domingo, 30 de agosto de 2020

Aquel hermoso rayo de luz

He vuelto a encontrar por casualidad, yendo en busca de otra cosa, una antigua grabación en blanco y negro de TVE en la que Marisol, hoy Pepa Flores, la Marisol de los años 60, cantaba Corazón contento junto a Palito Ortega. Ya la había descubierto hace tres o cuatro años, de pasada, pero esta vez he vuelto a verla despacio, fijándome bien en los detalles. Disfrutándola. Porque ésa es la palabra exacta: disfrutándola. Y les recomiendo que, si tienen ocasión, la busquen y le echen un vistazo. Grabada en uno de aquellos programas de los sábados por la noche que presentaban Joaquín Prat y Laura Valenzuela, y que veía toda España porque en la tele no había otra cosa que ver, Marisol aparece en el vídeo en todo su esplendor de joven simpática y bella, cantando de maravilla, moviéndose por el plató con unas tablas, una gracia y un desparpajo formidables. Era, no cabe la menor duda, una gran artista, tocada por esa gracia que los dioses sólo conceden, y con cuentagotas, a algunos mortales (y mortalas, que diría alguno de los bobos de ambos sexos que hoy adornan la política). Era Marisol una persona extraordinaria, cantante, actriz, con todos los ingredientes para ser el gran icono femenino de la España de la segunda mitad del siglo XX: la joven, la mujer, que podía haber representado, como ninguna otra, el espíritu de aquel país que de forma tan admirable pasó del franquismo a la democracia. Aquella España de la Transición, joven, inteligente, vigorosa, llena de esperanza en su futuro. 
 
Su historia fue en origen, detrás de la pantalla y los escenarios, tan triste como la España de la que provenía. Indiscutible estrella infantil que arrasó en 1960 con Un rayo de luz –todos los niños de mi generación nos enamoramos de ella–, protagonizó películas que fueron éxitos de taquilla y alcanzó una fama hoy imposible de imaginar, aunque por debajo de eso había una historia de explotación infantil, productores sin escrúpulos, abusos, intereses miserables que ella misma tardaría en revelar. Tras un matrimonio infeliz con el hijo de su productor, se unió al bailarín Antonio Gades, radical de izquierdas que la introdujo en el activismo político. Militante comunista atacada por unos y alabada por otros, grabó canciones, rodó películas –mi favorita es Los días del pasado, de Mario Camus–, encarnó a Mariana Pineda en una serie histórica que fue un éxito de audiencia, y su carácter de icono de la Transición se consagró en 1976, cuando posó desnuda en fotografías publicadas en Interviú. Sin embargo, cansada de muchas cosas, al separarse de Gades renunció tanto a la política como a su carrera artística. Supo desaparecer como una auténtica señora, y desde entonces vive discretamente en Málaga con su pareja desde hace treinta años, respetada y querida por los vecinos, negándose a toda aparición pública, hasta el punto de que fueron sus hijas quienes recogieron el Goya de honor que le concedieron el año pasado. Hace seis meses cumplió 72 años de vida y 35 de silencio; y como dijo una de sus hijas, es feliz, es buena gente y sólo aspira a que la dejen en paz. 
 
Miro ahora ese vídeo en el que de forma tan deliciosa canta Corazón contento y no puedo evitar pensar que, incluso en su mudo retiro, y a pesar de ella misma, Pepa Flores, Marisol, sigue siendo el icono indiscutible de una España y una época. Y eso se pone más de manifiesto en tiempos como los actuales. Ella encarnó, y en mi opinión lo sigue haciendo, aquella sociedad salida de las sombras que caminaba hacia la luz: desenvuelta, simpática, atractiva, admirada por un mundo que asistía boquiabierto al milagro de un país y unos ciudadanos capaces de reinventarse a sí mismos devolviendo el orgullo a la palabra español. Marisol era, en cierto modo, el ejemplo de cómo el pasado podía transformarse en futuro, alegría, cultura y esperanza. Representaba lo mejor de nosotros entonces: la juventud y la fe. Y además, era guapísima. Por eso, que desde hace tres décadas y media Pepa Flores sea invisible, que esté alejada de nosotros y no nos haga sonreír, bailar, escuchar, aplaudir, recordar o pensar, dice mucho, y dice mal, del lugar que hoy habitamos. Incluso en contra de su voluntad, Marisol sigue siendo el símbolo de esta España que, como ella misma, pudo serlo todo y no fue. La una porque no quiso, y la otra porque no supo. La musa rubia de ese tiempo desvanecido nos suscita la melancolía de una Transición también extraviada, hoy en manos de mercachifles sin memoria, de oportunistas incompetentes, de reyezuelos de taifas sin escrúpulos y de quienes nunca vivieron ni leyeron, y por eso no pueden comprender el difícil y peligroso camino que nos condujo de Un rayo de luz a Mariana Pineda. 
 
30 de agosto de 2020 
 

domingo, 23 de agosto de 2020

No vimos bastantes muertos

Una de las lecciones que aprendí en los veintiún años que pasé pateando la geografía de las catástrofes, es que donde no hay foto, donde no hay imagen que mostrar, no hay reacción. Si no enseñas, no conmueves; y además, la gente cree que el drama no va con ella, o que ocurre demasiado lejos como para preocuparse, o que eludir la realidad la pone a salvo. Sobre eso y otras cosas relacionadas escribí hace tiempo una novela titulada El pintor de batallas, quizá la más personal y descarnada de cuantas he escrito en estos treinta años, pues tiene poco de ficción y mucho de realidad. Recuerdos, remordimientos y fantasmas personales. 
 
Ocurrió muchas veces cuando era reportero: la lucha diaria, crónica a crónica, telediario a telediario, entre los que estábamos allí, donde fuera, queriendo mostrar el horror para sacudir conciencias y provocar reacciones, y la censura de ciertos jefes empeñados en que no fuésemos demasiado explícitos en lo que mostrábamos. Sangre, pero no demasiada. Muertos, pero pocos y de lejos. No hiramos sensibilidades, decían. No seamos morbosos, etcétera. No le estropeemos la negociación a Javier Solana, el pacificador de Europa, porque hoy le toca besarse en la boca con Radovan Karadžić. Y aquellas maneras de hace tres o cuatro décadas condujeron a hoy, cuando sale un presentador o presentadora de telediario con cara muy seria, dice gravemente «les advertimos de que van a ver imágenes muy duras», y acto seguido, en una información sobre el zambombazo de Beirut, te enseñan una manchita de sangre en el suelo, una señora llorando y un par de féretros a lo lejos. Los muy imbéciles. 
 
Ha vuelto a ocurrir, y seguirá ocurriendo. Durante los meses de pandemia que llevamos en el currículum, el horror ha galopado a lo largo y ancho del mundo, España incluida, y supongo que seguirá haciéndolo durante un tiempo más –el día que me alcance a mí se darán cuenta, porque escribiré en Twitter Váyanse todos a la mierda–. Sin embargo, las imágenes cercanas de ese horror nos han sido cuidadosamente ahorradas por las autoridades encargadas de que durmamos bien por las noches, no nos angustiemos demasiado, no nos turben imágenes demasiado duras en los periódicos ni los telediarios, hasta el punto de que una fotografía de prensa que mostraba ataúdes fue muy criticada en las redes sociales, por desconsiderada y morbosa. Y eso ya no fue el gobierno, sino el público soberano. O sea, que no es sólo que el presidente Sánchez, el ministro de Sanidad y su fiable portavoz Simón nos hayan estado vendiendo por dosis una normalidad y una seguridad que no eran tales, sino que tenían mucha razón al hacerlo, pues lo que la peña deseaba oír era precisamente eso. Que todo estaba bajo control y que era cosa de cuatro días. 
 
Todo lo demás se quedó fuera: fotos que no hemos visto de los ancianos que morían solos en residencias, dolor de familias enterrando a familiares de los que no podían despedirse, rostros enfermos y agonizantes, lágrimas de esa vecina mía que en dos semanas perdió a su marido, a sus padres y se vio ella misma con su hija en un hospital. Los cuerpos amontonados en las morgues, la desesperación, la angustia, la muerte de cerca y en directo. Los resultados de la vida, en fin, cuando la naturaleza, que no tiene sentimientos, se muestra despiadada y mortal. Todo eso nos lo han escamoteado, ocultado a petición propia; y en su lugar hemos tenido a docenas de políticos contándonos su puta vida en lugar de la verdad, empresarios perjudicados, médicos y enfermeras ensalzados como héroes pero al mismo tiempo amordazados para que no gritasen su horror y desesperación, viudas y huérfanos filmados de lejos para que las lágrimas no salpicasen la lente de la cámara ni se oyeran sus gritos de dolor o cólera. Hemos aplicado a todo eso los filtros sociales de rigor, con el resultado de que cientos de miles de personas han creído que esto era un pequeño inconveniente que les ocurría a otros, pasajero y relativo. Hemos olvidado, sobre todo, que el ser humano es un animal tan estúpido que ni mostrándole de cerca el horror, ni restregándole la cara por la sangre, es capaz de sentirse personalmente afectado. Hasta que le toca a él, claro. Hasta que llaman a la puerta y aparece el cobrador del frac y uno pone cara de gilipollas mientras su mundo, sus seres queridos, su vida entera, se van a tomar por saco. 
 
No nos han enseñado suficientes muertos. Por eso todos estos meses de tragedia y dolor no han servido para un carajo. Y aquí estamos. Acabando agosto puestos de coronavirus hasta las trancas. Protestando porque no nos dejan bailar en las discotecas. 
 
23 de agosto de 2020 
 

domingo, 16 de agosto de 2020

Para qué necesito un rey

Hace tiempo que se levantó la veda, y con motivo. El rey Juan Carlos I, que pilotó la Transición y frustró el golpe de Estado que pretendía liquidarla, a quien debemos un reconocimiento político indudable, se había ido hundiendo en un cenagal paralelo de impunidad y poca vergüenza, de trinque oculto y bragueta abierta, hasta el punto de acabar convirtiéndose en principal amenaza contra su propio legado. Para quienes pretenden liquidar la monarquía, el personaje lo estaba poniendo fácil, pues los sueños húmedos de no pocos protagonistas de la actual política acarician la imagen de un monarca compareciente, no ante un juez, sino ante un parlamento, con ellos en la tribuna y señalando con el dedo. Ejerciendo de acusadores públicos en plan Fouquier-Tinville con una guillotina simbólica al fondo, mientras sus papás y familiares los ven en directo por la tele y comentan: «Hay que ver lo alto que ha llegado mi Manolín, o mi Conchita, que le ponen la cara colorada a todo un rey». 
 
Si he de ser sincero, dudo que la joven Leonor llegue a reinar algún día. Queda feo decirlo, pero es lo que pienso. Supongo que habré dejado de fumar para entonces, así que tampoco me afecta gran cosa. Pero el presente sí me afecta. Vivo en España y espero seguir haciéndolo unos años más; por eso necesito que éste sea un lugar habitable. No digo perfecto, sino habitable. Pero cuando oigo la radio o pongo la tele y escucho a la infame chusma que desde el Gobierno o la oposición maneja los resortes de mi vida, no me gusta lo que hay, ni lo que viene. Hay muchas cosas que ignoro; pero durante un tercio de mi vida viví en lugares peligrosos, y me precio de reconocer a un hijo de puta en cuanto lo veo. 
 
Cuando me preguntan si soy monárquico o republicano suelo responder que lo que a mí me pone es una república romana con sus Cincinatos, sus Escipiones y sus Gracos, que tenía un nivel; o en su defecto, una república como la francesa, resultado de la que en 1789 cambió el mundo, hizo iguales a los ciudadanos, abolió privilegios gremiales, provinciales y de clase, e hizo posible que la bandera francesa ondee hoy en todas las escuelas y que, después de un atentado terrorista, en los estadios de fútbol se cante La Marsellesa. Soy republicano, en fin, de la rama dura, jacobina cuando haga falta: ciudadanos libres, pero leña al mono cuando ponen en peligro la libertad. Y lo de monarquías hereditarias, pues como que no. Cuando pienso en Fernando VII, Isabel II o Alfonso XIII, se me quitan las ganas. Pero estamos hablando de España, de ahora mismo. Y eso ya es otra cosa. 
 
A ver si consigo explicarme. Una república necesita un presidente culto, sabio, respetado por todos. Un árbitro supremo cuya serenidad y talante lo sitúen por encima de luchas políticas, intereses y mezquindades humanas. Pero díganme ustedes un político, hombre o mujer, que en España encaje en esa descripción. Es más, ¿imaginan a ese árbitro supremo, esa autoridad absoluta, encarnados en Pedro Sánchez? ¿En Pablo Iglesias y su república plurinacional de la señorita Pepis? ¿En Mariano Rajoy y su obtusa y pasiva estupidez? ¿En ese payaso irresponsable y transatlántico llamado Rodríguez Zapatero, que desenterró una nueva guerra civil? ¿En la ridícula y embustera arrogancia de Aznar? ¿En un Felipe González al que ahora no se le cae de la boca la palabra España que mientras estuvo en el poder evitó siempre pronunciar? ¿En Rufián? ¿En Torra? ¿En Casado? ¿En Abascal? ¿En Irene Montero? 
 
No sé ustedes; pero yo, que me hago viejo, necesito alguien por encima de todo eso. Un cemento común, mecanismo unitario que mantenga el concierto de tierras y gentes tan complejas y peligrosas que llamamos España. Sobre todo, porque los ataques actuales a la monarquía no responden a una reflexión intelectual de pensadores serios, sino al viejo afán centrífugo de demoler un Estado a cambio de golferías particulares, chanchullos locales, demagogias idiotas y argumentos de asamblea de facultad. ¿Imaginan una Constitución redactada por Echenique, Otegui o Puigdemont?… Pendiente de liberarse de la nefasta sombra de su padre, Felipe VI es un hombre sereno y formado, irreprochable hasta hoy, mucho más Grecia que Borbón. Estoy convencido de que es una buena persona y un sujeto honrado, y nada hay hasta ahora que me induzca a pensar lo contrario. Creo que es un buen tío, como solemos decir; y nadie que haya cambiado con él dos palabras afirmará lo contrario. Ama a España y cree de verdad ser útil para preservarla en tiempos de tormenta. Hace lo que puede y lo que le dejan hacer. Y en mi opinión es el único dique que nos queda frente al disparate y el putiferio en que puede convertirse esto si nos descuidamos un poco más. Se lo dije una vez: es usted un asunto de simple utilidad pública, señor. Que no es poco, tratándose de España. La delgada línea roja. Dije eso y sonrió como suele hacerlo, bondadoso y prudente. Y todavía lo quise más por esa sonrisa. 
 
16 de agosto de 2020 
 

domingo, 9 de agosto de 2020

Quiero ser un genio del mal

Tiene huevos la cosa. Te pasas la vida con un álbum de fotos desagradables en la memoria, resuelto a no regresar allí donde estuviste, intentando convencerte de que, a pesar de cuanto recuerdas, el ser humano no es tan malo como parece cuando lo parece. Te pasas treinta o cuarenta años depurando los archivos, poniendo delante los buenos ratos, las historias nobles, los gestos solidarios y los momentos dignos y honrados de los que fuiste testigo, y relegando al fondo, para apenas verlos, aquellos de primera mano que nadie te contó y a los que basta echar un vistazo para que salten a la cara la estupidez, la barbarie, la maldad, la infame naturaleza que el hombre y la mujer –seamos paritarios también en la hijoputez– llevan en su esencia y suelen aflorar al menor descuido. 
 
Dicho en corto, intentas amar a la humanidad, o como se llame esto que somos; pero no te dejan. Y cada vez que necesitas consuelo en tal sentido, héroes a los que admirar, gestos que te conmuevan, hechos que te devuelvan lo que años y lucidez te quitan poco a poco, letras mayúsculas a palabras necesarias que parecen a punto de perderlas –Dignidad, Honor, Lealtad, Amor, Honradez, Sentido Común, Solidaridad, Cultura, Educación, Inteligencia–, resulta que la infame condición humana, ésa que durante buena parte de tu vida viste en su fúnebre esplendor, aparece de nuevo para contaminarlo. Para sacar de nuevo, del fondo del archivo, la realidad de lo que somos y también, tan a menudo, nos gusta ser. 
 
Pienso en eso estos días, cuando basta medio telediario para que el respeto adquirido en los últimos meses por lo mejor del ser humano se vaya al carajo en minutos: fiestas coronavíricas, playas sin un grano de arena libre, discotecas a tope, terrazas amontonadas, sanfermines sí o sí, mascarillas inexistentes, llevadas en el codo o colgadas de los cojones. Como uno lee libros y posee recuerdos propios sabe que si algo no nos distingue es la memoria constructiva: la que sirve para prever el futuro y no tropezar en la misma piedra. Es la del agravio y el rencor la única que de verdad nos interesa. Uno sabe eso porque es viejo y ha viajado, pero lo sorprendente es la rapidez con que ahora se produce el olvido, y hasta la necesidad de olvidar. Las lecciones ni siquiera son ya efectivas durante generaciones. Se olvidan en pocos meses. En unas semanas. 
 
El problema de todo esto es que termina atenuando la compasión; y eso es peligroso porque lleva a lugares oscuros, o hace que te asomes peligrosamente a ellos. Y voy a serles sincero: hay días en los que ronda la tentación. Oyes la radio, sales a dar una vuelta, y de pronto crees comprender a ciertos personajes malvados de ficción, o no tan de ficción, cuyo desprecio por el género humano los lleva a convertirse en genios del mal. En Napoleones del crimen. Intuyes, aunque te repugne hacerlo, algunas razones del capitán Nemo, del doctor Moreau, del profesor Moriarty, del doctor No, de Fumanchú, de tantos y tantos malos de ficción –o no tanta, en realidad– que en el mundo han sido. Y entonces, durante un siniestro instante, sonríes maléfico y te das miedo a ti mismo, imaginando. 
 
Millonetis, o sea. Imaginas, por ejemplo, ser millonetis a tope. Estar forrado de pasta y poder comprar cualquier cosa: una isla como base secreta, un ejército de sicarios o sicarias, una pandilla de hackers de élite, unos laboratorios fabricantes de virus sin vacuna, una flotilla de submarinos con misiles nucleares o gas de la risa… Cualquier cosa que haga la puñeta muy en serio. Y entonces, tatatachán, desde un búnker en esa isla, bien provisto de una biblioteca con primeras ediciones del Quijote, Conrad y Tintín, con las paredes cubiertas de cuadros de Velázquez, Paolo Uccello y Ferrer-Dalmau, dedicar el resto de tu vengativa vida a darle por saco a la Humanidad. A sacudir el mundo con crímenes y conspiraciones; no chapuzas guarras sin sentido fomentadas por idiotas, como ocurre ahora, sino tramas siniestras planificadas y ejecutadas con brillantez y precisión quirúrgica. Imaginen qué pasada, oigan, contratar a un profesor Bacterio para que invente un virus selectivo y mortífero que extermine a los irresponsables y los imbéciles. O a los políticos. O a los que entran en los restaurantes en chanclas y calzoncillos. Cómo se despejarían las discotecas y las fiestas del tomate. Y mientras acaricias a tu perro o a tu gato según los gustos, y mientras Monica Bellucci o Brad Pitt –también según los gustos– te dan masajes en la espalda o donde proceda el masaje, observar el mundo en pleno desparrame mediante pantallas panorámicas mientras emites, juás, juás, juás, escalofriantes carcajadas. 
 
9 de agosto de 2020 
 

domingo, 2 de agosto de 2020

‘Élite, naturalmente’

Las redes sociales son un lugar interesante, incluso educativo, si no las tomas demasiado en serio. Si eres capaz de entrar y salir con naturalidad, hacer incursiones rápidas y largarte sin estar mucho tiempo dentro. Es la permanencia la que pudre las cosas. Por lo demás, no encuentro mejor escaparate para acercarse fácilmente, con un par de teclazos –yo sólo lo hago a través de un ordenador–, a la no siempre simpática condición humana. A menudo, como digo, se aprende algo. Y obtienes nuevos enfoques de las cosas. Me ocurrió el otro día, tras la publicación de un artículo en defensa de la utilidad del Griego y el Latín en la enseñanza de los tiempos actuales, precisamente a causa de lo actuales que son los tiempos. Y algunas reacciones de lectores –pocas, pero algunas– me dejaron pensando. Y éstas podrían resumirse en breves palabras: usted defiende a las élites culturales. La existencia de una aristocracia humanista escolar. 
 
Me quedé pensando, como digo –prueba de que Twitter y Facebook también hacen pensar–, y después de hacerlo concluí que sí. Que la defiendo. No, como parecen creer algunos simples, una élite de privilegiados que por familia, dinero, medios e incluso inteligencia puedan permitirse entrar en determinado club; pero sí el derecho de cualquiera, si es su interés o vocación, o deseo de los padres que su formación vigilan, a ser dotado de las herramientas culturales que podrían mejorarlo como ser humano. A que su educación no sea, como está siendo y cada vez más va a ser, un divorcio irreparable entre ciencias y letras, sino una fértil combinación de ambas. Creo que para interpretar el mundo y la vida en sus grandezas y desastres, las humanidades siguen siendo imprescindibles; y que buena parte de los males que nos aquejan, y eso incluye a la gentuza analfabeta que desde hace mucho tiempo detenta los mecanismos del poder en España y en el antes llamado Occidente, se explican por su creciente ausencia. 
 
En cuanto a élites, permítanme contarles algo. Durante tres años de vida escolar pertenecí a una élite –tranquilícense, no fue por dinero ni privilegios–, y a eso debo una de las mayores felicidades de mi juventud; hasta el punto de que, aunque no puedo quejarme de la vida que he llevado, no me importaría en absoluto estar todavía allí, en el aula de Letras del Instituto Isaac Peral de Cartagena donde hice Quinto, Sexto y Preu después de que me expulsaran de los Maristas por calentar a un profesor que tenía la mano larga. Aquellos tres cursos finales de Bachillerato los hicimos once alumnos que habíamos elegido estudiar Griego, Latín, Literatura, Historia, Arte y Filosofía: un grupo de jovencitos inquietos, de esos que, decía Julio César, duermen mal, unidos por el ansia de estudiar humanidades; y para quienes tan importantes eran Homero, Platón, Virgilio y Dante como Newton o Darwin. Aquellos muchachos se sabían distintos, o deseaban serlo. Eso les daba orgullo de casta, reforzaba su decisión y su esfuerzo, conscientes todos de que en el mundo al que se dirigían iban a tenerlo más difícil que otros; pero también poseerían armas defensivas y ofensivas de las que otros sin su formación carecerían. 
 
Todavía sonrío agradecido al recordar. En aquel grupo de élite conocí a algunas de las cabezas más brillantes que traté en mi vida: de origen humilde unos, más acomodado otros, eran todos chicos inteligentes, críticos, sabiamente cínicos, lo bastante lúcidos para intuir –y adiestrarse bien para ello– que los éxitos no son sino fracasos fallidos. Y por fortuna, porque hay geometrías formidables, esos once muchachos coincidimos con un grupo de jóvenes profesores de ambos sexos, apasionados de su profesión, que encontraron en tales alumnos a unos ávidos receptores de lo que con tanta excelencia ellos dominaban. Y me atrevo a decir que fueron tan felices como nosotros, pues no tuvimos sólo tres años de clases escolares, sino de conversaciones y debates, libros recomendados, reuniones en bares hasta las tantas, viajes al corazón de la antigüedad clásica, muchas copas, cigarrillos e incluso flirteos inocentes –casi inocentes– con alguna profesora de Griego o de Historia del Arte, que además eran muy guapas. Y de ese modo, esos magníficos profesores convertidos en amigos –Gloria, Amparo Ibáñez, Antonio Gil, Juan Ros– educaron con esmero a los once chicos para que hicieran suya aquella formidable cita del Retrato de Kant de Boleslaw Micinski: «Familiarízate con los secretos de las preposiciones temporales (ubi, ut, ubi primum, ut primum, simul, simulque, dum quod, antequam, priusquam, cum…) y, sobre todo, aprende la estructura de las oraciones condicionales para que no quepan en ellas el engaño, el chantaje y la mentira». 
 
Élite, naturalmente. Y a mucha honra. 
 
2 de agosto de 2020