domingo, 28 de mayo de 2000

Manual de la perfecta zorra I


Tranquila, chochito. Lo tienes fácil. Para ser top model, que es tu vocación más prístina y el sueño intelectual de tu vida, ojo, no model secas, que eso es del montón, sino top —que como sabes significa modelo a tope guay—, y triunfar, que a las amigas y a las de la peluquería y a las del gimnasio se les atragante el biomanán, el camino es fácil. Chupado, y te lo digo sin dobles sentidos Y mira por dónde te lo voy a contar, para tí sola. O sea. Exclusivas Reverte. El camino del éxito. No hagas caso a quienes dicen que una top model es una señora seria y disciplinada, que nace con ciertas condiciones favorables y además trabaja como una burra y estudia habla idiomas y no sale en Qué Me Cuentas sino en la portada de Vogue, o de Mari Claire, y además esto lo consigue una de cada cien mil. Porque eso sólo es en el extranjero. Aquí una top model es otra cosa. Ahí tienes a Mar Flores. O a Jesulina Janeiro, verbigracia, que el otro día se autodefinía como top model profesional. O a Rocío Carrasco, que ya tenía secretaria con catorce añitos, e incluso cuando estaba como una morsa desfilaba entre flashes por las pasarelas. O a Yola Berrocal, que con un par de escalas intermedias en Crónicas marcianas y en Tómbola pasó directamente de los brazos del padre Apeles —otro día escribiré el Manual del perfecto sinvergüenza— a sugerir medio chichi, que ahora por lo visto se le cotiza mucho, en la portada de Interviú. Toma nota, anda. Lo primero de todo es ser analfabeta. Cuanto más mejor, porque así te ampara la osadía del ignorante; y además luego, cuando en la tele alguien te llame guarra en directo con los adecuados circunloquios y perífrasis, tú podrás seguir sonriendo tan campante y ordinaria, subirte el tirante, echarte el pelo atrás y decir qué malo eres, Mariñas, etcétera, sin que te enteres de nada. Pero antes de llegar a ese momento culminante, clímax de tu carrera —esa madre emocionada en casa viendo famosa a la niña— te queda, querido yogurcito, un pequeño y fácil trámite. Seguramente no tendrás la suerte de ser hermana de famoso, ni hija de famosa; y ese es un handicap que habrás de superar con decisión y talento. Así que depílate las axilas y déjate caer vestida para matar por esas discotecas madrileñas o marbellíes frecuentadas por top models de las de aquí, y por futbolistas, que ahora se han convertido en estrellas de la cosa frívola, y por periodistas del corazón, y por fulanos que antes salían en Irma la dulce y tenían nombre francés, y ahora les da por llamarse mánagers, aunque hay quien prefiere el más antiguo y castizo nombre de chulos de putas.

En fin, mi alma. Que te dejes caer por los pastos de moda y procures: A) Calzarte a un famoso y que te hagan una foto antes o después, o incluso durante. B) Calzarte a un famoso, y aunque nadie te haga la foto, que ya es mala suerte, contárselo luego a todo cristo. C) No calzarte a ningún famoso, porque no te entran al curricán, pero pegarte a ellos como una lapa para que te vean, y luego decir que bueno, que tal vez —aquí una risita oportuna—, que hay ciertas intimidades de Dado o de Jesús que no estás dispuesta a contar. A contar todavía, claro. O a contar gratis. Como ves, lo tienes sencillito, loba mía. Así que te deseo suerte y beneficios. De cualquier modo, si tienes prisa, recuerda que también existe la variante de emergencia D, más asequible, y tal vez por eso la que ahora se usa mucho para alcanzar el laurel de la fama: consiste no ya en fumigarse a un famoso o famosa de relativa pata negra, sino al ex novio o ex novia de un famoso o famosa, e incluso al ex novio o ex novia de otro ex novio o ex novia de famoso o famosa, cuya guinda del asunto suele consistir en que el presunto personaje inicial de la murga no es tal. O sea, que tampoco ése es famoso por su propio currículum, ni de coña, sino que, como Lequio, Ernesto Neyra, David Flores —esa gloria del Cuerpo— o tantos otros y otras, lo es por haber sido en su momento novio, o marido, o simple circunstancia de gente famosa cuya fama tampoco termina uno por explicarse del todo; aunque, eso sí, todos acaban invariablemente desfilando en pasarelas con colecciones de Idoya Jarraiticoechea o de Ludmillo y Chuminetti; porque España, según el Guinness de los récords, es el país de Occidente que más modelos, modelas y tontos del haba tiene por metro cuadrado. Así la cadena puede prolongarse hasta el infinito, renovándose de continuo con la incorporación de nuevos y brillantes personajes en plan el huevo y la gallina, e incluso con la periódica llegada de cubanos, venezolanos y otros representantes de los países hermanos de Hispanoamérica —hay argentinos que dan mucho juego—, lo que contribuye a internacionalizar el culebrón. Con la ventaja de que todos se instalan aquí para siempre, en esta gran familia de top models de papel couché tan simpática y entrañable.

28 de mayo de 2000

domingo, 21 de mayo de 2000

Le tiré cuando se iba


“Al otro le tiré cuando se iba”... Ninguno de los cagatintas que escribimos en los papeles y que nos tiramos el folio con Cervantes y con Proust habríamos podido expresarle mejor que mi paisano Joaquín Heredia Noguera, el Macarrón, 31 tacos de almanaque y dos palmaos frescos en un zipizape de Lo Campano, Cartagena. Ésa es mi tierra, o lo que queda de ella. Y el Macarrón, al que los amigos y otro personal de la hoja abrevian como el Maca, no es sino un producto más de ese sureste costero atenazado por la corrupción y el paro, donde la gente se vuelve chusma para vivir. Donde los colombianos y sus primos los gallegos, con las derivaciones adecuadas, proveen una fórmula espectacular, rápida y peligrosa —lo que no mata engorda— de buscarse la vida y manejar viruta y montárselo jander, siempre y cuando tengas suerte, y talento, y los cojones en su sitio. Y aunque casi siempre, tarde o temprano, terminas en el talego, o lo que es peor, en un descampado con las manos atadas con alambre, el cuerpo lleno de quemaduras de cigarrillos y un plomo del 38 en el cráneo, mientras llega el momento de que la vida te pase la factura, colega, que te quiten lo bailao. Total, son dos días.

El Maca no es más que un producto tan típico de esa tierra como antes los eran los pimientos de Murcia o los cordiales de Torre-Pacheco. Allí los paletos con tierras de secano todavía no se han hecho millonarios construyendo adosados como en Alicante, ni los esclavos de invernadero han levantado la economía como en el sur almeriense. Por allí el desmantelamiento industrial y la poca vergüenza pasaron como el caballo de Atila, y sólo dejaron cuatro caciques especuladores que se reparten la mojama con los políticos, además de paro y de miseria. Así que a esa tierra donde a la madera y a las autoridades y al mismísimo copón de Bullas se les ha ido la cosa de las manos, o miran hacia otro lado o mojan en la salsa, la gente del bisnes ha derivado lo que antes entraba por las rías o por La Línea, y ahora hay chusma y escoria manejando viruta y farlopa por un tubo asín de gordo. Ya hasta hay más pescadores en la cárcel que en el mar; porque cuando estás tieso y vas a la parte con cero patatero de beneficio, y tienes cinco hijos pidiendo pan y Tómbola, es difícil no recoger un fardo atado a una boya a cinco millas de la costa, si eso te avía la pesquera de un mes. Nos ha jodido.

El Maca, como tantos otros, sale de ahí. Del contexto, que diría uno de esos sociólogos chorras que rajan en el arradio. Es un jambo flaco y duro, muy fumador, y tiene esa economía de gestos y palabras de la gente del bronce que se reserva porque no se fía, ni de los picoletos que lo acompañan hoy, uno a cada lado, ni de los colegas que lo esperan en el talego, ni de nadie. Tampoco se fiaba del Chiva ni del Pelote, los dos competidores que fueron a preguntarle a domicilio por qué carajo vendía más barato que ellos. A eso le llaman dumping los guiris, chaval, vinieron a decirle. La coca tiene precio fijo y nos estás jodiendo el mercado. Empezaron con buenas maneras, pero el Maca ya tenía la mosca en la oreja, y además de la mosca un fusko debajo de la chupa. Un fusko con menos papeles que un conejo de monte, pero recién engrasado y listo para hacer pumba, pumba. De manera que cuando los dos julandras fueron a su queli a dar por culo, y tras tener unas palabras más altas que las otras, el gitano, o sea, el Pelote, se puso bravo y dijo que lo iba a sirlar. Entonces se lió la pajarraca: Joaquín, o sea, el Maca, tiró de fusko y le pegó al gitano unos buchantes que lo pusieron mirando a Triana pero ya mismo. Y luego —cuenta entre pitillo y pitillo, frío, tranquilo, entornando los ojos al darle caladas al Winston— se volvió hacia el otro, Antonio Fernández Amador, el Chiva, que se abría a toda leche después de que le dejaran tieso al consorte. Y es ahora cuando el Maca resume lo ocurrido, el último acto, en esa frase magistral, perfecta, que condensa y cierra toda una historia: «Al otro le tiré cuando se iba».

Lástima que un fulano con esa capacidad descriptiva y de síntesis, amén la obvia capacidad ejecutiva, malgaste los próximos años de su vida —un tercio de lo que le caiga— paseándose por un patio carcelario o redimiendo en el economato del talego. A veces me pregunto qué sería de él, y de otros muchos como él, en otro tiempo y en otro país más decente, donde alguien hubiera podido sacar honesto partido de su talento y sus redaños. Lástima que esa gente esté tan ocupada buscándose la vida en las páginas de sucesos de los periódicos, que no se hayan enterado todavía de que, en las páginas económicas, España va bien. O como matizaría el Maca, van bien los de siempre. Los que nunca se mojan ni tienen que buscarse la vida a bellotazos. Ellos y la perra que los parió.

21 de mayo de 2000

domingo, 14 de mayo de 2000

El fantasma del Temple


Ha sido como volver atrás en el tiempo, regresando a la biblioteca del abuelo: el día de lluvia, la luz gris, los viejos volúmenes alineados en sus anaqueles. Un niño de diez años lee sentado junto a la ventana. El libro se titula El caballero de Casarroja y tiene las tapas encuadernadas en tela, con el nombre de Alejandro Dumas en la portada. Y el niño pasa absorto las páginas, sobrecogido por el drama que allí se relata: la historia de amor y amistad, la guillotina ensangrentada en los días tumultuosos de la revolución francesa, la fallida conspiración para liberar a María Antonieta, la triste suerte del pequeño Capeto, Luis XVII, hijo del monarca ejecutado. Ha pasado mucho tiempo, pero no olvido al niño que leía la historia de otro niño, el delfín de Francia arrancado a sus padres y por fin huérfano, su oscura suerte y su desaparición en el marasmo revolucionario. Yo tenía su misma edad, y como lector apasionado me proyectaba en cuanto leía: en cierto modo su suerte era mi suerte. Transitar por aquella novela, mediocre comparada con Los tres Mosqueteros, o El conde de Montecristo, me dejó sin embargo en el corazón cierto singular escalofrío. Hasta que el tiempo pasa, nunca sabes qué te echa la vida en la mochila. Y la imagen del pequeño Capeto, el misterio de sus años oscuros o su posible muerte, permanecieron en mí como permanecen los buenos enigmas de la vida, de la literatura y de la Historia, y más tarde se fueron completando con otros libros, Historia de dos ciudades, La Pimpinela Escarlata, algo leído en Balzac o en Feval o en Sue, la Historia de la revolución francesa de Thiers, la biografía María Antonieta de Stefan Zweig, y cosas así. Y es que a veces una lectura en apariencia intrascendente, cualquier página leída al azar en el momento adecuado, inicia una cadena imprevisible que lleva a páginas insospechadas, o a mundos complejos, apasionantes. Por eso me causan tanta hilaridad los estúpidos que desprecian un libro, cualquiera que sea; aún el peor escrito. Porque un libro es un libro pese a que en apariencia no tenga nada dentro, y nadie sabe nunca dónde puede saltar la chispa que abre tantos caminos mágicos. Que se lo pregunten si no a un par de amigos: uno empezó devorando El Coyote y ahora es un experto mundial en misiones franciscanas de California y en la huella cultural hispana en Norteamérica. Otro empezó con Los tres mosqueteros y El prisionero de Zenda, y ahora dirige la Biblioteca Nacional.

El caso, les decía, es que casi cuarenta años después de que yo leyese El caballero de Casarroja, una investigación realizada en las universidades de Lovaina y de Munster ha puesto punto final al misterio. Ha escrito el epílogo de esa historia a la que me asomé fascinado una mañana de lluvia en la biblioteca del abuelo. Muchas veces desde entonces reflexioné sobre la suerte del pobre crío inteligente y enfermizo, nacido para ser rey, que fue arrancado a su madre —drama escalofriante, háganse cargo, para un lector de diez años— y después entregado para su reeducación republicana a un brutal individuo, el zapatero Simón, que lo sometió a vejaciones y malos tratos, antes de perderse en las sombras sin que nadie pudiera esclarecer su suerte. Pero la vida imita a veces a las novelas: uno de los médicos que en 1795 hicieron la autopsia a un niño de diez años muerto de tuberculosis en la prisión del Temple, se había llevado el corazón del pequeño cadáver escondido en un pañuelo. Ese corazón, conservado primero en alcohol y luego momificado, anduvo en diversas peripecias durante dos siglos; hasta que hace unos días el análisis comparativo de su ADN con el de los cabellos de María Antonieta desveló el misterio: el niño muerto en el Temple el 8 de junio de aquel año era el hijo de los reyes de Francia; y su pobre cadáver terminó en una fosa común de París, cubierto con cal viva, Caso cerrado. Y ahora, por fin, casi cuarenta años después de mirarnos él y yo por primera vez a los ojos, el pequeño fantasma que tanto me impresionó al descubrirlo entre las páginas mágicas de El caballero de Casarroja ha respondido por fin a todas las preguntas y descansa en paz en mi memoria. En cuanto al viejo sentimiento de compasión, la verdad es que a estas alturas no sé qué decirles. El tiempo pasa, y cambia nuestro corazón, y aquel niño que leía en la biblioteca del abuelo pudo ver después, y no precisamente en novelas de Dumas, demasiados cadáveres de otros niños que también tenían diez años y estaban en fosas comunes. Y me pregunto, por ejemplo, cómo sería ahora España si aquí hubiéramos tenido la lúcida previsión de guillotinar a Carlos IV y a María Luisa, y a ese pérfido hijo de puta que luego reinó como Fernando VII alguien le hubiera hecho a tiempo una buena autopsia.

14 de mayo de 2000

domingo, 7 de mayo de 2000

Fumar y trincar


Vaya por delante que a Tabacalera y las otras multinacionales del gremio, por mí, les pueden ir dando. Quiero decir que las considero una mafia de golfos apandadores con número y antifaz, como los que salían en los tebeos del pato Donald junto a Narciso Bello, Daisy y el Tío Gilito. Si del arriba firmante dependiera, obligaría a las tabaqueras, a fuerza de ley o mediante la estricta aplicación del artículo 14 — por todo el morro y sin rechistar—, a jiñar las plumas, subiéndoles los impuestos hasta el 99,9 % y obligándolas a financiar programas de salud e higiene pública, y a añadir a cada anuncio tabaquil otro, forzoso y complementario, en el que se viera el aspecto que tienen los pulmones de un fumador cuando el forense, ris, ras, les pega un par de tajos de bisturí al hacer la autopsia. O sea, por un lado esos chicos jóvenes y con ganas de vivir y ganas de marcha que muestra el anuncio dando por supuesto que llevan un paquete de Fortuna o de Winston o de Ducados, o de lo que sea, en el bolsillo de los dockers, y por el otro unas asaduras frescas recién diseccionadas, en su palanganita blanca, chof, con los bronquios carbonizados bien a la vista. Más que nada, por aquello de que validiora sunt exempla quam verba, como dijo no sé quién. Si me permiten la gilipollez.

Digo todo esto, a modo de introducción o proemio, para evitarme doscientas cartas de soplapollos y soplapollas maniqueos que tornan la parte por el todo, y creen que si uno desdeña a una pava es un machista, o si se queja de un cartero insulta al gremio, o si habla de España es de derechas, o si desprecia a Arzalluz desprecia a los vascos, o si pone a parir al Pepé es del Pesoe, o viceversa. Así que ahórrense los sellos. Porque hoy inspiran mi tecleo las tres mil denuncias contra Tabacalera planteadas con motivo del Día Internacional Sin Tabaco, y la primera sentencia, reciente de un par de semanas, en que la empresa tabaquera resultó absuelta en su primera batalla contra los que exigen la devolución del rosario de su madre.

A ver si nos aclaramos. Uno entiende que a todos esos sinvergüenzas que se lucran con el humo que mata a otros, a sabiendas de que el tabaco puede causar cáncer y de que la nicotina es muy adictiva, se les retuerza desde las instancias oficiales el gaznate que más duele, que es el bolsillo, y se les haga solidarizarse con el remedio de los males que tanto facilitan. Nada que objetar a eso. Lo que me produce choteo personal es la pretensión de los damnificados por sacar. Desde hace la tira de tiempo, los consumidores de cigarrillos saben lo que hacen y las enfermedades a que se exponen, y cada paquete que compran indica el riesgo para la salud. Ya no hay fumadores inocentes. Y cuando después —con todos mis respetos y condolencias personales— a uno le extirpan la laringe o le diagnostican un cáncer de pulmón, no le queda otra que joderse como Dios manda; porque el tabaco no es Chernobil ni una mina de cinabrio, ni el tabaquismo es la silicosis, ni uno pasaba por allí, sino que cada pitillo lo saca, lo lleva a la boca, lo enciende y lo aspira con deliberación y disfrute, en acto responsable o irresponsable según cada cual, pero inequívocamente voluntario. Así que eso de las demandas y las indemnizaciones, por mucho que cuenten que se destinará a obras sociales y pías, me suena a lo de siempre: a buscar viruta por la cara. Es, imagínense, como si yo voy a la esquina del Banco de España y empiezo a pegarme cabezazos contra el canto de la pared, pumba, pumba, hasta que me descojono la frente bien descojonada y me quedo hecho un ecce-homo, y luego le pongo una demanda al banco por tener en la calle una esquina que me incita irresistiblemente a golpearme con ella, matizando que es sin ánimo de lucro, y que la pasta que le saque voy a destinarla a atención médica de todos los gilipollas que, como yo, nos paramos en esa esquina a sacudirnos contra el canto.

Así que lo siento, pero no me solidarizo con eso. Aplaudiré de corazón cuando todos los directivos tabaqueros sean ajusticiados en la farola más próxima, pero me niego a aplaudir esa capullada políticamente correcta que, cómo no, también hemos importado de los EEUU. Donde, por cierto, hay una importante diferencia: los punitive damages, como dicen allí, son sumas que se pagan a los perjudicados; pero no con objeto de indemnizar a las víctimas, sino de castigar ejemplarmente al responsable. Aquí, sin embargo, todo lo reducirnos a trincar. Y ya que hoy se me ha puesto el cuerpo plurilingüe, voy a regalarles otra bonita frase: Sua quisque exempla debet aequo animo pati. O sea: cada uno debe sufrir con ánimo tranquilo los ejemplos que él mismo dio. Eso para que luego digan que el latín es una lengua muerta.

7 de mayo de 2000