lunes, 26 de febrero de 1996

Nefertari va lista


Acabo de leer no sé dónde que la tumba de Nefertari, consorte que fue del faraón Ramsés II, ha sufrido más daños a causa de las visitas turísticas en poco más de medio siglo que durante los tres mil tacos de calendario que permaneció oculta. Siete millones de visitantes son muchos, y desde la humedad de la respiración hasta las manos que tocan las paredes, y el polvo, y el Te amo Jennifer, y la lata de Coca Cola que se derrama encima del mural de treinta siglos, aquello está hecho una lástima. Ni siquiera las restricciones impuestas tras la última restauración solucionan el problema. Así que la tal Nefertari va lista de papeles a corto plazo.

Pero no se trata sólo de la chica egipcia esa. Podemos citar los frescos del Vaticano acribillados por nombres y mensajes de turistas, las botellas vacías que llenan las calles y canales de Venecia, los azulejos arrancados de Lisboa, los bellísimos rincones, muros o pinturas machacados por gentuza sin conciencia en Sevilla, Paris, Córdoba, Santiago, Florencia o Viena, para comprender que algo se está yendo de vareta en esto del turismo popular, de masas o cómo diablos queramos llamarlo. De hecho, uno hasta se pregunta si las palabras turismo y masas son compatibles. O si el término popular es hoy combinable con la palabra cultura. O para ser más exactos, si todos los turistas tienen el mismo derecho a acceder a todas partes. Y la desoladora respuesta es que sí. Que, para bien o para mal, nadie puede negarles, negarnos ese derecho. Esa espeluznante conquista social. Y en el futuro ya siempre será así, o será peor.

Irse al carajo destruyendo los restos de nuestra memoria, supongo, forma parte inevitable del tiempo y de la vida. Incluso en lo que se refiere a la memoria de la Humanidad. Somos demasiados los que hemos adquirido el derecho a invadir, degradar y arrasar impunemente lugares que costaron muchos siglos y esfuerzos conservar. Pero además, como éstos son tiempos en que lo malo y lo estúpido suele ir vinculado a la ordinariez, resulta que lo hacemos alfombrando esa memoria con latas vacías y mondas de naranja, marcando piedras, muros o pinturas con nuestras iniciales y declaraciones de principios, sin el menor interés por enterarnos de la historia y circunstancias de las reliquias que destruimos. Con el único objeto de hacernos una puta foto.

Mirémonos despacio, por el amor de Dios. Pasamos por los sitios a centenares y en tropel, detrás del guía, a toda prisa y sin enterarnos de nada, con el gesto bovino de quien únicamente espera la vista conocida, el cuadro famoso, la torre inclinada, para inmortalizarse a sí mismo con vídeo o fotografía en un escenario que sólo interesa porque sale en las postales y en las películas. El resto nos importa una puñetera mierda. Recorremos el mundo sin saber siquiera dónde hemos estado; sin cambiar una sola palabra con los habitantes del lugar, sin entrar en un café, sin pisar una calle que no esté programada en los malditos itinerarios turísticos oficiales. Somos zombies boquiabiertos y grotescos, incapaces de registrar en la retina sino lo que de antemano estamos programados para ver. Y así, después, cuando en el cine sale la torre Eiffel, puede oírsenos decir a la legítima, en tono viajado y cosmopolita: "Mira, Paris".

Si fuéramos inofensivos, todo eso sería asunto de cada cual. Pero no somos inofensivos: ocupamos espacio, hacemos ruido, dejamos sucias huellas, fastidiamos a los turistas individuos de verdad, esos que si andan por el mundo a la búsqueda de una explicación, un recuerdo, un matiz. Los que viajan para conseguir cultura y conocimiento. Esos que, agazapados en un rincón del museo o de la iglesia, esperan pacientemente a que desfile la infame tropa para quedarse de nuevo cara a cara con el cuadro, el retablo, el misterio de sí mismos que intentan desvelar merced a esas reliquias de la memoria. En otro tiempo, sólo quienes tenían dinero, o quienes no lo tenían pero estaban dispuestos a hacer el esfuerzo necesario, accedían a ese tipo de lugares. Y el que no, pues no. Eso era injusto, por supuesto; pero favorecía una especie de selectividad práctica: uno valora más aquello que consigue con dinero, dificultad o sacrificio. Además, entonces la gente aspiraba a parecer culta y educada, aunque no lo fuera. Se guardaban las maneras, y al final ya no era tanto cuestión de pasta, sino de actitudes acordes con el lugar a visitar: éste ejercía una influencia benéfica sobre el turista. Ahora ocurre justo lo contrario. Quizás, porque a cualquier animal borracho de cerveza, echar una meada en una esquina oscura del Duomo de Florencia le sale por cuatro duros si lo hace con desayuno incluido, en días azules y en compañía de otros cinco mil.

25 de febrero de 1996

lunes, 19 de febrero de 1996

Duelo en O.K. Corral


Estoy seguro de que John Ford habría disfrutado con la película. La imagino en blanco y negro, por supuesto, y un amanecer -4 de marzo de 1996- con el viento llevándose las nubes hacia el oeste y trayendo papeletas de voto arrugadas hasta las botas de Alfonso Guerra apoyado en la cerca del O.K. Corral, revólver al cinto, liando un cigarrillo con los ojos clavados en la puerta del Saloon. Y dentro del local, al otro lado de la calle, rodeado de cadáveres de ciudadanos a quienes los pistoleros de su banda han ido matando por la espalda para que él tenga siempre poker de ases, Felipe González, vestido de tahúr, recoge precipitadamente las fichas de la mesa, con las cartas marcadas cayéndosele de las mangas donde esconde, nervioso, una pequeña Derringer cromada y con cachas de nácar.

Afuera suena Degüello, esa música de trompeta que los mejicanos le tocaban a los téjanos en el Álamo, y los malos a John Wayne, Dean Martin y Walter Brennan en Río Bravo. Al oírla, a Felipe se le atraganta el vaso de whisky. Se seca la boca con un pañuelo, igual que Víctor Mature en Pasión de los fuertes, o Kirk Douglas en Duelo de titanes. La chica del saloon -que ha puesto el local con los beneficios obtenidos como directora general del B.O.E. de Tombstone- levanta los visillos para echar un vistazo por la ventana. -Viene a por ti- dice.
Felipe termina de guardarse las fichas y comprueba que la Derringer está cargada.

- Constato que no me afecta.
- Dejaste que ahorcaran a su hermano -insiste la otra-, Y que casi lo lincharan a él.
- Yo no sabía nada. Me enteré por los periódicos.
- Eres un hijo de perra.

Felipe enarca una ceja y, en flash back, recuerda a todos sus amigos y pistoleros a los que ha ido sacrificando para salvar el pellejo. -Sí -dice-. Pero soy un hijo de perra vivo.

En la calle no se ve ni un alma. Los habitantes del pueblo andan encerrados en sus casas mirando por las rendijas de los postigos, y los sicarios de Felipe que no están muertos o en la cárcel de Yuma -Algarrobo, el sheriff Barry y unos doscientos más- han puesto tierra de por medio o se han ido al rancho del otro a pedir cuartelillo: nosotros no queríamos, nos engañó, etcétera. Lo de siempre. Apoyado en la cerca, Alfonso le da una última chupada al cigarrillo, comprueba el Colt, coge el rifle y echa a andar con ruido de espuelas por el centro de la calle. Ahora lo que suena es la canción de El árbol del ahorcado.

En la puerta del Saloon, Felipe se asoma cauteloso. Primer plano de las ojeras, la papada y la cara de fulano bien cebado que se le ha puesto de tanto mangonear en el pueblo. La chica le echa los brazos al cuello, pero él la aparta, pendiente de la calle.

-Miénteme como en estos últimos trece años le has mentido a todo Tombstone -suplica ella-, Dime que no puedes vivir sin mí.
-No puedo vivir sin ti. -Sigue mintiendo. Di que me necesitas. -Te necesito. -Di que me amas. -Que sí, cono. Que te amo.

Felipe empuja los batientes de la puerta y sale a la calle. Plano general de los dos hombres acercándose el uno al otro. Plano de las botas caminando. Plano de los caretos: crispado y sudoroso, Felipe; hosco y vengador, Alfonso. Sendos planos de la mano de Felipe sacando la Derringer con disimulo, y de las manos de Alfonso, una cerca del revólver y otra con el dedo en el gatillo del Winchester. Se paran a diez metros. Se para la música. Se para todo. -Aún podemos arreglarlo -dice Felipe. -¿Arreglarlo?.. Mataste a mienmano. Me entregaste a mí. Te vendiste al ferrocarril.

Levantando una mano, conciliador, fingiendo que busca el pañuelo para secarse el sudor, Felipe saca la Derringer y dispara a cámara lenta, como James Coburn en Pat Garrett y Billy the Kid. Pero falla, porque la munición proviene de una partida defectuosa que compró Roldan en Camerún para la Guardia Civil. Entonces Alfonso apunta el rifle. -Sin acritú -dice. Y le vuela los huevos.

18 de febrero de 1996

lunes, 12 de febrero de 1996

Auto de fe en Sevilla


Hay que fastidiarse. Me pregunto si se habrían rasgado tantas y tan sonoras vestiduras en este país de fariseos, demagogos e hipócritas contumaces, si la red de prostitución de menores de Sevilla se hubiera estado ocupando con clientes heterosexuales en vez de con homos. O sea, que las tiernas criaturas -que eso de tiernas, permitan que me descuajeringue de risa- fuesen jovencitas en vez de jovencitos. Porque mucho se teme el arriba firmante que lo que de verdad le ha estado dando candela al personal en este episodio es realmente con la tan hispánica, tradicional y entrañable perspectiva del auto de fe: la posibilidad de ver desfilar con el capirote, camino de la hoguera, a personajes de la vida pública -el judío al que debíamos dinero, el morisco cuya mujer no conseguimos, el juez, el político o el cantante que nos hicieron la puñeta o a quienes envidiamos esto o lo otro- al grito de maricón, maricón. Que aquí es lo que de verdad disfrutamos llamándole a la gente.

Porque vamos a ver. Si de corrupción de menores se trata, no hacía falta irse a Sevilla. Ahora mismo salimos a la calle, y entre las mujeres que se dedican al ejercicio de la prostitución en cualquier ciudad -ejercicio tolerado y nunca reconocido, lo que deja a estas mujeres indefensas en manos de cualquiera- resultará que cuatro de cada diez son menores de edad. Y seis de esas diez lo hacen para pagarse la droga. Y la misma España a la que ellas se la maman por quinientos duros, les revende luego esa droga adulterada y llena de mierda, y así queda lo comido por lo servido. Pero eso o los chaperos que también son menores de edad y se lo buscan a la vista del público en cualquier esquina, a menudo con jueces, artistas, políticos, periodistas y ciudadanos varios, carece de la espectacularidad y el morbazo de un bar de copas sevillano con clientela tipo duque de Feria, pero esta vez amariconada y supuestamente VIP, jaleada por la prensa con titulares de primera y palmeros finos; que es lo que de verdad -dejémonos de leches- queríamos todos ver en el telediario. Porque no me digan que en esto de la corrupción y el estupor, calzarse a un menor en un bar de Sevilla va a resultar más grave que hacerlo en un hotel de Vigo o en un coche aparcado en un solar de Cáceres o que el hecho de ser homosexual -y conocido, o famoso- lo consideremos un agravante en este país de cantamañanas. Que mucho me temo que sí.

Al arriba firmante nunca le produjeron especiales humedades sensibles los jovencitos ni las jovencitas. Por el contrario, siempre me atrajo más una señora cuajada, densa, de bandera, que una lolita tonta del haba. Y, tal vez por esa incapacidad para paladear supuestos matices nabokovianos, nunca pude compartir el babeo de ciertos adultos ante la cosa impúber. Los menoreros me caen fatal, y lo siento. Así que, desde mi parcialidad habitual, espero de todo corazón que a los implicados en la movida sevillana, una vez debidamente documentada la cosa por la única vía competente, que es la judicial y no la de Nieves Herrero o similares, les den las suyas y las de un bombero, enviándolos unos cuantos años y un día a otros establecimientos donde también es habitual romperle el culo a la gente aunque, eso sí, con menos delicadeza que en el reservado de un club. Pero de ahí a aplaudir sus linchamientos público a manos de una sociedad que está muy lejos de tener las manos limpias para tirarle piedras a nadie, median varias parasangas, que diría Sócrates -ése sí que entendía, y ahí está- entre Efebo y Efebo.

Porque no me vengan con cuentos chinos. Ahora va a resultar que la juez de Sevilla ha descubierto esa red de golfos y bujarrones quinceañeros por inspiración del espíritu santo, y que hasta entonces nadie sabía nada de nada. Que los jueces y los policías nunca se han tomado una copa en bares de alterne, con ambiente o sin él, ni han mirado alrededor con el cubalibre en la mano, ni van -si son abstemios- por la calle de noche mirando las luces de neón ni el personal que entra, sale o se lo hace. Y va a resultar también que los periodistas que tanto empeño han puesto estas últimas semanas en esclarecer la verdad y nada más que la verdad, en pro de la noble causa del derecho a la información de los ciudadanos, nunca le echaron antes un vistazo a las páginas de anuncios breves de sus propios diarios donde menores y mayores de todos los sexos, razas y colores -Jovencísimos. Jovencísimas. Nos gusta por delante y por detrás. Teléfono tal, etcétera-, se vienen anunciando con profusión de detalles desde que Franco era cabo. O sea. Que ya me está a mi fastidiando tanto defensor de la infancia, tanto virtuoso y tanto gilipollas.

11 de febrero de 1996

lunes, 5 de febrero de 1996

La guerrera del arco iris


Conozco a una niña, o jovencita, de doce años, muy sensibilizada con la cosa ecológica. Aire libre, deporte, piel morena, piernas largas: muy prometedora en todos los sentidos. Lee mucho, ve buenas películas en el cine y en la tele, y poco a poco ha adquirido la convicción de que el planeta ya no sólo nunca volverá a ser azul sino que se está yendo a tomar por saco a toda prisa y de muy mala manera. Eso la pone en pie de guerra, y dice que los mayores estamos haciendo con la naturaleza lo que esos tutores malvados de las novelas de Dickens: gastarse la herencia del huerfanito. Así que mi joven amiga, relampagueando en sus hermosos ojos oscuros la cólera de Dios, pone el grito en el cielo cada vez que asiste a nuestros desmanes de adultos.

Es inteligente, dulce y pacífica. Tímida, a veces. Pero la he visto saltar con la decisión de un kamikaze, indignada y valerosa, cuando alguien maltrata a un animal delante de ella. No hay chucho callejero, gato sarnoso, urraca ladrona, molesta lagartija o bestezuela indeterminada para la que no tenga una caricia, una palabra de ternura, un pensamiento. Ya con sólo cuatro años, ante un enorme mastín al que nadie se atrevía a acercarse, fue hasta él con absoluta naturalidad y le metió el brazo en la boca, hasta el codo, dándole besos, y el pobre animal tuvo que quedarse allí mirándola, avergonzado, sin saber qué hacer, con cara de panoli, con su reputación de perro adusto y feroz completamente por los suelos. Y la única vez en su vida que la han visto permanecer inmóvil ante la pantalla de un televisor durante una corrida de toros fue el año pasado, en los últimos tres minutos de la inmensa faena de Enrique Ponce en la plaza de Quito, porque su abuelo le dijo que acababan de indultar al toro.

En cuanto a los abrigos de pieles y ese tipo de cosas, su desprecio por las usuarias raya en lo homicida. Daría su propia vida por un bebé foca. Y sobre las ballenas, para qué les voy a contar. Lee mucho, desde Stevenson a London, pasando por Salgan, Dumas, Marryat o Ballantyne, pero sus padres nunca imaginaron que fuera capaz de calzarse la versión completa de Moby Dick, como hizo a finales del año pasado, y además manifestándose todo el tiempo contra el capitán Achab y los tripulantes del Pequod -ante cuyo naufragio y óbito colectivo no pestañeó- y en favor del blanco y resabiado cetáceo. Que no asesina, matizó, sino que se defiende.

Podría contarles más cosas, pero no me caben. Resumiremos diciendo que cada planta, árbol o maceta que se seca, es para ella una batalla perdida; que la contaminación de las playas la pone furiosa; que se recicla sus sobres y papel de cartas con un raro artilugio de la señorita Pepis y luego lo pone a secar por toda la casa; que se niega a usar ropa de etiquetas famosas y pide que sean marca La Pava; y que los chicos de su colé -Séptimo de EGB- se enamoran de ella como becerros porque es al mismo tiempo dura y tierna, y lo tiene todo muy claro. Es mucha persona.

Pero lucha sola, precoz y a su manera, en un mundo donde la solidaridad resulta escasa, y necesaria. Así que un día, hace poco, sus padres le sugirieron que se pusiera en contacto con una organización ecologista, como por ejemplo su admirada Greenpeace, a fin de que aprendiese más cosas, que ensanchara el horizonte en contacto con otra gente que sigue el mismo camino y tiene más experiencia. Acogió con entusiasmo la propuesta, y escribió una larga, hermosa y lúcida carta llena de ilusión, ofreciéndose para cualquier cosa, pidiendo consejo, información sobre aquello en lo que podía ser útil. Durante un mes acechó cada día el correo. Y por fin llegó la respuesta: un sobre con impresos para la domiciliación bancaria de una cuota anual entre 5.000 y 10.000 pesetas, y otro impreso pidiéndole que buscara más socios entre sus amigos. Nada más. Ni siquiera una explicación, una carta personal, o una palabra de aliento.

Las reflexiones morales y económicas del asunto, sobre cómo un genuino movimiento de resistencia ecologista puede degenerar en frío mecanismo burocrático a la búsqueda de pasta, incapaz de calibrar los sentimientos y la ilusión de una admiradora de doce años, las dejo para cada cual. Me cuentan que el padre de la jovencita ha escrito una breve carta a Greenpeace, sugiriéndoles lo que pueden hacer con el boletín de suscripción, una vez lo hayan enrollado bien hasta convertirlo en un canuto de dimensiones apropiadas. En cuanto a la pequeña guerrera del arco iris, según mis noticias, sigue luchando sola. No se rinde, pero acaba de aprender una lección: más vale solo que mal acompañado.

4 de febrero de 1996