José Moratalla.
Así que lo dicho, oigan. El Chaquetas. A mucha honra. Hay apodos que definen no a un individuo, sino a toda una casta miserable: la que manda en esta cochina España. Con nuestro aplauso, o nuestro silencio.
25 de marzo de 2007