domingo, 28 de junio de 2020

“… Quedo a la espera de una respuesta”


Acabo de recibir una carta que no me resisto a compartir con ustedes. La recibí por correo certificado, lleva membrete oficial y es la siguiente: 

Ministerio de Igualdad 

Secretaría de Estado para la Igualdad y contra la violencia de género 

Instituto de la Mujer para la igualdad de oportunidades 

Estimado Sr. Pérez-Reverte: 

El Instituto para la Mujer e Igualdad de Oportunidades, organismo autónomo dependiente del Ministerio de Igualdad, en cumplimiento de las funciones que tiene asignadas, gestiona un Observatorio de la Imagen de las Mujeres con el fin, entre otros cometidos, de velar por un correcto tratamiento de la imagen de las mujeres en la literatura y el periodismo, de acuerdo con lo establecido en la normativa vigente. 

Me pongo en contacto con usted porque he tenido conocimiento, a través de una queja recibida en dicho Observatorio, de la existencia de comentarios y comportamientos de carácter sexista, machista y racista en boca de personajes de algunas de sus novelas (se adjuntan títulos y capturas de texto). 

Este tipo de textos, teniendo en cuenta sobre todo el amplio público al que pueden ir dirigidos, desde jóvenes en edad escolar como es el caso de su Capitán Alatriste (lectura recomendada por personal docente en cierto número de colegios), hasta otras clases de lectoras y lectores, contribuyen a fortalecer los estereotipos de género, en especial cuando se narran escenas de contenido sexual en algunas de las cuales, explícitamente relatadas, el varón adopta determinados y arcaicos roles dominantes. 

Por ese motivo, quiero acogerme a la responsabilidad social que como escritor tiene para trasladarle estas observaciones y solicitarle que lo tenga en cuenta en sus futuras obras en general, pero sobre todo en aquellas dirigidas a lectoras y lectores jóvenes. Con ello puede contribuir a avanzar hacia una sociedad mucho más igualitaria para mujeres y hombres, lejos de roles sexistas estereotipados y discriminatorios. 

Agradezco su atención y quedo a la espera de una respuesta. Un saludo. 

Y, bueno. Ésa es la carta que quería mostrarles hoy. No sé en qué momento de su lectura habrán caído en la cuenta de que me la he inventado; o sea, que es más falsa que una sonrisa del papa Francisco. Pero apuesto una primera edición de El cetro de Ottokar a que la mayor parte de ustedes se la ha creído por lo menos hasta el tercer párrafo, y algunos, como tal vez habría sido mi caso, hasta el final. Lo grave, me temo, no es que la carta sea o no sea real, sino que, tal y como se ponen las cosas, podría perfectamente serlo. De hecho está copiada de una casi idéntica, remitida por el Instituto de la Mujer a una empresa de Madrid que fabrica plaquitas para dormitorios de niños rotuladas Aquí duerme un pirata, Aquí duerme una princesita y otras atrocidades así. Eso es lo que da escalofríos; o por lo menos a mí, que vivo de contar historias y expresar cosas, me los da. Estremece que esa clase de cartas puedan ser reales, cuando lo son, o que admitamos con naturalidad que puedan serlo, cuando no lo son. Y sobre todo, que el ojo censor de quienes velan por nuestra sociedad esté ahí, siempre atento a que no pisemos los límites que la nueva moralidad –la suya, con ese siniestro correcto tratamiento– establece. Terminando las advertencias con un conminatorio quedo a la espera de una respuesta que no es inventado, pues figuraba en la carta real que parodio en la mía. 

Se preguntarán algunos de ustedes, si llevan poco tiempo leyéndome, por qué me meto en estos jardines. Qué necesidad tengo de añadir enemigos a los que cualquier vida más o menos larga puede acumular. La respuesta es que lo hago en defensa propia: vivo de contar historias y me gusta hacerlo en lugares donde el único límite a la libertad sea un código penal hecho por juristas sabios, no por idiotas oportunistas resueltos a controlar desde el dormitorio de un hijo hasta el pensamiento de un adulto. Estoy harto de salvadores y apóstoles que pretenden vigilarme. Quiero oír a Pablo Iglesias diciendo libremente que desea liquidar la monarquía, a Santiago Abascal afirmando que quien aborte irá al infierno, e incluso a quien diga, si lo considera oportuno, que le gustan las mujeres con tetas grandes o los hombres bien dotados de herramienta. Quiero leer y escuchar toda clase de cosas, esté de acuerdo o no, para luego, con la educación que recibí, los libros que leí y la vida que he vivido, elaborar mis propias referencias. Quiero poder escribir lo que me salga de los cojones. 

28 de junio de 2020 

 

domingo, 21 de junio de 2020

Las chicas Bond a las que amé


Ahora queda feo hablar de ellas. Hay que tocarlas con pinzas y mucho cuidado para no pisar una mina. Hasta llamarlas chicas Bond te echa encima a la jauría de neomoralistas de siempre, mismos perros con otro collar, obstinados en controlar vidas, lenguaje y pensamiento ajenos. Cómo estará la cosa que, lo juro por Santa Moneypenny, en la última película de James Bond le han puesto a Daniel Craig –el mejor Bond desde Sean Connery– un asesor de intimidad: un vigilante de la playa para que en las escenas de sexo todo transcurra como Dios, o quien ahora controle esas cosas, manda. Para que no haya dimes y diretes como los de esa actriz que hace poco, en una serie de televisión sobre un texto mío, quiso denunciar judicialmente al actor porque, en una escena de cama y desnudos ambos, el canalla desaprensivo tuvo una erección. Acoso laboral, era la queja. 
 
Lo de chicas Bond, volviendo al asunto, tiene hoy mala prensa. Uno menciona el término y todos saben de qué está hablando, pues para eso sirve el lenguaje. Sin embargo, algunas de las actrices que últimamente encarnaron a esos personajes femeninos reniegan del término, mientras que otras, las clásicas del género, Ursula Andress, Britt Ekland y también la Monica Bellucci de la reciente Spectra, lo reivindican orgullosas, asumiendo que formar parte de un mito hecho a mediados del siglo pasado con reglas más o menos canónicas incluye encarnar con naturalidad, incluso con sentido del humor, a los personajes convencionales del juego. Un actor o una actriz hacen precisamente eso, actuar. Interpretan a personajes concebidos por otros, que el público al que van destinados desea reconocer y disfrutar. Y más cuando el papel de chica Bond, en contra de lo que creen los indocumentados, no siempre trata de señoras atractivas y estúpidas propensas a abrirse de piernas. En las novelas de Ian Fleming y en las películas basadas en ellas, las mujeres son a menudo liberales, independientes, eficaces e incluso peligrosas. Y guapas, faltaría más. A ver, de Connery a Craig, cuándo han visto ustedes en la pantalla a un James Bond feo. 
 
Quizá les parezca sensible con el asunto; pero es que soy bondófilo, o bondiano, como se diga, de la vieja escuela. Como el presidente Kennedy, también mi padre tenía novelas de James Bond en la mesilla de noche; y de ahí las cogía yo con doce o trece años y me las llevaba al cole para leerlas a escondidas. Las películas no podía verlas porque eran para mayores –la primera fue Goldfinger, colándome en el cine– pero los catorce libros me los zampé enteros y algunos influyeron en mi vida. Por ejemplo, hasta que dejé de fumar, mis cigarrillos favoritos fueron siempre los Player’s sin filtro –los mismos que fuma Lorenzo Falcó–, porque uno de mis primeros amores bondescos, la Domino Vitali de Operación Trueno, se confiesa enamorada del marinero que ilustraba la cajetilla cuando el tabaco aún no era un pecado social. Y fíjense hasta qué punto sigo siendo adicto al comandante Bond que, además de ver de vez en cuando el ciclo entero de películas –nadie como Connery, lo siento, ni siquiera el magnífico Craig–, dediqué estos meses de confinamiento a buscar por Internet los cinco títulos que me faltaban de la primera edición en español de las novelas publicadas en los años 60 por la editorial Albon, y que ahora se alinean todas en mi biblioteca junto a Goldfinger, Desde Rusia con amor y las otras que aún conservo de mi padre. 
 
Si James Bond, guste o no a los moralistas, es uno de los grandes e indiscutibles iconos del siglo XX, las chicas Bond, exactamente con esa denominación, forman parte del mito. Y hasta de mis propios mitos. Con la Milady de Los Tres Mosqueteros y la Ava Gardner de Mogambo, esas mujeres bellas y peligrosas de las novelas y la pantalla conformaron algunos de mis gustos y decisiones personales de adulto. Honey Rider, Tatiana Romanova, Pussy Galore, Vesper Lynd y las demás son parte de mis primeros amores: espías a las que amé y espías que me amaron, y no hay asesor de intimidad que pueda estropearme la memoria. Y no soy el único. Los bondianos –y conozco a unos cuantos– podemos reconocerlas cuando las vemos, ignorarlas cuando no las reconocemos y desdeñarlas cuando, tras figurar en él, reniegan del canon que las convierte en mito. No es culpa nuestra si el mundo se ha vuelto tan idiota que mezcla churras y merinas sin conocimiento y sin matices. Como me dijo Viggo Mortensen cuando encarnaba a Alatriste para el cine, «lo importante es llevar al espectador inteligente al juego inteligente y contar bien el cuento que sabe le estás contando». Y lo demás son milongas. 
 
21 de junio de 2020 
 

domingo, 14 de junio de 2020

La tercera Alejandra


Era la travesti –entonces se llamaban así– más guapa que vi nunca: morena, alta. Alejandra, se llamaba. Y según como la mirases podía parecerse a Candice Bergen y a Julia Roberts. Sólo cuando te fijabas mucho, sobre todo en las manos y la nuez del cuello, intuías que aquello tenía gato encerrado. Y realmente lo había; pues aunque ella ejercía la prostitución, o precisamente la ejercía por ese motivo, en realidad ahorraba para operarse lo que la naturaleza, que a veces es tan hermosa como malvada, le había puesto de sobra. 
 
La conocí a finales de los años ochenta, haciendo unos reportajes para televisión sobre el lado más duro de las noches de Madrid. Ese mundo estaba entonces menos visto que ahora y era más noticia, pero mover una cámara en esos ambientes no era fácil. Durante un tiempo anduve entre putas, chulos de putas, drogadictos, camellos, atracadores y policías. A veces, los infiernos rondaban cerca. Era como ir en taxi a la guerra; a otra guerra no tan espectacular, pero casi tan cruda como las habituales. Me movía bien, respetaba las reglas, sabía escuchar y cómo hacer que la gente hablara. Mi oficio era hacerme aceptar, y lo conseguía con labia y pagando copas o lo que hubiera que pagar. Y fue así como me hice aceptar por Alejandra. 
 
Decir que éramos amigos sería excesivo. Tenía información que yo necesitaba, sobre ella misma y sobre el ambiente en que vivía. Al principio la compensaba por su tiempo. Tomábamos copas en el Madrid peligroso o paseábamos conversando. Apareció en algunos reportajes de forma discreta, sin comprometerse y sin comprometerla. También fue a La ley de la calle, aquel programa de radio nocturno que tenía con mis compadres Juan el yonqui, Ruth la puta, Manolo el policía y Ángel Ejarque, ex boxeador, pícaro profesional y rey del trile callejero. Nos íbamos de copas todos juntos y Alejandra lo pasaba bien. Creo que me tenía afecto. Yo, desde luego, se lo tenía. Era buena persona. Conocí con detalle su vida desgraciada y terrible, despreciada por un mundo en el que tenía difícil encaje. Recuerdo una coletilla suya que surgía a menudo en la conversación: lo máximo a que aspiraba. Un buen hombre que me quiera, repetía. Un buen hombre que me quiera. 
 
Lo pasábamos bien en aquellas noches de copas, cigarrillos y bares canallas. Se reía con mis chistes malos, y yo con ella. Una vez tuvimos bronca seria con mala gente de la que, en buena parte gracias a su temple, salimos bastante bien parados. A su lado aprendí la eficacia de un tacón de aguja como arma defensiva. Era ingeniosa, sarcástica, divertida y valiente, y muchas veces me pregunté cuánto de bueno podía haber habido en su vida de discurrir ésta por otros cauces. Sin este destino cabrón que tanto nos marca, nos enreda y a veces nos condena. 
 
Dejé la radio, dejé la tele, dejé las guerras, escribí novelas y a Alejandra la perdí de vista. La encontré catorce años después, teñida de rubio, en la esquina de la calle de la Bolsa. Ya no era tan guapa. Seguía ejerciendo el oficio. Nos metimos en un bar como en los viejos tiempos y me contó aquellos años sin suerte: una operación de cambio de sexo que no salió como esperaba, un hombre no tan bueno que no la quiso tanto como soñó que la quisieran. Aun así, el viejo orgullo la mantenía erguida frente a mí, sin perder la compostura: digna como la señora que siempre fue, o siempre quiso ser. Nos despedimos tristes, y con sólo dos palabras detuvo mi ademán de sacar la cartera y dejarle algo en el bolso para ayudarla. 
 
Transcurrieron otros doce años sin que volviese a verla. Y poco antes de la pasada Navidad la encontré en los soportales de la Plaza Mayor, donde se sitúan los vendedores de abetos. O más bien creí que era ella. Estaba sentada en una sillita ante una lona sobre la que había trozos de corcho de los que se venden para ambientar los belenes. De nuevo morena, avejentada, gorda, con arrugas en la cara y calentándose las manos en los bolsillos de un anorak sucio. Pensé que era Alejandra, y para comprobarlo me puse delante, contemplando los trozos de corcho. Pero no dio muestras de reconocerme. Me miró a los ojos y su mirada resbaló al vacío, perdiéndose en la plaza. Eso me hizo dudar, así que me agaché y cogí un trozo de corcho. «¿Qué vale?», pregunté. Me miró de nuevo como se mira a un desconocido. «Cinco euros», repuso seca. Le entregué un billete de 50 y movió la cabeza. «No tengo cambio», dijo. Respondí que daba igual, que el trozo bien podía valer esa cantidad. Sin manifestar sorpresa ni dar las gracias, se metió el billete en el bolsillo y volvió a mirar hacia la plaza. Entonces di media vuelta y me alejé con mi trozo de corcho en la mano. Sabiendo que me había reconocido y que era ella. 
 
14 de junio de 2020 
 

domingo, 7 de junio de 2020

El hombre al que pude matar


Ocurrió hace años. Estaba sentado en la terraza de un bar cuando se me acercaron dos jovencitos quinceañeros. «Tú quisiste matar a mi padre», dijo uno de ellos a quemarropa. Los miré, desconcertado. «¿Quién es vuestro padre?», pregunté. Me lo dijeron. Estuve un momento callado y luego pregunté quién les había contado eso. «Nos lo ha contado él», respondieron. Me gustó su aplomo, su decisión de críos dispuestos a ajustar cuentas. «¿Y vuestro padre me guarda rencor?», inquirí. Fue el mayor quien respondió. «No, porque dice que él habría hecho lo mismo». Entonces les pedí que se sentaran. Lo hicieron, recelosos. No quisieron tomar nada y se quedaron en el borde de la silla, muy tensos. Eran chicos duros y me gustó que lo fueran. Entonces les conté mi versión de la historia. 
 
Ocurrió a finales de 1975 en un lugar del Sáhara llamado El Farsía; que era como estar en mitad de la nada, con la diferencia de que esa nada estaba llena de soldados marroquíes que tenían cercada a una diezmada katiba de guerrilleros saharauis. Y había un problema adicional: había allí dos periodistas españoles de veintipocos años, con la mala suerte de no estar con los marroquíes sino con los otros, los guerrilleros. Y tanto éstos como los periodistas lo estaban pasando muy mal. No había forma de salir de allí, al que se movía lo achicharraban, y para colmo no quedaba agua para beber, el sol pegaba vertical con unos 45º a la sombra –si hubiera habido sombra, que no era el caso–, y la inmovilidad, el sudor, los tiros, el tormento de las moscas, el miedo, ponían los nervios al límite de su resistencia. 
 
Todo ser humano, por templado que sea, tiene unos límites. Son las circunstancias las que te acercan o alejan de ellos. Aquel día de tortura insoportable, los nervios de uno de los reporteros tocaron el límite antes que los del otro. Salió primero su número. Así que, tras haber aguantado durante días y sobre todo durante las últimas horas, agotado por la tensión, perdió la compostura. Hay que rendirse, dijo. Gritemos que somos periodistas, levantemos los brazos y salgamos de aquí. Su compañero, sin embargo, no lo veía así de fácil. Nadie sabía que estaban allí, opuso con cierto sentido, y a los de enfrente les daban igual dos vidas más o menos. Tampoco les iba a gustar que hubiera testigos de aquello, ni que dos reporteros fueran en plan coleguillas con sus enemigos. Y si los cogían vivos, añadió, quizá fuera peor, porque les iban a ir dando por el culo hasta Tarfaya. Esa fue exactamente la frase, concreta, inolvidable: «Nos van a ir dando por el culo hasta Tarfaya». 
 
El plan, había dicho el jefe de los saharauis, era esperar la noche para infiltrarse entre los marroquíes y escapar. Pero para eso había que estar tranquilos y callados. Sin embargo, el otro periodista no se dejaba convencer. Empezó a ofuscarse y a gritar, todo eso tirados cuerpo a tierra, parapetados entre las piedras desnudas, roncos de sed y con el sol asesino sobre sus cabezas. Y cuando hizo ademán de levantarse para ir hacia los marroquíes, su compañero le sacó a uno de los que estaban tumbados junto a ellos una pistola que el guerrillero llevaba en una funda colgada al cinto: una vieja Astra del 9 largo. El caso es que cogió la pistola, le quitó el seguro, se la puso al colega en la cabeza y señaló a los saharauis. «Nos pones en peligro a todos –dijo con toda la firmeza de que fue capaz–. Si te pego un tiro, éstos no van a decir nada a nadie». Y los saharauis miraban, callados y aprobadores. 
 
Esa misma noche, en absoluto silencio los guerrilleros y los periodistas consiguieron infiltrarse entre los marroquíes –todavía hoy parece un milagro al recordarlo– y escapar de allí. Excepto aquellos diez minutos de crisis, el comportamiento del periodista que había perdido un momento los nervios fue impecable. Arrastrándose en la oscuridad se condujo con un valor tranquilo, y hasta se arriesgó un par de veces para esperar y ayudar al compañero. Publicados en España, los reportajes y fotografías fueron una gran exclusiva: éxito total. Ninguno volvió a comentar el incidente hasta una semana más tarde, cuando tomaban juntos una copa con las chicas del cabaret de Pepe el Bolígrafo, en El Aaiún. En un momento determinado, de improviso, uno de ellos sonrió y le dijo al otro: «Supongo que yo habría hecho lo mismo que tú». Ésa fue su absolución de hermanos, y no hubo nada más. Después se miraron a los ojos en silencio y encargaron a Chocolate, el camarero negro, la botella de champaña que Silvia y la Franchute llevaban mucho rato pidiendo. 
 
7 de junio de 2020