domingo, 28 de noviembre de 1993

Don Juan y Borja Enrique


Agoniza noviembre, y con él esa hoja de calendario que, en otro tiempo, siempre se abría, a víspera de Difuntos, con la representación teatral de don Juan Tenorio. Supongo que recuerdan, escenarios aparte, aquellos Estudio 1 de la tele, donde el burlador sevillano malvado y satánico se encarnaba, año tras año, en las facciones de sucesivos galanes -Paco Rabal, Fernando Guillén, Juan Luis Galiardo, Pepe Martín-, y donde la virginal inocencia de doña Inés iba desde la jovencísima ternura de María José Goyanes a la sospechosa ingenuidad de los ojos claros de Emma Cohén, pasando por la densa femineidad, apenas disimulada por el hábito, de las espléndidas Elisa Ramírez o Fiorella Faltoyano.

Quizá lo de malvado y satánico sea una exageración. En realidad don Juan Tenorio era un niño de papá malcriado y perdonavidas, que hoy podría llamarse, por ejemplo, Borja Enrique, y al que veríamos ponerse hasta arriba de coca en los discobares de moda, con el aparcacoches vigilándole el Toyota Célica en la puerta. El mismo Zorrilla, autor del drama, calificó a su personaje de bravucón inocente y desvergonzado, y esto sitúa mejor el personaje, un joven bala perdida, que las artimañas escénicas de viejos zorros con la sien plateada; esos Donjuanes maduros que la escena tradicional consagró como arquetipos, aunque el personaje original de Zorrilla, según todos los indicios, no tuviese más allá de veinte o veintipocos años, edad en la que, hacia el siglo XVII, un joven español de buena familia perpretaba calaveradas antes de sentar cabeza y casarse -como el pobre don Luis Mejías- merced a un buen braguetazo.

Espectador fascinado y fiel de la obra de Zorrilla, caí en la cuenta de la auténtica personalidad de don Juan gracias, precisamente, a uno de esos dramas televisados y a un actor, Juan Diego. Era habitual que, al desenmascarar a don Diego Tenorio en la Hostería del Laurel, los maduros galanes que encarnaban al don Juan tradicional exclamasen, espantados: ¡Válgame Cristo, mi padre! Juan Diego, entonces joven actor, innovó el asunto diciendo lo mismo, pero no con el tradicional horror del hijo ante las canas venerables, sino con el desdén y el descreído fastidio del joven que desprecia al aguafiestas que viene a echarle un sermón. Aquel Mi padre, sin signos de exclamación, de Juan Diego equivalía perfectamente a un la jorobamos con aquí, el pelmazo de mi viejo, y reconciliaba al personaje del burlador con el tiempo presente, devolviéndole una frescura y una actualidad de ahora mismo.

Quizás, lamenta uno, el Tenorio se cayó de las carteleras de los teatros y de las programaciones de televisión, reducido como mucho a parodias infames y a montajes experimentales de dudoso gusto y eficacia, porque al personaje lo mataron los maduros galanes que lo interpretaban a la antigua. No por culpa de ellos, a los que sigue siendo un placer escuchar en las viejas grabaciones de antaño, sino porque ese don Juan galán y sacrílego, a caballo entre la seducción y la virtud inocente y las puertas del infierno, ya no se lo cree nadie. Entre otras cosas porque hoy hasta la más mojigata de las novicias estallaría en carcajadas ante las tácticas del don Juan de toda la vida, y porque hay, sin duda, más perversidad en la inocencia de una doncella que en la vanidad arrogante de un estúpido varón -llámese don Juan o llámese Borja Enrique-, que se cree el rey del mambo.

Puede que aquél Válgame Cristo, mi padre de Juan Diego marcase, en su momento, una oportunidad des-aprovechada de renovar tan entrañable personaje, trasnochado pero todavía apasionante, devolviéndonoslo con la intención original del propio autor. Sería hermoso recobrar ese drama irregular, lleno de ripios y recursos del oficio, pero con un ritmo maravilloso y unos diálogos que restallan como latigazos en el escenario y subyugan, sin remedio, al que sea capaz de escuchar los versos con atención. Tal vez aquella otra visión del don Juan, la del joven de buena familia del XVII, encanallado, presuntuoso y no tan lejano, en espíritu, al superficial engominado de discobar de moda que nos tropezamos hoy en día, permitiese recuperar esa joya de la escena española que se nos murió entre bostezo y bostezo. El Tenorio no se actualiza vistiéndolo en Adolfo Domínguez, sino haciendo ver, bajo los modos y maneras versificados de aquel golfo sevillano de hace tres siglos, el mismo encanallamiento, el vacío y la irresponsabilidad que hoy sobrevive, con mucha más vulgaridad y en prosa, en el imbécil de Borja Enrique.

28 de noviembre de 1993

domingo, 21 de noviembre de 1993

El síndrome Viracocha


Una vez, en Nicaragua, me quisieron pegar un tiro hablándome todo el rato de usted. Eso me gustó -no lo del tiro, sino el tratamiento-. Se trataba de un oficial, un teniente de los rangers somocistas en operación de búsqueda y destrucción de guerrilleros del FSLN. Yo estaba donde no debía estar: un lugar llamado el Paso de la Yegua, donde era difícil distinguir a los sandinistas de los campesinos, porque una vez muertos y alineados en el suelo todos se parecían una barbaridad. También, para irritación del milite al mando del asunto, hice un par de fotos que no debía hacer. Así que se vino para mí, desenfundó la Colt 45 y dijo aquello de:

-Disculpe, señor. Si no me entrega el carrete, ahorita mismo lo ultimo.

Dijo eso o algo por el estilo -han pasado quince años-, pero recuerdo perfectamente el señor y el tono respetuoso, no forzado sino espontáneo, natural, con que aquel hijoputa puso en mi conocimiento su resolución de levantarme la tapa de los sesos. Y es curioso. Cada vez que he viajado a Hispanoamérica, desde la Tierra del Fuego hasta el Río Bravo, he reencontrado siempre, para bien o para mal, el mismo tono de cortesía en los mejores y los peores hombres y mujeres con quienes me crucé: víctimas, verdugos, prostitutas, taxistas, amas de casa, funcionarios, paramilitares, campesinos. Independientemente de su buena o mala voluntad, de su brutalidad, crueldad o ternura, detecté siempre idéntico formalismo verbal: por favor, si es usted tan amable, tendría la bondad, señor, muchas gracias. Ahora acabo de dar una vuelta por México, una especie de peregrinación al pasado de nuestra Historia y nuestra sangre, y una vez más me sorprendieron, por contraste, ese tipo de cosas. Hasta cierto bigotudo patrullero con cara de azteca que exigía, sombrío, un soborno -su mordida para olvidar cierta presunta infracción de tráfico, mantuvo en todo momento un tono que, en lo formal, era amenazador pero impecablemente correcto:

-Esto tenemos que arreglarlo, señor. De alguna manera. Usted estacionó mal y delinquió.

Y la verdad es que resulta curioso. Allí, en las viejas colonias, a pesar de todos los recelos y los viejos prejuicios nunca olvidados, España continúa siendo una referencia válida en la que se admira, sobre todo, lo formal. Sorprende la lealtad a esa idea de la madre patria cortés y caballerosa, a ciertos modales que en otro tiempo los indiecitos admiraron en los orgullosos conquistadores que los esclavizaban, reencarnación de Viracocha a quienes, con el tiempo, se esforzaron en imitar cuando llegaron a la madurez y la independencia, haciéndolos suyos, mandando a sus hijos a estudiar a España cuando podían, adoptando la lengua, los usos, las actitudes atribuidas a quienes fueron sus colonizadores, sus dueños, a veces sus padres y a menudo sus enemigos.

A través de los siglos, la referencia siguió siendo válida y se mantuvo el estereotipo: orgulloso como un español orgulloso, educado como un español educado, culto como un español culto. La idea se mantiene hoy de modo instintivo en todas las capas sociales, aunque a estas alturas sea completamente falsa. Fiel a un fantasma muerto mucho tiempo atrás, Hispanoamérica rinde culto a ciertos modos y maneras que sigue creyendo propios de los españoles, ignorando -por suerte para ella- que esos modos y maneras hace mucho que dejaron de practicarse aquí. De ahí la pena que causan, a veces, esos hispanoamericanos que viajan a España en busca de la tierra y las gentes de que les hablaron sus abuelos. Matrimonios ancianos que te cruzas en la plaza del Callao de Madrid, recién robado el bolso ella, maltratados por un camarero, engañados por un taxista o despreciados por un policía. Aturdidos de descubrir que a este lado del Atlántico cualquier mala bestia se atribuye alegremente, para sí o para otros, el título de señora o caballero. Que bocazas analfabetos elevados al rango de alcalde, director general o diputado imparten lecciones de cultura y modales. Y que el usted y el hágame el favor fueron desterrados, hace tiempo, en beneficio de la grosería más elemental y el compadreo más infame, como si todos hubiésemos guardado, juntos, cerdos en la misma porqueriza. Con todo el respeto que nos merecen los cerdos.

Y es que a veces uno prefiere que lo balaceen, como dicen allí en Hispanoamérica, hablándole de usted, a que le tiren el café por encima, tuteándolo, como hacemos aquí. En la madre patria.

21 de noviembre de 1993

domingo, 14 de noviembre de 1993

Viriato y el tambor del Bruch

Engañado he vivido hasta hoy, amigo Sancho. Resulta que Sagunto no fue una heroica resistencia de los iberos contra Cartago, sino el primer hito de la autonomía valenciana. Resulta que Viriato no fue, cual rezan los antiguos textos de Historia de España, un pastor lusitano que combatió contra Roma, sino un adalid de la independencia de la ribera del Tajo. Resulta que Lope de Aguirre, ese espléndido animal que sembró de sangre y quimeras la ruta de El Dorado, no era un mitómano vascongado con toda la crueldad y la grandeza del alma hispana, sino un nativo de Iparralde Sur con grupo sanguíneo específico que inventó la puñalada en la nuca. Resulta que Jaume I el Conqueridor -como su propio nombre indica- no fue rey de Aragón sino de Cataluña, y que los almogávares vengaron a Roger de Flor saqueando Atenas y Neopatria bajo la bandera de la monarquía catalana, bandera que los aragoneses se han apropiado por la cara. Resulta que Rodrigo de Triana no era un sufrido y duro marinero de la española Andalucía, sino que el ceceo con que gritó ¡Tierra a la vizta! se lo debía a su auténtica nacionalidad que era la bereber-andalusí. Resulta que, a pesar de las apariencias, Agustina de Aragón, Daoiz y el tambor del Bruch no combatieron en la misma guerra, sino en tres guerras distintas que no deben confundirse, a saber: la que los aragoneses hicieron contra Francia por su cuenta y sin consultar a nadie, la del centralismo madrileño contra el centralismo napoleónico, y la de Cataluña de tú a tú contra otra potencia europea.

Los viejos y venerables textos ya no sirven de nada. Basta darse una vuelta por ahí, visitar cualquier museo o monumento histórico y pedir un folleto y escuchar al guía local, para comprobar hasta qué punto de aquí a poco tiempo no nos vamos a reconocer ni nosotros mismos. Nunca se ha manipulado tanto y tan impunemente como ahora, bajo el pretexto de borrar anteriores manipulaciones. Así, entre tanto neohistoriador local y tanto soplador de vidrio están dejando la Historia de España, la que -a pesar de sus errores y lagunas- aprendimos en los libros y con tanto orgullo nos explicaban nuestros padres y nuestros abuelos, hecha un bebedero de patos.

Las bibliotecas siguen ahí, pero los libros se destruyen, se esconden y se reescriben según las necesidades del momento. Las huellas físicas se restauran a capricho, se borran las inscripciones inconvenientes y se sustituyen por otras más acordes a la nueva realidad histórica. Y cuando no existen, mejor. Así se pueden crear, sin problemas, símbolos centenarios encargados a artistas del diseño de moda que, si el presupuesto da para ello, pueden, incluso, recubrirlos con la pátina formal correspondiente para que den la impresión de haber estado ahí desde siempre.

La táctica no es nueva. Los apóstoles de la intolerancia, los grandes manipuladores de los pueblos y las banderas suelen recurrir a este eficaz sistema: el nazismo con la cultura europea, o el nacionalismo serbio en los Balcanes, sin ir más lejos. La Historia, la que se escribe con mayúscula, ha sido siempre el principal objetivo, porque es el más molesto y lúcido testigo. Frente a los intereses locales, de tiempo y de situación, lo que une a los pueblos es la historia vivida en común: los asedios, las batallas, las gestas, las victorias, las derrotas, las esperanzas, las desilusiones, los héroes, los mártires, las iglesias, los castillos, las catedrales, los cementerios. Ésa es la espina dorsal, hecha de sufrimientos y de alegrías, de lucha y trabajo, de años y de siglos, sobre la que se encarnan el respeto, la convivencia, la solidaridad.

Sin Historia somos juguetes en manos de los bastardos que cifran su fortuna en llevarnos al huerto. Rotos el pasado y la memoria, asfixiado el orgullo común, ¿qué diablos queda?... Sólo el escozor de las ofensas, que también las hubo. Sólo la desconfianza y miedo, resentimiento, y esa bilis amarga que nutre el alma negra de las contiendas civiles.

Sí, Sancho amigo. Manipular la Historia es aún más bajo y miserable que utilizar las armas de la etnia, o de la lengua, porque si éstas apuntan al presente y al futuro, lo otro va royendo todo aquello que hizo posible que ni lenguas ni etnias fuesen obstáculo para que diversos pueblos y naciones vivieran en paz y trabajasen juntos. Por eso me inspiran tanto recelo y tanto desprecio esos aprendices de brujo, esos historiadores subvencionados y mercenarios que se venden, por treinta monedas de plata, a los caciques locales que les llenan el pesebre.

14 de noviembre de 1993

domingo, 7 de noviembre de 1993

El cartero ya no llama dos veces


En otro tiempo fueron mis héroes. Los imaginaba como en las películas en blanco y negro, caminando inclinados contra el viento por llanuras cubiertas de nieve, cargados con su zurrón de cuero, dispuestos a entregar la carta aun a costa de su salud y de su vida. Traían las buenas noticias y también las malas, y a menudo compartían la alegría y la pena de los destinatarios. Diálogos del tipo: «Lo siento, Manuel, estoy seguro de que el chico murió como un hombre», o: «A ver, traiga, que se la leo. Querida hermana. Espero que al recibo de la presente... ».

Uno los veía o imaginaba así, haciendo cuestión de honor la entrega de la carta encomendada, aunque en el sobre sólo figurase un nombre confuso y una calle, o un pueblo. Y recuerdo por Navidad, cuando había ruido de zambombas y villancicos, al cartero demorándose unos minutos en el vestíbulo, el zurrón repleto de cartas a los pies, mientras mi abuelo le daba el aguinaldo y una copa de anís, o coñac. En aquel entonces pertenecían al grupo de adultos que un niño respetaba: médicos, maestros, militares, curas, guardias y carteros.

Estaban los carteros rurales, que caminaban por la nieve, el barro, y bajo la lluvia. Estaban los carteros urbanos, que subían con denuedo escaleras y escaleras, doblados bajo el peso de su carga. Estaban los carteros de oficina, que distribuían los sobres que echábamos al buzón en cajetines para su envío a lugares lejanos, con nombres sonoros como Shanghai, Moscú, Beirut, La Habana, y aún había otra categoría, la más solemne: los carteros reales, que trabajaban en diciembre con los Reyes Magos.

Ésa era la palabra: magia. Antaño, los carteros aparecían revestidos con los signos que los dioses les otorgaban para reconocerlos como mensajeros de la palabra y el sentimiento, el amor, la solidaridad, la comunicación entre seres separados por la distancia y la vida. Había algo mágico en su presencia y sus atributos: gorra, insignias, zurrón. En cualquier caso, su llegada significaba siempre un estremecimiento de expectación, de incógnita a punto de resolverse. Entonces una carta era siempre incertidumbre y promesa. Por eso amábamos y temíamos a un tiempo a quien nos la entregaba con el respeto debido al objeto que en sus manos portaba. Durante muchos años ésa fue mi imagen del cartero, el hombre que siempre llamaba al timbre dos veces y convertía en cuestión de honor el simple hecho de entregar un sobre.

Una vez conocí a uno de ellos, un viejo cartero jubilado, que me aseguró precisamente eso: en treinta y ocho años de vida profesional nunca dejó sin entregar una carta. Quizá hubiese algo de bravata en la afirmación, mas comprendí lo esencial: ninguna carta le fue nunca indiferente.

Hizo siempre lo que pudo por cumplir en su trabajo, y ése era su orgullo.

Pero los tiempos cambian, y los héroes están cansados. De pronto te enteras de la existencia de un par de carteros que, por exceso de trabajo, dejaron sin repartir miles y miles de cartas. O de aquel otro que las tiraba directamente a la basura o las quemaba, sin más, porque no daba abasto. Ahora que el correo trae más publicidad y extractos bancarios que noticias de la gente a la que quieres, resulta que entre las deficiencias de ese monstruo inhumano que es la Administración y la incuria de algunos elementos que la sirven, uno echa un sobre a cualquier buzón y el gesto se parece mucho a lanzar una botella al mar. Esperemos, te dices cruzando los dedos, que caiga en buenas manos.

Hay honestas excepciones, por supuesto: carteros o empleados de Correos que todavía hacen de su trabajo cuestión de pundonor profesional. Pero abunda más el funcionario que maneja cartas -sueños, esperanzas, vidas- como podría cortar chuletas de cordero. El individuo que las deja en tu buzón igual que podría echarlas a la basura o tirártelas a la cara, y que en ocasiones realmente lo hace. En esta España nuestra donde hemos olvidado la alpargata del viejo cartero rural y todos somos tan dinámicos y tan europeos y tan guapos de logotipo y diseño, hay demasiadas cartas que se pierden, cartas que nunca llegan, cartas que permanecen, para siempre, amarilleando a la deriva en ese limbo estúpido, en ese purgatorio vago e impreciso que es el mar de los sargazos de los Correos españoles. Y cuando uno tiene algo importante o urgente que echar al buzón recurre, qué remedio, a una agencia de mensajeros. Que, naturalmente, se están forrando.

La verdad es que añoro a mi viejo cartero de uniforme azul. Aquel que siempre llamaba dos veces y era mi amigo.

7 de noviembre de 1993