No es casual que todo empezara con una guerra, como la historia de cualquier pueblo, imperio o nación. Y con un mito, naturalmente. Las fechas antiguas son confusas, así que ésta podríamos situarla unos mil doscientos años, siglo más o siglo menos, antes de que naciera Jesucristo. Cuenta la leyenda que estaban las diosas griegas de cotilleo, ya saben, a Artemisa le sienta fatal el peplo, Minerva va de lista por la vida y Juno se está poniendo como una foca, o sea, todo eso de lo que solían hablar y despellejar las diosas mientras veían Sálvame o lo que vieran entonces, y dieron en discutir sobre cuál de ellas era la más guapa. Se puso en juego una manzana de oro en plan Miss Olimpo (la famosa manzana de la discordia) y se recurrió a un joven y guapo pastor para que hiciera de juez. Cada una le prometió cosas al chaval si la elegía a ella (hacerlo rico, hacerlo sabio, hacerlo rey), pero Afrodita, o sea, la que después llamaron Venus los romanos, que conocía a los hombres como si los hubiera parido, le ofreció ligarse a la mujer más hermosa del mundo. El joven se puso como una moto, dijo trato hecho, y Afrodita ganó el concurso. El problema era que la mujer más hermosa del mundo estaba casada, se llamaba Helena y era legítima esposa de Menelao, rey de Esparta. Y para acabar de joder la marrana, o como se diga eso en griego (gamó joirós o algo así, creo), el pastor no era pastor sino hijo del rey de Troya y se llamaba Paris. El muy pirata iba de incógnito. Y la cosa se puso chunga, porque el tal Paris, pretextando una visita oficial a Esparta, se fugó con Helena y se la llevó por la cara a su ciudad, Troya, que tenía unas murallas impresionantes. Y aunque su padre, el rey Príamo, le dio una bronca de cojones llamándolo desaprensivo, niño mimado, golfo y otras lindezas (me vas a buscar la ruina, pijito de mierda, le decía), la madre, que se llamaba Hécuba, metió baza en plan un hijo es un hijo y todo eso; así que al pobre Príamo no le quedó otra que tragarse el sapo y tenerlos allí al niño y a la nuera, que realmente estaba, la gachí, no ya para ponerle un piso, sino para ponerle una ciudad. Que es justo lo que le pusieron. Pero el tal Menelao, el marido espartano burlado, tenía mal perder, estaba cabreado como un diablo de Tasmania y quería a su mujer y venganza, por ese orden; así que convocó a sus parientes y compadres los otros reyes griegos, por aquel tiempo llamados aqueos de hermosas grebas, se juntaron todos y declararon la guerra a Troya. El asedio de la ciudad duró diez años y en él participaron, en uno y otro bando, casi todos los reyes y héroes de la antigüedad helénica (Aquiles, Héctor, Ayax, Ulises, Eneas y los demás colegas), incluidos los dioses; que, cabroncetes como eran, tomaron partido por unos u otros según sus aficiones, como los hinchas de los equipos de fútbol. Al final, aburridos de tanto asedio y de no ganar el pulso a los troyanos, los aqueos construyeron un enorme caballo de madera, fingieron que se retiraban, y los troyanos, creyéndose vencedores, lo metieron como trofeo en la ciudad. Los muy gilipollas. Porque el caballo tenía truco, y dentro llevaba un comando de griegos que, saliendo por la noche en plan Rambo, abrieron las puertas de la ciudad y, dejando entrar a los compañeros, hicieron una escabechina de veinte pares de cojones. Lo más bonito ocurrió cuando Menelao fue en busca de su legítima dispuesto a ejercer injustificable violencia de género, pero al encontrársela en el palacio en llamas toda maquillada, guapa, arrepentida y sexy (Helena era un bellezón, pero no tenía un pelo de tonta sin depilar) se lo pensó mejor y se conformó con degollar a Paris. Luego echaron la adúltera y el rey burlado un polvo en todos los sentidos épico, y volvieron a Esparta más o menos como si nada. Lo del volver a casa, el retorno, el nostos de los griegos vencedores de Troya, trajo mucha cola y mucha literatura, e inspiró poemas y obras de teatro que durante los siglos posteriores y hasta hoy se ocuparon de los personajes. Tres de esos textos son fundamentales para conocer aquel episodio, imaginario sólo en parte: la Ilíada y la Odisea, escritas por un griego, y la Eneida, escrita después por un romano. Los dos primeros relatos, atribuidos al poeta o compilador griego Homero (siglo VIII a. C.), pueden considerarse el primer gran registro cultural, la base narrativa y literaria de lo que después iba a llamarse Europa y Occidente; y su influencia, multiplicada y enorme, llega viva hasta el presente. La guerra de Troya, que como demostraron arqueólogos e historiadores existió de verdad, fue nuestro fascinante paso del mito a la realidad: la bisagra que une la Europa de hoy con el mundo arcaico de las leyendas y los sueños.
[Continuará]
27 de junio de 2021