domingo, 23 de febrero de 2020

El orden natural de las cosas

El orden natural de las cosas En el restaurante Martinho de Arcada, mi casa de comidas habitual en Lisboa (allí donde el espía Lorenzo Falcó cena con la vedette Rita Moura tras cargarse a un agente republicano en Alfama), comento con Nuno y Paulo, camareros y amigos desde hace mucho, las cosas que pasan en Portugal, en España y en el mundo. El veterano Nuno, que es pequeño, rubio y simpático, trae un vino del Alentejo estupendo y barato, que yo no conocía, y mientras me lo hace probar cuenta que el alcalde de Oporto acaba de proponer unir a Portugal y España en un solo espacio político. ¿Te imaginas?, dice. Y le digo que sí, que lo imagino. Es la vieja idea de la Unión Ibérica de Garret, Saramago, Maragall y Unamuno, que resucita de vez en cuando, o tal vez nunca muere. Sesenta millones de personas y dos economías coordinadas. Lo que seríamos juntos. Un sueño maravilloso e imposible. 

Algo más tarde, mientras paseo por la Baixa esquivando turistas anglosajones y japoneses, sigo dándole vueltas, pues me acuerdo de España y Portugal juntos como parte da orden natural das coisas, que decía Teófilo Braga, o del somos hispanos, e devemos chamar hispanos a quantos habitamos a Península hispânica de Almeida Garret. Y, bueno. Es difícil no hacerlo, cuando pienso en el poco peso de Portugal y España en las decisiones que se toman en Bruselas, donde los españoles somos con harta frecuencia el hazmerreír de Europa; en el detalle de que los dos idiomas tengan una similitud léxica del 89%; en que la economía de los países que hablan español y portugués represente un 14% del PIB mundial, y en el hecho encuestado de que casi la mitad de los españoles y más de la mitad de los portugueses verían con buenos ojos una unión ibérica de tipo confederal: una asociación coordinada y fuerte, como el Benelux con que Bélgica, Holanda y Luxemburgo fundaron lo que luego sería Comunidad Económica Europea. 

El iberismo es viejo como la historia de la península que le da nombre, y su historia es una larga sucesión de ocasiones perdidas. La más estrepitosa fue cuando Felipe II, que por herencia unió las coronas española y portuguesa durante sesenta años, en vez de desangrarnos en querellas europeas que nos importaban un carajo, no se llevó la capital a Lisboa, convirtiendo a la España y al Portugal de ambas orillas en una gran potencia atlántica unida, que le hubiera partido la cara a los anglosajones que tanto nos putearon a unos y a otros; y que, desde entonces hasta ahora, cada vez que han intervenido en Europa –acabamos de comprobarlo otra vez– ha sido para impedir su unión y reventarla desde dentro. 

No me hago ilusiones sobre el iberismo, por supuesto. Sé en qué mundo y en qué España vivo. Pero cada vez que piso Portugal no puedo evitar la melancolía de lo que podríamos ser y no somos; aunque el consuelo es que, si me gustan Portugal y los portugueses, tal vez sea porque se han mantenido aparte e incontaminados de lo que los españoles somos. Aun así no puedo sino lamentar que otra gran ocasión, cuando Isabel II se fue a hacer puñetas en 1868, el debate entre unión ibérica basada en unidad monárquica o en federación republicana acabase engullido por el caos en el que la irresponsabilidad española hundió la Primera República, y que la idea de unos Estados Unidos de Iberia se fuera al diablo bajo la restauración borbónica, para ser rematada por las dictaduras de Salazar y Franco; quedando, hasta hoy, como simple sueño sentimental e intelectual de unos pocos. 

Recuerdo a mi añorado Pepe Saramago conversando sobre eso con aquel lúcido pesimismo suyo, tan portugués, tan español, que era su marca de agua: la imposibilidad del iberismo unionista clásico, incluso de una federación a palo seco, pero sí el campo abierto al iberismo confederal, suma de fuerzas para levantar la voz a una Europa de mercachifles que nos ningunea y se ríe en nuestra cara. No es en los mezquinos nacionalismos centralistas o periféricos donde habría que buscarlo –al contrario, son sus peores enemigos–, sino en la búsqueda de objetivos comunes por encima de la cochina división entre derechas e izquierdas, conservadores y progresistas. Nuestra España, que para su vergüenza vive de espaldas a Portugal, tiene mucho que aprender de un país y una gente que se están sabiendo reinventar a sí mismos y se modernizan de forma asombrosa. Imaginemos lo que sería esa Iberia unida, concertada, bien comunicada, con una capital alineada, o incluso compartida, en un eje Lisboa-Madrid-Barcelona, por ejemplo. Una Unión Ibérica de ciudadanos libres, solidarios y responsables es sin duda una utopía imposible, conociéndonos a los españoles. Pero convendrán conmigo en que es muy hermosa. 

23 de febrero de 2020 

domingo, 16 de febrero de 2020

La fiesta del cine no es tanta fiesta

Permítanme hoy dejar claras un par de cosas para quienes leen mal o no les interesa leer bien lo que leen. Hace unas semanas, después de ver por la tele la gala de los premios Goya al cine español, expresé en Twitter mi choteo ante el espectáculo, que incluía la eterna y reiterativa demanda de subvenciones al Estado; de más dinero, como había dicho antes alguno de los protagonistas, para la urgente prioridad de «hacer más cine antifascista». Etcétera. 

Como esperaba, mi comentario no fue del agrado de todos. Algunos directores o actores me lo reprocharon con razones respetables; mientras que ciertos paniaguados del cine –en el sentido literal de la palabra– me pusieron como chupa del dómine Cabra, achacándome una doble moral: el caradura de Reverte critica las subvenciones tras haberlas recibido para las películas basadas en sus novelas, que son muchas. Ignorando, o quizás olvidando, que nunca recibí una subvención del Estado, que quienes las reciben son los productores, que a mí quien me subvenciona son mis lectores en cuarenta países, y que a los agentes literarios, cuando venden derechos de un autor al cine, les importa un carajo si quien desea comprarlos se financia con subvenciones estatales o con la herencia de su tía Ágata. Olvidando también que dos de las películas basadas en mis novelas –El capitán Alatriste y La novena puerta hecha por Polanski– no tuvieron subvención y fueron exitazos de taquilla. Olvidando, además, que cuando voy a presentaciones y ferias de libros en el extranjero lo pagamos mis editores o yo, nunca el Estado; y que si doy una conferencia en un colegio o institución pública, lo hago gratis. Y olvidando, en fin, que cuando alguien me contrata para una novela, una serie de televisión, un comisariado de exposición o lo que sea, cobro por mi trabajo según el valor de mercado de éste. Que es alto, en efecto; pero que nadie me regala por parentesco, por chupapollas ni por carnet de afiliado; entre otras cosas porque ni siquiera a la Asociación de la Prensa me afilié en mi puta vida. 

Dicho todo eso, y pues me tocan el trigémino, van a permitir que diga lo que pienso de los Goya –con conocimiento de causa, porque gané uno–. Y lo que pienso, después de treinta años de festivales de San Sebastián y películas hechas por amigos o por gente que me da igual, es que la fiesta del cine español no es tanta fiesta como parece. Habría que recordar que quienes eligen a los premiados no son los espectadores sino los miembros de la Academia de Cine; o sea, los socios de un club privado que se premian entre ellos. Y que, por muchas alabanzas y aplausos que veamos en el escenario, los resultados de taquilla, es decir los gustos del público, pocas veces coinciden con los de esa Academia. 

Hay, en mi opinión, dos factores que a menudo dañan de modo injusto el cine en España. Uno es que, junto a la excelente calidad de numerosos directores, técnicos y actores –hay películas estupendas–, contrasta la mediocridad de otros, y también el exceso de intérpretes a los que, o no te los crees, o no se les entiende cuando hablan. La otra es la intensa –suicida, diría yo– politización que un sector del cine español ha impuesto a éste, insultando las ideas o la inteligencia del público. Eso pone en contra a buena parte de la taquilla potencial, irritada además por el reclamar constante de gente guapa, famosa, que pisa vestida de gala la alfombra roja, pero que cuando abre la boca parece hacerlo para pedir un dinero que luego, con su trabajo y resultados, justifica o no justifica en absoluto. 

Además, no es verdad que las ayudas sean pocas. Con la inversión obligatoria de televisiones y plataformas, el apoyo al cine alcanza 100 millones de euros; a lo que, si añadimos 40 millones de subvenciones directas y deducciones fiscales que llegan a 60 millones, resulta que cada año el cine se ve regado con 200 millones de mortadelos que todos los españoles, sin distinción de ideas o ideologías, le damos para que haga películas; una olla en la que todo cristo moja pan –los productores grandes, los primeros–, y con la que se hacen películas buenas, mediocres y también muy malas: doscientas al año, algunas de las cuales no se estrenan o logran recaudaciones ínfimas. Mientras que, por ejemplo, si se destinase la mitad a ayudar con criterio a nuevos directores y gente prometedora, que eso sí es invertir bien, con el resto aún podrían hacerse 25 películas grandes al año, con presupuesto de 4 millones cada una. O sea, una buena película cada dos semanas. E incluso, puestos a ayudar de verdad, destinando una parte a cursos de dicción e interpretación para actores más o menos jóvenes. Así se evitaría que en las salas de cine, en cuanto suenan los diálogos en ciertos tráilers, se oiga a algunos espectadores comentar «española» en un tono que nada bueno augura para el estreno y la taquilla. 

16 de febrero de 2020 

domingo, 9 de febrero de 2020

Voluntarios para morir

Algunos la detestan, pero allá cada cual. Es más ignorancia que otra cosa, supongo. 10.000 muertos y 35.000 heridos en un siglo de historia son cifras a respetar. A usted puede gustarle mucho la Legión Española o gustarle poco, pero lo que no podrá negar es su hoja de servicios. Desde su fundación en 1920, los españoles y extranjeros que sirvieron en sus filas escribieron páginas de heroísmo, abnegación y servicio a España, o a la idea de España que se les impuso según las distintas épocas. Supieron ser buenos soldados y obedecer, incluso cuando les costó la vida. Disciplinados y orgullosos de serlo, mercenarios en sus comienzos, distinguidos en la guerra de Marruecos, implacable punta de lanza de la República en Asturias y del ejército franquista en la Guerra Civil, combatientes en Ifni y el Sáhara, los legionarios –30 laureadas y 223 medallas militares– evolucionaron con los tiempos hasta convertirse en la tropa de élite que son ahora, agrupación de hombres y mujeres presente en tantas misiones internacionales de paz. 

Poco tiene que ver la Legión de hoy con la de hace un siglo. Sin embargo, la recuerda e imita en lo mejor que aquélla tuvo: valor, disciplina, desprecio a la propia vida. En estos tiempos de charlatanería buenista, de besos con lengua y violonchelistas tocando Imagine, los legionarios siguen siendo voluntarios para morir cuando se les exige, que se dice fácil. Y eso no me lo ha contado nadie; lo he visto en el Sáhara y en Bosnia –23 muertos–, donde estuve con ellos. Incluso los políticos que hace tiempo prometían disolver el Tercio acabaron respetándolo por la sangre derramada, la lealtad y el sacrificio. 

Pocos hechos reflejan lo que acabo de decir como el llamado Blocao Malo o de la Muerte, próximo al monte Gurugú, que para los legionarios sigue siendo norma de conducta y ejemplo que mencionan con orgullo. Sucedió en Marruecos en 1921. Guarnecido por tropas disciplinarias –veinte hombres enviados como castigo al lugar más peligroso–, fue atacado por una enorme masa de enemigos rifeños. Al enterarse de que la guarnición estaba a punto de sucumbir, el jefe de la unidad más cercana, que era de la Legión, pidió permiso para socorrerla. Se le denegó por el riesgo de que perecieran todos; y entonces el oficial, avergonzado por dejar sin ayuda a los del blocao, pidió a su gente voluntarios para morir. La unidad completa dio un paso al frente, y de ella se eligió a los que no tenían mujer e hijos o dijeron no tenerlos: un cabo y catorce legionarios. Y de noche, caladas las bayonetas, los quince hombres emprendieron la marcha, cruzaron las alambradas, atravesaron luchando cuerpo a cuerpo la masa de atacantes enemigos y entraron en el blocao llevando con ellos a dos compañeros heridos en el exterior, cuando los defensores, casi todos muertos o heridos, estaban a punto de sucumbir. 

Resueltos a tomar el reducto, los rifeños mandaron oleada tras oleada de atacantes, apoyados por el fuego de un cañón. Pelearon los legionarios a oscuras, sólo iluminados por los fogonazos de los disparos y el resplandor de las bombas de mano. Lucharon como fieras, cayendo uno tras otro. Y a las dos de la madrugada, sin municiones y mientras los supervivientes calaban bayonetas para encarar el último asalto, el cabo ordenó a dos de ellos abrirse paso para pedir refuerzos o, al menos, informar de lo ocurrido. Después los atacantes penetraron en el reducto, y los últimos supervivientes, tras defenderse al arma blanca, fueron pasados a cuchillo. Y cuando a la mañana siguiente llegaron al fin sus compañeros a socorrerlos (A la voz de «a mí La legión» acudirán todos, y con razón sin ella socorrerán al compañero en peligro, decía entonces el código del Tercio) allí sólo había legionarios muertos, rodeados de docenas de cadáveres enemigos. 

Ésa es la antigua historia que todavía los legionarios cuentan con veneración. No son ya, por fortuna, tiempos de blocaos de la muerte, ni de aventureros o desesperados que se alistaban en la Legión para escapar a la desgracia o la Justicia, ganándose con sangre un nombre nuevo y una vida distinta. Pero ahí permanecen: diferentes, eficaces, modernos profesionales integrados en el tiempo y la España que les ha tocado vivir. Voluntarios con nuevos y nobles desafíos: misiones vinculadas al humanitarismo y la paz. Y creo que es bueno que sigan ahí, con su orgullo y su lealtad. Con su centenaria memoria. Porque, aunque nos esforcemos en ocultarlo, u olvidarlo, la vida, que tiene sus propias reglas, de vez en cuando exige a ciertos seres humanos que sepan morir sin protestar, con decoro y sencillez, como es debido. Y ellos saben. 

9 de febrero de 2020

domingo, 2 de febrero de 2020

Libros que nunca leeré

Es una tarde tranquila de invierno, con manchas de sol bajo los árboles. Camino cuesta Moyano abajo, deteniéndome en las casetas de libreros de viejo que a esta hora están abiertas. Son pocas, y eso me entristece. Un día con buena temperatura, una hora agradable, y no hay casi nadie aquí. Me detengo a mirar en los mostradores, converso con los libreros. En todos encuentro pocas esperanzas de que esto sobreviva. Una curtida veterana dice «nos quedan dos telediarios», y comparto su pesimismo. Acabarán poniendo aquí, supongo, bares de tapas y puestos de artesanía perroflauta; y entonces, estoy seguro, el lugar se pondrá hasta arriba. De momento, la falta de interés del público, la indiferencia de los políticos, los tiempos que corren, sentencian a medio plazo esta joya de la cultura madrileña; este paraíso de los lectores donde, por el precio de un par de cañas, puedes llevarte, si afinas eligiendo, dos o tres buenas ediciones de libros estupendos. Aquí no valen milongas de que un libro es caro. Mientras existan lugares como éste, quien no lee no es que no pueda. Es que no quiere. 

Soy viejo cazador de libros, con modales e instintos de serlo. Así que esta tarde, como siempre, me muevo por los puestos con el ojo atento y los dedos rápidos para llenar el zurrón, tan dispuesto como cuando hace cincuenta años llegué a Madrid y empecé, libro a libro, a construir la trinchera en la que vivo y sobrevivo: la biblioteca que creció poco a poco, primero para reconstruir la de mis abuelos y mi padre, y luego haciéndola más personal y propia. La que me permitió comprender el mundo complejo y violento por el que caminé desde muy joven, y que ahora, multiplicada en centenares de estantes y miles de libros, me permite digerir cuanto viví. La que, combinada con lo que recuerdo e imagino, me ayuda a contar historias e interpretar el mundo. Incluso, a soportarlo cuando no me gusta. Esa biblioteca que es lugar de trabajo, refugio y, como dije muchas veces, analgésico; de ésos que no eliminan las causas del dolor, pero ayudan a soportarlo. 

A esta edad es puro instinto, como digo. Necesidad compulsiva, aunque ya tenga ese o aquel título en una edición distinta. Leer el papel viejo que leyeron otros ojos, tocar las tapas ajadas por otras manos, llenar la bolsa de lona que suelo traer cuando vengo aquí: Círculo de Lectores, Editorial Molino, Colección Reno, Austral, etcétera. Ya no siento, por supuesto, la emoción de los primeros años; esa vibración casi física de dar con un título buscado o descubrir otros que me guiñaban un ojo polvoriento, prometiendo formar parte de mi vida e incluso cambiarla: El diablo enamorado, Cuadros de viaje, La flecha de oro, Vidas paralelas, Sistema de la naturaleza, El buen soldado… Pero el impulso, la necesidad de acumular libros como una urraca objetos brillantes en su nido, se mantienen inalterables. Sigo cazando rápido, apasionado, gozoso. Luego, en casa, vaciaré la bolsa del botín para situar cada uno en el lugar y la compañía que le corresponde. Como esos cuatro de Graham Greene que acabo de comprar por diez euros aunque ya los tengo en otras ediciones, sólo porque el ex libris que llevan pegado hace pensar que su propietaria –una mujer tal vez ya muerta– fuese quien fuera, sonreiría consolada si me viese rescatarlos. 

A veces, alguien que ve mi biblioteca pregunta si he leído todos esos libros. Y la respuesta siempre es la misma: unos sí y otros no; pero necesito que estén todos ahí. Una biblioteca es memoria, compañía y proyecto de futuro, aunque ese proyecto no llegue a completarse nunca. Una biblioteca amuebla una vida, y la define. Raro es no advertir el corazón y la cabeza de un ser humano tras un repaso minucioso a los libros que tiene en casa, o que no tiene. Por eso no me lamento por los que no llegaré a leer. Cumplen su función incluso quietos, silenciosos, alineados con sus títulos en los lomos. Puedo abrirlos, hojearlos, recorrerlos despacio, meterlos en la mochila para un viaje. Y aunque muchos no llegue a leerlos jamás, habrán cumplido su misión. Su noble cometido. Cuando comprendí que nunca leería todos los libros que ansiaba leer, y acepté esa realidad con resignada melancolía, cambió mi vida lectora. Se hizo más plena y madura, del mismo modo que, en la primera guerra que conocí, asumir que yo también podía morir cambió mi forma de mirar el mundo. Los libros que nunca leeré me definen y me enriquecen tanto como los que he leído. Están ahí, y ellos saben que lo sé. Si sobreviven al tiempo, al fuego, al agua, al desastre, a la estupidez del ser humano, un día serán de otro. Y lo serán gracias a mí, que tuve el privilegio de rescatarlos de sus miles de naufragios y unirlos a mi vida. 

2 de febrero de 2020