No había nadie, rediós. O casi nadie. Estaba allí Juan Marsé en persona, y se habían juntado cuatro gatos: medio centenar de alumnos de la universidad de Barcelona, algún profesor y dos o tres periodistas. Hacíamos más bulto los invitados, los amigos del escritor y los estudiosos europeos y norteamericanos especialistas en la obra del homenajeado. Y al contar cabezas me quedé de pasta de boniato. Anda la leche, pregunté. Dónde carajo están todos. Profesores, catedráticos, concejales de cultura. Gente así. Hasta ese momento había creído que un simposio internacional de tres días y quince conferencias y mesas redondas, una detrás de otra, sobre la obra del autor de Últimas tardes con Teresa, en la ciudad que tiene el privilegio de contarlo entre sus vecinos, sería un tumulto de gente dándose de hostias en la puerta para conseguir un asiento desde el que asistir al despiece minucioso de la obra de quien, con el buen abuelo Delibes, es uno de los dos grandes novelistas españoles vivos de la segunda mitad del siglo XX. Pero nasti de plasti. A pocos metros de allí, por los pasillos de la universidad, me había cruzado con profesores y alumnos que salían de clase. Algunos de esos profesores, pensé, enseñarán Literatura. Supongo. Cobrarán un sueldo por eso. Y en vez de estar ahora sentados aquí con sus alumnos, zascandilean por ahí tomando un café o rascándose los académicos huevos. Imbéciles.
Marsé, por supuesto, estaba a lo suyo. Impasible, con su cara de tipo duro, que a mí me gusta asociar con la de un viejo boxeador marcado por la vida, respondía a las preguntas de los conferenciantes y del público con la cachaza tranquila de quien lo tiene todo muy claro. Oyéndolo hablar de su personalísimo territorio novelesco, de cómo sus voces narrativas, hijos, sobrinos o nietos de héroes cansados cuentan el ocaso de hombres curtidos en cien batallas que terminan llorando como niños por las tabernas, no pude menos que recordar unas palabras de Rafael Chirbes aplicando a Marsé lo que el poeta Cernuda dijo en cierta ocasión del novelista Galdós: es tan grande que sabe colocarse a la altura de sus personajes, incluso de los más abyectos, poniéndose con ellos tan a ras del suelo que los tontos y los pedantes lo toman por pequeño.
Y nada más cierto, oigan. Que de tontos y pedantes Marsé sabe un rato largo. A estas alturas nadie discute ya su talla literaria, ni el peso decisivo que su obra tiene en la literatura española contemporánea –mis favoritas son Últimas tardes con Teresa, Si te dicen que caí, Un día volveré, La oscura historia de la prima Montse y el cuento Teniente Bravo–. Pero no siempre fue así. En las hemerotecas hay pruebas clamorosas del ninguneo al que lo sometieron, en su día, los mandarines de la alta literatura y las bellas letras. Pero, claro. En otro tiempo comunista –del Pecé francés de Francia, ojo, un sitio serio– incómodo para los pijos de la alta burguesía catalana y las chochitos locos que jugaban a ser izquierda de barra de bar, Marsé tuvo y tiene, encima, el descaro de escribir en español y de seguir ejerciendo de mosca cojonera para el nacionalismo pujolista, sus epígonos y derivados; que, en la obsesión por tener a toda costa un Nobel que escriba en catalán, llevan años promocionando a un paniaguado mediocre llamado Baltasar Porcel. Que no tiene nada que decir, y a quien, además, nadie hace ni puñetero caso.
Lo cierto es que Marsé dejó atrás hace tiempo la línea de sombra a partir de la cual la envidia y la mala fe ajenas dejan de hacer daño a un novelista, sometido ya al juicio inapelable de sus lectores. Por eso llama tanto la atención que los presuntos responsables culturales de la ciudad donde vive –una ciudad que siempre hizo de la cultura su emblema– miren hacia otro lado en momentos como éste. Y claro. Te preguntas si saben lo que tienen. O si lo merecen. Me refiero al lujo de decir a los jóvenes estudiantes: mirad, en esta calle, en esa casa, vive Juan Marsé. Un escritor grande con quien todavía se puede hablar, porque está vivo. Pero no. Esperan, como siempre, a que palme. Entonces se volcarán en incienso al novelista ausente e imprescindible. Gran pérdida, etcétera. Lo que ignoran esos oportunistas es que Marsé y yo hemos discutido ya el asunto, entre uno y otro vaso de vino. Si le sobrevivo –aunque nunca se sabe– he prometido escribir un largo y detallado artículo, aquí o en donde toque. Se titulará: «A buenas horas, hijos de la gran puta».
23 de noviembre de 2003
Marsé, por supuesto, estaba a lo suyo. Impasible, con su cara de tipo duro, que a mí me gusta asociar con la de un viejo boxeador marcado por la vida, respondía a las preguntas de los conferenciantes y del público con la cachaza tranquila de quien lo tiene todo muy claro. Oyéndolo hablar de su personalísimo territorio novelesco, de cómo sus voces narrativas, hijos, sobrinos o nietos de héroes cansados cuentan el ocaso de hombres curtidos en cien batallas que terminan llorando como niños por las tabernas, no pude menos que recordar unas palabras de Rafael Chirbes aplicando a Marsé lo que el poeta Cernuda dijo en cierta ocasión del novelista Galdós: es tan grande que sabe colocarse a la altura de sus personajes, incluso de los más abyectos, poniéndose con ellos tan a ras del suelo que los tontos y los pedantes lo toman por pequeño.
Y nada más cierto, oigan. Que de tontos y pedantes Marsé sabe un rato largo. A estas alturas nadie discute ya su talla literaria, ni el peso decisivo que su obra tiene en la literatura española contemporánea –mis favoritas son Últimas tardes con Teresa, Si te dicen que caí, Un día volveré, La oscura historia de la prima Montse y el cuento Teniente Bravo–. Pero no siempre fue así. En las hemerotecas hay pruebas clamorosas del ninguneo al que lo sometieron, en su día, los mandarines de la alta literatura y las bellas letras. Pero, claro. En otro tiempo comunista –del Pecé francés de Francia, ojo, un sitio serio– incómodo para los pijos de la alta burguesía catalana y las chochitos locos que jugaban a ser izquierda de barra de bar, Marsé tuvo y tiene, encima, el descaro de escribir en español y de seguir ejerciendo de mosca cojonera para el nacionalismo pujolista, sus epígonos y derivados; que, en la obsesión por tener a toda costa un Nobel que escriba en catalán, llevan años promocionando a un paniaguado mediocre llamado Baltasar Porcel. Que no tiene nada que decir, y a quien, además, nadie hace ni puñetero caso.
Lo cierto es que Marsé dejó atrás hace tiempo la línea de sombra a partir de la cual la envidia y la mala fe ajenas dejan de hacer daño a un novelista, sometido ya al juicio inapelable de sus lectores. Por eso llama tanto la atención que los presuntos responsables culturales de la ciudad donde vive –una ciudad que siempre hizo de la cultura su emblema– miren hacia otro lado en momentos como éste. Y claro. Te preguntas si saben lo que tienen. O si lo merecen. Me refiero al lujo de decir a los jóvenes estudiantes: mirad, en esta calle, en esa casa, vive Juan Marsé. Un escritor grande con quien todavía se puede hablar, porque está vivo. Pero no. Esperan, como siempre, a que palme. Entonces se volcarán en incienso al novelista ausente e imprescindible. Gran pérdida, etcétera. Lo que ignoran esos oportunistas es que Marsé y yo hemos discutido ya el asunto, entre uno y otro vaso de vino. Si le sobrevivo –aunque nunca se sabe– he prometido escribir un largo y detallado artículo, aquí o en donde toque. Se titulará: «A buenas horas, hijos de la gran puta».
23 de noviembre de 2003