domingo, 31 de octubre de 2021

Aquella chica que fumaba

José Luis Garci da un sorbo al único martini que se permite a la semana y me mira, satisfecho, por encima de la copa. «No es sólo una película –concluye–, sino también un documental extraordinario. La crónica perfecta de un enamoramiento real. Registra con toda precisión, en gestos y miradas, cómo Bogart y Bacall se aman a medida que avanza el rodaje. Y nadie, ni siquiera Howard Hawks, el director, esperaba eso». 

Con esas palabras en la cabeza, vuelvo a casa, pongo el deuvedé y me siento a confirmar de nuevo lo que Garci ha dicho; a regresar por decimoquinta o enésima vez a La Martinica en plena guerra mundial, al capitán Harry-Steve Morgan y a su amigo Eddie, al hotel de Frenchie, a la caja de fósforos que vuela de una mano a otra. A la mirada socarrona y magnética de la jovencísima actriz que, en la primera película de su vida, fue –o sigue siendo, porque el gran cine no envejece nunca– capaz de decir en tono irónico, tan duro y hastiado como si por ella hubiesen pasado todas las mujeres del mundo: «¿Sabes que no tienes que actuar conmigo, Steve?… No tienes que decir nada y no tienes que hacer nada. Sólo, silbar… ¿Sabes cómo silbar, verdad? Simplemente junta tus labios y sopla». 

Y tiene razón el viejo y sabio Garci. Desde que Bogart y Bacall se encuentran en el pasillo del hotel, trama cinematográfica aparte, escenarios de cartón piedra aparte, guión desordenado e imperfecto aparte, Tener y no tener, la película entera con sus cien minutos de metraje, es un prodigio rodado en vivo sobre un curtido actor de 44 años y una jovencita de 19 que, ambos en estado de gracia, se enamoran sin remedio escena tras escena. Un hombre resabiado, hecho en la pantalla y fuera de ella, que va siendo seducido plano a plano, incapaz de volver atrás, envuelto en el denso voltaje erótico de una muchacha que mira oblicuo, habla ronco y se conduce como una mujer a la que el mar que la arrojó a la playa de los náufragos no logró nunca arrebatar el humor ácido, la dignidad y la belleza. «No se meta con ella –aconseja Bogart, divertido y admirado a la vez–. Es capaz de devolver los golpes». 

Más que una película convencional, Tener y no tener es, en efecto, un documental hecho de miradas, diálogos, insinuaciones y silencios. Una fórmula espontánea de física y química que nunca había ocurrido antes y nunca se repitió en la historia del cine. No es la actriz Lauren Bacall, sino Betty, la mujer real, quien dice: «Podría ser para siempre, ¿o te da miedo eso?… Soy difícil de conseguir, Steve. Sólo tienes que pedírmelo». Y así fue: Bogart se lo pidió. Primero fue un beso robado en un camerino y después una cajita de fósforos donde ella escribió su número de teléfono. Algo que lo llevaría a él a divorciarse de su esposa y a casarse con la joven actriz, junto a la que permanecería hasta su muerte por cáncer de esófago –demasiados cigarrillos dentro y fuera de la pantalla– en 1957. «Quizá sólo estemos juntos cinco años», había dicho él. «Cinco es mejor que nada», había respondido ella. Al final fueron doce. 

Resulta evidente al ver despacio la película, primera de las cuatro que rodarían juntos. Los gestos, las miradas, el tono de las palabras, la corriente eléctrica que parece recorrer el espacio vacío que hay entre actor y actriz, el movimiento de caderas final, la mirada de Slim cuando se despide del pianista Cricket y se deja coger del brazo por Steve… Todo eso va mucho más allá de lo que dos impecables actuaciones cinematográficas harían posible. La atracción, el humor áspero, alegre y deliciosamente escéptico que se advierte entre ellos («No podíamos estar en una habitación sin la necesidad de acercarnos uno al otro», dirían más tarde), la complicidad erótica, no entre Steve y Slim, sino entre Bogart y Bacall, llegan allí donde ningún director, ningún guionista, ningún actor o actriz convencional podrían llegar por sí solos. Howard Hawks, que era un realizador inmenso –después dirigió nada menos que Río Bravo, entre otras–, se dio cuenta de eso y, en vez de inmiscuirse, les permitió dejar de actuar e interpretarse a sí mismos. El resto es historia del cine. También de la vida real, y José Luis Garci tiene razón, como siempre la tiene: lo asombroso de Tener y no tener es que, siendo como es una mediocre historia original del cínico Hemingway, un deficiente guión de los cínicos Furthman y Faulkner, una película del no menos cínico Hawks, nos convierta en testigos de la más perfecta historia de un enamoramiento real jamás rodada. 

31 de octubre de 2021

domingo, 24 de octubre de 2021

Una historia de Europa (XIV)

Filipo II era tuerto (perdió un ojo en una batalla) y muy listo. Rey de Macedonia al comienzo de la jugada, decidió hacerse amo de Grecia aprovechando la decadencia de Atenas y Esparta. Él liquidó los conceptos de polis y democracia con mano izquierda y mucho arte. Conocía la alta cultura griega porque de jovencito había sido rehén en Tebas y sabía tocar las teclas oportunas, sobre todo la ojeriza que los helenos tenían a los persas por el recuerdo de las invasiones. Así que se presentó en plan protector reivindicativo, y la peña mordió el anzuelo. El único que lo vio venir fue el brillante político y orador ateniense Demóstenes (un figura que se habría merendado en cinco minutos a todos los analfabetos, golfos y moñas que hoy medran y trincan en el parlamento español). Pero ni los discursos de este fulano, que por ir contra Filipo se llamaron filípicas, frenaron la cosa. Macedonia conquistó territorios, consiguió recursos y una marina, contrató mercenarios y creó una nueva táctica militar con una formación de infantería llamada phálanx (falange) que superó la eficacia de los hoplitas espartanos. Además, incorporó unidades de caballería tracia que cambiaron las reglas de la guerra. Y así, combinando la zanahoria y el palo, tras la batalla de Queronea, que en el año 338 antes de Cristo dio el triunfo a Macedonia, Filipo se convirtió en hegemón de allí. La polis griega, o sea, la idea de ciudad-estado, no desapareció del todo (aún duraría siglos y conocería transformaciones), pero la participación en los asuntos públicos del demos, el pueblo, se fue por completo al carajo. Sin embargo, el ambicioso rey macedonio disfrutó poco del éxito, pues uno de sus hombres de confianza (todos tenemos un mal día) se lo cargó a puñaladas por un vaya usted a saber. Y entonces, en una de esas carambolas fascinantes que tiene la vida, aquel asesinato llevó al trono al hijo de Filipo, Alejandro, un chaval de veinte años que había tenido por maestro nada menos que al filósofo Aristóteles, y cuyo deslumbrante y rápido paso por la Historia, en sólo 13 años de reinado y conquistas, iba a marcar el futuro del mundo. Porque Alejandro fue la repanocha, y considerar lo que hizo esa criatura en tan corto espacio de tiempo te deja de pasta de boniato. Lo primero fue dar una buena mano de hostias a las ciudades griegas que creían (ilusas ellas) que con la muerte de Filipo iban a poder ponerse flamencas. Lo segundo fue devolver a los persas la jugada del siglo anterior, organizando una impresionante expedición militar que cruzó el Helesponto, penetró 25.000 kilómetros en Asia (han leído bien, sí, 25.000 kilómetros), libró y venció las batallas del río Gránico, Iso y Arbelas, se hizo amo absoluto de Persia, Mesopotamia, Siria y Egipto, y tras pacificar esos países llegó hasta la frontera de la india tras cruzar Afganistán. Que tiene tela. Además, como era ferviente lector de Homero y amigo de las ciencias y el progreso, llevó con él a una buena pandilla de matemáticos, geógrafos, botánicos y astrónomos. Respetó las tradiciones locales siempre que pudo (y cuando no, hizo como en Gordium, donde había un nudo sagrado, el Nudo Gordiano, imposible de deshacer, que cortó con un tajo de su espada), fundó ciudades que llevaron su nombre (como la de Alejandría, que lo conserva), casó a sus generales con señoras de las noblezas locales y, como en las películas, él mismo desposó a una guapa y elegante princesa persa llamada Roxana. Fatigados sus soldados de tanto caminar y tantas conquistas, al fin se retiró a Babilonia, donde murió a los 33 años tras haber conquistado el mayor imperio nunca conocido. Un imperio que a su muerte, como suele ocurrir, sus ambiciosos generales dividieron y destrozaron entre ellos. Nunca, en la historia de la Humanidad, volvió a haber nadie como Alejandro: ni siquiera Julio César (lean las Vidas paralelas de Plutarco) o Napoleón Bonaparte. Aventurero, militar y explorador, el macedonio conquistó en su década asombrosa el primero y más grande de los imperios europeos. Y el mundo helénico que expandió de forma tan fulgurante hizo posible que en Mesopotamia calculasen la duración del año en 365 días; que Euclides asentase la geometría; que Arquímedes fuera el primer científico moderno; que Herófilo descubriese (antes que Miguel Servet) la circulación de la sangre; que Eratóstenes calculase la longitud del meridiano y dirigiese la biblioteca de Alejandría; que Heráclides concluyera que la Tierra gira sobre su eje y que Aristarco (adelantándose en varios siglos a Copérnico) estableciese que orbita en torno al sol. Lo mejor de la Europa que estaba por llegar fraguaba despacio en todo aquello, siglo a siglo, en espera de un pueblecito oscuro y apenas conocido llamado Roma. 
 
[Continuará]
 
24 de octubre de 2021

domingo, 17 de octubre de 2021

El perro de la guerra

Casi sesenta años después vuelvo a tener en las manos Hazañas bélicas, de las primeras series publicadas en los años 50 y todavía ilustradas por el gran Boixcar: una colección mítica de tebeos infantiles que cualquier veterano de mi generación conoce bien. Un amigo lector me ha hecho llegar varios números antiguos, de los que aún no llevaban a la izquierda de sus clásicas portadas de formato apaisado la imagen, tan característica, del soldado de aspecto fatigado, tramado en verde, con casco de acero y ametralladora Thompson. 
 
Aquella colección de episodios bélicos, leidísimos entre los chicos de entonces y también por numerosos adultos, fue incluso más popular que El guerrero del antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín, El capitán Trueno y El Jabato. Sus historietas, dibujadas primero por Boixcar y luego por su hermano, que firmaba Boix, y por artistas como Vicente Farrés y Alan Doyer, se centraron principalmente en la Segunda Guerra Mundial, y en menor medida en la de Indochina y la de Corea. Pero los números que hoy tengo delante, de la serie primitiva, poseen una particularidad especial, un puntito de morbo extra, pues son historietas de la División Azul en Rusia, de ésas que poco a poco fueron escaseando hasta desaparecer por completo cuando el régimen franquista prefirió que sus nuevos amigos los Estados Unidos, con los que estaba en plena luna de miel, olvidaran aquellos otros viejos tiempos del cuplé. 
 
Supongo que hoy resulta difícil, por muchas y complejas razones, hacerse idea de lo que significaron esos tebeos para los niños de entonces. Su enorme influencia y las horas de lectura y juegos derivados que suscitaron. Dibujábamos a hurtadillas soldados y tanques en el cole, jugábamos a la guerra con los amigos, poníamos el rostro del mal a los siniestros comisarios soviéticos o a los diabólicos oficiales comunistas coreanos. La edad y la vida fueron situando las cosas en su sitio, y ahora, a sesenta o setenta años de aquello, la lectura de Hazañas bélicas hace sonreír con sus tramas ingenuas, buenistas y parciales tan propias de la época, con su anticomunismo radical, con su pacifismo tontorrón y cursi basado, paradójicamente, en el militarismo entonces al uso. Y todo eso me parece rodeado de un halo de tristeza añadida al considerar lo que entonces ignorábamos: que Guillermo Sánchez Boix, el genial Boixcar, guionista e ilustrador de aquellos primeros episodios, había combatido por la República y regresado a España desde un campo de concentración en Francia. 
 
Fui, como mis compañeros de colegio y otros chicos de mi tiempo, seguidor de Hazañas bélicas, cuyos números se deshacían en casa de tanto sobarlos mis amigos y yo. Pero es que, además, puedo rastrear en ellos apuntes personales que, vistos y recordados ahora, me hacen sonreír. Como el premonitorio corresponsal de guerra Donald Bell, personaje del guionista Alex Simmons y el ilustrador Vicente Farrés. O como la noche en que, sin sospechar siquiera situaciones que se darían muchos años más tarde, realicé la primera incursión de comandos de mi vida. 
 
No puedo evitar reírme, al recordar. Yo tenía nueve años, jugaba con mis amigos, y la chacha Pepita –escribo deliberadamente chacha, y nada más cariñoso que esa vieja y entrañable palabra doméstica– me había cosido una capucha de trapo con agujeros para los ojos; y al pasar así enmascarado ante la casa de un vecino que se apellidaba Forné o algo parecido, lo oí decir a su mujer: «Ese niño es tonto». Gravemente ofendido en mi honra infantil, lector apasionado de Hazañas bélicas como era, decidí tomar cumplida venganza del agravio recurriendo a bélicas maneras. Así que muy shakespearianamente –aunque todavía ignoraba quién diablos era Shakespeare–, decidí gritar ¡devastación! y soltar los perros de la guerra. Vivía en un lugar de Cartagena, el Valle de Escombreras, donde los niños de ambos sexos nos movíamos con una libertad que hoy resulta inimaginable. Así que esa misma noche me vestí con ropa oscura, me tizné la cara con un tapón de corcho quemado, me ceñí a la cintura mi puñal de comando de plástico y, mientras mi amigo Antoñito Rafael Lorente Muñoz vigilaba afuera equipado de la misma guisa, me introduje sigiloso en el jardín del vecino arrastrándome por las tapias, y al amparo de las sombras le vacié sistemáticamente en el suelo al señor Forné, arruinándoselas una tras otra, todas las putas macetas del jardín. Después me arrastré en retirada con la satisfacción del deber cumplido. Y al dejarme caer al otro lado de la tapia me sentía –lo juro por la memoria de Boixcar– como si acabara de volar los cañones de Navarone. 
 
17 de octubre de 2021

domingo, 10 de octubre de 2021

Una historia de Europa (XIII)

Sobre aquellos años dorados de la Atenas del siglo V antes de Cristo, antes de que (como ocurre siempre en la Historia) todo o casi todo se fuera al carajo, campea una figura entrañable que marcaría el intelecto de la Europa que estaba por venir: se trata de Sócrates, cuyo pensamiento, transmitido y desarrollado por sus discípulos y seguidores Jenofonte, Platón y Aristóteles (él nunca escribió nada), sentaría las bases de la filosofía occidental. Creía aquel fulano que el verdadero conocimiento proviene del interior de cada cual, y que transmitir sabiduría en crudo no es sino adoctrinamiento. Que el educador debía ser comadrona de ideas, orientando al alumno para que hallase sus propias respuestas y creyera ser (y en cierto modo fuese) verdadero descubridor de lo que el maestro le enseñaba. Ese genial Sócrates era feo, desastroso (su mujer le pegaba unas palizas de órdago), pobre y honrado, y se enorgullecía de serlo. A pesar de eso, o tal vez por eso, fue referente intelectual de su tiempo, maestro de hijos de familias nobles y figura polémica entre sus conciudadanos: unos lo respetaban y otros lo odiaban. Al fin sus enemigos consiguieron que fuese condenado a muerte. Apoyado por mucha gente, Sócrates pudo huir pero no quiso (opinaba que, incluso en su propio caso, la ley estaba por encima del parecer de las masas y del populismo), prefirió arrostrar su destino y bebió voluntariamente, con un par de huevos fritos, un veneno llamado cicuta que lo dejó tieso como la mojama pero consagró para siempre su nombre. Atenas, por su parte, iba a pagar caro ese y otros errores. Su edad de oro duró sólo medio siglo, agostada por un conflicto con su antigua aliada Esparta que se llamó guerra del Peloponeso, y que contaría muy bien el historiador Tucídides. Simplificando mucho podríamos decir que el origen fueron los celos que la Esparta dura y militar sentía por el poder de la Atenas culta y próspera. Y considerando que bélicamente las diferencias entre unos y otros eran muchas (los hoplitas espartanos eran soldados profesionales y los atenienses los mejores marinos de su tiempo), la guerra discurrió bastante equilibrada, supliendo Atenas con moral y audacia lo que Esparta oponía de disciplina y rigor castrense. Aquello fue una larga serie de partidas de ajedrez de las que muchas acabaron en tablas, duró la friolera de veintisiete años, arruinó a unos y otros, y acabó con ambos contendientes extenuados y cansados; hasta el punto de que, aunque fue Esparta la que salió mejor librada, ni una ni otra volvieron a ser lo que habían sido. La batalla de Egospótamos señaló el final de la guerra con el marcador favorable a Esparta, que pudo imponer duras medidas a los atenienses: derribo de sus murallas, instalación de una guarnición espartana y liquidación (esto fue lo más triste) del régimen democrático, sustituido por una dictadura que se llamó Oligarquía de los Treinta (una panda de hijos de puta que hizo una escabechina asesinando a demócratas y opositores). Luego, con el tiempo, a trancas y barrancas se acabó restaurando la democracia, pero Atenas ya no era sino sombra de lo que fue: el siglo áureo había pasado. Sin embargo, su prestigio intelectual se mantuvo intacto y llega hasta nuestros días. En el imperio romano que estaba de camino, las familias con posibles enviarían a sus hijos a estudiar a Atenas, por el caché que daba el asunto (más o menos, incluso más, que estudiar ahora en Estados Unidos, Gran Bretaña o Suiza). Durante la noche oscura de las invasiones bárbaras que acabó arrasando Europa siglos más tarde, la herencia socrática, platónica y aristotélica sobrevivió en los monasterios medievales; y también el Renacimiento, los neoclásicos y los románticos se inspiraron en aquella Grecia cuyo inmenso legado llega hasta hoy, pese a los analfabetos que en Bruselas (y en los sucesivos ministerios de Educación y Cultura españoles) se obstinan en envilecerlo y desmantelarlo todo. De todas formas, volviendo al pasado y en otro orden de cosas, Grecia iba todavía a dar mucho juego en el siglo IV antes de Cristo, tallando a golpe de espada la configuración del Mediterráneo oriental y del mundo conocido. Desde un pequeño territorio situado al norte, tierra de pastores considerados extranjeros o barbaroi por los griegos de pata negra, un ambicioso rey local había observado la lucha entre atenienses y espartanos, así como la decadencia de ambos, y vio llegado el momento de agarrarlos a todos por el pescuezo (o por donde más doliera), y hacerse dueño del paisaje. Ese rey se llamaba Filipo de Macedonia, y su hijo sería conocido como Alejandro Magno. 
 
 [Continuará]
 
10 de octubre de 2021

domingo, 3 de octubre de 2021

Los hombres del cuarto de luna

Los hombres del cuarto de luna Ocurrió en 1962 y lo recuerdo bien. Tenía once años y había ido al cine con mi padre, en Cartagena. Aquella tarde vimos Su mejor enemigo (I due nemici), tragicomedia bélica dirigida por Guy Hamilton sobre una historia de Luciano Vincenzoni con guión del británico Jack Pulman. La película, protagonizada por el gran Alberto Sordi y el no menos grande David Niven, era un relato sobre el enfrentamiento de ingleses e italianos durante la Segunda Guerra Mundial. Y, como solía ocurrir en el cine anglosajón, la imagen de los combatientes del Duce no era heroica. Más bien, patética. Ridícula, incluso. Al salir del cine se lo comenté a mi padre, y éste, que era muy lector de Historia y sobre todo de historia naval, dijo algo que yo recordaría toda la vida: «No creas que eso fue siempre así. Hubo italianos muy valientes que lucharon muy bien». Y luego, mientras bebía un café en la terraza de la cafetería Mastia, me contó la historia de los buzos de combate de la X Flotilla MAS en el Mediterráneo. Los incursores de Gibraltar, Argel, Malta y Alejandría. Los hombres que atacaban a través del mar, en el último cuarto de luna. 
 
Las novelas no surgen de pronto, o al menos a mí no me pasa. Se gestan durante años con vida y lecturas. Acompañan silenciosas, pacientes, y un día te dan un golpecito en el hombro y dicen «estoy lista y es el momento, escríbeme». A veces estás a la altura y otras no; en unas ocasiones te equivocas y en otras aciertas, pero el proceso es el mismo. Eso me ha ocurrido en los treinta y cinco años que llevo dándole a la tecla, y sigue ocurriendo. En el caso de El italiano todo empezó con aquella película y la conversación con mi padre. Desde entonces, incluso antes de imaginar que un día escribiría novelas, cada vez que tan fascinante historia se cruzaba de nuevo en mi camino, prestaba mucha atención: libros, películas, viajes. Fue así como, primero como lector, luego como periodista y más tarde como escritor profesional, investigué las hazañas de aquellos hombres de caucho negro que asestaron a la flota británica los más humillantes golpes de su historia. También llegué a hablar con quienes, como mi amigo el duro gibraltareño Eddie Campello, los habían conocido, y accedí a los dramáticos relatos escritos por los supervivientes. Así, poco a poco, un amplio lugar de mi biblioteca y archivos se fue llenando con ese material, y en varias visitas a los museos navales de La Spezia y Venecia pasé largo tiempo ante los míticos maiale, los torpedos tripulados que ayudaron a echar al fondo 27 navíos de guerra y mercantes aliados en el Mediterráneo. 
 
Por fin, un día, la novela me dijo aquí estoy. De pronto la vi definirse en mi cabeza con absoluta claridad: un hombre que sale del mar como Ulises ante Nausicaa; una mujer que de niña tradujo a Homero y que proyecta en ese hombre, en el mar y en la guerra de la que proviene, una mirada vengativa y serena. Y mezclado con todo eso, o acicateándolo, mi amor por Italia, tantas veces expresado en esta página: mi respeto por su gente y su historia, tan infeliz a veces, tan secularmente sabia, tan hermosa siempre. Desde el principio concebí la novela como un acto de reparación, de justicia hacia esa patria italiana que también respeto y amo, pues el español que no ama a Italia desatiende su propia historia. Un modo de honrar, también, la memoria de tantos valientes ninguneados, ocultos, con frecuencia ridiculizados por la arrogante propaganda anglosajona y también por buena parte de sus compatriotas. Para hacerles justicia no era necesario inventar, ni adornar los hechos. No era apenas precisa la literatura, pues bastaba con narrar la impresionante verdad: contar cómo aquellos hombres buenos y audaces cruzaban el mar entre el frío y el horror de la noche para hundir barcos enemigos; no por una guerra absurda en la que nunca debieron estar, no por un payaso llamado Mussolini que no los merecía, y ni siquiera por una Italia fascista que no estaba a la altura de su heroísmo y su sacrificio. Aquellos hombres jóvenes y fuertes salían de noche al mar, luchaban y morían con sencillez, sin darse importancia, porque creían que era su deber. Por lealtad hacia su patria, hacia sus compañeros y hacia sí mismos. Por eso todo cuanto narro en la novela es real, excepto los mecanismos necesarios de la ficción. Aunque lo más real sea la mirada de la protagonista, Elena Arbués: la librera, viuda de un marino mercante, que vive con su perro junto al mar y es capaz de reconocer al héroe de sus antiguas lecturas, ennoblecerlo con su mirada lúcida y recorrer, resuelta como sólo una mujer valiente puede serlo, el camino peligroso de la aventura y de la vida. 
 
3 de octubre de 2021