Lo vi escrito con rotulador grueso, hace unos días, en uno de los muros de El Escorial: Manolo y Miriam estuvieron aquí el 6-8-93. Ignoro quiénes son los tales Manolo y Miriam, y por qué el hecho de que estuvieran allí y no en otro lugar merecía ser inmortalizado ensuciando estúpidamente una fachada de piedras venerables. Sin embargo, basta echar un vistazo alrededor para comprobar que cantidad de personas armadas con rotulador, spray u objeto inciso-punzante, el hecho de estar en tal o cual sitio, o en un sitio cualquiera, les parece solemnidad suficiente como para que el resto de los mortales nos enteremos de su nombre o de sus opiniones.
Nada tengo contra la libertad de expresión, yo que además soy periodista. Ni tampoco contra la libertad de afirmación personal. Pero amo algunos edificios, algunas calles, algunas viejas piedras y algunos paisajes por conservarse tal como son y tal como fueron. Por eso me fastidia sobremanera, cuando voy a su encuentro, encontrarme sobreimpresos, a golpe de spray o rotulador, los nombres, los pensamientos o las chorradas de individuos, a menudo anónimos, que maldito lo que me importan.
Hay un ministro francés de la Francia que propuso en fecha reciente subvencionar una exposición sobre grafitis y pintadas callejeras, desde el metro hasta los monumentos históricos, argumentando que también eso es arte y es cultura. Y recuerdo haber oído en la radio glosar semejante gilipollez a un representante de cierto ayuntamiento español de la España, jaleando tímidamente la idea, prudente pero dispuesto a no parecer, por si menos moderno y dinámico que el franchute. Claro, sí. Reconozco que la contracultura también es una forma de cultura, farfullaba el fulano. Y ahí quedó la cosa.
Lo peor, se dice uno cuando escucha a semejantes sopladores de vidrio, no es la barbarie de los ignorantes o estúpidos, a quienes siempre es posible educar o inspirar sentido común. Lo malo en este tipo de cosas es la demagogia de whisky de medianoche -es rentable erigirse en apóstol de lo marginal desde la mesa de un bar caro y de moda- y el coro de cantamañanas que se apunta a un bombardeo con tal de salir en la foto, por si las moscas.
La cultura, creo, es un todo común que no se parcela en patrimonio de unos o de otros, y lo que atenta físicamente contra cualquiera de sus manifestaciones no se llama cultura, sino barbarie. No hay justificación alguna para el hecho de que unas piedras, un edificio, un cuadro, un lugar, hayan sobrevivido a los siglos y a los hombres, y de pronto llegue alguien con su spray y nos cuente con letras de dos palmos que a él Felipe González se la machaca, que Volkswagen está en lucha, que José Antonio presente, que si los curas y frailes supieran, que a Blackshit la sociedad le importa un carajo, o que el imbécil de Manolo y su prójima estuvieron aquí. Todas ésas son opiniones, pero no son cultura. Y que las pongan en mi conocimiento utilizando la fachada de la catedral de Burgos, un fresco románico, el Parque Güell o el pedestal de Felipe III, es algo que me repatea el hígado. En ese tipo de cosas, soy absolutamente conservador. Incluso reaccionario: suelo reaccionar con un profundo cabreo.
Lo que me deja atónito es la cantidad de gente que permite que ocurran esas cosas y no reacciona. Los respetables líderes del ejercicio intelectual, por ejemplo, que tan agudamente explican y justifican. Los jueces que consideran el asunto poco importante para sus togas. Los cagamandurrias que salen por la radio, o por donde sea, diciendo que sí, que claro, que hay muchos tipos de cultura. Y los cómplices pasivos: quienes vemos a Manolo manejar el rotulador o el spray, y no se lo quitamos de las manos con buenas razones o con una buena estiba de palos, por miedo a que nos llamen entrometidos, intransigentes o violentos. Éste es el país del miedo a que te llamen algo. Como si fuera lo mismo confundir la velocidad con el tocino.
No se trata de que le pidan a uno el carnet de identidad cuando va a comprar un bote de pintura, ni de que la Benemérita aplique la ley de fugas a los virtuosos de la rotulación callejera y clandestina. Pero sí me encantaría, por ejemplo, tropezarme un día a Manolo con lejía y estropajo de alambre, dale que te pego a la fachada de El Escorial. Sentenciado a un mes de trabajos forzados en una imaginaria -y deseable- brigada de limpieza por haber sido sorprendido, in fraganti, en el acto de comunicar al mundo que acababa de honrar el lugar con su presencia.
26 de diciembre de 1993
Nada tengo contra la libertad de expresión, yo que además soy periodista. Ni tampoco contra la libertad de afirmación personal. Pero amo algunos edificios, algunas calles, algunas viejas piedras y algunos paisajes por conservarse tal como son y tal como fueron. Por eso me fastidia sobremanera, cuando voy a su encuentro, encontrarme sobreimpresos, a golpe de spray o rotulador, los nombres, los pensamientos o las chorradas de individuos, a menudo anónimos, que maldito lo que me importan.
Hay un ministro francés de la Francia que propuso en fecha reciente subvencionar una exposición sobre grafitis y pintadas callejeras, desde el metro hasta los monumentos históricos, argumentando que también eso es arte y es cultura. Y recuerdo haber oído en la radio glosar semejante gilipollez a un representante de cierto ayuntamiento español de la España, jaleando tímidamente la idea, prudente pero dispuesto a no parecer, por si menos moderno y dinámico que el franchute. Claro, sí. Reconozco que la contracultura también es una forma de cultura, farfullaba el fulano. Y ahí quedó la cosa.
Lo peor, se dice uno cuando escucha a semejantes sopladores de vidrio, no es la barbarie de los ignorantes o estúpidos, a quienes siempre es posible educar o inspirar sentido común. Lo malo en este tipo de cosas es la demagogia de whisky de medianoche -es rentable erigirse en apóstol de lo marginal desde la mesa de un bar caro y de moda- y el coro de cantamañanas que se apunta a un bombardeo con tal de salir en la foto, por si las moscas.
La cultura, creo, es un todo común que no se parcela en patrimonio de unos o de otros, y lo que atenta físicamente contra cualquiera de sus manifestaciones no se llama cultura, sino barbarie. No hay justificación alguna para el hecho de que unas piedras, un edificio, un cuadro, un lugar, hayan sobrevivido a los siglos y a los hombres, y de pronto llegue alguien con su spray y nos cuente con letras de dos palmos que a él Felipe González se la machaca, que Volkswagen está en lucha, que José Antonio presente, que si los curas y frailes supieran, que a Blackshit la sociedad le importa un carajo, o que el imbécil de Manolo y su prójima estuvieron aquí. Todas ésas son opiniones, pero no son cultura. Y que las pongan en mi conocimiento utilizando la fachada de la catedral de Burgos, un fresco románico, el Parque Güell o el pedestal de Felipe III, es algo que me repatea el hígado. En ese tipo de cosas, soy absolutamente conservador. Incluso reaccionario: suelo reaccionar con un profundo cabreo.
Lo que me deja atónito es la cantidad de gente que permite que ocurran esas cosas y no reacciona. Los respetables líderes del ejercicio intelectual, por ejemplo, que tan agudamente explican y justifican. Los jueces que consideran el asunto poco importante para sus togas. Los cagamandurrias que salen por la radio, o por donde sea, diciendo que sí, que claro, que hay muchos tipos de cultura. Y los cómplices pasivos: quienes vemos a Manolo manejar el rotulador o el spray, y no se lo quitamos de las manos con buenas razones o con una buena estiba de palos, por miedo a que nos llamen entrometidos, intransigentes o violentos. Éste es el país del miedo a que te llamen algo. Como si fuera lo mismo confundir la velocidad con el tocino.
No se trata de que le pidan a uno el carnet de identidad cuando va a comprar un bote de pintura, ni de que la Benemérita aplique la ley de fugas a los virtuosos de la rotulación callejera y clandestina. Pero sí me encantaría, por ejemplo, tropezarme un día a Manolo con lejía y estropajo de alambre, dale que te pego a la fachada de El Escorial. Sentenciado a un mes de trabajos forzados en una imaginaria -y deseable- brigada de limpieza por haber sido sorprendido, in fraganti, en el acto de comunicar al mundo que acababa de honrar el lugar con su presencia.
26 de diciembre de 1993