domingo, 27 de abril de 2008

En legítima venganza

La cosa iba de niñas, estafadores, impunidades delictivas y cosas así, y alguien dijo: "Lo inadmisible es la justicia entendida como venganza". Luego me miró con la certeza imbatible de quien tiene la Verdad y la Humanidad sentadas en un hombro, como el loro del pirata. No dije nada, pues hace tiempo descubrí lo inútil de las discusiones: cada uno finge escuchar al otro mientras prepara argumentos para la siguiente replica. Así que, para ahorrar saliva y esfuerzo, suelo dejar que hablen los demás. Después ya me las arreglo para decir lo que tenga que decir, en mis novelas, o aquí mismo. Es cierto que, a veces, ante la demagogia de todo a cien, no me puedo aguantar e imito al conde de Montecristo. Juas, juas, hago. Sin argumentos, razones ni nada. Risa por la cara. Luego doy la vuelta y me largo. A leer, por ejemplo. Dirán algunos que eso es fascismo dialéctico, y que todas las ideas son respetables. Pero se equivocan. Ninguna gilipollez es respetable. Lo único respetable es el derecho de cada cual a expresar cualquier gilipollez. Tan respetable como, acto seguido, el derecho de los otros a llamarlo gilipollas. 

Hoy quiero hablarles de justicia y venganza. Punto de vista subjetivo, claro; sometido a error y parcialidades varias. Resultado de cincuenta y siete años de vida, algunos viajes y libros, y no fraguado en el buenismo idiota -y suicida- de quienes creen vivir en el bosquecito de Bambi. La cosa se resume en una pregunta: ¿Qué tiene de malo la venganza?... Ya sé que en la sociedad occidental esa palabra tiene mala prensa. Hay que perdonar a los que ofenden, alumbrar su camino, reinsertarlos pronto y demás. Pero olvidamos algo: el sentimiento de venganza, de reparación personal, está en nuestro instinto. Viene, supongo, del tiempo en que salíamos de la cueva para buscarle una chuleta de mamut a la familia. En mi opinión, la venganza -en sus formas antiguas o modernas- no es mala. Resulta higiénica para la salud mental, y frustra mucho verse privado de ella. Lo que ocurre es que, para que la sociedad no sea un continuo e incómodo navajeo, los hombres resolvimos confiar al Estado el monopolio de nuestros ajustes de cuentas. Ofendidos, queriendo venganza y reparación de quienes nos ofendieron, cedemos ese impulso natural a la institución que nos rige y representa; y a esta corresponde resarcirnos del daño recibido, alejar o anular el peligro social que el ofensor pueda suponer, y satisfacer, castigando adecuadamente a este, nuestro lógico, instintivo, atávico deseo de venganza. No es casual que sean precisamente los grupos marginales, que no creen en la sociedad o comparten sus códigos, los que procuran siempre tomarse la venganza por su mano. O que, en las películas, nos guste y tranquilice que al final muera el malo. 

Y es que el problema, a mi juicio, surge cuando el Estado se revela incapaz de corresponder al compromiso. De cumplir con su obligación. Viene entonces la frustración de quienes se ven sin reparación, indefensos ante el mal causado. De quienes ven al asesino pasear impune por la calle, al estafador disfrutar de su dinero, al violador salir el fin de semana para repetir exactamente lo que lo puso entre rejas. De quienes ven sus deseos bloqueados en la maraña de incompetencia, burocracia, desidia, demagogia y mala fe que caracteriza a toda sociedad humana. Y además, como guinda, deben tragarse el discurso mascado por quienes ahondan cada vez más, por ignorancia, estupidez o cálculo interesado, el abismo entre la teoría y la realidad. Entre vida real y vida ideal. Y el de los simples que se lo tragan. El de los ciudadanos razonables y civilizados que dicen odiar el delito pero compadecer y ayudar al delincuente: discurso que queda chachi en la tele, en el editorial de periódico o en el café con los amigos, pero que se esfuma cuando sale tu número. Cuando roban en tu casa, asaltan en tu calle o violan a tu hija. Solo una sociedad firme y segura de sí, dura con los transgresores -e implacable con los vigilantes de los transgresores cuando cruzan la raya- hace innecesaria la venganza personal. Una sociedad capaz de protegerse con justicia y serenidad, pero sin complejos. Sin mariconadas de telediario. Cuando no es así, las leyes hechas para proteger a la gente honrada se vuelven contra ella misma. La atan de manos, convirtiéndose en escudo de sinvergüenzas, depredadores y bestias sin conciencia. Frustran la esperanza de los ofendidos y les hacen lamentar, a veces, verse privados de la posibilidad de satisfacer ellos mismos el ansia legítima de venganza que el Estado timorato, torpe, ineficaz, no resuelve en su nombre. Puestos a eso, uno acaba prefiriendo -y ahí está el verdadero peligro- un calibre doce, posta lobera, dejadme solo y pumba, pumba. Lo demás, en última instancia, es retórica y son milongas. 

27 de abril de 2008 

domingo, 20 de abril de 2008

La paradoja del 2 de mayo

El próximo viernes se cumplen doscientos años del 2 de Mayo, día en que Madrid se sublevó contra los franceses. No fue, como la historiografía tradicional afirmó durante dos siglos, un alzamiento masivo de toda la nación. Eso vino después, a partir del 3 de mayo. Y con reservas. Las palabras masivo y nación deben ser manejadas con cuidado, como cada vez que se consideran los lugares comunes de la triste historia de España. Lo indiscutible es que en Madrid hubo una sublevación, y que quien empuñó las armas fue la gente más humilde, haciéndose cargo a tiros y puñaladas de una soberanía abandonada por sus gobernantes. Así, el pueblo dio una lección de dignidad y decencia. También dio una lección de incultura política y de fanatismo religioso, equivocándose de enemigo; pero ésa es otra historia. Los hechos son los hechos. El 2 de Mayo, con enemigo equivocado o no, fue una hazaña histórica. Como tal debe recordarse. Punto. 

Ese día luchó muy poca gente. Es dudoso que en aquella ciudad de 160.000 habitantes se batieran de verdad más de tres o cuatro mil personas. La aristocracia, la gente de orden, los altos mandos del ejército y la mayor parte de éste se quedaron en casa, mirando. Todo acabó como todos sabemos y como Goya nos recuerda. Pero esa jornada, que podía haberse limitado a una insurrección de cuatro o cinco horas, tuvo notables consecuencias. Hizo que España entera -cada uno a su modo, como solemos, unos voluntarios y otros a la fuerza- tomara conciencia de sí misma, de lo que era desde hacía muchos siglos, y se levantara, solidaria -otra palabra imprecisa, tratándose de españoles-, en una contienda larga y cruel que cambió nuestra historia y la de Europa. 

Por eso el 2 de Mayo es tan importante. Porque fue origen del complejo e interesante proceso que vino después, incluida la primera Constitución en 1812. Esos pobres carpinteros, mendigos, albañiles, rufianes, manolas y chisperos, compatriotas de todos los lugares y de las colonias americanas, que se batieron en Madrid, merecen ser recordados por muchas razones: por los 409 de ellos que murieron y los 160 que quedaron heridos, y sobre todo por la lección de coraje que dieron, demostrando un par de cosas: que a la hora de dar la cara los españoles están siempre por encima de sus gobernantes, y que siglos de incultura, opresión eclesiástica, visceralidad y fanatismo cerril nos convierten en principales enemigos de nosotros mismos. Que el resultado final de aquel inmenso sacrificio fuese el regreso, entre vítores, del rey más infame de nuestra historia, no deja de ser españolísima y natural paradoja. Pero cada cual tiene lo que merece tener. 

En cualquier caso, insisto: el triste resultado de lo que empezó en 1808 no destruye el mérito de la hazaña. Lo que sí debe hacer es mover a reflexión. Por eso es bueno conmemorar desde la lucidez y el rigor. Homenajear a aquellos hombres y mujeres, recordar lo que hicieron, es objeto de una exposición que acaba de inaugurarse en Madrid, en las instalaciones del Canal de Isabel II. Se titula 2 de mayo de 1808. Un pueblo, una nación, y responde a una ambición concreta y limitada: despojar a esa jornada, en lo posible, de dos siglos de interpretaciones diversas, partidistas, contradictorias y discutibles, recobrando a cambio la narración objetiva, el pulso de la epopeya de un pueblo indefenso que creyó su deber y su dignidad alzarse en armas, y que a partir del día siguiente fue secundado por una nación entera. 

Les cuento hoy todo esto porque participo en el asunto y estoy orgulloso de ello. Después de la publicación de un libro mío sobre el 2 de Mayo, el Canal de Isabel II me hizo el honor de confiarme la dirección de ese tinglado. La idea ha sido crear un espacio virtual, objetivo, abierto al gran público; una intensa recreación histórica, muy didáctica, que a modo de túnel hacia el pasado haga viajar al visitante en el tiempo, moviéndolo por aquel Madrid apasionante y terrible, durante las veinte horas transcurridas entre las ocho de la mañana del 2 de Mayo y las cuatro de la madrugada del día siguiente: uniformes, vídeos, sonidos, películas, armas, grabados, cuadros, recreaciones de situaciones y combates. Un relato audiovisual, intenso, casi físico, que haga posible comprender aún mejor las palabras que el emperador Napoleón, confinado en la isla de Santa Helena, confió a su asistente Las Cases: `Desdeñaron su interés sin ocuparse más que de la injuria recibida. Se indignaron con la afrenta y se sublevaron ante nuestra fuerza. Los españoles en masa se condujeron como un hombre de honor´. 

Pueden darse una vuelta por allí, si les interesa el asunto. Hasta septiembre pueden hacerlo, creo. Ya me dirán luego si merece la pena. 

20 de abril de 2008 

domingo, 13 de abril de 2008

Vida de este capitán

Como saben los veteranos de esta página, Javier Marías y el arriba firmante tenemos una vieja relación fraguada en XLSemanal antes de que él se trasladara con la tecla a otra latitud y longitud. De esa amistad proviene mi título de fencing master de la pintoresca corte de Redonda; de la que Javier tuvo a bien honrarme, en su momento, con el no menos pintoresco título de duque de Corso, que cargo con la resignación adecuada y con cuanto garbo puedo. Lo que algunos de esos lectores no saben es que el reino de Redonda también lleva a cabo una singular labor editorial, rescatando libros interesantes y raros, difíciles de encontrar en el mercado editorial español. Diremos en honor de mi compadre que editar esos libros le cuesta un huevo de la cara, pues las ventas nunca compensan los gastos. Pero cada cual tiene sus oscuras pasiones. Otros invierten en la Bolsa, coleccionan patos de Lladró, o se van de putas. 

Es el caso que hoy no tengo más remedio que darle cuartelillo en esta página, por la cara, a la editorial del reino de Redonda, porque el maldito perro inglés me ha liado con uno de tales libros, pidiéndome el prólogo. Casi nunca hago eso -non sum dignus de tales jardines, y doctores tiene la Iglesia-, excepto cuando se trata de un amigo íntimo que me pone entre la espalda y la pared, como dirían algunos de los muchos analfabetos que viven -de modo vergonzoso, pero como califas- de la política en España. Y esta vez Javier me acorraló sin escapatoria posible: se trataba de prologar, compartiendo papel con el ya clásico ensayo de Ortega y Gasset sobre el personaje en cuestión, la Vida del capitán Alonso de Contreras: uno de mis héroes más conspicuos desde que me asomé, por primera vez, a su fascinante, aventurera y espadachinesca biografía; hasta el punto de que a ese personaje -entre muchos otros hombres y libros, cierto, pero a él de modo especial- debe en parte la vida mi viejo amigo Diego Alatriste. 

Y créanme, bajo esa palabra de honor a la que, por lo visto, ya nadie acude en nuestra España bajuna y embustera: al mencionar aquí la Vida de este capitán Alonso de Contreras, el favor no se lo hago a quien lo edita, sino a quienes gracias a él podrán leerlo. No por mi prólogo, claro, que resulta perfectamente prescindible, sino por el ensayo de Ortega y, sobre todo, por el texto extraordinario de las memorias del veterano soldado español del siglo XVII: no hay novela de aventuras comparable a esa vida narrada con estremecedora naturalidad, sin asomo de pretensión literaria. Una vida profesional pasada sobre las armas, que constituye, puesta por escrito, un documento único sobre aquel espacio ambiguo e impreciso que fue el Mediterráneo de su tiempo: frontera móvil de aventura, horror y prosperidad, patio trasero de Oriente y Occidente donde se conocía todo el mundo, recinto interior de potencias ribereñas que allí ajustaron cuentas mezclando carne, acero, sangres y lenguas, renegando, negociando y combatiendo entre sí con la tenacidad memoriosa, mestiza y cruel de las viejas razas. 

De un tirón, el capitán Contreras escribió su vida sin pretensiones de que el laurel de la fama póstuma le adornase el retrato. Era un soldado profesional recordando; nada más. Y esa honradez narrativa resulta lo más asombroso de su historia. Va sin rodeos al grano, describe acciones, temporales, lances de mujeres, peripecias cortesanas, duelos, abordajes, crueldades, venturas y desventuras, con la naturalidad de quien ha hecho de todo eso su vida y oficio, dispuesto a dejar atrás una mezquina y triste patria asfixiada por reyes, nobles y curas; probando suerte en mares azules, bajo cielos luminosos, jugándose el pellejo entre corsarios, renegados, esclavos, soldados, presas y apresadores, con la esperanza de conseguir medro, botines y respeto: 

«El capitán mandó que todos los heridos subiesen arriba a morir, porque dijo: Señores, a cenar con Cristo o a Constantinopla». 

Contreras escribe así: escueto y sobrio, sin adornos ni bravuconadas, con espontaneidad y conocimiento íntimo de la materia. Sin adornos. Ninguna aurora de rosáceos dedos, onda azul o espuma nacarada mejoraría su relato breve y simple de un abordaje sangriento al amanecer, del yantar compartido durante una tregua con el turco que mañana será de nuevo enemigo, del lance a cuchilladas en un callejón oscuro. Alonso de Contreras fue un tipo duro en tiempos duros, y su relato resuena en esta España de hoy, tan comedida, prudente y políticamente correcta, como un tiro de arcabuz en mitad de una prédica de san Francisco de Asís. Nos hace reflexionar sobre lo que fuimos, y sobre lo que somos. Nos divierte, nos aterra y nos emociona. Y ésas son razones más que de sobra para leer un buen libro. 

13 de abril de 2008 

domingo, 6 de abril de 2008

El cómplice de Rocambole

Hacía muchos años que no pensaba en él. Fue ayer, hojeando una vieja edición de Las aventuras de Rocambole, cuando recordé a aquel compañero de clase. Sólo estuvimos juntos un curso, y nunca llegamos a cambiar más de dos o tres palabras. Hace tanto de aquello que he olvidado su nombre. Ocurrió hace unos cuarenta y cinco años, más o menos. Segundo de bachillerato, colegio de los maristas de Cartagena. Un episodio extraño, sin duda. Todavía hoy me intriga. 

Yo era un lector metódico, voraz. Un bibliópata de doce años. Leía a velocidad de vértigo cuanto caía en mis manos, con el auxilio de la imaginación y la energía de la infancia. Cada libro era una aventura. Luego, durante días, imitaba lo que había leído, sintiéndome personaje vivo de aquel libro. Mis juegos los organizaba en torno a eso. Pasaba así de arponear ballenas a bordo del Pequod -unas sillas dispuestas en el jardín- a naufragar entre caníbales junto al perro Jerry o batirme en duelo con Biscarrat y los otros esbirros del cardenal. Cuando le llegó el turno a Rocambole, las novelas de Ponson du Terrail se avivaron en mi imaginación con una película vista sobre el personaje: bolsa de pipas, collares de perlas y guante blanco. Así que, durante dos o tres semanas, decidí convertirme en ladrón elegante. En un cuaderno escolar copié y coloreé varias sotas de corazones, recorté cada naipe, y con ellos en el bolsillo emprendí, alegremente, mi breve carrera criminal. 

Recuerdo a cuatro de mis víctimas. Una fue mi abuelo, en cuyo escritorio, tras desvalijarlo de un cortaplumas con la virgen del Pilar en las cachas de nácar, dejé la sofisticada firma delictiva de mi sota de corazones. El resto de los golpes los di en el colegio. A un amigo llamado Bolea le guindé un bloque de plastilina del pupitre, poniendo en su lugar mi naipe simbólico. El golpe del que más orgulloso estuve, y lo sigo estando, fue el que le di al Poteras, un hermano marista al que odiaba -el sentimiento era mutuo- con toda mi alma. El Poteras me había sorprendido en clase leyendo El motín de la Bounty -pertenecía a la biblioteca de mi padre- y lo confiscó, guardándolo bajo llave en el cajón de su mesa. Así que, durante un recreo, entré en el aula, descerrajé el cajón, recuperé al capitán Bligh y dejé, a cambio, la sota con mi huella infernal. Yo era un ladrón sofisticado, astuto y con nervios de acero, compréndanlo. Implacable. Habría dado cualquier cosa por llevar frac, chistera y bastón. Aunque, en realidad, supongo que sí. Que los llevaba. 

La otra historia ocurrió días después del caso Bounty. Un compañero cometió el error de llevar a clase un bonito bolígrafo y dejarlo en su pupitre durante el recreo. Así que, llegado el momento idóneo, el astuto Rocambole, «enarcada una ceja displicente y con una sonrisa desdeñosa y viril aleteándole en los labios», subió al aula, escamoteó el boli y dejó su naipe como testigo. Vueltos a clase, el desvalijado puso el grito en el cielo, pues Rocambole, en exceso seguro de sí mismo, se puso a escribir con el cuerpo del delito y con mucho descaro, a la vista de su víctima. Alertada la autoridad competente -el inevitable Poteras- la situación se volvió incierta para el osado voleur, que sentado en su pupitre aguantaba el interrogatorio sin derrotarse, aunque empezando a flaquear bajo la presión -coscorrones y bofetadas: eran otros tiempos- de las fuerzas del orden. 

Fue entonces cuando un compañero de clase, niño hosco y sin amigos con quien Rocambole no había cambiado jamás una palabra -era hijo de un marino destinado en Cartagena, y sólo estuvo aquel curso- levantó una mano y, con absoluto aplomo, afirmó ante la clase que él me había visto antes con ese bolígrafo, y podía confirmar que era mío. Hubo un silencio, luego un intento de protesta por parte del niño desvalijado, que la autoridad acalló dando por zanjado el incidente -«ya pillaré en otra a este pequeño cabrón», debió de pensar el Poteras-, y Rocambole conservó el objeto delictivamente adquirido, aprendiendo, de paso, una interesante lección sobre la vida: no siempre el crimen tiene su castigo. En cuanto a mi espontáneo benefactor, ni él ni yo mencionamos nunca el asunto, aunque entre ambos se anudó un extraño lazo hecho de silencios. Siguió siendo un niño hosco, antipático y sin amigos, pero yo tenía con él una deuda de lealtad indestructible. Me habría gustado socorrerlo en una pelea o algo así, pero era de los que no se peleaban. Nos sentábamos cerca para comer el bocadillo en los recreos, aunque no hablásemos nunca, y al salir de clase caminábamos juntos, carteras a la espalda, hasta la esquina donde nos separábamos sin despedirnos. Acabó aquel curso y no volví a verlo más. 

6 de abril de 2008