Hay una película francesa basada en una obra de teatro, llamada La cena de los idiotas. Cada comensal lleva un idiota a la cena, y de ahí arranca una serie de divertidas peripecias, con moraleja final: el idiota resulta ser mucho más inteligente y humano que los presuntos listos. Pero claro. Eso es el cine. En la vida real, lo que suele ocurrir es lo contrario: que un supuesto listo termina revelándose un perfecto idiota. Incluso, a veces, descubrimos en nosotros mismos una inmensa capacidad técnica para la idiotez.
No siempre es malo, oigan. Según las circunstancias, la idiotez puede ser inofensiva, divertida, incluso útil. Hay sujetos –algún idiota diría sujetos y sujetas– que con la idiotez propia se ganan la vida. Enchufas la tele, por ejemplo, y salen por docenas. Pero hay casos en que la idiotez resulta peligrosa, sobre todo cuando se combina con el poder, el dinero o la política. Ahí están los Estados Unidos de mi primo Bush, verbigracia: un país poderoso y normal –dentro de lo que cabe– que en manos de un idiota no sólo se ha vuelto idiota en su conjunto, sino que además exporta idiotez y nos ha vuelto idiotas a todos los demás. Y paranoicos. Y como la idiotez y la paranoia activa arrastran sus consecuencias, se ha logrado encima rizar el rizo: hacer que la idiotez paranoica se vuelva una realidad que se autoalimenta y engorda a sí misma, hasta justificarse de puro idiota. Bueno. No sé si me explico, pero sé muy bien lo que quiero decir. Y creo que ustedes también. Resumiendo: somos idiotas.
Lo que pasa es que, además de la idiotez importada, aquí tenemos la propia. Idiotas rotundos y lustrosos, de esos que tecleas la palabra idiota en el ordenador, le das a la tecla enter y sale su foto. Idiotas autóctonos, de pata negra. Es cierto que éste es un país difícil, esquinado, con muy mala leche, y no siempre resulta fácil distinguir a un idiota auténtico de un hijo de la gran puta. Por poner un ejemplo: cuando oyes a un comentarista analfabeto de Salsa Marciana o Tomate Rosa hablar de los compañeros reporteros de guerra muertos en tal o cual sitio, a veces dudas si te encuentras ante una idiota –o un idioto– o ante un hijo de la gran puta. Y en política, tres cuartos de lo mismo. O cuatro. Ahí el aire hijoputesco es abrumador; aunque la verdad es que, si uno se fija y pone voluntad, al final se aclara un poco. No es lo mismo una de esas resabiadas acémilas nacionalistas de sacristía y boina que se creen Astérix, que antes pedían leña y cerillas para quemar liberales y ahora piden tribunales y jueces para ajusticiar a su aire, que un tonto del haba que se masturba leyendo a Tomás Moro, o que se busca la vida como puede. Lo malo del asunto es que al otro hijoputa lo ves venir de lejos, y a poco que hayas leído un poco de historia o no sé, a Galdós, a Baroja, ya sabes a qué atenerte. El peligroso es el lelo. El idiota que te la endiña sin querer. Por las buenas. Por la utopía de una Arcadia feliz de aizkolaris o butifarra. O en plan más práctico, por un voto o un escaño de mierda.
Lo malo, como decía antes, es que a veces estos idiotas hacen más daño. Por alguna extraña ley de Murphy, prosperan en todas partes. Y no sólo en política. Alguna vez sostuve que nunca hubo, como ahora, tanto gilipollas diciéndonos lo que debemos o no debemos comer, fumar, vestir, conducir, votar. Tantos idiotas creando opinión, neo-historiando, pasteleando, cediendo la palabra a otros idiotas, apuntándose a esto o a lo otro por el no vayan a creer que soy tal o no soy cual, ojo, más de aquí, más de allá, más nacionalista, más demócrata que la hostia. A mí, que las vendo. Todo eso podría ser divertido, porque el espectáculo parece una tarde con los hermanos Tonetti. Lo malo es que la risa se te hiela cuando caes en la cuenta de que entre todos esos pichaflojas han conseguido de nuevo, por enésima vez en nuestra triste y desgraciada historia, lo que don Luis Mejías, hecho polvo, le contaba a Don Juan Tenorio: «Don Juan, yo la amaba, si / mas con lo que habéis osado / imposible la hais dejado / para vos y para mí…». Dicho de otro modo, que la vieja y noble palabra España vuelva a ser secuestrada por la derecha, y ésta se convierta en su administradora exclusiva, como ocurrió después del concilio de Trento, de la guerra de la Independencia, de la primera y de la segunda repúblicas. O para ser justos: a la derecha, o como carajo se llame ahora, se la han vuelto a regalar gratis, por el morro. La palabra España. Los idiotas.
26 de enero de 2004
No siempre es malo, oigan. Según las circunstancias, la idiotez puede ser inofensiva, divertida, incluso útil. Hay sujetos –algún idiota diría sujetos y sujetas– que con la idiotez propia se ganan la vida. Enchufas la tele, por ejemplo, y salen por docenas. Pero hay casos en que la idiotez resulta peligrosa, sobre todo cuando se combina con el poder, el dinero o la política. Ahí están los Estados Unidos de mi primo Bush, verbigracia: un país poderoso y normal –dentro de lo que cabe– que en manos de un idiota no sólo se ha vuelto idiota en su conjunto, sino que además exporta idiotez y nos ha vuelto idiotas a todos los demás. Y paranoicos. Y como la idiotez y la paranoia activa arrastran sus consecuencias, se ha logrado encima rizar el rizo: hacer que la idiotez paranoica se vuelva una realidad que se autoalimenta y engorda a sí misma, hasta justificarse de puro idiota. Bueno. No sé si me explico, pero sé muy bien lo que quiero decir. Y creo que ustedes también. Resumiendo: somos idiotas.
Lo que pasa es que, además de la idiotez importada, aquí tenemos la propia. Idiotas rotundos y lustrosos, de esos que tecleas la palabra idiota en el ordenador, le das a la tecla enter y sale su foto. Idiotas autóctonos, de pata negra. Es cierto que éste es un país difícil, esquinado, con muy mala leche, y no siempre resulta fácil distinguir a un idiota auténtico de un hijo de la gran puta. Por poner un ejemplo: cuando oyes a un comentarista analfabeto de Salsa Marciana o Tomate Rosa hablar de los compañeros reporteros de guerra muertos en tal o cual sitio, a veces dudas si te encuentras ante una idiota –o un idioto– o ante un hijo de la gran puta. Y en política, tres cuartos de lo mismo. O cuatro. Ahí el aire hijoputesco es abrumador; aunque la verdad es que, si uno se fija y pone voluntad, al final se aclara un poco. No es lo mismo una de esas resabiadas acémilas nacionalistas de sacristía y boina que se creen Astérix, que antes pedían leña y cerillas para quemar liberales y ahora piden tribunales y jueces para ajusticiar a su aire, que un tonto del haba que se masturba leyendo a Tomás Moro, o que se busca la vida como puede. Lo malo del asunto es que al otro hijoputa lo ves venir de lejos, y a poco que hayas leído un poco de historia o no sé, a Galdós, a Baroja, ya sabes a qué atenerte. El peligroso es el lelo. El idiota que te la endiña sin querer. Por las buenas. Por la utopía de una Arcadia feliz de aizkolaris o butifarra. O en plan más práctico, por un voto o un escaño de mierda.
Lo malo, como decía antes, es que a veces estos idiotas hacen más daño. Por alguna extraña ley de Murphy, prosperan en todas partes. Y no sólo en política. Alguna vez sostuve que nunca hubo, como ahora, tanto gilipollas diciéndonos lo que debemos o no debemos comer, fumar, vestir, conducir, votar. Tantos idiotas creando opinión, neo-historiando, pasteleando, cediendo la palabra a otros idiotas, apuntándose a esto o a lo otro por el no vayan a creer que soy tal o no soy cual, ojo, más de aquí, más de allá, más nacionalista, más demócrata que la hostia. A mí, que las vendo. Todo eso podría ser divertido, porque el espectáculo parece una tarde con los hermanos Tonetti. Lo malo es que la risa se te hiela cuando caes en la cuenta de que entre todos esos pichaflojas han conseguido de nuevo, por enésima vez en nuestra triste y desgraciada historia, lo que don Luis Mejías, hecho polvo, le contaba a Don Juan Tenorio: «Don Juan, yo la amaba, si / mas con lo que habéis osado / imposible la hais dejado / para vos y para mí…». Dicho de otro modo, que la vieja y noble palabra España vuelva a ser secuestrada por la derecha, y ésta se convierta en su administradora exclusiva, como ocurrió después del concilio de Trento, de la guerra de la Independencia, de la primera y de la segunda repúblicas. O para ser justos: a la derecha, o como carajo se llame ahora, se la han vuelto a regalar gratis, por el morro. La palabra España. Los idiotas.
26 de enero de 2004