domingo, 26 de junio de 2022

Una historia de Europa (XXXI)

A mediados del siglo V, Roma terminó yéndose al carajo. Primero en su forma monárquica, luego en la republicana y finalmente en la imperial, la otrora dueña del mundo europeo y mediterráneo había estado muchas veces al borde del abismo; pero siempre tuvo hombres excepcionales (César, Augusto, Vespasiano, Diocleciano y varios más) que la habían salvado o impulsado de algún modo. Ahora, sin embargo, el tiempo de los grandes personajes ya era pretérito pluscuamperfecto. Incluso a un emperador, Valente, lo habían matado los godos al destrozar su ejército en la batalla de Adrianópolis (escabechina ocurrida finales del siglo IV). El caso es que cuando la noche del 31 de diciembre del año 406 (bonita fecha) contingentes de guerreros suevos, vándalos y alanos cruzaron el Rhin para desparramarse por el oeste de Europa y llegar a Hispania, los emperadores y generales romanos estaban más ocupados en asegurar sus parcelas de poder que en defender las fronteras; y el imperio, despoblado y arruinado, era un caos. Los mismos ciudadanos habrían terminado liquidando aquello por hambre y desesperación; pero no les dio tiempo, pues fueron los bárbaros (recordemos que eso sólo significaba al principio extranjero), en su mayor parte tribus germánicas, quienes hicieron el trabajo guarro. Además, unos empujaban a otros. Llegaban los hunos, por ejemplo, que eran más bien asiáticos, a dar por saco a los godos. Y éstos, para alejarse de la amenaza, se movían hacia el oeste, que era la parte floja. Y así, obligados o con ganas, avanzaban los bárbaros dentro del Imperio Romano, aprovechando en muchas ocasiones que ellos mismos ya formaban parte de él en plan mercenario, pues Roma les confiaba la custodia de las fronteras (Bella gerant alii, había escrito el poeta Ovidio: en traducción libre, que la guerra la haga su puta madre). De ese modo, el panorama europeo fue cambiando con relativa rapidez. Dos de aquellas tribus germánicas, los anglos y los sajones, acabaron por invadir Bretaña y los romanos se largaron de allí ciscando virutas. Mientras tanto, los vándalos se habían metido en la Galia y pasado los Pirineos para saquear Hispania antes de irse al norte de África, que ya era llegar lejos; pero es que tras ellos llegaba repartiendo estopa la tribu de los francos, que al establecerse en la Galia dio a ésta el nombre con que la conocemos hoy. En cuanto a los godos de los que antes hablamos (los que se habían cargado a Valente en Adrianópolis), inventaron el turismo de masas invadiendo el norte de Italia, que saquearon e incendiaron más a gusto que un arbusto. De este desparrame sólo quedó a salvo la parte oriental del imperio, que tenía su capital en Constantinopla (antes llamada Bizancio) y se convirtió en depositaria del legado cultural y político de lo que habían sido Grecia y Roma, mientras los invasores hacían picadillo Europa occidental. Uno de ellos, visigodo y cristiano por más señas, era un antiguo militar romano, o bárbaro romanizado, que respondía al simpático nombre de Alarico, al que podríamos considerar primer rey godo digno de ese nombre, o precursor de los más tarde monarcas medievales. Harto de que un emperador llamado Honorio incumpliera promesas y le diera largas, el tal Alarico empleó sus conocimientos profesionales para dirigirse a Roma con un ejército de los suyos, reforzado por antiguos esclavos y romanos cabreados que se le juntaban. Y así, por la cara, entró en Roma el año 410 después de Cristo. Sus tropas saquearon buenamente lo que pudieron, pero ojo al dato: como Alarico era cristiano bautizado, las basílicas de San Pedro y San Pablo y los principales bienes de la Iglesia fueron respetados, dentro de lo que cabe. En aquel desmadre, el poder de los obispos de Roma, ya conocidos como papas, era lo único sólido en lo que iba quedando del imperio; así que la cristianización de los invasores, iniciada en el siglo IV, puso relativamente a salvo a la Iglesia, sentando el fundamento religioso de monarquías romano-germanas que con el tiempo se convertirían en los reinos medievales europeos. A la Italia imperial le quedaban dos telediarios; pero, más que una invasión en regla, lo que ocurrió allí fue que los contingentes bárbaros al servicio de Roma acabaron adueñándose del poder. En el año 476, el último emperador, un niño de 14 primaveras irónicamente llamado (con poca vista o mala leche por parte de sus papás) Rómulo Augústulo, fue destituido por un señor de la guerra llamado Odoacro. Día más o día menos, desde su fundación (Ab urbe condita, Tito Livio) en el siglo V antes de Cristo, Roma había durado la friolera de 1229 años. Y lo que fue o fuimos, pues éramos parte de ella, condiciona todavía hoy nuestra cultura, nuestra inteligencia y nuestras vidas. 

[Continuará]

26 de junio de 2022

domingo, 19 de junio de 2022

El hombre que se burlaba de sí mismo

No era guapo ni apuesto, y tenía el rostro tan devastado como un paisaje lunar. Tampoco se creía los personajes que interpretaba en la pantalla, siempre en películas cutres, o sea, de escaso presupuesto; de las que ahora llamamos serie B. Lo vi muchas veces en el cine, de jovencito, en aquellos tiempos felices de programa doble en los que uno se lo tragaba todo. Me era simpático ese fulano que daba puñetazos sonriendo y siempre parecía burlarse de su propio personaje. Y ahora, con el tiempo, comprendo por qué. Eran películas tan malas que eso mismo acabó convirtiéndolas en obras de arte. Sólo recuerdo haberlo pasado tan bien viendo las pelis mexicanas del luchador Santo, el Enmascarado de Plata. O con aquella obra maestra de lo cutre –Charros contra gángsters, creo recordar que se llamaba– en la que una banda de mariachis vestidos como tales se enfrentaba a otra banda estilo Chicago, y se mataban con ametralladoras mientras por las calles caminaban transeúntes y circulaban los automóviles con toda normalidad, y al apoyarse en una pared ésta se movía porque era un decorado de cartón. 

En las películas de Eddie Constantine no se llegaba a tanto, pero casi. Encarnaba a tipos duros, agentes secretos y detectives de novela negra, y para mí su imagen está vinculada en especial a uno de ellos, el agente del FBI Lemmy Caution, basado en las novelas de Peter Cheyney. El amigo Constantine –si no lo conocen, busquen su imagen en internet y vean la cara que tenía– encarnó a Lemmy Caution en varias películas. Todas eran infames; pero una de ellas, Lemmy contra Alphaville, fue dirigida por Jean-Luc Godard. Como narración cinematográfica, la de Godard es un coñazo futurista insufrible; pero tiene virtudes que la convirtieron en obra de culto de su época, con un éxito extraordinario y una notable influencia posterior, hasta el punto de que pueden rastrearse sus huellas incluso en la magnífica Blade Runner, de Ridley Scott. 

De cualquier modo, dejando aparte Alphaville, las otras películas en las que Eddie Constantine encarnó a Lemmy Caution son, como digo, deliciosamente malas. No es ya que rocen el disparate, sino que incurren gozosamente en él. Y el puntito reside justo en eso, porque no se trata de parodias tipo Superagente 86 de un género que entonces apenas existía –en realidad, los cinematográficos James Bond, OSS 117, Harry Palmer, Derek Flint y Matt Helm, entre otros, se inspiraron en cierto modo en él–, sino de películas rodadas en serio, interpretadas en serio, pero en las que todo el rato intuimos al protagonista, que nunca deja de ser Lemmy Constantine o Eddie Caution, choteándose de sí mismo mientras actúa casi guiñándole un ojo al espectador. Es como una precuela de parodia antes de que se produjeran las parodias, o la exposición de un personaje que en su propia esencia lleva un mentís sobre sí mismo: una suerte de no os creáis lo que estáis viendo, y disfrutad con ello. Por eso, cómplice, se lo perdonas todo: que sonría mientras da y recibe puñetazos, que se comporte como un canalla, que se emborrache con chulería o que en casi todas las películas abofetee a una mujer, o a más de una, tras decirles como respuesta a si tiene fuego para encenderles el cigarrillo: «He viajado nueve mil kilómetros para dártelo». 

Tengo casi todas las novelas de Lemmy Caution, heredadas de la biblioteca de una abuela que era lectora voraz de esa literatura policíaca que ahora a los cursis les ha dado por llamar noir. A veces las releo, disfrutándolas como si fuese la primera vez, y suelo combinar su lectura con alguna de las películas. Lamentablemente las tengo casi todas en francés, pues creo que, salvo Alphaville, ninguna de las otras se encuentran con facilidad dobladas o subtituladas. Sé que en YouTube puede verse Pasaporte falso doblada al italiano (Lemmy pour les dames), y en Netflix Agente federal en Roma (Vous pigez?) e Incógnito, subtituladas en español. Quizá buscando mejor se encuentren más. El caso es que, aunque sólo sea por ver su careto, recomiendo a quien no lo conozca que eche un vistazo a alguno de los fascinantes disparates que Eddie Constantine rodó encarnando a Lemmy Caution. Al menos una vez, si pueden, óiganlo decir, con su gesto de tipo duro marcado por cicatrices, serio pero con un brillo de guasa incrédula en los ojos, cosas como «Siempre es así, nunca entiendes nada. Y una noche, mueres sin entender nada». O aquella otra frase, mi favorita de él, que sólo se disfruta de verdad viendo la cara con que la dice: «Tengo miedo a la muerte. Pero para un humilde agente secreto, la muerte es algo tan habitual como el whisky. Y llevo bebiendo toda mi vida». 

19 de junio de 2022

domingo, 12 de junio de 2022

Una historia de Europa (XXX)

El único emperador romano del siglo IV en el que todavía vale la pena detenerse se llamó Constantino, y fue importante por varios motivos. El principal es que, sin ser cristiano (no se convirtió oficialmente hasta que estuvo en el lecho de muerte), fue el primero que vio las ventajas de unir aquella nueva religión a su política. Andaba el hombre en plena guerra civil con otros emperadores (recordemos que Roma era para entonces un desmadre imperial) cuando tuvo la inspiración, que él atribuyó a un sueño donde se le apareció Jesús, de combatir bajo el signo cristiano y ganar así la batalla de Puente Milvio a su enemigo Majencio. Hay quien atribuye el asunto a la influencia de su madre, que se llamaba Helena y era cristiana y bastante beata; pero la razón real fue que los cristianos habían crecido (ya eran seis millones y medio en esa época) hasta convertirse en un verdadero poder, y podían ser un pegamento adecuado para unir el imperio, que a esas alturas estaba fragmentado entre la zona de oriente y la de occidente. Así que Constantino empezó a comerse el pico con los papas y los obispos de entonces: a Silvestre I le regaló un palacio donde hoy está San Juan de Letrán y construyó una basílica en la colina del Vaticano, donde habían crucificado a San Pedro. Pero el verdadero golpe de efecto fue el llamado Edicto de Milán, que dio libertad de culto a todas las religiones pero benefició en especial a la que estaba de moda, que era la cristiana; a la que además se devolvieron todos los bienes confiscados por los anteriores emperadores, lo que no era ninguna tontería. Aún tardó el cristianismo medio siglo, ya con el emperador Teodosio, en convertirse en religión del imperio (año 380, Edicto de Tesalónica), pero el nuevo rumbo estaba claro. Desde entonces, cercanos al poder oficial y crecidos en el suyo propio, los jefes cristianos, o sea, los papas y obispos, a cambio de garantizar la lealtad de sus feligreses y controlarlos como Dios mandaba, influyeron cada vez más en la política general, con una íntima relación iglesia-estado que habría de tener toda clase de consecuencias para Europa y el mundo (una relación, o injerencia, que se prolongaría durante dieciséis siglos y que todavía hoy colea de vez en cuando). De cualquier modo, como prueba de lo que es la hijoputez humana (cristiana y no cristiana) es que, apenas instaurada oficialmente la nueva religión, sus dirigentes empezaron a machacar a la competencia azuzando a sus fieles contra los paganos, destruyendo templos, derribando estatuas y asesinando a sacerdotes rivales. Y ya en la temprana fecha de 324, sólo diez años después de su puesta de largo, los obispos ordenaron la destrucción del Logoi katá kristianón (Discursos contra los cristianos) del filósofo neoplatónico Porfirio y de cuantas obras de éste y otros autores consideraron heréticas. El hecho de que el tal Porfirio fuese un cabrón venenoso que había alentado las persecuciones en tiempos de Diocleciano, aunque explica el asunto, es lo de menos: lo interesante es que se consagró así la molesta costumbre de prohibir y quemar libros adversos (y a ser posible, también a los autores) que durante muchos siglos la iglesia cristiana, en sus diversas derivaciones católicas y no católicas, practicaría con leña, cerillas e ígneo entusiasmo. Por lo demás, mientras el cristianismo crecía y se enfrentaba ya a las primeras disidencias internas (arrianos y otras heterodoxias), Constantino hacía méritos para pasar (como en efecto pasó) a la historia como Constantino el Grande. Fundó lo que podríamos llamar monarquía europea hereditaria, hizo una importante reforma administrativa, mantuvo a raya a los invasores francos, germanos y sármatas dándoles las suyas y las del pulpo, y recuperó alguna provincia perdida por anteriores emperadores. También creó un protocolo cortesano a la manera oriental (el monarca como figura sagrada, súbditos que debían arrodillarse y otros etcéteras) que luego sería imitado hasta la exageración por las monarquías medievales europeas. Pero lo que iba a tener mayores consecuencias fue el desplazamiento del centro de poder desde la península itálica, prácticamente abandonada por los emperadores, al oriente griego. Eso dejó la antigua capital del imperio en manos de los representantes de la iglesia cristiana: papas y obispos que desarrollaron a fondo el ritual de la Iglesia y sus mecanismos de influencia política, convirtiéndose a partir de entonces en los dueños de Roma. Pero es que, además, al cambiar de sitio la capital imperial, Constantino la trasladó a la ciudad de Bizancio, refundada en el año 330 con el nombre de Nueva Roma y que acabaría llamándose Constantinópolis. La Constantinopla que hoy todos conocemos como Estambul. 

[Continuará]. 

12 de junio de 2022

domingo, 5 de junio de 2022

Una historia de amor

Creo que la de Manolo y Pepa es una de las más bonitas historias de amor que conocí nunca. Ocurrió hace tanto tiempo que no estoy seguro de que ella se llamara de verdad Pepa. Del nombre de él sí me acuerdo, pues es al que más frecuenté. Los conocí a mediados de los 70. Tenían un restaurante diminuto entre la carretera de La Coruña y el puente de los Franceses: una pequeña venta que siempre estaba llena. Quizá algunos de quienes lean esto los recuerden, sobre todo a Manolo. Era sesentón, flaco, agitanado de aspecto. Todavía un hombre guapo. Atendía las mesas y de noche, al terminar, tocaba la guitarra. Ella era regordeta, más rubia que morena, con bonitos ojos claros. Y poco a poco fui enterándome de su historia. 

Todo había empezado veinte años atrás, durante una montería a la que asistían ministros, jefes provinciales del Movimiento y autoridades varias, acompañados de sus esposas: escopetazos, cena campera y cuadro flamenco con bailaoras, cantaores y guitarristas. Uno de esos guitarristas era Manolo: moreno, chuletilla, gitano. A Pepa, por entonces mujer de uno de los ministros, le cayó simpático. Tanto, que al regreso a Madrid, acompañada por amigas de confianza, empezó a visitar el lugar donde Manolo actuaba, un conocido tablao que estaba en la plaza de Santa Ana. Él la veía entre el público de turistas, actores de cine americano, señoritos noctámbulos y gente de diverso pelaje, y tocaba mirándola a los ojos con su espléndida sonrisa. Acariciando la guitarra como si la acariciara a ella. 

Acabó pasando lo que tenía que pasar. Arropada por las íntimas amigas, Pepa faltó al sagrado deber del matrimonio, como se decía entonces. Se enamoró hasta las trancas; y a Manolo, que al principio sólo se dejaba querer, le pasó lo mismo. Él era soltero y ella no tenía hijos. Más que simple amor, por ambas partes fue un acto de valor en toda regla, porque la época no estaba para adulterios, y mucho menos con señoras de ese nivel y poderío. Hablamos de los primeros años 50 en la España de Franco, o sea. Quien lo vivió, lo sabe. La estricta moral del régimen, al menos en lo público, lo ponía realmente difícil. Al fin ocurrió lo más temible: el marido, el ministro, se enteró. Y empezó la pesadilla. 

Hubo varias fases. La primera, con intervención de parientes, amigos de la familia, obispos y hasta policías. Ante todo eso, Pepa se portó como se portan las mujeres de casta cuando se enamoran: irreductible, orgullosa y valiente. Y como ella no cedía, el ministro hizo que fueran a por Manolo. Primero fueron detenciones arbitrarias, días de calabozo y palizas. Después, usando su influencia, consiguió que lo echaran del tablao y que nadie le diera trabajo. Lo dejó sin un duro y en la calle, pero no contaba con la casta de Pepa. Al enterarse, dejó al marido y se fue con Manolo. 

Siempre perseguidos por el marido-ministro, vivieron un tiempo con los ahorros de ella y lo que el guitarrista ganaba malviviendo por ahí. Y entonces a Pepa se le ocurrió la idea. Tú tocas de maravilla y yo cocino como los ángeles, dijo. Montemos un restaurante. Con sus últimos recursos se pusieron a eso, alquilaron un local y ella pidió ayuda a sus amigas de la buena sociedad, que clandestinamente, encantadas con la romántica historia, la alentaban todo el tiempo. La comida era simple, de cuchara: lentejas, fabada, estofados, cocido. Todo muy bueno, pero nada más. El truco clave fue poner unos precios desproporcionados, carísimos, como si ahora por unos huevos fritos con patatas te clavaran cincuenta euros. Y el día de la inauguración, las amigas se portaron: aquello se llenó de señoras de ministros y altos cargos, de amigos con pasta, de gente bien. Pepa cocinaba, la hermana de Manolo servía y él tocaba la guitarra. El éxito fue enorme, y lo siguió siendo durante años. Y aunque empezaba a decaer cuando yo empecé a ir por allí, los fines de semana era imposible encontrar una mesa libre. 

Fue así como, una noche de copas y conversación hasta las tantas, Manolo me confirmó los detalles de la historia que yo había ido conociendo a retales. Ya tocaba él la guitarra raras noches, aunque ésa lo hizo. Estábamos allí algunos amigos del diario Pueblo –Paco Cercadillo, Pepe Molleda y no recuerdo quién más– y conversamos hasta muy tarde, dándole al alcohol y al tabaco sin ganas de irnos. Y al fin, como aquello se prolongaba, Pepa se asomó desde la cocina para decir que ya estaba bien, que era hora de cerrar. Y Manolo, sonriendo resignado, dio la última calada al pitillo, puso a un lado la guitarra, apuró el gintonic y dijo: «Ahí la tenéis. Si hubiera sido ternera, habría parido toros bravos». 

5 de junio de 2022

domingo, 29 de mayo de 2022

Una historia de Europa (XXIX)

Más o menos desde mediados del siglo III después de que naciera Jesucristo, el Imperio Romano se iba al carajo. El siglo IV ya sería luego la pera limonera, pero todavía estábamos en el otro, cuando el cadáver aún se descomponía despacio. Lo bueno (o lo malo) que tienen los imperios es que tardan en caer del todo, y mientras caen ocurren muchas cosas. En cualquier caso, para la antes omnipotente Roma todo el pescado estaba vendido, o casi. El imperio era la descojonación de Espronceda: se fragmentaba en parcelas locales medio autónomas y cada cual iba a su bola. La ciudad de Roma, teóricamente caput mundi, era cabeza nominal de un mundo cada vez menos romano. Los emperadores, que ni siquiera vivían todos en ella, compartían poder con otros emperadores, repartiéndose las zonas hasta el punto de que hubo varios al mismo tiempo. De esa época data un hecho importante: la creación en el año 285 de un mando doble sobre la zona occidental y la oriental del imperio, con dos emperadores (augustos) y dos ayudantes (césares). A eso se llamó tetrarquía, o gobierno de cuatro (si Octavio Augusto o Tiberio hubieran levantado la cabeza y visto eso, les habría dado un derrame cerebral). El caso es que entre el siglo III y el IV, además de dividirse administrativamente en dos, el imperio ya era una confederación de ciudades autónomas y amuralladas, cada una por su cuenta, mientras los bárbaros apretaban en el limes. Y tal era la presión de germanos, sármatas y otros inmigrantes por las bravas, que se cambió la táctica defensiva rígida y atrincherada por otra elástica, con legiones retiradas de las fronteras y situadas en el interior, dispuestas a intervenir donde se las requería. De aquellos legionarios y sus jefes, pocos nacían en la península itálica y muchos eran reclutados entre los mismos bárbaros. Para tenerlos contentos, pues eran el auténtico poder, a los soldados se les permitía dormir fuera del cuartel y organizarse como en sindicatos, con lo que la disciplina se relajaba mucho. Los emperadores eran militares profesionales de oscuro origen que ni siquiera tenían que hacer política en la capital: salían elegidos por la cara, directamente de la tropa. Nombrados por sus legiones, se enfrentaban a otros emperadores y algunos duraron tan poco que la Historia apenas retuvo sus nombres. Los hubo que reinaron tres semanas, y uno (escándalo para la época) era hijo de un esclavo liberto. Por lo demás, el imperio se tambaleaba tanto por la presión exterior como por la anarquía interior. Con el derrumbe de las estructuras estatales, todo era un sindiós difícil de administrar y la economía iba al desastre (El tiempo se nos escapa sin remedio, habría escrito otra vez Virgilio, de ver aquello). Exhausta la plata de las minas hispanas, sin riquezas que saquear mediante nuevas conquistas, con una feroz competencia de los imperios que en Oriente crecían ajenos al romano (Persia, la India), la forma de ingresar viruta eran los impuestos, abusivos y con multas escalofriantes a quien el Estado trincaba en sus fauces; hasta el punto de que bajo el dálmata Diocleciano (uno de los pocos emperadores competentes de esa época, quien retrasó veinte años la decadencia) se dieron los primeros casos documentados de evasión fiscal: ciudadanos romanos, tanto millonetis como gente modesta, cruzaron la frontera para instalarse en tierras bárbaras. La clase media fue machacada y el campo se despobló entre campesinos arruinados, desertores, bandoleros y recaudadores de impuestos más malos que el sheriff de Nottingham. La palabra democracia era ya pretérito pluscuamperfecto. La distancia social entre los emperatas y el pueblo fue tan enorme que empezó a darse un curioso fenómeno de igualdad por abajo, entre gentes hermanadas en la pobreza. Junto a la falta de confianza en la vida terrenal, eso favoreció la extensión del cristianismo, que aparte de perdonar culpas y dar de comer, que no era ninguna tontería (las comunidades cristianas practicaban la asistencia social), prometía una feliz vida eterna (lo que tampoco era moco de pavo). Y así, entre pitos y flautas, llegaron un momento y un personaje decisivos. El momento fue a comienzos del siglo IV, cuando el imperio tenía siete emperadores que andaban puteándose y asesinándose entre sí. Y uno de ellos, proclamado emperador en Britania y la Galia, iba a dar un toque decisivo a la historia de Roma y la futura Europa. El fulano se llamaba Flavio Valerio Constantino (Constantino para los amigos). Y el 28 de octubre de 312 derrotó a su rival más poderoso, un tal Majencio, con tropas que llevaban la cruz cristiana y la consigna In hoc signo vinces (con esta señal vencerás) en los estandartes. Pero eso, señoras y señores, requiere un capítulo aparte. 
 
[Continuará]. 
 
29 de mayo de 2022

domingo, 22 de mayo de 2022

‘Manca rispetto’

El fulano me vigila desde que compré una pizza frita en el vico della Tofa. Sus objetivos son, deduzco, mi reloj y mi cartera. Viene siguiéndome paciente, a la espera de darme el sartenazo ante vecinos que jurarán a la policía, por la memoria de sus queridos difuntos, que no han visto ni oído nada. Son las reglas, y no puedo tomarlo a mal. Veterano del barrio y la ciudad, hace cuarenta años que asumo los usos y costumbres locales. Sin ellos, Nápoles no sería Nápoles. Es una de las razones por las que, por encima de todas las ciudades, amo ésta y cuanto contiene: sus calles, su gente, su peligro. El palimpsesto fascinante de Oriente y Occidente mediterráneos donde es posible encontrar comerciantes que se llaman, por ejemplo, Arístide Pitagórico; o taxistas que con orgullo se dicen a sí mismos il conte Renato, porque su abuelo, conocido truffatóre local, estafaba a la gente bajo ese falso título nobiliario. La vieja Parténope nunca fue ciudad para bobos despistados, sino para gente que sepa moverse, escuchar y mirar. Amantes de la pasta al dente y las películas de Totò y Vittorio de Sica. Viajeros atentos, con ojos en la espalda. 

Así, vigilando flancos y retaguardia, voy por el antiguo Barrio Español camino de via Pignaseca, dispuesto a beber una cerveza Peroni a la salud de Gennaro Squarzialupo –cuya imaginaria trattoria Il Palombaro situé cerca de este lugar– y sus camaradas del grupo Orsa Maggiore, que hace ochenta años atacaban naves británicas en Gibraltar. Camino entre puestos callejeros, olor a carne, verdura, pescado y pizza caliente, sin descuidar mi espalda; y a veces me aparto del vico Gelso o la via Speranzella en busca de calles situadas más arriba, menos transitadas: las de ropa tendida en los balcones, altarcitos con santos y esquelas mortuorias en los muros –Marinella Esposito, ditta Nenella–, buscando el eco de mis pasos en calles por las que transitaron, hace cuatro siglos, las sombras de Íñigo Balboa y el capitán Alatriste. Y en una de las que suben a Montecalvario –qué nombres, cazzo, tan extraordinarios hay aquí– compruebo que el pavo que me seguía cambió de objetivo y se aleja tras una pareja de turistas rubios, anglosajones colorados de sol, que pasean de la mano, cámaras al cuello, teléfonos y bolsos descuidados y tentadores, con la inocencia de quien no tiene puñetera idea de dónde se mete. 

Manca rispetto, pienso desolado. Falta respeto. La escena es cada vez más frecuente. Antes, los pocos turistas en Nápoles se limitaban a la via Toledo, y los atrevidos llegaban dos calles más arriba. Via Speranzella era el límite impuesto por la prudencia. Para evitar guías banderita en alto y oír graznar inglés o japonés bastaba con mantenerse por encima de esa línea. Así podías recorrer el barrio sin ver más que napolitanos, incluidos niños de doce años conduciendo motocicletas en las que se agrupaban, detrás, hasta cuatro hermanos pequeños. Te metías allí asumiendo los riesgos de un atropello, un tirón o un navajazo, dispuesto a pagar el precio de la experiencia. Ibas sin amparo, disfrutando del oro y el barro de la Nápoles profunda, mirando y aprendiendo lecciones de historia y vida. Ahora, sin embargo, con monstruosos cruceros que vomitan miles de turistas sobre la ciudad, el Nápoles de abajo gana terreno al de arriba. Cada vez hay más restaurancitos, bares, tiendas. Ves turistas con camisetas del Manchester hasta en Trinità degli Spagnoli. Eso es bueno para el barrio: trabajo, dinero y posibilidades. Me alegro por ellos, claro; por esos napolitanos de rostros patibularios y esas mujeres de belleza densa y espesa. Pero no puedo evitar cierta melancolía. Sé que esa nueva vida –lo he visto en Madrid, en Lisboa y en muchas ciudades– significa la muerte de otra, o de los rasgos propios que la hacían especial. Cada vez todo se parece más a todo; y eso, bueno para unas cosas, es malo para otras. Que Nápoles, uno de los pocos reductos que parecían imbatibles, acabe invadida también por el turismo de masas es revelador. Nada queda a salvo. Nenella Esposito y Arístide Pitagórico, con cuanto simbolizan, están sentenciados a muerte. El mundo les ha perdido el respeto, y cualquier pringado se cree seguro paseando ante la mirada, antaño peligrosa y hoy servil, de sus hijos y nietos. Por eso, aunque sólo sea porque retrasa un poquito un destino inevitable, me consuela que el fulano que antes pisaba mis talones siga ahora el rastro de la nueva presa, con andares de lobo goteándole el colmillo. Con algo de suerte, pienso, salvará el honor del viejo Barrio Español, devolviéndole por un instante el respeto que cada vez más pagafantas ignoran. Y así, la parejita anglosajona cogida de la mano tendrá algo que contar a los otros tres o cuatro mil pasajeros cuando vuelva al Costa Smeralda, o al Empress of the Sea, o al Titanic II, o como carajo se llame su puto barco. 

22 de mayo de 2022

domingo, 15 de mayo de 2022

Una historia de Europa (XXVIII)

Es precisamente ahí, cuando el imperio romano alcanza la cima y empieza un lento declive que iba a prolongarse un par de siglos, cuando conviene considerar el auge de una religión originalmente judía, la de los cristianos, que iba a influir de modo asombroso en la historia de Roma, de Europa y del mundo conocido y por conocer. Al principio eran cuatro gatos que se reunían de forma clandestina; luego fueron objeto de persecuciones y matanzas, y al final acabaron siendo más audaces y predicando abiertamente sus creencias. El mensaje, revolucionario para la época, sostenía la igualdad y el amor entre los seres humanos, el perdón de los pecados cometidos y la compensación, mediante una vida futura y eterna, de los sufrimientos terrenales. Aquello atrajo al principio a los más pobres y desgraciados, pero poco a poco fue ampliándose la concurrencia. El hecho de ponerse a menudo chulitos frente a la autoridad de los emperadores contribuyó a darles publicidad y prestigio, y hasta en el ejército empezaron a infiltrarse. Frente a una administración imperial cada vez más rígida y elitista, ellos ofrecían ayuda mutua para el presente, esperanza para el futuro y consuelo en la muerte. Además, los pobres iban a ser dueños del Reino de los Cielos, así que no vean cómo se apuntaba la peña y cómo se mosqueaban las clases dirigentes, porque eso era ácido sulfúrico para las jerarquías y valores tradicionales. A finales del siglo II, las asambleas o ecclesiae de los cristianos tenían ya mucha fuerza social, y que en el siglo siguiente se desataran duras persecuciones contra ellos (Decio, Valeriano y Diocleciano les dieron hasta en el carnet de identidad) indica que el poder empezaba a acojonarse de verdad. El éxito acabó requiriendo una organización; y se pasó así, como siempre ocurre en estos casos, de una estructura horizontal anárquica a otra vertical, jerarquizada en jefes llamados obispos, en plan tranquilos, hermanos, que yo os represento (supongo que les suena a ustedes el mecanismo). Así entró el cristianismo en la vida social y las iglesias se convirtieron en lugares importantes. Eso hizo que las relaciones entre esa comunidad y el Estado, aunque cambiantes según las épocas, se fueran ajustando en plan vamos a llevarnos bien y entre bomberos no nos pisemos la manguera. Llegado a este punto, el cristianismo era ya una fuerza poderosa, y no sólo espiritual (un bonito ejemplo es el obispo Calixto, la quiebra de cuya banca en Roma, con fondos de viudas y huérfanos, lo había mandado una temporada a picar azufre en las minas de Cerdeña). Lo interesante de este proceso es cómo un movimiento que por impulso natural tendía hacia una especie de anarquismo (igualdad, fraternidad, rechazo de bienes terrenales, insumisión al orden establecido y otros etcéteras) acabó transformándose no sólo en fuerza política, sino también en poderosa herramienta del Estado. El truco del almendruco hay que apuntárselo al más brillante intelectual cristiano de la época, un judío y ciudadano romano llamado Saulo, hoy conocido como San Pablo. Con una visión genial de la jugada, en sus famosas cartas (epistulae) a las congregaciones cristianas, aquel fulano frenó la tendencia al desmadre de sus correligionarios, llamó a la paz social, pidió respeto a la propiedad privada e insistió –punto clave– en que el deber para con Dios era perfectamente compatible con los deberes sociales dentro del imperio. Hasta a los esclavos les dijo obedeced en todo a vuestros amos según la carne. Pero todavía fue más allá, y el paso fue decisivo: Toda alma se someta a las autoridades superiores, porque no hay autoridad que no sea instituida por Dios, escribió el tío. Y eso tiene tela marinera, porque significaba un nuevo y original enfoque de los Evangelios. Nulla potestas nisi a Deo: todo poder constituido viene de Dios, y éste participa en el poder político del mundo. Eso era, literalmente, una bomba. Nada menos que pasar de mi Reino no es de este mundo a un revolucionario (o más bien contrarrevolucionario) todos los reinos del mundo son de Dios. Tan hábil juego de manos iba a abrir un debate de casi veinte siglos; pero de momento permitiría a emperadores, reyes medievales, monarcas cristianísimos y cuantos dirigentes vinieron luego, declararse con legitimación divina (por la gracia de Dios) en el ejercicio del poder. Y también, de paso, a los jerarcas de la Iglesia cristiana convertirse en intermediarios, cómplices y hasta propietarios del poder terrenal. Así que, imagino, allá en el Cielo, sentado a la derecha del padre, a Jesucristo tenían que estársele poniendo unos ojos como platos. Para esto –pensaría, desilusionado– baja uno a la tierra y permite que lo crucifiquen esos cabrones. 
 
[Continuará]
 
15 de mayo de 2022

domingo, 8 de mayo de 2022

El Batman Güemes

Era uno de esos hombres heridos y trágicos que parecen sacados de una canción mexicana de José Alfredo. De hecho, nos conocimos en una cantina; o allí nos hicimos amigos cuando me entrevistó sobre mis primeras novelas, a principios de los 90. En aquel tiempo César Güemes era periodista cultural y especialista en cierta clase de música de su tierra: corridos populares y sobre todo, género que entonces tenía un éxito enorme, narcocorridos: relatos cantados sobre traficantes de droga, en un tiempo en que ese contrabando, basado todavía en la marihuana, era una actividad comprensible en un país sumido en la injusticia y la pobreza, y no el sangriento disparate, la atrocidad salvaje en que se ha convertido ahora. Uno de los narcos de Culiacán con quienes conversé me resumiría aquel momento en una frase que nunca olvidé: «Prefiero vivir cinco años como un rey a cincuenta como un buey». 
 
Gracias a César Güemes conocí ese mundo asombroso, familiarizándome con sus personajes y episodios. En cada viaje a México me descubría canciones; rolas, las llamaba él. Íbamos a cantinas cutres y peligrosas a conversar sobre ellas entre humo de cigarrillos, vaciando botellas de nuestro tequila favorito, Herradura reposado. Así escuché hasta aprenderme de memoria Contrabando y traición, Pacas de a kilo, Lamberto Quintero, La banda del coche rojo y tantas otras, en la voz de Los Tigres del Norte –que también acabarían siendo amigos míos– y Los Tucanes de Tijuana. Me fascinaban los asuntos y el lenguaje, y así conocí y comprendí un México distinto al que endulzan los mariachis para los turistas. Un México duro y violento; pero que, a diferencia del de hoy, aún mantenía reglas no escritas pero rigurosas: honor a la palabra dada, respeto por las mujeres y los niños. Cosas así. Todo lo que desde hace demasiado tiempo se ha ido allí al carajo. 
 
Cuando decidí escribir La Reina del Sur, César guió mis pasos. Me acompañó a Culiacán, Sinaloa, presentándome a dos amigos que se quedaron para siempre en mi vida: el entrañable Julio Bernal y mi hermano culichi –mi carnal, dicen allí– Élmer Mendoza, hoy respetado escritor y patriarca indiscutible de la literatura norteña. Ellos me dieron acceso a las claves y personas necesarias, y a ellos iba a deber el éxito de la novela y sus adaptaciones televisivas. En agradecimiento los convertí en personajes del relato, reservándole a César el papel de narcotraficante. Y fue en ese punto cuando, una noche de muchas copas en el Don Quijote de Culiacán, le oí decir algo que no olvidé: «Toda mi vida, de niño, soñé con ser Batman». Así que, para complacerlo, introduje en la novela el personaje de César Batman Güemes que luego, en la serie protagonizada por Kate del Castillo, interpretaría el estupendo actor Alejandro Calva. Eso hizo a César, el auténtico, absolutamente feliz. Lo recuerdo serio y vestido de negro, a mi lado, muy en su papel cuando presentamos la novela en Sinaloa, con gente hasta en la calle y la primera fila ocupada por los narcos locales y sus señoras esposas, o lo que fueran. Sus morras, en lenguaje de allí. Fue una noche gloriosa, en la que un policía me amenazó de muerte y mis amigos lo amenazaron a él. Pero ésa es otra historia. 
 
Volvamos a César. Dije que llevaba heridas propias de una canción de José Alfredo, y es cierto. Una mujer sinaloense, su primera esposa, le había destrozado el corazón. Ignoro los motivos, pero era una historia clásica de traiciones, alcohol y cantinas que me contó, nunca del todo, entre copas y canciones. Tenía otra esposa dulce e inteligente a la que hacía muy desgraciada: demasiado alcohol, demasiados recuerdos amargos, demasiado rencor. Quiso César distanciarse del periodismo y hacer novelas, pues era un magnífico escritor, pero no consiguió la serenidad necesaria. Se hundió en el alcohol y el fracaso, perdió a la segunda mujer y arrastró su mala salud hasta que, hace unos días, un amigo común telefoneó para decirme que había muerto en un hospital de México. Esa noche le quité el precinto a la última botella de Herradura reposado que César me regaló, puse la canción Tu recuerdo y yo y me senté a beber en un lugar oscuro de mi casa, en silencio, brindando por su memoria. El sabor del tequila en la boca evocaba lo que me contó una vez en La Ballena de Culiacán, rodeados de fulanos peligrosos que mojaban el bigote en botellines de cerveza Pacífico: «Siempre que vengo a Culiacán me paro en la calle mirando a las mujeres, y cada una que pasa espero que sea ella, la que se fue. Pero nunca es ella, hermano». 
 
Y, bueno. A tu salud, querido Batman. Ahí nos vemos. 
 
8 de mayo de 2022

domingo, 1 de mayo de 2022

Una historia de Europa (XXVII)

Enviado Nerón ad penates, como se decía entonces, llegó a Roma el tiempo de los que podríamos llamar emperadores-soldados, porque procedían del ejército y eran respaldados por las legiones. Curiosamente, salvo excepciones, entre esa peña hubo más de bueno que de malo. Liquidada una guerra civil que en el año 69 enfrentó a los generales Otón, Vitelio y Galba, surgió una estrella llamada Vespasiano (veterano del Danubio y Palestina, apoyado por las legiones de Hispania) que resultaría un emperador bastante potable. Austero, sobrio en el comer y vestir al modo antiguo, Vespasiano moderó los excesos de lujo imperiales y emprendió una campaña de obras públicas destinada a dar trabajo a la gente. Su extensión del derecho romano hizo posible un estado más homogéneo y facilitó la llegada de hombres nuevos, procedentes de las provincias y las colonias, integrándolos en los oficios y dignidades imperiales. También organizó un sistema público de enseñanza, eximió de impuestos a médicos e intelectuales y fue el primero en destinar 100.000 sestercios anuales para pagar a los maestros. Eso sí: con él, duro soldadote, se acabó la ficción de que un emperador no era otra cosa que defensor de la antigua república romana. Eso ya no se lo tragaba nadie, así que terminaron los paños calientes. Para financiarse resucitó viejos impuestos e inventó otros nuevos, incluido uno sobre recogida de la orina, que tenía un uso industrial (El único reproche justificado que se le puede hacer es su amor al dinero, escribió el historiador Suetonio). El caso es que, desde entonces, los emperadores romanos se mostraron sin disimulo como eran: dueños del asunto. Dominus, dicho en bonito. Por lo demás, dispuesto tanto a moralizar Roma como a hacerla suya, Vespasiano purgó el senado de indeseables y corruptos, y también de desafectos a su persona, apoyándose en una clase rica y poderosa, formada en gran parte por senadores y millonetis hispanos. Del apoyo de esa oligarquía iban a salir varios emperadores, entre ellos los cinco más interesantes de este período: Tito (hijo de Vespasiano, había aplastado una rebelión en Palestina, destruyendo Jerusalén y dando lugar a la primera diáspora judía), Domiciano (pésimo militar pero excelente organizador de la administración del imperio), Trajano, Adriano y Marco Aurelio. En lo que a Tito se refiere, era un chaval razonable, generoso, que nunca firmó como emperador una sentencia de muerte. Estuvo poco tiempo, pero le pasó de todo: el Vesubio destruyó Pompeya y Roma se incendió otra vez. En cuanto a Trajano, es uno de mis emperadores favoritos no sólo porque nació en Itálica, Hispania, sino porque aunque ejercía de modo férreo el poder mantuvo excelente relación con el Senado. A él se deben las últimas colonizaciones hechas por las legiones, con una política exterior agresiva y conquistadora (aún lo conmemora en Roma la famosa Columna Trajana), mientras que en el interior mantuvo la paz social reduciendo impuestos y favoreciendo el interés público con una especie de despotismo ilustrado que podríamos llamar humanitas: un estado más o menos de bienestar, dentro de lo posible en esa época. Le sucedió otro hispano, Adriano, que pasó de una política exterior agresiva a una defensiva, aplastó otra sublevación en Palestina dando pie a la segunda diáspora judía, y (anécdota social curiosa) fue el primer emperata en aceptar de modo público la homosexualidad con los jóvenes. El último grande fue Marco Aurelio, claro. Con buena formación intelectual, practicante de la filosofía estoica, su libro Las Meditaciones es un extraordinario código moral y una joya de la cultura europea (Si no participas de la razón, has nacido esclavo). Aunque para conocer la Roma real de entonces, mucho más canalla, convenga leer los Epigramas de otro hispano, Marcial (No pido que no te follen, Lesbia, sino que no te pillen). Marco Aurelio vivió tiempos muy convulsos, como una pandemia que procedente de Asia (lo que parece nuevo sólo es lo olvidado) causó siete millones de muertos. También hizo frente a las primeras grandes invasiones del este de Europa: marcomanos, longobardos, germanos y sármatas se acercaban al Rhin y el Danubio empujando fuerte. El futuro y sus sombras tardarían en llegar, pero llamaban a la puerta; y a la muerte de Marco Aurelio, esa puerta iba a entreabrirla su hijo Cómodo (el villano de la película Gladiator): un megalómano criminal e incapaz (acabó estrangulado por un atleta del circo, lo que tiene su puntito), cuyo gobierno clavó el historiador Casio Dión con estas acertadas palabras: Su reinado marcó la transición de un reino de oro y plata a uno de hierro y moho. Aunque a finales de ese siglo II aún quedaba cuerda para rato, por el imperio romano empezaban a doblar las campanas. 
 
[Continuará]
 
1 de mayo de 2022

domingo, 24 de abril de 2022

De mujeres, truhanes y caballeros

Las mujeres, o algunas de ellas, se casan con los caballeros pero se enamoran de los truhanes. Leí eso hace muchísimos años, ya no recuerdo dónde, y se me quedó en la cabeza. O tal vez no lo leí de nadie, sino que lo escribí o lo dije yo mismo. Cualquiera sabe, a estas alturas. Lo que importa es que mía o de otro, como todas las generalizaciones, supongo que también esa resulta falsa, o inexacta, o exagerada. Pero esto no le quita, de algún modo, su puntito de verdad. Cuando vives lo suficiente, acabas comprendiendo que todo en la vida, hasta las mayores contradicciones o barbaridades, tiene ese puntito de verdad. Su lado por donde agarrarlas. 
 
Me acordé de eso ayer cuando, mientras ordenaba o destruía papeles viejos, encontré una hoja con membrete del hotel Bristol de Buenos Aires, donde me alojé al llegar a esa ciudad en mi primer viaje como reportero a la Argentina, a mediados de los años 70. El Bristol era un hotel agradable con vistas a las palmeras y sauces de la plaza San Martín, y en él nos instalamos un periodista francés, al que llamaré Philippe, y yo, mientras preparábamos un viaje a la zona más austral del país. Nos acompañaba, alojada en el mismo hotel, una señora muy atractiva, funcionaria del Estado en Ushuaia, que debía guiarnos en el viaje. El papeleo y la burocracia nos retuvo una semana en la ciudad, y no teníamos otra cosa que hacer que comer, cenar, tomar copas oyendo tangos, e irnos a bailar de vez en cuando. 
 
A la señora la llamaré Mirta. Era morena, simpática, muy agradable. Treintañera y casada con un militar o un marino. Yo tenía veintipocos años y no era insensible a su atractivo. Cuando salíamos a cenar o bailar los tres, ella me prestaba cierta atención. Yo estaba en la edad adecuada, era un chico razonablemente educado y cortés, mientras Philippe, por su parte, era un marsellés maduro, simpático pero vulgar. Grosero, incluso, en cierta clase de bromas. Le decía a Mirta inconveniencias que me sonrojaba escuchar. Cuando bailaba con ella la apretaba de modo tan inconveniente que la hacía sentirse violenta. Incluso le manoseaba el culo. Y una vez, estando ella de pie y él sentado, la agarró por un brazo y la hizo de un tirón sentarse en sus rodillas, lo que hizo que Mirta se enfureciera. Aquel día, lo recuerdo bien, estuve a punto de arrimarle una hostia al franchute. Yo estaba indignado con su actitud. Alguna vez se lo dije a solas, pero él encogía los hombros y se reía. Le importaba un carajo. 
 
Me debatía entre contradicciones. No era tímido en absoluto y llevaba tiempo rodando por el mundo; pero había reflejos automáticos, fruto de la educación y de lo que entonces yo consideraba sentido común, que se imponían. Cuando bailábamos, cuando conversábamos, Mirta me mandaba señales adecuadas, o así lo entendía yo. Pero era una señora casada, pensaba al mismo tiempo, y además formaba parte de mi trabajo. Me parecía inconveniente mezclar las cosas, violentar lo que yo creía eran las reglas; así que todo el tiempo procuraba mantenerme en los límites del decoro y no ir más allá. Portarme como un caballero, o como entonces yo suponía que era eso. Ni siquiera una noche que ella y yo paseábamos por la Costanera después de cenar, cuando le di fuego a un cigarrillo y acercó mucho el rostro a la llama del encendedor y al mío, no hice otra cosa que deslizarle un beso suave en la comisura de la boca, que ella acogió con una sonrisa dulce. Al día siguiente, tras pensarlo mucho, me disculpé como un idiota. Mi padre estaría orgulloso de mí, concluí satisfecho. Una señora casada, elegante, respetable y tal. Funcionaria del Estado. He quedado como un caballero. 
 
Dos noches después, subiendo a mi habitación, me encontré con Philippe saliendo de la de Mirta. Se sorprendió al verme, pero de inmediato compuso una sonrisa canalla, muy de las suyas, y me guiñó un ojo. «Salut, mec», dijo, y se alejó riendo. Saludos, chaval. Casi cincuenta años después recuerdo bien aquel guiño humillante, aquella risa y aquellas palabras. Fue una de las muchas lecciones que me iba ofreciendo la vida, y creo que resultó útil. Nunca volvieron a guiñarme un ojo ni a reírse de mí de aquella manera. Quizá de otras, claro, pero no de ésa. Cuando vives rodando por el mundo mochila al hombro, entre Philippes y Mirtas, acabas aprendiendo rápido. Comprendes, al fin, a qué se refiere Gloria Swanson en la película Esta noche o nunca cuando, tras pasar la noche con el apuesto Melvyn Douglas, susurra con un suspiro feliz a su mejor amiga: «Es un caballero… pero no es un caballero». 
 
24 de abril de 2022

domingo, 17 de abril de 2022

Una historia de Europa (XXVI)

Una película de romanos, o sea. Clavadito a una superproducción de Hollywood de las de antes. Así fue el Imperio del siglo I después de Cristo: emperadores, intrigas cortesanas, gladiadores, últimos días de Pompeya, Quo vadis Domine, legiones luchando en las fronteras, cristianos echados a los leones y demás elementos clásicos del género. Lo sabemos porque historiadores, filósofos, dramaturgos, poetas y escritores costumbristas dejaron extenso relato de todo aquello. Nunca la modernidad había llegado tan arriba, y el sello que Roma imprimió marcaría el mundo durante veinte siglos. La primera tanda de emperadores desde Augusto, vinculada a la misma familia, aportó personajes interesantes de ambos sexos, no siempre por sus virtudes: el viejo y detestado Tiberio, el populista y al fin majareta Calígula, que recibió un Imperio sano y acabó arruinándolo (en un año dilapidó 2.700 millones de sestercios), el sorprendente Claudio, de pasión insaciable hacia las mujeres pero ajeno a los hombres (eso dice el historiador Suetonio), el pelirrojo y contradictorio Nerón, adorado al principio y odiado al final, y también señoras de rompe y rasga como Livia, Mesalina, Agripina, Popea y alguna otra. Entre esa peña, propensa a intrigas familiares, incestos, envenenamientos y otras delicias domésticas, fue Claudio (que parecía el tonto de la familia) quien más aportó en grandeza estatal. Conquistó Britania, lo que no es ninguna tontería; y aunque el senado fue poco más que una herramienta en sus manos, pues hizo dar matarile a quien rechistaba (liquidó a 35 senadores y a 300 equites o caballeros, sin despeinarse), creó una administración moderna, sólida y estable en la que intervenían empleados de la casa imperial, pero sobre todo los llamados liberti, o libertos. Y eso de los libertos, ojo al dato, sería decisivo para Roma, pues eran antiguos esclavos manumitidos: preceptores, letrados, técnicos, gente eficaz que ocupó puestos importantes, enriqueciéndose hasta el punto de que algunos amasaron fortunas y, por su triple condición de ricos, influyentes y advenedizos, despertaron la envidia de la antigua y zángana aristocracia de sangre, que siempre que pudo los despreció e hizo la puñeta. Sin embargo, ser rico en Roma no era del todo una ventaja; pues cuando los emperadores iban tiesos de viruta, que era casi siempre, recurrían al truco de condenar a un senador o a un millonetis que les cayera gordo, confiscándole los bienes (La fuerza y la riqueza en los particulares son enemigas de los príncipes, escribió el historiador Tácito, que tenía buen ojo). De los emperadores de la primera época, quien aplicó el sistema confiscatorio con mayor crueldad fue Nerón, quizá el más famoso de todos ellos. Llegó al poder a los 16 años con buenas intenciones, aficionado a la técnica y la economía moderna, las obras públicas, el helenismo oriental, la cultura y los espectáculos no sangrientos (tuvo como preceptor y consejero a un brillante cordobés, el escritor y filósofo Séneca), y fue adorado por el pueblo, al que halagó en detrimento de los grandes y poderosos. Sin embargo, la necesidad de recursos para financiar la grandeza de aquella Roma en la que sinceramente creía acabó por llevarlo a un callejón sin salida, haciéndole saquear cuanto produjera ingresos al Estado. Su rapiña fiscal fue tan voraz que primero puso en contra a los ricos que pagaban la fiesta y luego al público en general, que empezó a verse sin pan ni circo. Llegaron entonces las conjuras, las represalias y el terror. Para rematar la cosa, el año 64 se incendió Roma. La oposición usó el asunto para azuzar al pueblo contra el emperador, y éste pasó la pelota a los cristianos, que andaban por allí reclutando gente y a los que Claudio había dado ya un toque de atención (eso de que el Reino de los Cielos fuese más importante que la Roma imperial no lo veía nada claro). El caso es que Nerón, en busca de chivos expiatorios, hizo que fuesen los cristianos quienes se comieran el marrón, desencadenando la primera gran persecución contra ellos. Pero ni así pudo solucionar los problemas: abandonado, paranoico, vio cómo los militares se sublevaban en las provincias y todo se le volvía insostenible. Tenía sólo 30 años cuando, despreciado por el pueblo, odiado por el senado, más zumbado que un cencerro, se suicidó haciéndose matar por un liberto secretario que, para más recochineo, se llamaba Hepafrodito. ¡Qué gran artista pierde el mundo!, fueron sus últimas palabras. O eso dicen. Después de aquello, el general Galba (un duro veterano apoyado por las legiones de Hispania) entró en la ciudad, ocupó la silla imperial y puso fin a la dinastía de Julios y Claudios que había hecho de Roma la nación más moderna y poderosa de la tierra. 
 
[Continuará]. 
 
17 de abril de 2022

domingo, 10 de abril de 2022

Una historia de Europa (XXV)

Y entonces, justo entre el día 1 antes de Cristo y el día 1 después de Cristo, en la provincia romana de Judea, lejos de una Europa y un Occidente en los que iba a influir como nadie influyó jamás, nació un hombre extraordinario llamado Jesús. Tanto se ha dicho y escrito sobre él que resulta imposible deslindar la verdad de la mentira, lo cierto de la leyenda y lo humano de lo divino. Eso dejémoslo a otros; que ellos aten, si pueden, tan difícil mosca por el rabo. Lo que para esta historia importa es que Jesús era judío, hijo de un carpintero, y que tras una infancia y una juventud oscuras, a partir de los 30 años, mostrando un carácter, una personalidad y un encanto extraordinarios, empezó a predicar lo que hoy conocemos por cristianismo o religión cristiana (del griego xristos, que significa ungido, o mesías). Se basaba la cosa en el amor al prójimo, la fraternidad del género humano, la existencia de una vida eterna tras la muerte (para la que la vida terrena sería sólo preparación), y la omnipresencia de un dios supremo, paternal y bondadoso, del que Jesús, sin cortarse un pelo, se proclamaba hijo. Y tan elocuente fue, tan persuasivo y magnético, que arrasó entre los suyos. A lo mejor sólo era un tío al que se le había ido la olla, o un manipulador muy listo, o un fulano que se creía de verdad lo que predicaba; o tal vez, simplemente, una buena persona. Posiblemente fuera esto último, pero lo que importa es que su discurso, nuevo en la historia de la Humanidad, funcionaba de maravilla. A los ricos ofrecía reparación, esperanza a los desgraciados y consuelo a todos. Lo seguían los pobres y hasta redimía a las prostitutas. Como entonces no había tele, ni radio, ni internet, predicaba en vivo, cara a cara. Y empezaron a seguirlo centenares y miles de personas. Eso no tardó en causar problemas, pues por un lado los sacerdotes de la religión judía oficial se indignaron con aquel muerto de hambre que les robaba la clientela; y por otro, los romanos, que eran quienes cortaban el bacalao, se mosquearon porque algunos seguidores de Jesús, que no comprendían su mensaje o lo interpretaban de otra manera, afirmaban que era el jefe que los libraría del yugo de Roma. De todas formas, y para ser justos, quien de verdad hizo la cama a Jesús fueron los curas de allí: el clero judío, fariseos, saduceos y fulanos de similar pelaje, que tragaban bilis negra cada vez que lo oían largar por aquella boca. Todo eso está muy bien contado (con adornos, fantasías y camelos, pero de forma interesantísima) en cuatro libros llamados Evangelios, o Nuevo Testamento, cuya lectura, además de divertida, conmovedora y fascinante, permite comprender buena parte de las claves remotas de la historia no sólo europea, sino universal. Y claro, la película acabó como tenía que acabar. Los sacerdotes le jugaron a Jesús la del chino, montándole un complot que ni los de Fantomas. Sin embargo, pese a las ganas que le tenían, ellos no podían condenarlo a muerte; así que le pasaron el marrón a los romanos, en concreto al gobernador imperial, que se llamaba Poncio Pilatos, asegurándole que aquel tocapelotas quería proclamarse rey. A Pilatos, práctico como todos sus compatriotas, le importaba un carajo la religión que predicara Jesús, sobre todo porque los romanos eran gente ecléctica que aceptaba toda clase de creencias de los países conquistados; y una más se la traía, dicho en corto, bastante floja. Sin embargo, para quitarse de encima a los sacerdotes judíos, dijo que allá ellos mismos con sus mecanismos, y organizó la primera Semana Santa. A Jesús, recién cumplidos los 33 años, lo crucificaron, etcétera. Lo han visto ustedes en el cine, en Rey de reyes y otras pelis. Unos dicen que resucitó a los tres días y otros dicen que no, y en eso no me meto. Lo importante es que antes de que le dieran matarile, Jesús había elegido a doce amigos especiales, los llamados doce apóstoles; y éstos, que mientras apresaban al maestro no se portaron precisamente como tigres de Bengala ni leones de Judea, después hay que reconocer que sí le echaron huevos a la vida, pues se dedicaron a recorrer la tierra predicando lo que les había enseñado. Algunos lo pagarían con la prisión y la muerte, pero la nueva religión, llamada cristianismo, creció imparable, convirtiéndose en el mayor prodigio religioso y cultural en la historia no sólo de Roma y Europa, sino del mundo conocido y por conocer. Contribuyó mucho la intervención de un judío ciudadano romano llamado Saulo, o Pablo, que no llegó a tiempo de ser uno de los compadres íntimos de Jesús; pero que al apuntarse luego al asunto dio al cristianismo una estructura y un vigor intelectual cuyos resultados, veintiún siglos después, aún tenemos a la vista. Pero, bueno. De eso hablaremos más despacio, cuando toque. 
 
[Continuará]. 
 
10 de abril de 2022

domingo, 3 de abril de 2022

Marruecos, tan cerca

Hace días, entre dimes y diretes respecto al Sáhara Occidental, escuché diversas declaraciones de políticos y ciudadanos sobre el particular. Desde el aplauso al espumarajo, cada cual opinaba conforme a su interés, razón o sentimientos. Fue interesante el debate, y participé en él con algunas viejas fotografías y artículos. Haber vivido un año en la colonia española, ser corresponsal en Argel y frecuentar la guerra del Sáhara –la de verdad, no el turismo en campos de refugiados– me daba derecho a recordar y opinar, cosa que hice. A repetir que mi corazón estará siempre con mis amigos saharauis. Con los vivos y con los muertos. 
 
Establecido eso, llamo la atención sobre algo que me dejó pensando: el deseo, sobre todo de algunos políticos de izquierdas y del público en general, de que en Marruecos caiga la monarquía, Mohamed VI se vaya a tomar por saco y allí reinen libertad, progreso y democracia. Deseos ésos que resulta difícil no compartir; pero que requieren notas a pie de página que, por lo visto, quien las conoce o intuye se guarda mucho de dar. Pero como el arriba firmante tiene una edad en la que ciertas cosas importan un carajo, voy a tocar esa tecla. Me pone, incluso. Lo de tocarla. 
 
Europa, o lo que aún llamamos Occidente, es un espacio político y cultural acribillado de achaques y goteras, camino del desguace. Como todos los imperios, tardará en llegar al momento o el siglo del finiquito, pero su destino es tan ineludible como la historia de la Humanidad. Sobre ese nido confortable de derechos y libertades, duramente conquistados durante siglos, caen ahora, de forma tanto pacífica como violenta, oleadas de pueblos más jóvenes, más desesperados y más hambrientos, que no se rigen por nuestras reglas sino por las suyas y que traen, a veces, dosis de rencor históricamente justificadas. Todo ello lo resume de maravilla, ahorrándome palabras, la afirmación todavía reciente de un radical islámico: Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia. 
 
Como todos los imperios, Europa, u Occidente, tenía centuriones que protegían las fronteras. Ellos nos hacían el trabajo sucio para mantener la calefacción a 22 grados. Pero eso se acabó, paradójicamente con el aplauso de una Europa donde esos centuriones tenían mala prensa. Las llamadas primaveras árabes, y cómo terminaron, fueron un aviso que no sirvió de gran cosa. Los europeos, o españoles, creemos que es mejor un mundo sin tiranos que con ellos, aunque nos vigilen la finca. Y es verdad. El problema es que eso plantea un rompecabezas de imposible solución: o tenemos finca y calefacción o no las tenemos. Nuestro mundo ya no será mejor jamás, porque hace tiempo que aquí perdimos el manejo inteligente de los mecanismos. Queremos vivir bien, pero criticando lo que nos hizo vivir bien. Eso es admirable, claro, siempre y cuando estés dispuesto a asumir las consecuencias. Pero no lo estamos. 
 
Hay un lugar que debería mencionarse más: el Sahel. Justo debajo de Marruecos y Argelia. A veces preguntamos qué hacen tropas francesas y españolas en Mali, tragando polvo entre saharianos y subsaharianos, y me gustaría saber por qué quien debe explicarlo no lo hace. Por qué nadie dice que la principal amenaza para Europa no es sólo Putin, sino también el Sahel y lo que allí se cuece: un islamismo violento, radical y despiadado, frente al que regímenes autoritarios como Argelia, monarquías como la de Marruecos, son nuestro baluarte defensivo, las legiones de nuestro ya maltrecho limes romano: unos hijos de puta que, por suerte para Europa y pese a los conflictos con ellos, todavía son nuestros hijos de puta. Cuando salten esos cerrojos, cuando Mohamed VI caiga entre el aplauso de quienes deseamos democracia y libertad para Marruecos –pese a los clichés, un pueblo de gente buena de la que podríamos aprender mucho los españoles–, la anhelada primavera marroquí puede acabar como otras que conocimos: con una guerra civil, y puede que con un régimen islamista. Con los curas de allí, una vez fuera de control –sabemos de lo que es capaz un cura con turbante, un Corán en una mano y un Kalashnikov en la otra–, predicando la Yihad en torno a Ceuta y Melilla y a quince kilómetros de las costas españolas. 
 
Y no digo, ojo con eso, que sea malo ver al rey de Marruecos disfrutando de su fortuna en el exilio de Suiza o en una villa de Mónaco. Me gustaría, sin duda. Les juro a ustedes que me da morbo. Pero a la hora de aplaudir o silbar a héroes o tiranos conviene saber lo que se hace, asumiendo las consecuencias. Comiéndose las duras y las maduras. Algo cada vez más difícil en esta Europa imbécil que ha sustituido bibliotecas por redes sociales, cultura por filantropía y razón por sentimientos. 
 
3 de abril de 2022

domingo, 27 de marzo de 2022

El caso del traductor recalcitrante

Aquel escritor no se lo explicaba. El misterio le hacía crujir la cabeza. Le quitaba el sueño. Era un novelista de éxito y sus obras se vendían en todo el mundo. Cada nuevo título era un best-seller que reventaba las listas de más vendidos. Cuando viajaba allí donde publicaba, las colas de gente en las firmas eran enormes y los medios informativos le prestaban mucha atención. Salía en la tele y en todas partes. Era un triunfador halagado por críticos literarios, seguido por cientos de miles de lectores, envidiado por sus colegas. Sin embargo… 
 
Ahí estaba, precisamente, el drama que lo desasosegaba. En Uredakke, un pequeño país báltico, caso único entre los cuarenta y siete que publicaban sus novelas, las ventas eran mínimas. Allí eran indiferentes a su obra. Los críticos literarios locales, hostiles al principio, habían acabado por ignorarlo. La editorial que lo publicaba era pequeña, modesta. Los anticipos por derechos de publicación resultaban mínimos, y aun así la venta de libros nunca cubría aquéllos. De una tirada de quinientos apenas se vendían pocas docenas. En resumen, el novelista no se comía una paraguaya. Económicamente era un desastre sin beneficio, pero le gustaba que sus novelas fuesen publicadas allí. Por eso las cedía casi gratis. Era un poco esnob, incluso un poquito gilipollas, y le satisfacía que en la extensa lista de países donde lo publicaban traducido –Taiwán, Birmania, Egipto, Croacia, Kazajistán– figurase Uredakke. Ni siquiera Vargas Llosa, Marías, Allende, Pérez-Reverte o Gómez Jurado publicaban allí. En eso les mojaba la oreja a todos. 
 
Pero el misterio persistía. Su última novela, La sexadora de pollos de Auschwitz, había sido un éxito mundial y Netflix preparaba una película. Sin embargo, al año de publicada sólo había vendido en Uredakke treinta y siete ejemplares. Al escritor se lo llevaban los diablos, pues no podía establecer la causa del fracaso. Juraba en arameo. Al recibir el ejemplar de cada edición uredaka contemplaba la bonita portada y abría el libro con avidez, intentando descifrar el enigma, pero era imposible. Podía leer las traducciones en inglés, francés, italiano y otras lenguas; pero aquel extraño idioma nórdico, vagamente emparentado con el finlandés, el sueco y el ruso (Tiveden ytterjödgal skäkerkfallen ulvsjo plasjvpòda, empezaba su última novela) era incomprensible para él. Tampoco conocía a nadie que lo hablase. En cuanto al traductor, un tal señor Vikavïskis, era otro misterio. A diferencia de otros traductores, nunca le consultaba ninguna duda. No tenían ningún contacto. 
 
Un día, el novelista conoció a un uredako: un inmigrante que trabajaba como fontanero y fue a su casa para una chapuza. Al advertir el acento extranjero preguntó de dónde era, y la respuesta le hizo dar un salto de alegría. Llevó al fontanero a la biblioteca, le sirvió una copa de coñac y un cigarro habano y puso en sus manos La sexadora de pollos de Auschwitz. «Le pago cien euros la hora si me lo traduce leyendo en voz alta», dijo. Aceptó el fontanero, encantado. Frente a él, en otro sillón, el novelista seguía la lectura con la edición original en español; y a medida que escuchaba y comparaba, la vista se le iba nublando. Tres horas después dijo «pare» al fontanero, le pagó trescientos euros y se echó a llorar. 
 
A partir de ahí fue fácil reconstruir los hechos. Bastaron unos mensajes intercambiados con los editores de Uredakke y un rastreo minucioso en las redes sociales para averiguar que todo era asombrosamente simple. El traductor, o sea, el señor Vikavïskis –profesor de literatura en un pueblecito de la costa báltica, por lo visto– profesaba un odio mortal al novelista. La causa de ese odio pertenecía a los secretos del corazón humano; pero lo indudable era que lo detestaba con toda su alma, y por eso procuraba destrozar deliberada y minuciosamente, con traducciones infames, todas y cada una de sus novelas. El resultado era un estilo literario rancio, casposo, adornado con resabios machistas y hasta homófobos, que convertía cada página en una sarta de disparates intragable. A modo de ejemplo, el comienzo de La sexadora de pollos de Auschwitz, que en español era: El día que sexó su primer pollo, la luz del alba iluminaba su feliz sonrisa –tampoco el novelista era Flaubert– aparecía así en la traducción: Hizo ella, con el pollo en la mano, una rimbombante mueca de femineidad matutina pero falsa aunque tal vez no pero quizás
 
(Igual creen ustedes que se trata de un relato inventado, pero les aseguro que es casi real. Ya lo señala el viejo dicho: Traduttore, traditore. El que más o el que menos, entre los escritores internacionales que conozco, se las ha visto alguna vez con un cabrón como el señor Vikavïskis). 
 
27 de marzo de 2022

domingo, 20 de marzo de 2022

Hombres

No es una palabra que viva su mejor momento: hombres. Por circunstancias que ustedes conocen perfectamente, hasta el término está puesto en cuestión. Según el contexto o quien lo utiliza, puede incluso ser peyorativo. Y no todo puede atribuirse a campañas de feministas radicales, a chiringuitos subvencionados que necesitan justificar su existencia, ni a simpleza de tontos y tontas del ciruelo, del chichi o de lo que corresponda. El machismo tóxico ha existido siempre, en todas partes. Y culpas milenarias, responsabilidades sociales, egoísmos, torpezas, crueldades, violencias, pasan hoy una factura a menudo merecida. En un mundo, o una historia del mundo, donde las mujeres son víctimas con demasiada frecuencia, la palabra hombres tiene una justificada mala prensa. Como escribí más de una vez, en ocasiones se avergüenza uno de serlo. También es cierto que a veces querría ver las tetas de Femen en Riad, Kabul o Bamako, por ejemplo, además de Madrid o París, donde hacen menos falta. Pero ésa es otra historia. 
 
Hoy quiero hablar de otros hombres. O tal vez de los mismos, pero en otras circunstancias. Y esto no me lo han contado, ni lo he leído, ni visto en la tele. Tendrán que creerme bajo palabra, porque apelo a mi memoria. Durante veintiún años trabajé en lugares donde los hombres en particular, o los seres humanos en general, se comportaban según lo mejor y peor de su naturaleza: la cruel simetría de un universo al que el bien y el mal son indiferentes porque tiene sus propias y frías reglas. Allí, observando, leyendo y aplicando lo que leía a lo que observaba, aprendí algunas lecciones útiles para vivir y envejecer, e incluso para morir. Fue ése el botín de mi vida, y con él escribo ahora novelas. Con él miro el mundo. La paz y la guerra. 
 
Estos días, ante una nueva guerra, no puedo evitar asociarla con mi memoria. No sé qué idiota dijo que ninguna guerra se parece a otra, pero quien lo hizo era evidente que había visto pocas o no las había mirado bien. De Troya a Ucrania sólo ha cambiado la forma técnica de arrasar ciudades y destruir vidas, pero la tragedia es idéntica, como lo son las atrocidades y heroísmos de que es capaz el ser humano: a veces la misma persona y a veces el mismo día. Héroes por la mañana y verdugos por la tarde, o viceversa. No me lo han contado, insisto. Lo he visto yo. 
 
Ésa es precisamente la cuestión. Entre el horror, la destrucción y la muerte veo imágenes que me hacen recordar y me conmueven. Mujeres decididas, fuertes, con hijos de la mano, que asumen con estoica entereza la misión de poner a salvo a sus familias. Niños que llevan en brazos sus osos de peluche o sus mascotas. Padres, maridos, hijos que los despiden, a veces blancos de miedo, angustiados porque ellos se quedan a luchar. A protegerlos. A cumplir con la obligación, impuesta o voluntaria, de pelear para defender casas, ciudades, vidas. De morir, quizás, mientras sus mujeres, sus hijos, sus ancianos, intentan ponerse a salvo. 
 
Fíjense en sus rostros: jóvenes, adultos. Ninguno nació para luchar, pero tienen que hacerlo. Es ley de la historia y de la vida. También hay mujeres que combaten, claro; siempre las hubo, pero fueron y son excepción. La inmensa mayoría son hombres: varones con toda la culpa colectiva que podamos atribuirles. Entre ellos hay buenos, honrados, decentes, y también canallas, ruines, maltratadores, miserables. La guerra los ha hecho camaradas, poniéndoles un fusil en las manos. Asumen su destino porque no les queda otra; y van a combatir, les guste o no. Van a ser héroes y cobardes, harán cosas prodigiosas e impensables y también sucias y terribles. Serán hombres en el sentido ancestral de la palabra, asumiendo su destino. Se redimirán protegiendo a la familia, a la tribu. El oculto jugador de ajedrez los reclama, y esta vez les toca a ellos pagar, con o sin culpa, el precio de los viejos privilegios masculinos. Ahora van a correr bajo el fuego, a pasar miseria, miedo y horror. Van a matar y a morir, como siempre ocurrió cuando ocurría. Mírenlos, por favor: cuando deben pagar el precio de ser hombres, lo pagan. Qué remedio. Y si es bien cierto que son a menudo despreciables, no los desprecien estos días. No hagan cierto lo que hace casi un siglo opinó un periodista y escritor alemán: 
 
Algunas mujeres ignoran lo que hay de grande y temible en el hombre. Nos ven demasiado jóvenes o demasiado viejos, nos ven agacharnos con dificultad, nos ven en paro forzoso, desorientados en este mundo, nos ven abrir sus puertas y sonreír, nos ven de cerca y… ¡Nada, no saben nada! 
 
20 de marzo de 2022

domingo, 13 de marzo de 2022

Una historia de Europa (XXIV)

A punto de moverse la bisagra que, al contar los siglos, separa las fechas a. C. y d. C., o sea, antes y después del nacimiento de Cristo, Roma era dueña del mundo entonces conocido. El imperio, establecido de forma sólida bajo Augusto y sus sucesores, gozaba de extraordinaria salud. El asunto consistía ahora en asegurarlo, pues la prosperidad romana atraía, como moscas a un panal de miel (y tal vez les suene a ustedes el asunto), tanto a inmigrantes pacíficos como a invasores violentos. Para más seguridad, Augusto quería llevar las fronteras (el limes, bonita palabra) del Rhin hasta el Elba, y sus sucesores siguieron dale que te pego: pacificada la Galia, establecieron provincias en las actuales Baviera, Suiza, Austria y Eslovenia. Después ocuparon el Danubio medio y reanudaron campañas contra los germanos, amenaza norteña a los que el historiador Tácito (No es misión de los dioses procurar nuestra seguridad, sino nuestro castigo) menciona como heer-mann, hombres de guerra: o sea, una panda de cabrones. Sin embargo, el avance hacia el Elba se paralizó cuando el jefe querusco Arminio (ciudadano romano, por cierto, que había mandado tropas auxiliares en las guerras de Panonia) se pasó por la piedra a tres legiones romanas, de las que no dejó ni los rabos, en el bosque de Teotoburgo. Aun así, percances aparte, Roma consolidó sus fronteras repartiendo leña o pactando con los pueblos bárbaros vecinos, de un modo que Apiano describió con buen pulso: Han situado alrededor del imperio grandes campamentos militares que custodian una extensión tan enorme de tierra y mar como si de una plaza fuerte se tratara. Para ese despliegue no había, naturalmente, suficientes romanos de pata negra, pues buena parte de ellos prefería dedicarse a otras cosas en vez de estar todo el día con el escudo y la lanza, vigilando que el bárbaro de turno no se colase por el Rhin, el Danubio o el Sáhara. Que le grite el centurión a su puto padre, decían. Así empezó algo que con el tiempo daría problemas, pero que entonces era buena solución: cada vez hubo más soldados de la periferia, incluso bárbaros reclutados en las fronteras mismas, que legionarios de origen italiano. Y lo mismo ocurría con los oficios duros o bajos, que se dejaban a los inmigrantes: tendencia habitual en todos los imperios que en el mundo han sido, y que según el historiador y filósofo Carlo Cipolla (apellido que tiene rima), siempre acaban contribuyendo a su decadencia (me parece que lo escribió él, aunque no me acuerdo bien). Pero hasta los tiempos oscuros de bárbaros y todo a tomar por saco faltaban todavía unos siglos; y la Roma de aquel momento, la de Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón y otros emperadores cuyas vidas contó Suetonio en sus Doce césares, era el non plus ultra de dinero y poderío. De robar al mundo, los romanos pasaban a ser productores, importadores y exportadores del mundo. Todos querían pertenecer al imperio o comerciar con él, y la viruta entraba a chorros. Eso dio pie a un auge científico y cultural de larga duración y enormes consecuencias, comparable al de Atenas en los buenos tiempos del cuplé. Un poeta genial llamado Virgilio compuso la única obra épica a la altura de la Ilíada y la Odisea, que es la Eneida; donde figuran, por cierto, dos de mis frases favoritas de la literatura universal: Nox atra cava circunvolat umbra (la oscura noche nos envuelve con su cóncava sombra) y Una salus victis nullam sperare salutem (la única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna). Pero no sólo Virgilio, claro. Horacio fue otro poeta latino enorme (Qué campo no atestigua / fecundado con sangre romana / nuestro furor), como lo fueron Ovidio (¿Quién, sino un soldado o un amante / arrostrará los fríos de la noche?) y el viciosillo Catulo (Por ti las vírgenes sueltan / el ceñidor del seno); y más tarde, Marcial, que fue quien mejor retrató la Roma cotidiana, los cotilleos y las desvergüenzas públicas y privadas (Cada vez que me pillas con un muchacho, esposa mía / me censuras y dices que tú también tienes un culo). Añadamos la intensa vida social, los espectáculos públicos y el teatro, donde autores como Plauto y Terencio llenaban las gradas, y el peso cultural de historiadores como los antes mencionados y el gran Tito Livio (Ab urbe condita); y también de pensadores y filósofos como el emperador Marco Aurelio, cuyas Meditaciones son un libro clave en la cultura occidental, o el estoico e influyente Séneca (nacido en Hispania, por cierto), preceptor del emperador Nerón y autor, entre otras muchas cosas, de unas Cartas a Lucilio que se cuentan entre las grandes obras de la filosofía y la literatura universal. No es bondad ser mejor que los peores, escribió el tío. Y también: Ocio sin letras es muerte y sepultura en vida. Así que, oigan. Pues eso. 
 
[Continuará]. 
 
13 de marzo de 2022

domingo, 6 de marzo de 2022

Matando al Minotauro (o no)

Como Teseo, estoy fuera del laberinto y debo entrar. Y luego, salir. Así que me pongo a ello. Busco en Google el enlace. No se trata de cambiar el sentido de mi vida, sino de rellenar un documento que me exigen si quiero subir a un avión. En vez de hacerlo en cinco minutos y en un papel, en el aeropuerto, debo hacerlo de forma telemática. Para mi comodidad, dicen los hijos de la gran puta. Así que me pongo a ello con el ordenador que tengo en la mesa. Escarmentado por experiencias anteriores, a modo de hilo de Ariadna he prevenido a un amigo que sabe de esto, Leandro –director de la revista literaria Zenda, que por cierto acaba de publicar novela–, al que previne con antelación, sabiendo con qué Minotauro me juego el pellejo. Si no he vuelto a tal hora, avisa a mi familia, etcétera. 
 
Tacatacatac, hace el teclado. Voy rápido en nombre y apellidos. Al principio parece engañosamente fácil, pero recuerdo al capitán Alatriste: hombre prevenido, medio combatido. Así que no me fío un pelo y avanzo cauto de casilla en casilla, esperando el sartenazo. Y en efecto: cuando en el requerimiento de nacionalidad escribo la palabra España, se vuelve roja la casilla y dice que nones. Pruebo con Spain, y tampoco. Hago la primera llamada a Leandro y le pregunto qué estoy haciendo mal. Prueba con una pestaña que hay arriba a la derecha, dice. Pruebo y se despliega una lista enorme de lugares: Bélice, Yakutia, Ruritania. Busca Spain y pincha, dice mi Ariadno. La busco y pincho. 
 
De pronto llego a un apartado que no sé qué es: PSC, pone. Nueva llamada telefónica. Pregunto qué es PSC y Leandro responde que no tiene la menor idea. Después, tras pensarlo, acaba diciendo que a ver si lo que me piden es la clave TT. Te llamo en un rato, concluye. Y cuelga. Me llama a la media hora –sigo delante del ordenador, mirando la pantalla– y dice que pruebe a ver si la clave es mi DNI. Lo escribo y la casilla se pone roja. Vete entonces al planner y pon tu número de teléfono, sugiere. ¿Qué cojones es el planner?, pregunto. A la izquierda, dice, arriba de la pantalla, tienes un icono. No tengo ningún icono, digo. Pincha en el retring, aconseja. No sé qué coño es el retring, respondo. Despliega el panel y busca un icono de color fucsia, sugiere. Abro panel, veo icono fucsia, pulso icono fucsia. El icono me pide, en efecto, un número. Escribo el número y llegan a mi teléfono un pitido y un mensaje: Su ZZpaf es 786CW23. Ya tengo el ZetaZetaPaf, le digo a Leandro, orgulloso de ir manejando jerga técnica. Mételo en la pestaña anterior, propone. Lo meto y se abre otra pestaña. Ya tengo la pantalla llena de pestañas. Ladran las pestañas, luego cabalgamos. 
 
Aunque mi gozo en un pozo: la pestaña exige ahora que introduzca el RD, y no tengo ni puñetera idea de qué es un RD. Telefoneo otra vez a Leandro, quien me informa de que se trata del Runner Code. Un código que el sistema exige para confirmar que eres tú y no tu prima Ofelia suplantándote. Y para qué, pregunto yo, iba a querer mi prima Ofelia suplantarme en un avión de Iberia. Pues no sé, replica, pero el RD está en una aplicación de tu teléfono móvil. Me extrañaría un huevo, respondo, porque mi móvil es un viejo Nokia sin acceso a Internet. En tal caso, deduce Leandro, tiene que estar vinculado a tu correo Gmail. Pues eso también lo veo crudo, señalo, porque mi correo es Yahoo. Entonces, dice, mete la contraseña de cuando abriste la cuenta. ¿Qué cuenta?, pregunto. La del navegador que te puso el informático que te dio de alta, responde. El que me dio de alta murió hace dos años de Covid, replico. Leandro se queda callado cinco segundos. Sal afuera y reinicia el proceso, concluye. 
 
Obedezco: salgo, reinicio, se borra todo y empiezo de nuevo. A veces me levanto, doy una carrera por la habitación, grito un par de blasfemias –los perros me miran asombrados– y vuelvo a sentarme y darle a la tecla. Dos horas y cuarenta y ocho minutos después, lo que totaliza cuatro horas y media de la mañana de un día laborable, llego a la guarida del Minotauro y me lo cargo. Después salgo de allí, exhausto pero triunfal, en posesión de un certificado que asegura que me llamo Arturo, que soy de nacionalidad española y que viajo a Lisboa. Eso es todo, o sea: casi lo mismo que pone en mi billete de avión. Le doy a la impresora para llevarlo encima, pues mi teléfono no sirve para eso; pero suena un pitido y en la pantalla aparece un mensaje: La impresora está desconfigurada. Entonces salgo al jardín y, soltando carcajadas como un demente, miro el cielo con avidez, reclamando el meteorito que termine de una vez con este disparate. 
 
6 de marzo de 2022