domingo, 24 de abril de 2016

Imágenes muy duras

Es cada vez más frecuente que los informativos de la tele, sobre todo TVE, antes de mostrar alguna imagen relacionada con alguna tragedia, dispongan que el presentador o presentadora pongan cara muy seria, hagan una pausa dramática, y acto seguido digan: «Les advertimos que las imágenes que van a ver son muy duras». Y cuando en casa, alarmado por la advertencia, el espectador se apresura a sacar a los niños de la habitación, tapar los ojos de su esposa y retener aire en los pulmones él mismo, apartando la vista de la pantalla o poniendo a mano una caja de kleenex, o bien, en otro tipo de sensibilidades, todo cristo en la casa se agolpa ante el televisor, expectantes, disfrutando de antemano con lo que suponen una orgía de violencia y sangre, el telediario de turno va y muestra desde muy lejos, en un video de aficionado, cómo un policía mata a un delincuente, o al revés, pegándole un tiro, con la precaución previa de haber pixelado, o emborronado, o como se diga, la pistola del policía y la figura del fiambre. O pasan las imágenes de casas reventadas por un atentado terrorista con sólo una manchita de sangre en el suelo. O un niño llorando ante una alambrada turca. Cosas así. Y después de haber emitido tan duras y bestiales imágenes, a salvo ya la conciencia social de la tele de turno, pasa el telediario y ya se pueden emitir, sin problemas ni sensibilidades heridas de nadie, una película de zombies antropófagos, la secuencia inicial de Salvando al soldado Ryan o a la heroica chusma lancera de Tordesillas acuchillando impunemente al desamparado toro de la Vega. 

No voy a preguntarme si nos hemos vuelto gilipollas, porque la respuesta ya la conozco. Y buena parte de ustedes, también. En efecto, nos hemos vuelto gilipollas. Y vamos a más. Pero incluso en la gilipollez hay grados y matices. Y en esto de la dureza de las imágenes televisadas, como en tantas otras cosas, nos estamos pasando varios pueblos y una gasolinera. Porque la vida -y me refiero a la vida real, no a la que algunos tontos del ciruelo se empeñan en vendernos como tal- es bronca de cojones. A lo mejor no es así en el metro de Barcelona, o en las terrazas de la Castellana, ni en la tomatina de Buñol. Vale. Yo me refiero a los sitios donde la vida está verdaderamente próxima a lo que es: un lugar incierto de horror y azar donde a cada momento puede salir tu número. Ese lugar, o sea, la vida tal como es, se encuentra lleno de imágenes duras, o muy duras, como dicen los de la tele. Lo que pasa es que no queremos verlas. Preferimos mantenernos en la nube aséptica mientras podamos, cerrando los ojos, o entornándolos, para no aceptar el hecho contundente de en qué mundo de mierda vivimos. Para no herir nuestra delicada sensibilidad. Y así vamos trampeando día tras día, empeñados en pasear por Disneylandia. Hasta que el ratón Mickey se levanta el refajo, grita Alá Akbar y nos vamos todos a tomar por saco. 

Y todo eso, señoras y señores, niños, niñas y militares sin graduación, conviene saberlo. Conviene recordarlo. Porque recordándolo vivimos prevenidos, atentos al pajarito, preparados intelectualmente para pagar el precio que la vida, a veces, o casi siempre, acaba por pasarnos como factura. Y saber que las bombas descuartizan, que con los tiros se sangra, que el rostro del dolor y la angustia poseen tal o cual matiz, que el cuerpo humano tiene dentro cinco litros de sangre que se vacían a toda leche, es fundamental para la conciencia del ser humano. Otra cosa es que los hijos de la grandísima puta que viven del escándalo, de restregar por la cara el espanto para convertirlo en cling-clang de caja registradora, deban ser controlados y vituperados cuando se pasan en su catálogo de basura barata. Pero estamos hablando de dos cosas distintas: del periodismo veraz, necesario, que obliga a mirar el horror cara a cara, frente al oportunismo mercenario que sólo busca rentabilizar casquería sin reparo (estoy autorizado a decir esto, pues en 1994 dimití públicamente de un programa de TVE cuando pasó de ser una cosa a ser la otra). De mis tiempos de reportero recuerdo las largas discusiones que, tanto en las guerras como en las redacciones, teníamos sobre este asunto. Y siempre prevaleció la necesidad de informar, sacudir conciencias, estremecer al espectador con la verdad de lo que ocurría; con el no siempre fácil equilibrio entre informar y mostrar, sin que eso fuera, o vaya, más allá de lo estrictamente necesario para que el espectador sepa, asuma y comprenda. Porque, a menudo, para reflejar el horror ni siquiera hacen falta cadáveres. Basta un plano de las botas de un reportero, después de un bombazo, dejando huellas de sangre en el asfalto. 

24 de abril de 2016 

domingo, 17 de abril de 2016

Una historia de España (LXI)

Y de esa triste manera, señoras y caballeros, después de perder Cuba, Filipinas, Puerto Rico y hasta la vergüenza, reducida a lo peninsular y a un par de trocitos de África, ninguneada por las grandes potencias que un par de siglos antes todavía le llevaban el botijo, España entró en un siglo XX que iba a ser tela marinera. El hijo de la reina María Cristina dejó de ser Alfonsito para convertirse en Alfonso XIII. Pero tampoco ahí tuvimos suerte, porque no era hombre adecuado para los tiempos turbulentos que estaban por venir. Alfonso era un chico campechano -cosa de familia, desde su abuela Isabel hasta su nieto Juan Carlos- y un patriota que amaba sinceramente a España. El problema, o uno de ellos, era que tenía poca personalidad para lidiar en esta complicada plaza. Como dice el escritor Juan Eslava Galán, «tenía gustos de señorito»: coches, caballos, lujo social refinado y mujeres guapas, con las que tuvo unos cuantos hijos ilegítimos. Pero en lo de gobernar con mesura y prudencia no anduvo tan vigoroso como en el catre. Lo coronaron en 1902, justo cuando ya se iba al carajo el sistema de turnos por el que habían estado gobernando liberales y conservadores. Iban a sucederse treinta y dos gobiernos en veinte años. Había nuevos partidos, nuevas ambiciones, nuevas esperanzas. Y menos resignación. El mundo era más complejo, el campo arruinado y hambriento seguía en manos de terratenientes y caciques, y en las ciudades las masas proletarias apoyaban cada vez más a los partidos de izquierda. Resumiendo mucho la cosa: los republicanos crecían, y los problemas del Estado -lo mismo les suena a ustedes el detalle- alentaban el oportunismo político, cuando no secesionista, de nacionalistas catalanes y vascos, conscientes de que el negocio de ser español ya no daba los mismos beneficios que antes. A nivel proletario, los anarquistas sobre todo, de los que España era fértil en duros y puros, tenían prisa, desesperación y unos cojones como los del caballo de Espartero. Uno, italiano, ya se había cepillado a Cánovas en 1897. Así que, para desayunarse, otro llamado Mateo Morral le regaló al joven rey, el día mismo de su boda, una bomba que hizo una matanza en mitad del cortejo, en la calle Mayor de Madrid. En las siguientes tres décadas, sus colegas dejarían una huella profunda en la vida española, entre otras cosas porque le dieron matarile a los políticos Dato y Canalejas (a este último mirando el escaparate de una librería, cosa que en un político actual sería casi imposible), y además de intentar que palmara el rey estuvieron a punto de conseguirlo con Maura y con el dictador Primo de Rivera. Después, descerebrados como eran esos chavales, contribuirían mucho a cargarse la Segunda República; pero no adelantemos acontecimientos. De momento, a principios de siglo, lo que hacían los anarcas, o lo pretendían, era ponerlo todo patas arriba, seguros de que el sistema estaba podrido y de que el único remedio era dinamitarlo hasta los cimientos. Y bueno. Tuvieran o no razón, el caso es que protagonizaron muchas primeras páginas de periódicos, con asesinatos y bombas por aquí y por allá, incluida una que le soltaron en el Liceo de Barcelona a la flor y la nata de la burguesía millonetis local, que dejó el patio de butacas como el mostrador de una carnicería. Pero lo que los puso de verdad en el candelero internacional fue la Semana Trágica, también en Barcelona. En Marruecos -del que hablaremos otro día- se había liado un notorio pifostio; y como de costumbre, a la guerra iban los hijos de los pobres, mientras los otros se las arreglaban, pagando a infelices, para quedarse en casa. Un embarque de tropas, con unas pías damas católicas que fueron al puerto a repartir escapularios y medallas de santos, terminó en estallido revolucionario que puso la ciudad en llamas, con quema de conventos incluida, combates callejeros y represión sangrienta. El Gobierno necesitaba que alguien se comiera el marrón, así que echó la culpa al líder anarquista Francisco Ferrer Guardia, que como se decía entonces fue pasado por las armas. Aquello suscitó un revuelo de protestas de la izquierda internacional. Eso hizo caer al gobierno conservador y dio paso a uno liberal que hizo lo que pudo; pero aquello reventaba por todas las costuras, hasta el punto de que el jefe de ese gobierno liberal fue el mismo Canalejas al que un anarquista le pegaría un tiro cuando miraba libros. Lo encontraban blando. Y así, poquito a poco y cada vez con paso más rápido, nos íbamos acercando a 1936. Pero aún quedaban muchas cosas por ocurrir y mucha sangre por derramar. Así que permanezcan ustedes atentos a la pantalla. 

[Continuará]. 

17 de abril de 2016 

domingo, 10 de abril de 2016

Un tipo duro

Una planta de oncología de un hospital no es el lugar más divertido del mundo. Sin embargo, el renacuajo está ahí, en su camilla, y las enfermeras y auxiliares sonríen, y a veces hasta sueltan una carcajada. También ríen otros pacientes. No pueden evitarlo. Leo tiene cuatro años y sobre el pijama lleva puesto un traje de espadachín, con capa, sombrero y espada de plástico. Una vez más, otro día de los pocos que hasta hoy ha vivido, el enano aguanta estoicamente las siete horas periódicas de quimio y radioterapia mientras espera -su familia y los médicos, en realidad, son quienes lo esperan- encontrar a un donante con una médula compatible. El crío no para en la camilla. Blande en alto la espada una y otra vez tirando ágiles estocadas al aire. Luchando contra enemigos imaginarios, o no tanto. Batiéndose contra el cáncer. Y a cada momento, como un mantra, una y otra vez, repite algo que -es demasiado joven para haberlo leído- alguien, un familiar, una enfermera, ha debido decirle: «No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente». 

A su lado están sus abuelos. Una pareja encantadora de médicos, que cuentan la historia de Leo. Un bebé prematuro de veintitrés semanas que logró sobrevivir peleando por su vida como un minúsculo jabato. Abandonado por su madre, una cría de 17 años a la que le gustaba coquetear peligrosamente con el alcohol, las drogas y los chicos, embarazada sin saber de quién. Incapaz de soportar la responsabilidad de ser madre soltera, en cuanto se recuperó del parto puso pies en polvorosa. Hasta hoy. No se ha vuelto a saber de ella. Tampoco es que sus padres la echen de menos. Los dos coinciden en afirmar que lo mejor de sus vidas es su nieto. Ese pequeño Alatriste que blande su espada de plástico en la camilla. Leo. 

Y son ellos, Carmen y Michael, los abuelos, quienes cuentan despacio, sonriendo con frecuencia, la heroica biografía del diminuto espadachín. Leo es un niño superdotado, que va a un centro educativo especial para niños como él. Asiste allí con puntualidad, menos cuando, como ahora, el intenso tratamiento médico lo deja hecho polvo. Y no es que carezca de fuerza de voluntad, sino al contrario. Nadie más vital, con más energía. Con más ilusión por ver, por conocer, por mirar. Por vivir. A los cuatro años de edad lee perfectamente, pues aprendió él solo antes de cumplir los tres. Tiene un vocabulario riquísimo y su sintaxis es perfecta. Habla el inglés con tanta naturalidad como el castellano, y entiende el francés. Le encantan los libros, hasta el punto de que es un lector rápido, inteligente y voraz. Y su bici. Y su monopatín. Y dibujar. También le gusta hacer chapuzas de bricolaje con su abuelo. Y adora la música, hasta el punto de que está aprendiendo a tocar la guitarra y la batería. Por no hablar de la naturaleza y los animales, claro. Su sueño es tener un burrito que se llame Platero, como el del libro que leyó hace poco. De momento tiene un perro, tres gatos y una iguana. 

No siempre va todo bien en el tratamiento. Leo está demacrado. Ha perdido peso, tiene vómitos y náuseas. Le han salido llagas en la boca. El impacto químico y radiológico es duro, pero también él lo es. A cada momento, en cada detalle, en cada gesto, aflora su instinto de supervivencia. Siempre que va al hospital pide que le pongan el traje de Alatriste, aunque a veces insiste en llevar debajo una camiseta del amor de su vida, su chica: Lisa Simpson. «Es la niña más lista del mundo -afirma rotundo mientras le brillan los ojos-. Y la más guapa. No es como otras nenazas, que sólo saben llorar». Y luego, volviendo a su espada, repite de nuevo: «No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente», hasta que se queda dormido. 

Clara, una chica que asiste como voluntaria, le lleva un libro del capitán Alatriste. Y al despertar hojean unas páginas juntos. «Genial», dice Leo, al reconocer la primera frase. Y al cabo de un rato, con la espada en las manos, se duerme otra vez. El duro descanso del guerrero, a la espera del siguiente combate por la vida. Le quedan dos meses de tratamiento, y después deberá recuperarse, a la espera de un donante; de la médula anónima que lo salvará. Ahora está tan débil que un simple resfriado podría matarlo. Es difícil predecir si vivirá o no. Saber si dentro de unos años, lejos ya de este campo de batalla, será el hombre más honesto o el más piadoso. Pero de lo que no cabe duda es de que es un niño valiente. 

10 de abril de 2016 

domingo, 3 de abril de 2016

Hoteles vivos y muertos

Entre mi trabajo de ahora y la vida que llevé, he pasado medio siglo alojándome en hoteles. Y los conocí de todas clases: antros miserables en Damasco, Jartum o Nairobi, donde las cucarachas te corrían por encima al apagar la luz, y lugares espléndidos, donde por la ventana contemplabas una bella ciudad colonial de Hispanoamérica, el golfo de Nápoles o la isla de San Giorgio de Venecia. Quiero decir con esto que poseo cierta memoria hotelera desde finales de los años 60 hasta ahora, y que en ella hay de todo, pensiones infectas y establecimientos míticos en los que entraba por primera vez con la emoción de haberlos admirado antes en libros y películas. 

Con el tiempo, algunos de esos hoteles se convirtieron en lugares habituales; residencias de ésas donde, si las frecuentas y vives lo suficiente, acabas viendo a camareros, mozos y botones convertidos en maîtres o recepcionistas. Eso crea vínculos estrechos y tranquiliza mucho, pues pocas cosas son tan gratas, para mí, como llegar a un lugar lejos del domicilio habitual, cansado del viaje, y que te reciban sonrisas conocidas e incluso amigas; gente en la que puedes confiar casi a ciegas, lazos de complicidad hechos de años de conversaciones, comentarios, confidencias de barra del bar o mostrador de recepción, propinas adecuadas y discretas, favores mutuos y cosas así. 

Se lo he contado a ustedes otras veces. Si todos, en general, tenemos cosas de las que sentirnos orgullosos, que nos enorgullecen, yo lo estoy del afecto y la lealtad, la amistad incluso, de ciertos hombres y mujeres que así conocí a lo largo de mi vida; más del respeto de un camarero que de un director de hotel, igual que uno prefiere el del sargento al del general. Esos espléndidos subalternos. Y a muchos de ellos, a veces con sus propios nombres, rendí homenaje en mis artículos y mis novelas. A algunos debo, incluso, favores personales o recuerdos magníficos. La lista es, para mi ventura, enorme: María José, la telefonista del hotel Colón de Sevilla; Maurizio, conserje del Danieli; otro conserje, Eric, que una noche me salvó de un apuro en el Negresco de Niza; Adolfo, el barman del Reina Cristina de San Sebastián... La relación sería interminable. Mis agradecimientos, infinitos. Ellos hicieron posible, y lo hacen todavía, los que aún no han muerto o se jubilaron, que esos lugares de paso fueran siempre, para mí, hogares agradables. 

El problema, cuando llegas a una edad, es que también los lugares, los hoteles en este caso, mueren o se jubilan. O cambian hasta lo desconocido. Algunos, cada vez más, ceden a la tentación de renovarse dejando de ser lo que son, y a veces eso mata la esencia de lo que fueron. Es cierto que los tiempos cambian, y que el mundo se adapta a lo que la gente, el cliente -ahora hasta Renfe e Iberia te llaman cliente en vez de viajero o pasajero- demanda en cada momento. Y hay cosas que ya no se piden, tal vez porque nadie las valora: el silencio discreto de un maître, la sonrisa veterana de un recepcionista, la callada eficacia de un buen barman. La tendencia es ir a lo fácil, chicos jóvenes cada seis meses antes de poner a otros, pagarles una miseria y simplificarlo todo hasta lo básico. Tampoco la clientela, como digo, exige ya otra cosa que elementalidad y compadreo barato. Tenemos el mundo que hacemos, y los hoteles que merecemos tener. Todo eso lo comprendo y acepto, pero no puedo evitar una punzada agridulce cuando veo desaparecer el espíritu de aquellos lugares tan queridos, así como a los hombres y mujeres que los hicieron posibles. Por suerte algunos permanecen, como el hotel Palace de Madrid; que gracias a su espléndido personal subalterno, desde los porteros hasta Luis, el impasible limpiabotas, mantiene la tradición de los grandes hoteles europeos de siempre. Otros cambian, encogen de estatura o son renovados, a veces con acierto y otras con dudoso gusto -el de quien se aloja en ellos-. Pero a veces los salva el magnífico personal que los atiende. Éste es el caso del hotel Colón de Sevilla, respetable clásico donde se vestían los toreros para la Maestranza, que hace años fue encomendado a un decorador que lo transformó en una especie de picadero gay. O el Rincón de Pepe de Murcia, mi hotel allí de toda la vida, donde al ir la última vez y ver la decoración creí que me había equivocado y entraba en un club de carretera, hasta el punto de que dije al recepcionista: «Espero no encontrarme una puta en la habitación». A lo que el veterano empleado, con sonrisa sabia e impecable, respondió: «No se inquiete, don Arturo. Hoy las tenemos a todas ocupadas». 

3 de abril de 2016