Ya les he contado alguna vez que me gusta Méjico. Me gustan el paisaje, la comida, el tequila y la gente. Allí te atracan, por ejemplo, y, con la Colt 45 apuntándote al entrecejo, un fulano con bigotazos va y te dice, muy suavecito: "Amigo, deme el reloj las tarjetas de crédito o se muere ahorita". No dice lo mato, o le pego un tiro, no. Dice se muere. O sea, que te mueres tú solo, y él no se hace responsable de nada. Incluso esos peligrosos policías que te dan el sablazo en un callejón oscuro con la cazadora cerrada hasta el cuello para que no veas el número de la placa-por ahí dice usté no mas cómo quiere salir del problemas-, y no aflojan hasta que sueltas de mordida el diez por ciento de la multa que nunca se propusieron ponerte, pueden llegar a tener su relativa gracia si lo cuentas luego ante una botella. La otra noche, en la esquina de Paquita la del Barrio, Antonio -el chofer que mi compadre Sealtiel Alatriste me presta a veces para callejear el DF sin que me atraque un taxista- pidió al estacionar el coche "veinte pesos, patrón, para la policía". Se los di, resignado a contribuir a las necesidades particulares de la madera capitalina. Y a la salida, cuando cinco tequilas más tarde regresé haciendo eses y canturreando Mujeres divinas seguido por dos fulanos que me pisaban la huella con evidentes intenciones, comprobé que la mentada policía no era el cuerpo de policía local, sino una policía concreta, o sea, una uniformada gorda con pistola enorme al cinto, que me sonrió y detuvo el tráfico para que nuestro coche pudiera salir, tras dirigir una mirada disuasoria a mis dos sombras, diciéndoles: busquen a otro, cuates, que este gachupín rumboso ya dio el cachuchazo y está en regla.
Quiero decir con todo eso que Méjico, si uno tiene el aplomo razonable y tiene suerte, es una aventura apasionante. Porque como dice otro amigo mío, el escritor y periodista Xavier Velasco -empedernido noctámbulo y golfo de cojones-, “comparado con esto, Kafka era un costumbrista provinciano”. Que se lo pregunten al fotógrafo de Reforma al que encañonó un atracador, y al decirle que trabajaba para ese diario, el otro lo pensó y dijo " pues tírame una foto, no más". Y entonces, en mitad de la calle y con la gente pasando por allí, el caco posó tranquilamente con la 44 magnum en alto y una pose chulesca, la otra mano en la cadera y sonrisa de oreja a oreja. "Si no la publican, te bajo a plomazos" advirtió antes de irse. La foto se publicó, por supuesto. Yo la he visto. En primera. Y a estas horas, el de la 44 es la estrella de su barrio. Méjico también es otras cosas. Es, sobre todo, la forma singular en que coexisten la crueldad la pobreza y el orgullo, a menudo en la misma gente.
Me encanta el relámpago que encabrita los ojos del camarero cuando un gringo imbécil -y no siempre los imbéciles son gringos- confunde su cortesía con sumisión. O como cambia el ambiente cuando, en un tugurio, unos tipos hasta arriba de pulque, y con más peligro que un sicario majara, meten mano a las navajas a los fierros para abrirte ojales suplementarios: "usted dijo o no dijo, señor, y en estas mismas lo trueno", etcétera. Y en ésas les ponen una botella de tequila sobre la mesa después que tú, con mucha mili mejicana en las conchas, pronuncies la fórmula que aquí nunca falla "soy extranjero y no conozco las costumbres, pero tengo mucho gusto en invitar a una copa a los señores". Y al final sales de allí vivo y a las tantas, con una castaña de órdago y media docena de nombres más -alias incluidos- en tu vieja agenda de viaje.
Fascina, sobre todo, la dignidad de los humildes, que de pronto surge incluso entre la violencia y la miseria. Hace unos días estaba a la puerta de una cantina de la plaza de Santo Domingo, mirando lo más infame y lo más noble que España trajo a América: el palacio de la Inquisición y las imprentas que ya funcionaban en el siglo XVII. En ésas se acercó una pobre mujer con una cesta. Vendía chocolate, y antes de que abriera la boca le di cinco pesos. Me miró muy seria "no estoy pidiendo, señor. Yo vendo mi chocolate". Me disculpé en el acto. Claro, respondí. Y con mucho agrado se lo compro. Pero ahora me incomoda llevarlo, así que guárdemelo para luego. Eso la convenció, y se fue toda digna con sus cinco pesos. Y me quedé pensando que quizá, de tener ocasión, esa mujer me habría robado la cartera a la vuelta de la esquina. Pero en Méjico, cada momento tiene su momento, y cada cosa es cada cosa. Y es bueno que así sea. A veces hay que cruzar un océano, sentarse a la puerta de una cantina en invertir la módica suma de cinco pesos para recobrar palabras y actitudes que en la madre patria -también los hijos de puta tienen madre; y las putas, hijos- parecen haberse esfumado hace mucho tiempo.
28 de enero de 2001
Quiero decir con todo eso que Méjico, si uno tiene el aplomo razonable y tiene suerte, es una aventura apasionante. Porque como dice otro amigo mío, el escritor y periodista Xavier Velasco -empedernido noctámbulo y golfo de cojones-, “comparado con esto, Kafka era un costumbrista provinciano”. Que se lo pregunten al fotógrafo de Reforma al que encañonó un atracador, y al decirle que trabajaba para ese diario, el otro lo pensó y dijo " pues tírame una foto, no más". Y entonces, en mitad de la calle y con la gente pasando por allí, el caco posó tranquilamente con la 44 magnum en alto y una pose chulesca, la otra mano en la cadera y sonrisa de oreja a oreja. "Si no la publican, te bajo a plomazos" advirtió antes de irse. La foto se publicó, por supuesto. Yo la he visto. En primera. Y a estas horas, el de la 44 es la estrella de su barrio. Méjico también es otras cosas. Es, sobre todo, la forma singular en que coexisten la crueldad la pobreza y el orgullo, a menudo en la misma gente.
Me encanta el relámpago que encabrita los ojos del camarero cuando un gringo imbécil -y no siempre los imbéciles son gringos- confunde su cortesía con sumisión. O como cambia el ambiente cuando, en un tugurio, unos tipos hasta arriba de pulque, y con más peligro que un sicario majara, meten mano a las navajas a los fierros para abrirte ojales suplementarios: "usted dijo o no dijo, señor, y en estas mismas lo trueno", etcétera. Y en ésas les ponen una botella de tequila sobre la mesa después que tú, con mucha mili mejicana en las conchas, pronuncies la fórmula que aquí nunca falla "soy extranjero y no conozco las costumbres, pero tengo mucho gusto en invitar a una copa a los señores". Y al final sales de allí vivo y a las tantas, con una castaña de órdago y media docena de nombres más -alias incluidos- en tu vieja agenda de viaje.
Fascina, sobre todo, la dignidad de los humildes, que de pronto surge incluso entre la violencia y la miseria. Hace unos días estaba a la puerta de una cantina de la plaza de Santo Domingo, mirando lo más infame y lo más noble que España trajo a América: el palacio de la Inquisición y las imprentas que ya funcionaban en el siglo XVII. En ésas se acercó una pobre mujer con una cesta. Vendía chocolate, y antes de que abriera la boca le di cinco pesos. Me miró muy seria "no estoy pidiendo, señor. Yo vendo mi chocolate". Me disculpé en el acto. Claro, respondí. Y con mucho agrado se lo compro. Pero ahora me incomoda llevarlo, así que guárdemelo para luego. Eso la convenció, y se fue toda digna con sus cinco pesos. Y me quedé pensando que quizá, de tener ocasión, esa mujer me habría robado la cartera a la vuelta de la esquina. Pero en Méjico, cada momento tiene su momento, y cada cosa es cada cosa. Y es bueno que así sea. A veces hay que cruzar un océano, sentarse a la puerta de una cantina en invertir la módica suma de cinco pesos para recobrar palabras y actitudes que en la madre patria -también los hijos de puta tienen madre; y las putas, hijos- parecen haberse esfumado hace mucho tiempo.
28 de enero de 2001