domingo, 28 de septiembre de 2014

Sobre idiotas, velos e imanes

Vaya por Dios. Compruebo que hay algunos idiotas -a ellos iba dedicado aquel artículo- a los que no gustó que dijera, hace cuatro semanas, que lo del Islam radical es la tercera guerra mundial: una guerra que a los europeos no nos resulta ajena, aunque parezca que pilla lejos, y que estamos perdiendo precisamente por idiotas; por los complejos que impiden considerar el problema y oponerle cuanto legítima y democráticamente sirve para oponerse en esta clase de cosas. 

La principal idiotez es creer que hablaba de una guerra de cristianos contra musulmanes. Porque se trata también de proteger al Islam normal, moderado, pacífico. De ayudar a quienes están lejos del fanatismo sincero de un yihadista majara o del fanatismo fingido de un oportunista. Porque, como todas las religiones extremas trajinadas por curas, sacerdotes, hechiceros, imanes o lo que se tercie, el Islam se nutre del chantaje social. De un complicado sistema de vigilancia, miedo, delaciones y acoso a cuantos se aparten de la ortodoxia. En ese sentido, no hay diferencia entre el obispo español que hace setenta años proponía meter en la cárcel a las mujeres y hombres que bailasen agarrados, y el imán radical que, desde su mezquita, exige las penas sociales o físicas correspondientes para quien transgreda la ley musulmana. Para quien no viva como un creyente. 

Por eso es importante no transigir en ciertos detalles, que tienen apariencia banal pero que son importantes. La forma en que el Islam radical impone su ley es la coacción: qué dirán de uno en la calle, el barrio, la mezquita donde el cura señala y ordena mano dura para la mujer, recato en las hijas, desprecio hacia el homosexual, etcétera. Detalles menores unos, más graves otros, que constituyen el conjunto de comportamientos por los que un ciudadano será aprobado por la comunidad que ese cura controla. En busca de beneplácito social, la mayor parte de los ciudadanos transigen, se pliegan, aceptan someterse a actitudes y ritos en los que no creen, pero que permiten sobrevivir en un entorno que de otro modo sería hostil. Y así, en torno a las mezquitas proliferan las barbas, los velos, las hipócritas pasas -ese morado en la frente, de golpear fuerte el suelo al rezar-, como en la España de la Inquisición proliferaban las costumbres pías, el rezo del rosario en público, la delación del hereje y las comuniones semanales o diarias. 

El más siniestro símbolo de ese Islam opresor es el velo de la mujer, el hiyab, por no hablar ya del niqab que cubre el rostro, o el burka que cubre el cuerpo. Por lo que significa de desprecio y coacción social: si una mujer no acepta los códigos, ella y toda su familia quedan marcados por el oprobio. No son buenos musulmanes. Y ese contagio perverso y oportunista -fanatismos sinceros aparte, que siempre los hay- extiende como una mancha de aceite el uso del velo y de lo que haga falta, con el resultado de que, en Europa, barrios enteros de población musulmana donde eran normales la cara maquillada y los vaqueros se ven ahora llenos de hiyabs, niqabs y hasta burkas; mientras el Estado, en vez de arbitrar medidas inteligentes para proteger a esa población musulmana del fanatismo y la coacción, lo que hace es ser cómplice, condenándola a la sumisión sin alternativa. Tolerando usos que denigran la condición femenina y ofenden la razón, como el disparate de que una mujer pueda entrar con el rostro oculto en hospitales, escuelas y edificios oficiales -en Francia, Holanda e Italia ya está prohibido-, que un hospital acceda a que sea una mujer doctor y no un hombre quien atienda a una musulmana, o que un imán radical aconseje maltratos a las mujeres o predique la yihad sin que en el acto sea puesto en un avión y devuelto a su país de origen. Por lo menos. 

Y así van las cosas. Demasiada transigencia social, demasiados paños calientes, demasiados complejos, demasiado miedo a que te llamen xenófobo. Con lo fácil que sería decir desde el principio: sea bien venido porque lo necesitamos a usted y a su familia, con su trabajo y su fuerza demográfica. Todos somos futuro juntos. Pero escuche: aquí pasamos siglos luchando por la dignidad del ser humano, pagándolo muy caro. Y eso significa que usted juega según nuestras reglas, vive de modo compatible con nuestros usos, o se atiene a las consecuencias. Y las consecuencias son la ley en todo su rigor o la sala de embarque del aeropuerto. En ese sentido, no estaría de más recordar lo que aquel gobernador británico en la India dijo a quienes querían seguir quemando viudas en la pira del marido difunto: «Háganlo, puesto que son sus costumbres. Yo levantaré un patíbulo junto a cada pira, y en él ahorcaré a quienes quemen a esas mujeres. Así ustedes conservarán sus costumbres y nosotros las nuestras». 

28 de septiembre de 2014

domingo, 21 de septiembre de 2014

Una superviviente

Sherlock estaba solo, como les conté alguna vez. Melancólico como Humphrey Bogart en Casablanca. Añorando, aunque no las hubiera conocido en persona, las aventuras de caza y pelea que llevaba en su memoria genética. Así que resolvimos buscarle compañera de su misma raza. Se encargó mi hija, telefoneando aquí y allá. Al fin dio con alguien que tenía un ejemplar hembra. «El problema es que nadie la quiere porque tiene un defecto en la mandíbula -dijo el dueño-. Me he desprendido de sus hermanos, y sólo queda ella». Cuando mi hija colgó el teléfono estaba llorando. «Tenemos que quedarnos con ella absolutamente», dijo. Y fuimos a buscarla. Por el camino decidimos que se llamaría Rumba. Y llegamos. 

Ahorraré comentarios sobre la mala impresión que me causó el que la tenía. Su antipatía e indiferencia. Rumba andaba por los cinco o seis meses y estaba metida en un cercado minúsculo: pequeña, sola, sucia y asustada. Una teckel de pelo rizado, que apenas la tocamos se hizo pipí encima, y que al poco vomitó pedazos de un pienso inadecuado, grueso como bellotas. Mi hija volvió a llorar, y yo estuve a punto -esas veces en que respiras fuerte y miras hacia otro lado-. La perra tenía, en efecto, una malformación en la mandíbula inferior que la alejaba de los cánones de belleza canina, y quienes buscan ejemplares perfectos habían pasado de ella. El dueño, también. No me atrevo a afirmar que le pegara, pero sí que la había tratado muy mal. Era una perra insegura, temerosa, que gimoteaba y lo ponía todo perdido ante la menor presencia humana. Era obvio que tenía malas experiencias de los hombres, fueran quienes fueran. Malos recuerdos. Y que de no encontrar alguien que la quisiera, habría acabado, en el mejor de los casos, sacrificada. 

Pagué la perra -ante mi comentario sobre la posibilidad de un recibo, el fulano me miró como si yo fuera gilipollas-. Y Rumba vino a casa. Al principio, Sherlock le montó una bronca de teckel y muy señor mío. Al rato empezaron a llevarse bien. Pero con los humanos fue más difícil. Al menor ruido, a la menor palabra en alto, al menor movimiento o sombra que la asustase, Rumba daba un respingo y se apartaba con el rabo entre las piernas, temerosa, escondiéndose como si esperase un golpe. Eso me hizo pensar que habría recibido más de uno. Costó mucho tiempo, mucha paciencia y mucho amor darle cierta seguridad, hacer que nos aceptase tranquila. Sherlock se subía al sofá a ver la tele y ella se quedaba aparte, en un rincón, desconfiando de todo y de todos. Ni siquiera se atrevía a comer cuando estábamos allí. Al fin, poco a poco, al cabo de semanas, se fue acercando. Fue aceptando palabras y caricias. Atenuó sus recelos y sus miedos. 

Han pasado dos años. Ahora Rumba, con su graciosa mandíbula inferior inexistente, es una perra feliz. Creo. La primera en buscar caricias, la más rápida acomodándose en el sofá. La que se tumba patas arriba en tu regazo para que le acaricies la tripa. A Sherlock, como perspicaz hembra que ella es, se lo trajina como quiere. Le hace putadas enormes, que el otro -una fiera corrupia cuando algo no le gusta- acepta, resignado y bonachón. Es, y tuve varios de estos bichos a lo largo de mi vida, la perra más rápida y lista que conocí jamás. Cuando Sherlock se pone metafísico y tarda en zamparse la comida, ella se desliza en su plato como en una incursión de comando, rápida y mortal, y se lo deja limpio. Por la calle, cuando salimos a pasear y él va a lo suyo, despistado, cabeza baja, husmeando rastros y rumiando nostalgias, ella va erguida y pizpireta, alta la cabeza, con trotecillo casi saltarín. Es la primera que lo ve todo, y ladra antes que nadie: el gato, el señor que pasea, el coche que se acerca. Una noche, un jabalí despistado estuvo mirándonos en la oscuridad sin que Sherlock se enterase de nada -miraba a todas partes con cara de panoli, preguntándose qué pasaba-, mientras que Rumba había localizado al verraco, poniéndose en guardia un minuto antes. Y, por supuesto, lista y rápida como es, dando un veloz rodeo para situarse exactamente detrás de nosotros. Por si acaso. 

A veces, cuando duerme junto a Sherlock en el sofá mientras veo True Detective, y observo que abre un ojo a cada ruido, atenta a posibles peligros, pienso que Rumba me recuerda a una de esas mujeres maltratadas, que a fuerza de coraje e inteligencia salieron del pozo y ahora viven una vida digna y serena, sabiendo lo que eso vale. Sabiendo las pesadillas que dejaron atrás, sin olvidarlas nunca. Conscientes de lo que vale su felicidad y su libertad. Ya no me pillarán en otra con la guardia baja, parece decir con su actitud. Lo juro. Nadie. Nunca. 

21 de septiembre de 2014 

domingo, 14 de septiembre de 2014

Sin memoria y sin vergüenza

Se va el caimán. Transcurre, indiferente, el año en que acabó la guerra de la Independencia. Que, como saben ustedes, y también todos los escolares y todos los políticos de este país, empezó en 1808 y acabó seis años después, en 1814: el año en que se libró la última batalla española de esa guerra, la de Toulouse, que ya tuvo lugar en suelo francés. Hace, vamos, dos siglos. Y se va el aniversario, o la efeméride, o como quieran llamarlo, no de esa batalla en concreto, sino de toda la guerra, sin pena ni gloria. Sin dejar nada tras de sí. 

Recordarán ustedes a presidentes de países serios conmemorando hace poco la liberación de Europa en las playas de Normandía. Y hace menos, a las autoridades francesas homenajeando a los republicanos españoles que liberaron París. Y ahora, háganme el favor de recordar algo parecido en España durante los últimos seis años, en relación con el bicentenario del único hecho histórico en treinta siglos en el que, banderitas y trompetazos patrioteros aparte, los españoles estuvimos de acuerdo. Incluso aceptando el hecho de que España se batió en esa guerra contra el enemigo equivocado, lo cierto es que hablamos de la gran hazaña colectiva, la primera certeza de nación solidaria que, con sus luces y sombras, obra en el patrimonio común de los españoles, resumida por Napoleón en aquellas palabras dichas en Santa Helena: «Desdeñaron su interés sin ocuparse más que de la injuria recibida. Se indignaron con la afrenta y se sublevaron ante nuestra fuerza. Los españoles en masa se condujeron como un hombre de honor»

Lo triste es que la guerra de la Independencia, aparte de ser el conflicto más cruel vivido en tierra española -más todavía que la Guerra Civil-, fue durante mucho tiempo lugar coincidente, símbolo de identidad a disposición de quien, de buena fe o por necesidad táctica, quiso asumirlo como propio. Rara fue la facción política, de las infinitas que tuvimos hasta un pasado reciente, incluidos el franquismo y la República, que no hizo suyo el mito de la nación libre e indomable. Y raro es el intelectual serio que ignore que, pese a los altibajos y vaivenes de la Historia y la política, a la contaminación patriotera y vil del franquismo, a la estupidez de una izquierda superficial e inculta, y a la indiferencia, cobardía o estupidez de los medios de comunicación, la guerra contra Napoleón sigue siendo clave para entender una España discutible tal vez en su conformación actual, pero indiscutible en su origen, en su cultura colectiva y en su dilatada memoria. 

Pese a todo, no hemos tenido en estos seis años ni un homenaje oficial serio, ni una reflexión general útil. Cero patatero: todos escurriendo el bulto. Sólo heroicas iniciativas particulares, ayuntamientos bienintencionados, publicaciones dispersas, algunas notables exposiciones locales. La de la Independencia ha sido para España, desde un punto de vista oficial, la epopeya colectiva que nunca existió. Aquí, es la lectura final, sólo hemos tenido guerritas, igual que tenemos nacioncitas. Por parte del Estado -si aceptamos llamar Estado a este disparate en el que nos expolian y languidecemos-, no hubo absolutamente nada. O casi. Búsquenme ustedes las imágenes de la Normandía correspondiente: del Bailén, la Zaragoza o los Arapiles. Nada. Ni siquiera eso. Ni siquiera una foto de Zapatero con cara de tonto solemne, o de Rajoy con lagrimita patriotera de telediario. 

Permítanme contarles una anécdota personal que quizás lo define todo. Después de la publicación de una novela mía sobre el Dos de Mayo, el alcalde de Madrid, hoy ministro de Justicia, me invitó a una reunión para iniciativas sobre esa fecha. Propuse colocar, como en París tras la sublevación contra los nazis, placas conmemorativas para un recorrido por los lugares donde el pueblo se batió aquel día. Por ejemplo, la cárcel -hoy ministerio de Exteriores-, donde los presos pidieron permiso para salir a pelear y regresaron por la noche. «Estupendo, lo vamos a hacer», dijo el alcalde. Hasta hoy, claro. Meses más tarde, un concejal me lo explicó todo: «Pensamos después que placas recordando actos de violencia no es algo positivo. Va contra la convivencia y todo eso». 

Así que ya lo saben ustedes. Conmemorar -lo que no significa celebrar- la violencia no es positivo. Toda violencia es mala, Pascuala. Así que mejor olvidarla, o dejarla para el tricentenario de 2114, que estará más fría, y que allí se las apañen. Suponiendo, ésa es otra, que para entonces alguien pronuncie la palabra España sin que le dé un ataque de risa. 

Mientras tanto, para entretenerse, échenle un vistazo a lo que prepara Francia para conmemorar el bicentenario de Waterloo el año que viene. Sin complejos. Vean, comparen, y si les convence, compren. 

14 de septiembre de 2014 

domingo, 7 de septiembre de 2014

Una historia de España (XXXII)

Y así, tacita a tacita, fue llegando el día en que el imperio de los Austrias, o más bien la hegemonía española en el mundo, el pisar fuerte y ganar todas las finales de liga, se fueron por la alcantarilla. Siglo y medio, más o menos. Demasiado había durado el asunto, si echamos cuentas, para tanta incompetencia, tanto gobernante mediocre, tanta gente -curas, monjas, frailes, nobles, hidalgos- que no trabajaba, tanta vileza interior y tanta metida de gamba. Lo de «muchos reinos pero una sola ley» era imposible de tragar, a tales alturas, por unos poderes periféricos acostumbrados durante más de un siglo a conservar sus fueros y privilegios intactos (lo mismo les suena a ustedes por familiar la situación). Así que la proyectada conversión de este putiferio marmotil en una nación unificada y solidaria se fue del todo al carajo. Estaba claro que aquella España no tenía arreglo, y que la futura, por ese camino, resultaba imposible. Felipe IV le dijo al conde duque de Olivares que se jubilara y se fuera a hacer rimas a Parla, y el intento de transformarnos en un estado moderno, económica, política y militarmente, fuerte y centralizado -justo lo que estaba haciendo Richelieu en Francia, para convertirla en nuevo árbitro de Europa-, acabó como el rosario de la aurora. En guerra con media Europa y vista con recelo por la otra media, desangrada por la guerra de los Treinta años, la guerra con Holanda y la guerra de Cataluña, a España le acabaron saliendo goteras por todas partes: sublevación de Nápoles, conspiraciones separatistas del duque de Medina Sidonia en Andalucía, del duque de Híjar en Aragón y de Miguel Itúrbide en Navarra. Y como mazazo final, la guerra y separación de Portugal, que, alentada por Francia, Inglaterra y Holanda (a ninguno de ellos interesaba que la Península volviera a unificarse), nos abrió otra brecha en la retaguardia. Literalmente hasta el gorro del desastre español, marginados, cosidos a impuestos, desatendidos en sus derechos y pagando también el pato en sus posesiones ultramarinas acosadas por los piratas enemigos de España, con un imperio colonial propio que en teoría les daba recursos para rato, en 1640 los portugueses decidieron recobrar la independencia después de sesenta años bajo el trono español. Que os vayan dando, dijeron. Así que proclamaron rey a Juan IV, antes duque de Braganza, y empezó una guerra larga, veintiocho años nada menos, que acabó de capar al gorrino. Al principio, tras hacer una buena montería general de españoles y españófilos -al secretario de Estado Vasconcelos lo tiraron por una ventana-, la guerra consistió en una larga sucesión de devastaciones locales, escaramuzas e incursiones, aprovechando que España, ocupada en todos los otros frentes, no podía destinar demasiadas tropas a Portugal. Fue una etapa de guerra menor pero cruel, llena de odio como las que se dan entre vecinos, con correrías, robos y asesinatos por todas partes, donde los campesinos, cual suele ocurrir, especialmente en la frontera y en Extremadura, sufrieron lo que no está escrito. Y que, abordada con extrema incompetencia por parte española, acabó con una serie de derrotas para las armas hispanas, que se comieron una sucesiva y espectacular serie de hostias en las batallas de Montijo, Elvas, Évora, Salgadela y Montes Claros. Que se dice pronto. Con lo que en 1668, tras firmar el tratado de Lisboa, Portugal volvió a ser independiente, ganándoselo a pulso. De todo su imperio sólo nos quedó Ceuta, que ahí sigue. Mientras tanto, a las armas españolas las cosas les habían seguido yendo fatal en la guerra europea; que al final, transacciones, claudicaciones y pérdidas aparte, quedó en lucha a cara de perro con la pujante Francia del jovencito Luis XIV. La ruta militar, el famoso Camino Español que por Génova, Milán y Suiza permitía enviar tropas a Flandes, se había mantenido con mucho sacrificio, y los tercios de infantería española, apoyados por soldados italianos y flamencos católicos, combatían a la desesperada en varios frentes distintos, yéndosenos ahí todo el dinero y la sangre. Al fin se dio una batalla, ganada por Francia, que aunque no tuvo la trascendencia que se dijo -después hubo otras victorias y derrotas-, quedaría como símbolo del ocaso español. Fue la batalla de Rocroi, donde nuestros veteranos tercios viejos, que durante siglo y medio habían hecho temblar a Europa, se dejaron destrozar silenciosos e impávidos en sus formaciones, en el campo de batalla. Fieles a su leyenda. Y fue de ese modo cuando, tras haber sido dueños de medio mundo -aún retuvimos un buen trozo durante dos siglos y pico más-, en Flandes se nos puso el sol. 

[Continuará]. 

7 de septiembre de 2014