En el ejercicio de la Sanidad, como en todos los oficios del mundo, hay artistas y chapuceros, gente de bien y cagamandurrias. Y pasa con ellos lo que con los pimientos de Padrón; si te toca el picante, vas hecho polvo. Esto viene a cuento porque a la hija de unos amigos le ha tocado el picante. María, se llama la enana, tuvo un esguince por el que le escayolaron la pierna. Pero se lo hicieron mal, inmovilizándole el pie en posición incorrecta, y ahora lo lleva como una pata de hipopótamo, y tendrá problemas circulatorios -tiene once años- el resto de su vida.
Costó un poco convencer al padre de María de que no le rompiera los cuernos al responsable del desaguisado. Por fin optó el hombre por la más razonable vía legal. Empezó a llevar a su hija a diversos médicos, a fin de que certificaran la desgracia; mas, para su sorpresa, aunque todos se indignaron con la chapuza, cuando se les pidió un dictamen médico por escrito, ninguno accedió a proporcionarlo. Hasta hubo quien llegó a decir que no podía, moralmente, desautorizar a un compañero de profesión. El caso es que la chiquilla seguirá con su pie fastidiado de por vida, el matasanos que se lo desgració continúa ejerciendo como si nada, el padre de María está ahorrando para comprarse una escopeta del doce con cartuchos de posta lobera, y cualquier día salen todos en los periódicos, como en Puerto Hurraco.
Esta especie de ley del silencio, de arropamiento mutuo en plan gremial, no tiene nada de nuevo, ni de extraño. En este país, como en la mayor parte de los países, ciertos colectivos -casualmente los que gozan de estructuras cerradas con determinados códigos o privilegios inherentes a su profesión- tienen la costumbre de enrocarse en sí mismos cuando alguien cuestiona una parte del todo. Es algo muy frecuente entre las putas, los jueces, los políticos y los periodistas, por citar unos cuantos ejemplos más o menos respetables.
Pero no sólo ellos. En las ciento seis semanas que llevo tecleando esta página dominical, por ejemplo, buena parte de las cartas de lectores que escriben para cagarse en mis muertos pertenecen a miembros de colectivos que se sienten agraviados por extensión solidaria. Voy y cuento, verbigracia, que un guardia municipal de Villatomillar del Rebollo (Cáceres) es una mula de varas, y acto seguido un ertzaina de Bilbao, es un suponer, se da por aludido y te dice que acabas de insultar a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, y otro lector asegura que has ofendido a Extremadura. Si dices que un fontanero te cobra cuatro mil duros por ponerte un grifo que no funciona, el presidente del gremio de Fontaneros Asociados te escribirá una grave misiva, lamentando que hayas puesto la honra de la fontanería en la picota. Hace un año, cuando el arriba firmante mencionó un incidente tontorrón protagonizado por un marino en aguas del Mediterráneo, cierto almirante pidió poco menos que mi fusilamiento al amanecer, por haber puesto en entredicho el honor militar y de la Armada -me lo chivaron los subordinados del émulo de Nelson, que son amiguetes-. Y si uno dice que esas X con las que los fulanos del spray tachan las jotas de los indicadores de carreteras en Lugo son burdas -lógico, pues el aerosol no permite buena caligrafía- resulta que estás insultando la noble ortografía de la lengua gallega. Venga ya.
Como ven, en todas partes cuecen habas. Y paranoicos tontos del haba. Y es una lástima que tanta solidaridad y tanta defensa automática del compadre con razón o sin ella, y tanto darse por aludido y tanta leche, no se ponga de manifiesto en otras cosas. Resulta que, en este país que hemos convertido en el más insolidario del mundo -sí, lo he dicho, ciclos, qué horrible afrenta a la patria y a Iberoamérica- aquí todos estamos unidos en plan yupi-yupi wiardepipol con mecheritos Bic encendidos o en plan mafia cuando nos interesa; cuando está en el alero el privilegio, el sustento, la supervivencia de nuestro clan, nuestra tribu, nuestras aguas para regadío, nuestro RH o nuestras putas pésetes. Pero muy verdes las han segado, siempre, cuando de lo que se trata es de mirar alrededor y decir, rediez, no me gusta el careto de mi vecino pero es el que tengo, echémosle una mano que ya la echará él cuando vengan las putas, que siempre vienen. O de animar el hombro junto a los otros, dar un puñetazo en la mesa y decir hasta aquí hemos llegado, carajo, aquí nos salvamos todos juntos o no se salva ni Dios.
Eso molaría un mazo, la verdad. Pero para ello hace falta ser lúcido y ser generoso; algo que se aprende en las escuelas, y en las familias, y en los libros, y en la Historia. De modo que vamos listos.
30 de julio de 1995
Costó un poco convencer al padre de María de que no le rompiera los cuernos al responsable del desaguisado. Por fin optó el hombre por la más razonable vía legal. Empezó a llevar a su hija a diversos médicos, a fin de que certificaran la desgracia; mas, para su sorpresa, aunque todos se indignaron con la chapuza, cuando se les pidió un dictamen médico por escrito, ninguno accedió a proporcionarlo. Hasta hubo quien llegó a decir que no podía, moralmente, desautorizar a un compañero de profesión. El caso es que la chiquilla seguirá con su pie fastidiado de por vida, el matasanos que se lo desgració continúa ejerciendo como si nada, el padre de María está ahorrando para comprarse una escopeta del doce con cartuchos de posta lobera, y cualquier día salen todos en los periódicos, como en Puerto Hurraco.
Esta especie de ley del silencio, de arropamiento mutuo en plan gremial, no tiene nada de nuevo, ni de extraño. En este país, como en la mayor parte de los países, ciertos colectivos -casualmente los que gozan de estructuras cerradas con determinados códigos o privilegios inherentes a su profesión- tienen la costumbre de enrocarse en sí mismos cuando alguien cuestiona una parte del todo. Es algo muy frecuente entre las putas, los jueces, los políticos y los periodistas, por citar unos cuantos ejemplos más o menos respetables.
Pero no sólo ellos. En las ciento seis semanas que llevo tecleando esta página dominical, por ejemplo, buena parte de las cartas de lectores que escriben para cagarse en mis muertos pertenecen a miembros de colectivos que se sienten agraviados por extensión solidaria. Voy y cuento, verbigracia, que un guardia municipal de Villatomillar del Rebollo (Cáceres) es una mula de varas, y acto seguido un ertzaina de Bilbao, es un suponer, se da por aludido y te dice que acabas de insultar a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, y otro lector asegura que has ofendido a Extremadura. Si dices que un fontanero te cobra cuatro mil duros por ponerte un grifo que no funciona, el presidente del gremio de Fontaneros Asociados te escribirá una grave misiva, lamentando que hayas puesto la honra de la fontanería en la picota. Hace un año, cuando el arriba firmante mencionó un incidente tontorrón protagonizado por un marino en aguas del Mediterráneo, cierto almirante pidió poco menos que mi fusilamiento al amanecer, por haber puesto en entredicho el honor militar y de la Armada -me lo chivaron los subordinados del émulo de Nelson, que son amiguetes-. Y si uno dice que esas X con las que los fulanos del spray tachan las jotas de los indicadores de carreteras en Lugo son burdas -lógico, pues el aerosol no permite buena caligrafía- resulta que estás insultando la noble ortografía de la lengua gallega. Venga ya.
Como ven, en todas partes cuecen habas. Y paranoicos tontos del haba. Y es una lástima que tanta solidaridad y tanta defensa automática del compadre con razón o sin ella, y tanto darse por aludido y tanta leche, no se ponga de manifiesto en otras cosas. Resulta que, en este país que hemos convertido en el más insolidario del mundo -sí, lo he dicho, ciclos, qué horrible afrenta a la patria y a Iberoamérica- aquí todos estamos unidos en plan yupi-yupi wiardepipol con mecheritos Bic encendidos o en plan mafia cuando nos interesa; cuando está en el alero el privilegio, el sustento, la supervivencia de nuestro clan, nuestra tribu, nuestras aguas para regadío, nuestro RH o nuestras putas pésetes. Pero muy verdes las han segado, siempre, cuando de lo que se trata es de mirar alrededor y decir, rediez, no me gusta el careto de mi vecino pero es el que tengo, echémosle una mano que ya la echará él cuando vengan las putas, que siempre vienen. O de animar el hombro junto a los otros, dar un puñetazo en la mesa y decir hasta aquí hemos llegado, carajo, aquí nos salvamos todos juntos o no se salva ni Dios.
Eso molaría un mazo, la verdad. Pero para ello hace falta ser lúcido y ser generoso; algo que se aprende en las escuelas, y en las familias, y en los libros, y en la Historia. De modo que vamos listos.
30 de julio de 1995