La sangre chorreaba por los imbornales de la fragata inglesa. Habíamos estado una hora larga cañoneándonos penol a peno, y mis hombres subieron al abordaje poco inclinados a mostrarse clementes, o piadosos. No en vano habían visto, durante años, arder naves más allá de Orión y ponerse el sol en la Puerta de Tannhäuser. La fragata se llamaba Venganza de la reina Ana y ahora se balanceaba en la marejada, la jarcia hecha trizas, con el cabo de Palos perfilándose en la bruma una milla al sur-suroeste. Debía de tener a borde pasajeras, prostitutas o esposas de oficiales, porque cuando mi gente remató el trabajo oí desde el combés gritos de mujer.
Yo fui a lo mío. Del camarote del capitán me llevé dos cartuchos de monedas de oro, un sextante Plath y el cuaderno de bitácora. Luego, en la bodega, le eché un vistazo a lo que mi tercero y la dotación de presa iban a llevarse cuando gobernaran el barco hasta Cartagena. La carga no estaba mal, pero lo que me llamó la atención fue un grueso legajo que encontré manuscrito compuesto por muy diversos e interesantes textos, cultos, bárbaros, iconoclastas, divertidos e inteligentes, de cuya autoría no se daba información alguna, sacados a la luz –según lo escrito en la cubierta-, en Murcia, en el año de gracia de 1997, a 927 días del fin del segundo milenio. El título figuraba en la primera página, con tinta algo corrida por el agua de mar: Espejos de una biblioteca (KR Editorial).
Me llevé el manuscrito –mis hombres lo habrían usado para limpiarse el culo- y tras leerlo de cabo a rabo me fui a la banda de barlovento del alcázar, allí donde nadie viene a molestarme, y pasé mi cuarto de guardia, entre vistazo y vistazo al viento y las velas, reflexionando sobre la extraordinaria inteligencia y la profunda lucidez contenida en las páginas que acababa de leer. Después, todavía con una sonrisa cómplice en la boca se lo entregué a José Perona, a quien mis hombres llaman el doctor, aunque él suele titularse maestro de Gramática. Cuentan que en otro tiempo fue doctor que enseñaba en alguna de las universidades del rey nuestro señor, pero la resaca de la vida lo arrastró un día hasta los puertos y el mar; y cuando se enroló a bordo lo hizo aceptando las condiciones de reparto de botín que rigen el corso, aunque renunciando al dinero y conformándose en cada abordaje con una de cada tres violaciones de inglesas y una pinta de ron. El doctor, o el maestro de Gramática, como prefiere que le llamen, es un tipo singular, poco sociable, que se emborrachaba a solas con ginebra Bols en las noches tranquilas de luna llena o lee libros, infinidad de ellos, entre los cabos adujados a proa; y que cuando izamos la bandera de combate y disparamos el primer cañonazo dice en griego o en latín cosas extrañas como “que huelan lo que prueben” o algo así. Fue arponero en el Pequod, ama a Francia, odia a la Pérfida Albión, desprecia a los zafios que no fueron educados en la altivez del suicidio, y es capaz, en mitad del zafarrancho y los astillazos, de filosofar o contarnos cosas de un conocido suyo, un tal Lebrija, con quien debe de tener algún asunto a medias.
El caso es que le entregué el manuscrito al doctor o maestro de Gramática José Perona, para que hiciera con él lo que gustase. Y en ese momento hubo algo en la mirada que me dirigió por encima de los lentes, una especie de sonrisa casi imperceptible, amistosa y socarrona al tiempo, que me dio mucho que pensar. Y por un momento –ya sé que es absurdo, pero así fue- tuve la certeza de que el manuscrito no le era en absoluto desconocido, sino que su gesto, más que de recibir algo, se parecía mucho a una recuperación. En ese momento el vigía anunció una vela lejana por la amura de babor, así que me ocupé en otras cosas como ordenar más trapo y emprender la caza, que por la popa es siempre caza larga. Luego vinieron otros asaltos, otros mares, otros botines, otras borracheras y otros latines entre pinta y pinta de ron. Pero todavía, cuando recuerdo aquella fragata inglesa y el manuscrito hallado en su bodega, recuerdo la indefinible y sabia sonrisa del doctor, y aquella mirada que me dirigió por encima de los lentes –en uno de los cuales, por cierto, había una huella digital de sangre inglesa-. Por eso me pregunto si no fue él mismo quien, aprovechando la confusión del abordaje, puso el manuscrito en la bodega de la fragata. Para que yo lo encontrara allí.
25 de enero de 1998
Yo fui a lo mío. Del camarote del capitán me llevé dos cartuchos de monedas de oro, un sextante Plath y el cuaderno de bitácora. Luego, en la bodega, le eché un vistazo a lo que mi tercero y la dotación de presa iban a llevarse cuando gobernaran el barco hasta Cartagena. La carga no estaba mal, pero lo que me llamó la atención fue un grueso legajo que encontré manuscrito compuesto por muy diversos e interesantes textos, cultos, bárbaros, iconoclastas, divertidos e inteligentes, de cuya autoría no se daba información alguna, sacados a la luz –según lo escrito en la cubierta-, en Murcia, en el año de gracia de 1997, a 927 días del fin del segundo milenio. El título figuraba en la primera página, con tinta algo corrida por el agua de mar: Espejos de una biblioteca (KR Editorial).
Me llevé el manuscrito –mis hombres lo habrían usado para limpiarse el culo- y tras leerlo de cabo a rabo me fui a la banda de barlovento del alcázar, allí donde nadie viene a molestarme, y pasé mi cuarto de guardia, entre vistazo y vistazo al viento y las velas, reflexionando sobre la extraordinaria inteligencia y la profunda lucidez contenida en las páginas que acababa de leer. Después, todavía con una sonrisa cómplice en la boca se lo entregué a José Perona, a quien mis hombres llaman el doctor, aunque él suele titularse maestro de Gramática. Cuentan que en otro tiempo fue doctor que enseñaba en alguna de las universidades del rey nuestro señor, pero la resaca de la vida lo arrastró un día hasta los puertos y el mar; y cuando se enroló a bordo lo hizo aceptando las condiciones de reparto de botín que rigen el corso, aunque renunciando al dinero y conformándose en cada abordaje con una de cada tres violaciones de inglesas y una pinta de ron. El doctor, o el maestro de Gramática, como prefiere que le llamen, es un tipo singular, poco sociable, que se emborrachaba a solas con ginebra Bols en las noches tranquilas de luna llena o lee libros, infinidad de ellos, entre los cabos adujados a proa; y que cuando izamos la bandera de combate y disparamos el primer cañonazo dice en griego o en latín cosas extrañas como “que huelan lo que prueben” o algo así. Fue arponero en el Pequod, ama a Francia, odia a la Pérfida Albión, desprecia a los zafios que no fueron educados en la altivez del suicidio, y es capaz, en mitad del zafarrancho y los astillazos, de filosofar o contarnos cosas de un conocido suyo, un tal Lebrija, con quien debe de tener algún asunto a medias.
El caso es que le entregué el manuscrito al doctor o maestro de Gramática José Perona, para que hiciera con él lo que gustase. Y en ese momento hubo algo en la mirada que me dirigió por encima de los lentes, una especie de sonrisa casi imperceptible, amistosa y socarrona al tiempo, que me dio mucho que pensar. Y por un momento –ya sé que es absurdo, pero así fue- tuve la certeza de que el manuscrito no le era en absoluto desconocido, sino que su gesto, más que de recibir algo, se parecía mucho a una recuperación. En ese momento el vigía anunció una vela lejana por la amura de babor, así que me ocupé en otras cosas como ordenar más trapo y emprender la caza, que por la popa es siempre caza larga. Luego vinieron otros asaltos, otros mares, otros botines, otras borracheras y otros latines entre pinta y pinta de ron. Pero todavía, cuando recuerdo aquella fragata inglesa y el manuscrito hallado en su bodega, recuerdo la indefinible y sabia sonrisa del doctor, y aquella mirada que me dirigió por encima de los lentes –en uno de los cuales, por cierto, había una huella digital de sangre inglesa-. Por eso me pregunto si no fue él mismo quien, aprovechando la confusión del abordaje, puso el manuscrito en la bodega de la fragata. Para que yo lo encontrara allí.
25 de enero de 1998