Con esas palabras en la cabeza, vuelvo a casa, pongo el deuvedé y me siento a confirmar de nuevo lo que Garci ha dicho; a regresar por decimoquinta o enésima vez a La Martinica en plena guerra mundial, al capitán Harry-Steve Morgan y a su amigo Eddie, al hotel de Frenchie, a la caja de fósforos que vuela de una mano a otra. A la mirada socarrona y magnética de la jovencísima actriz que, en la primera película de su vida, fue –o sigue siendo, porque el gran cine no envejece nunca– capaz de decir en tono irónico, tan duro y hastiado como si por ella hubiesen pasado todas las mujeres del mundo: «¿Sabes que no tienes que actuar conmigo, Steve?… No tienes que decir nada y no tienes que hacer nada. Sólo, silbar… ¿Sabes cómo silbar, verdad? Simplemente junta tus labios y sopla».
Y tiene razón el viejo y sabio Garci. Desde que Bogart y Bacall se encuentran en el pasillo del hotel, trama cinematográfica aparte, escenarios de cartón piedra aparte, guión desordenado e imperfecto aparte, Tener y no tener, la película entera con sus cien minutos de metraje, es un prodigio rodado en vivo sobre un curtido actor de 44 años y una jovencita de 19 que, ambos en estado de gracia, se enamoran sin remedio escena tras escena. Un hombre resabiado, hecho en la pantalla y fuera de ella, que va siendo seducido plano a plano, incapaz de volver atrás, envuelto en el denso voltaje erótico de una muchacha que mira oblicuo, habla ronco y se conduce como una mujer a la que el mar que la arrojó a la playa de los náufragos no logró nunca arrebatar el humor ácido, la dignidad y la belleza. «No se meta con ella –aconseja Bogart, divertido y admirado a la vez–. Es capaz de devolver los golpes».
Más que una película convencional, Tener y no tener es, en efecto, un documental hecho de miradas, diálogos, insinuaciones y silencios. Una fórmula espontánea de física y química que nunca había ocurrido antes y nunca se repitió en la historia del cine. No es la actriz Lauren Bacall, sino Betty, la mujer real, quien dice: «Podría ser para siempre, ¿o te da miedo eso?… Soy difícil de conseguir, Steve. Sólo tienes que pedírmelo». Y así fue: Bogart se lo pidió. Primero fue un beso robado en un camerino y después una cajita de fósforos donde ella escribió su número de teléfono. Algo que lo llevaría a él a divorciarse de su esposa y a casarse con la joven actriz, junto a la que permanecería hasta su muerte por cáncer de esófago –demasiados cigarrillos dentro y fuera de la pantalla– en 1957. «Quizá sólo estemos juntos cinco años», había dicho él. «Cinco es mejor que nada», había respondido ella. Al final fueron doce.
Resulta evidente al ver despacio la película, primera de las cuatro que rodarían juntos. Los gestos, las miradas, el tono de las palabras, la corriente eléctrica que parece recorrer el espacio vacío que hay entre actor y actriz, el movimiento de caderas final, la mirada de Slim cuando se despide del pianista Cricket y se deja coger del brazo por Steve… Todo eso va mucho más allá de lo que dos impecables actuaciones cinematográficas harían posible. La atracción, el humor áspero, alegre y deliciosamente escéptico que se advierte entre ellos («No podíamos estar en una habitación sin la necesidad de acercarnos uno al otro», dirían más tarde), la complicidad erótica, no entre Steve y Slim, sino entre Bogart y Bacall, llegan allí donde ningún director, ningún guionista, ningún actor o actriz convencional podrían llegar por sí solos. Howard Hawks, que era un realizador inmenso –después dirigió nada menos que Río Bravo, entre otras–, se dio cuenta de eso y, en vez de inmiscuirse, les permitió dejar de actuar e interpretarse a sí mismos. El resto es historia del cine. También de la vida real, y José Luis Garci tiene razón, como siempre la tiene: lo asombroso de Tener y no tener es que, siendo como es una mediocre historia original del cínico Hemingway, un deficiente guión de los cínicos Furthman y Faulkner, una película del no menos cínico Hawks, nos convierta en testigos de la más perfecta historia de un enamoramiento real jamás rodada.
31 de octubre de 2021