Hace unos días, cuando un majara se lió a tiros en un pueblo leonés y consiguió apuntarse cuatro muertos con guardia civil incluido, un diario nacional tituló el asunto: ¿Violencia a la americana? Imagino que el anónimo redactor jefe que decidió enfocar por ahí la escabechina asoció el asunto con la tele, las películas de Tarantino, el Asesinos natos de Oliver Stone, y todo eso de la violencia omnipresente e indiscriminada que nos pudre el alma un poco más cada día, televisión y cine mediantes, importada de los Estados Unidos de América del Norte. Una murga no por manida menos cierta; pero que se ve fomentada, precisamente, por la facilidad con que en este país nos apuntamos a los lugares comunes y a los clichés fáciles, a causa de nuestra estúpida incapacidad de aplicar referencias propias. De lo que es buena prueba el titular de marras.
En el caso del pueblo leonés, la influencia norteamericana -no americana, pardiez; por suerte América es mucho más que los EEUU- no se manifiesta en que un zumbado se líe la manta a la cabeza y acribille a los vecinos a escopetazos; sino en el titular facilón del periódico que va y cuenta los pormenores al día siguiente, buscándole relaciones televisivas y sociales de origen ultramarino y gringo, que es como buscarle tres pies al gato o, dicho más en castizo, marear la perdiz. Porque si alguien no ha necesitado nunca la influencia de la televisión para ser oscura y violenta es, precisamente, la sociedad rural española. Aquí, cuando en un pueblo leonés, o gallego, o manchego, a alguien se le runden los plomos agarra el hacha de cortar leña, se cuelga la canana de cazar guarros, carga la escopeta con cartuchos de posta, y luego sale a la calle a zanjar con los vecinos una cuestión de límites de tierra, de ganado o de viejos agravios. Entonces todos esos niñatos de las hamburgueserías y las películas y la tele norteamericanas, todos esos duritos de andar por casa que en cuanto la policía les vuela un huevo llaman a su mami, son aficionados de chichinabo, meapilas con matasuegras, comparados con el desparrame que monta el indígena de la boina.
En el medio rural español, donde todo el mundo se conoce y además tiene excelente memoria, la gente no necesita la influencia de la tele para ajustar cuentas a la manera tradicional. He escrito alguna vez que el exceso de memoria aliñado con la falta de cultura, el rencor y la ignorancia, es una combinación peligrosa. Por eso hay rincones olvidados, ángulos de sombra de la España negra -sigo negándome a escribir esa gilipollez de España profunda que tanto les gusta a los cantamañanas que predican traducciones de Faulkner en detrimento de Galdos, Baroja o Machado- donde la violencia sigue siendo como siempre fue: consustancial y autóctona, en esta tierra de envidia, orgullo y navaja, que a pesar del cambio de los tiempos sigue gobernada, en aplastante mayoría, por la sombra de Caín. Una tierra de Alvargonzález peligrosa, bronca -échenos, vive Dios, un vistazo discutiendo en cualquier semáforo- que, en cuanto saltan los mecanismos de seguridad, los fusibles, de nuevo salpica de sangre cuanto se le pone por delante. Nos guste o no nos guste, esa España sigue viva. La tenemos en los genes y en la sangre, y se resume a la perfección en aquella foto terrible, supongo que la recuerdan, de Puerto Hurraco: el fulano recién apresado corriendo entre dos guardias civiles que lo agarran por los brazos y la camisa, aún con la canana cruzada al pecho y la expresión ceñuda de quien se ha despachado a gusto y asume resignado un destino escrito en la tierra maldita que lo parió, en ese suelo hacia el que mira con obstinación, como diciéndose: había que hacerlo, y ya está hecho.
Así que hagan el favor de no confundirme una banda de cretinos descerebrados que se pasean en metro apaleando moros y negros, o apuñalándose el sábado por la noche entre cerveza y música de bakalao, con un homicida rural español de toda la vida. Un asesino norteamericano, o los imbéciles que lo imitan, lleva en los ojos el reflejo vacío, sin sentido, de una sociedad drogada y enferma. Pero un asesino español de canana y escopeta, capaz de beberse tranquilamente un orujo antes de salir a la calle y poner el pueblo patas arriba tumbando vecinos, o sea, un bruto como Dios manda, lleva en el alma la simiente de la guerra civil.
30 de junio de 1996
En el caso del pueblo leonés, la influencia norteamericana -no americana, pardiez; por suerte América es mucho más que los EEUU- no se manifiesta en que un zumbado se líe la manta a la cabeza y acribille a los vecinos a escopetazos; sino en el titular facilón del periódico que va y cuenta los pormenores al día siguiente, buscándole relaciones televisivas y sociales de origen ultramarino y gringo, que es como buscarle tres pies al gato o, dicho más en castizo, marear la perdiz. Porque si alguien no ha necesitado nunca la influencia de la televisión para ser oscura y violenta es, precisamente, la sociedad rural española. Aquí, cuando en un pueblo leonés, o gallego, o manchego, a alguien se le runden los plomos agarra el hacha de cortar leña, se cuelga la canana de cazar guarros, carga la escopeta con cartuchos de posta, y luego sale a la calle a zanjar con los vecinos una cuestión de límites de tierra, de ganado o de viejos agravios. Entonces todos esos niñatos de las hamburgueserías y las películas y la tele norteamericanas, todos esos duritos de andar por casa que en cuanto la policía les vuela un huevo llaman a su mami, son aficionados de chichinabo, meapilas con matasuegras, comparados con el desparrame que monta el indígena de la boina.
En el medio rural español, donde todo el mundo se conoce y además tiene excelente memoria, la gente no necesita la influencia de la tele para ajustar cuentas a la manera tradicional. He escrito alguna vez que el exceso de memoria aliñado con la falta de cultura, el rencor y la ignorancia, es una combinación peligrosa. Por eso hay rincones olvidados, ángulos de sombra de la España negra -sigo negándome a escribir esa gilipollez de España profunda que tanto les gusta a los cantamañanas que predican traducciones de Faulkner en detrimento de Galdos, Baroja o Machado- donde la violencia sigue siendo como siempre fue: consustancial y autóctona, en esta tierra de envidia, orgullo y navaja, que a pesar del cambio de los tiempos sigue gobernada, en aplastante mayoría, por la sombra de Caín. Una tierra de Alvargonzález peligrosa, bronca -échenos, vive Dios, un vistazo discutiendo en cualquier semáforo- que, en cuanto saltan los mecanismos de seguridad, los fusibles, de nuevo salpica de sangre cuanto se le pone por delante. Nos guste o no nos guste, esa España sigue viva. La tenemos en los genes y en la sangre, y se resume a la perfección en aquella foto terrible, supongo que la recuerdan, de Puerto Hurraco: el fulano recién apresado corriendo entre dos guardias civiles que lo agarran por los brazos y la camisa, aún con la canana cruzada al pecho y la expresión ceñuda de quien se ha despachado a gusto y asume resignado un destino escrito en la tierra maldita que lo parió, en ese suelo hacia el que mira con obstinación, como diciéndose: había que hacerlo, y ya está hecho.
Así que hagan el favor de no confundirme una banda de cretinos descerebrados que se pasean en metro apaleando moros y negros, o apuñalándose el sábado por la noche entre cerveza y música de bakalao, con un homicida rural español de toda la vida. Un asesino norteamericano, o los imbéciles que lo imitan, lleva en los ojos el reflejo vacío, sin sentido, de una sociedad drogada y enferma. Pero un asesino español de canana y escopeta, capaz de beberse tranquilamente un orujo antes de salir a la calle y poner el pueblo patas arriba tumbando vecinos, o sea, un bruto como Dios manda, lleva en el alma la simiente de la guerra civil.
30 de junio de 1996