sábado, 26 de junio de 2021

Una historia de Europa (VI)

No es casual que todo empezara con una guerra, como la historia de cualquier pueblo, imperio o nación. Y con un mito, naturalmente. Las fechas antiguas son confusas, así que ésta podríamos situarla unos mil doscientos años, siglo más o siglo menos, antes de que naciera Jesucristo. Cuenta la leyenda que estaban las diosas griegas de cotilleo, ya saben, a Artemisa le sienta fatal el peplo, Minerva va de lista por la vida y Juno se está poniendo como una foca, o sea, todo eso de lo que solían hablar y despellejar las diosas mientras veían Sálvame o lo que vieran entonces, y dieron en discutir sobre cuál de ellas era la más guapa. Se puso en juego una manzana de oro en plan Miss Olimpo (la famosa manzana de la discordia) y se recurrió a un joven y guapo pastor para que hiciera de juez. Cada una le prometió cosas al chaval si la elegía a ella (hacerlo rico, hacerlo sabio, hacerlo rey), pero Afrodita, o sea, la que después llamaron Venus los romanos, que conocía a los hombres como si los hubiera parido, le ofreció ligarse a la mujer más hermosa del mundo. El joven se puso como una moto, dijo trato hecho, y Afrodita ganó el concurso. El problema era que la mujer más hermosa del mundo estaba casada, se llamaba Helena y era legítima esposa de Menelao, rey de Esparta. Y para acabar de joder la marrana, o como se diga eso en griego (gamó joirós o algo así, creo), el pastor no era pastor sino hijo del rey de Troya y se llamaba Paris. El muy pirata iba de incógnito. Y la cosa se puso chunga, porque el tal Paris, pretextando una visita oficial a Esparta, se fugó con Helena y se la llevó por la cara a su ciudad, Troya, que tenía unas murallas impresionantes. Y aunque su padre, el rey Príamo, le dio una bronca de cojones llamándolo desaprensivo, niño mimado, golfo y otras lindezas (me vas a buscar la ruina, pijito de mierda, le decía), la madre, que se llamaba Hécuba, metió baza en plan un hijo es un hijo y todo eso; así que al pobre Príamo no le quedó otra que tragarse el sapo y tenerlos allí al niño y a la nuera, que realmente estaba, la gachí, no ya para ponerle un piso, sino para ponerle una ciudad. Que es justo lo que le pusieron. Pero el tal Menelao, el marido espartano burlado, tenía mal perder, estaba cabreado como un diablo de Tasmania y quería a su mujer y venganza, por ese orden; así que convocó a sus parientes y compadres los otros reyes griegos, por aquel tiempo llamados aqueos de hermosas grebas, se juntaron todos y declararon la guerra a Troya. El asedio de la ciudad duró diez años y en él participaron, en uno y otro bando, casi todos los reyes y héroes de la antigüedad helénica (Aquiles, Héctor, Ayax, Ulises, Eneas y los demás colegas), incluidos los dioses; que, cabroncetes como eran, tomaron partido por unos u otros según sus aficiones, como los hinchas de los equipos de fútbol. Al final, aburridos de tanto asedio y de no ganar el pulso a los troyanos, los aqueos construyeron un enorme caballo de madera, fingieron que se retiraban, y los troyanos, creyéndose vencedores, lo metieron como trofeo en la ciudad. Los muy gilipollas. Porque el caballo tenía truco, y dentro llevaba un comando de griegos que, saliendo por la noche en plan Rambo, abrieron las puertas de la ciudad y, dejando entrar a los compañeros, hicieron una escabechina de veinte pares de cojones. Lo más bonito ocurrió cuando Menelao fue en busca de su legítima dispuesto a ejercer injustificable violencia de género, pero al encontrársela en el palacio en llamas toda maquillada, guapa, arrepentida y sexy (Helena era un bellezón, pero no tenía un pelo de tonta sin depilar) se lo pensó mejor y se conformó con degollar a Paris. Luego echaron la adúltera y el rey burlado un polvo en todos los sentidos épico, y volvieron a Esparta más o menos como si nada. Lo del volver a casa, el retorno, el nostos de los griegos vencedores de Troya, trajo mucha cola y mucha literatura, e inspiró poemas y obras de teatro que durante los siglos posteriores y hasta hoy se ocuparon de los personajes. Tres de esos textos son fundamentales para conocer aquel episodio, imaginario sólo en parte: la Ilíada y la Odisea, escritas por un griego, y la Eneida, escrita después por un romano. Los dos primeros relatos, atribuidos al poeta o compilador griego Homero (siglo VIII a. C.), pueden considerarse el primer gran registro cultural, la base narrativa y literaria de lo que después iba a llamarse Europa y Occidente; y su influencia, multiplicada y enorme, llega viva hasta el presente. La guerra de Troya, que como demostraron arqueólogos e historiadores existió de verdad, fue nuestro fascinante paso del mito a la realidad: la bisagra que une la Europa de hoy con el mundo arcaico de las leyendas y los sueños. 
 
[Continuará]
 
27 de junio de 2021

domingo, 20 de junio de 2021

Aquella noche con Sara

No hay una sola vez que pase frente al teatro de La Latina de Madrid que no los recuerde, a los dos: a Sara Montiel y a mi padre. En ese antiguo local, que ahí sigue desde 1917, ocurrió a principios de los años 80 algo para mí mágico e inolvidable, medio minuto de elegancia y glamour, treinta fascinantes segundos sobre Tokio. Uno de esos instantes que, como diría cierta testa coronada, o ahora no tanto, lo llenan a uno de orgullo y satisfacción. 
 
Mi padre era de los que sabían cómo encender un cigarrillo, bailar el tango, remangarse una camisa y qué hacer con el sombrero cuando se lo quitaba. O sea, un señor. Nacido a tiempo para hacer la Guerra Civil –le tocó el lado republicano como podía haberle tocado cualquier otro–, tenía maneras de las que solíamos llamar de las de antes. Por lo demás, como a muchos jóvenes de su generación, lo habían formado las lecturas y el cine, que en ese tiempo tenía una influencia extraordinaria. Creció y llegó a su madurez con ciertos códigos y actitudes que no lo abandonaron hasta su muerte, y jamás olvidaré las palabras de uno de sus amigos durante su entierro, que bastan, supongo, para colmar el orgullo de cualquier hijo: «Era un hombre honrado y un caballero». 
 
La generación de mi padre, como todas, tenía sus mitos. Incluían éstos el cine y la música, las canciones que habían estado de moda en su juventud: tangos, boleros, copla. Y entre los mitos femeninos, el más destacado fue Sara Montiel. Cualquiera que haya visto las antiguas películas de aquella mujer bellísima y fascinante, quien la recuerde junto a Gary Cooper y Burt Lancaster en Veracruz o con Rod Steiger y Charles Bronson en Yuma, o en películas españolas como Varietés, El último cuplé o La violetera, sabrá de qué estamos hablando. Con canciones como Fumando espero, El relicario, Nena o Ven y ven, Sara Montiel dio la puntilla al tono atiplado de Raquel Meller, Imperio Argentina, Concha Piquer y otras estrellas de la canción nacional, imponiendo su tono susurrante y grave, de un erotismo profundo, tan denso y carnal como ella misma. Y de ese modo se convirtió en el gran icono erótico de los varones españoles de su tiempo. 
 
No recuerdo el año, ni tampoco el título del espectáculo. Saritísima, me parece, o Una noche con Sara. Algo así. Ella representaba su espectáculo de canciones en el teatro La Latina. Debía de tener ya cincuenta y tantos años, casi sesenta, pero conservaba la gracia, el desparpajo y la simpatía de siempre, la voz sugerente y grave y un físico más que razonable para su edad, que embutía para el espectáculo en ceñidos trajes de noche con generosos escotes. Yo estaba en Madrid entre dos viajes, mis padres vinieron a pasar unos días y los invité a ver el espectáculo. Sentado en una butaca contigua al pasillo, con mi madre y conmigo al lado, mi padre disfrutó en vivo de unas canciones que conocía de memoria. Era la primera vez que veía a Sara Montiel en persona, y mi madre y yo lo observábamos a hurtadillas, disfrutando ambos de la felicidad que mostraba, ante su antiguo ídolo femenino, aquel hombre de casi setenta años educado y tranquilo. 
 
Fue entonces cuando ocurrió. Ella había bajado del escenario, escotada, sexy, micrófono en mano, y cantaba caminando por el pasillo. Y cuando llegó a nuestra altura, al mirarme casualmente a media canción, yo le hice un gesto disimulado, señalando a mi padre, que la miraba arrobado. Y Sara Montiel, con aquella rápida inteligencia intuitiva, la gracia y el descaro que con toda justicia la habían hecho famosa, se lo quedó mirando y acto seguido, le pasó un brazo alrededor del cuello, se sentó en sus rodillas, y acercando la boca a su oído le cantó, bajito, grave y susurrante, aquello de Juró amarme un hombre / sin miedo a la muerte. Después le acarició la nuca, se puso en pie y siguió su camino mientras todos cuantos estábamos alrededor aplaudíamos entusiasmados. 
 
Mi padre no despegó los labios en toda la función. Tan impasible como solía, salió del teatro con mi madre cogida del brazo y paseamos hasta la cercana Plaza Mayor. Esperábamos algún comentario, pero no hizo ninguno. Caminaba en silencio. Era una noche agradable, nos sentamos a tomar algo en una terraza y yo mencioné al fin la escena del pasillo. «Sigue siendo una artista enorme», comenté, divertido. Entonces vi sonreír a mi padre, y aquella sonrisa parecía rejuvenecerle treinta años el rostro. «Sí, verdaderamente es mucha mujer», dijo. Y después, tras golpear suavemente un extremo en el cristal de su reloj, encendió despacio un cigarrillo. 
 
20 de junio de 2021

domingo, 13 de junio de 2021

Una historia de Europa (V)

Érase una vez una montaña alta y sagrada a la que llamaban Olimpo, que estaba en lo que hoy llamamos Grecia. En torno a esa montaña, por la época en que los judíos salían de Egipto en busca de la tierra prometida, unos trece o catorce siglos antes de que naciera Cristo y más o menos cuando los hombres empezaron a usar el hierro en lugar del bronce, se fue formando un país que todavía entonces eran muchos pueblos y ciudades, hechos (como casi todos se hicieron) de invadidos e invasores. En vez de un solo dios, aquellos fulanos tenían varios que vivían en plan familia Telerín en ese monte griego. La gente no les rezaba para que perdonasen sus pecados ni para ser mejores personas, sino para cosas prácticas como tener buenas cosechas, viajar seguros, degollar y esclavizar a los enemigos, disponer de pan para comer, agua para beber, fuego para calentarse y llegar a viejos en el mejor estado posible. Para eso ofrecían sacrificios derramando vino, matando animales (hecatombe significa sacrificar cien bueyes), les dedicaban bailes, cánticos y cosas así. La peña era también muy supersticiosa, y de que un ave volase a la derecha o la izquierda, de unos relámpagos o de cualquier chorrada así dependía librar batallas, viajar y toda clase de iniciativas. Incluso, en un lugar llamado Delfos, había un chiringuito de adivinación del futuro al que llamaban Oráculo, donde se formaban colas para preguntar; y como las respuestas siempre eran ambiguas, cada cual las interpretaba a su manera. Ibas y preguntabas si tu marido te engañaba con la esclava de casa, el oráculo respondía «Todo puede ser», y tú, como estabas de tu marido hasta la bisectriz, al volver a casa lo envenenabas haciéndole un salmorejo con cicuta. Todo eso, como digo, giraba en torno a una religión presidida por una docena de dioses principales y un montón de secundarios, que a su vez generaron infinidad de subcontratas gestionadas por semidioses, héroes y otros personajes hasta formar una multitud fascinante, que a su vez generaría unas leyendas y una literatura sin cuyo conocimiento es imposible comprender los símbolos y referencias de la Europa que venía de camino. En cuanto a los moradores del Olimpo, los dioses principales no eran buenos y virtuosos como imaginamos a los de ahora. Al contrario, eran adúlteros, lujuriosos, envidiosos, violadores, incestuosos, coléricos, tramposos e impresentables. Unos verdaderos hijos de puta. Además, cada uno tenía sus seres humanos preferidos, favoreciendo a unos y fastidiando a otros. Zeus, que después sería el Júpiter romano, era el padre y rey de todos, la máxima autoridad, aunque los otros, sobre todo las diosas, se choteaban de él y lo engañaban como a un chino de los de antes. Su legítima señora era Hera, la Juno romana, cuyo cuñado Poseidón (el Neptuno del tridente), hermano de Zeus, era rey del mar, capaz de generar tormentas y apaciguarlas por la cara. Hefesto o Vulcano, el dios del fuego, era cojo, feo, gruñón, curraba en una fragua, y en ella lo pintaría Velázquez muchos siglos después. Dionisio, más conocido hoy por Baco, era un borracho que te rilas; y Ares, o sea Marte, dios de la guerra, un psicópata militarista que sólo era feliz cuando había batallas y masacres de por medio. Hermes (el Mercurio de los romanos), mensajero de los dioses, había salido el listo de la familia, dotado para los negocios y las juntas de accionistas. Artemis, luego Diana, aficionada a cazar y pasear por los bosques con arco y flechas, no quería ver a los hombres ni de lejos y era la feminista de la familia. Atenea o Minerva, nacida de un martillazo que Hefesto le dio a Zeus en la cabeza, salió medio guerrera, tenía los ojos verdes y era diosa de la sensatez y la sabiduría (no es casual que la clave del conocimiento se atribuyese a una mujer y no a un hombre). Otros parientes eran Vesta, que presidía el hogar familiar, Ceres, diosa de la agricultura, y Plutón, que gobernaba el mundo subterráneo y vivía bajo tierra, en plan topo. Mención aparte merecen Apolo, que era el guaperas de la familia y conducía una especie de Ferrari celeste, y Afrodita, o sea, nada menos que Venus: la diosa de la belleza y del amor, la Marilyn Monroe del Olimpo. Una señora espectacular, de las que paraban la circulación de las cuadrigas cuando salía a darse una vuelta por el mundo. La guapa entre las guapas. Y que nos viene de perlas para cerrar este episodio, porque en el siguiente veremos cómo ese mismo bellezón, al aceptar una manzana de manos de un simpático chaval llamado Paris, lió un pifostio considerable que acabaría llamándose Guerra de Troya. Con la que nuestra vieja Europa, por así decirlo, iba a entrar ya en serio en la Historia. 
 
[Continuará] 
 
13 de junio de 2021

domingo, 6 de junio de 2021

La venganza de D’Artagnan

Me hizo pensar en ello una señora cuya conversación capté al paso. Me había levantado de una mesa en la Taberna del Capitán Alatriste, junto a la Cava Baja de Madrid, cuando oí decir: «Eso me recuerda a Dartacán y los siete mosqueperros». No supe a qué se refería en concreto, aunque era lo de menos. Seguí camino con una sonrisa, disfrutando de la frase. Luego me detuve en Puerta Cerrada, ante el kiosco de prensa que la tenacidad del dueño convirtió en pequeña librería callejera. Iba a comentar con él lo de los siete mosqueperros –es un tipo leído y con humor–, pero había ido a tomar un café, me informó el negro que mendiga cerca. Compré una revista, le pagué al negro –que vigila el kiosco cuando se ausenta el dueño– y seguí mi paseo hasta la Plaza Mayor. No se me iba Dartacán de la cabeza. Quizá dé para un artículo, pensé. Y aquí me tienen. Escribiéndolo. 
 
Hace treinta años, cuando publiqué El club Dumas, mi intención era reivindicar la novela entonces aún llamada popular frente al esnobismo elitista y estúpido de quienes trazaban líneas divisoras entre alta y baja literatura. Aquella historia de bibliófilos y cazadores de libros era y sigue siendo una especie de manifiesto contra quienes, autores y críticos enseñoreados de revistas literarias y otras Bobalias españolas, se empeñaban entonces en obligarnos a los novelistas a escribir como Faulkner y Benet, que no se les caían de la boca; en ensalzar el estilo –cuanto más aburrido, mejor– y despreciar la trama, glorificar inmensos peñazos que ellos catalogaban de alta literatura –un minimalista lapón, un birmano imprescindible– y despreciar cuanto narrase historias. Esa panda de gilipollas, los supervivientes o sus discípulos, sigue ahí, queriendo imponer su canon aunque ya nadie les haga ni puñetero caso. Pero en su momento causaron daño, haciendo desertar de las librerías a infinidad de lectores. Ahora suena raro, mas conviene recordar que por aquellas fechas, no tan lejanas, autores como Stefan Zweig, Jack London, Joseph Conrad, Somerset Maugham o Le Carré, por no hablar de Agatha Christie, Eric Ambler, Dumas o Conan Doyle, eran considerados menores, de viajes y aventuras, policíacos y tal. Morralla, vamos. O como se decía entonces despectivamente, literatura de kiosco. Y sí, ahí están las hemerotecas. He escrito Zweig y Conrad. Y muchos otros. 
 
Pero hay que ver, y a eso iba, cómo han cambiado las cosas. El canon. O los nuevos y variados cánones de Navarone. Los grandes autores y obras de toda la vida –Dostoievski, Tolstoi, Stendhal, Mann, Dickens, Galdós– siguen ahí, naturalmente, indiscutidos e indiscutibles; pero la novela que en los años 70 y 80 los suplementos culturales consideraban de moda y altamente recomendable ni está ni se la espera: falleció de muerte natural. Tampoco el público lector es el de antes, y ahí radica una de las claves del asunto. A base de leyes educativas infames, gobernantes analfabetos, editoriales oportunistas y novelistas de la tele, las grandes obras maestras se han convertido en materia exquisita, casi críptica para algunos. Eso, que no es bueno, tiene un lado positivo: al bajar el nivel de exigencia de muchos lectores, diversos autores y obras antes considerados de segunda categoría son aceptados ahora sin complejos por el gran público. Se han vuelto textos de primera línea e incluso de moda; y a eso ayudan las adaptaciones al cine y la televisión. Sherlock Holmes, Hércules Poirot, Perry Mason, gozan de una afortunada segunda vida: se les hace al fin justicia, no sólo por los verdaderos lectores, sino por el público audiovisual de hoy, incluidos –detalle importante– quienes nunca abrieron un libro. Quizá pocos sepan ya qué personajes habitan Yoknapatawpha o Región; pero raro será que desconozcan a Arsenio Lupin, Philip Marlowe o James Bond. Es la venganza de D’Artagnan. Y si las viejas cofradías lectoras se reconocían entre sí con un Llevo mucho tiempo acostándome temprano o un Todas las familias dichosas se parecen, las nuevas generaciones tal vez intercambien hoy signos masónicos mediante ese Elemental, querido Watson que Conan Doyle nunca llegó a escribir, o un rotundo El fantasma de la Ópera existió. Quizá haya bajado el listón, pero las grandes novelas siguen ahí. Algo de ellas permanece y algo prometen. Tal vez vayan quedando pocos lectores capaces de descifrar las claves del Quijote de Cervantes, el Doctor Faustus de Thomas Mann, el V de Pynchon o el Adriano VII del Barón Corvo; pero aún hay quien, lector o no, recurre a Dartacán y los siete mosqueperros en la terraza de un bar, sin complejos, con el viejo Dumas sonriendo benévolo allá donde esté. Porque algo es algo, como dijo un calvo. Al encontrar un peine sin púas. 
 
6 de junio de 2021