Hacía muchos años que no pensaba en él. Fue ayer, hojeando una vieja edición de Las aventuras de Rocambole, cuando recordé a aquel compañero de clase. Sólo estuvimos juntos un curso, y nunca llegamos a cambiar más de dos o tres palabras. Hace tanto de aquello que he olvidado su nombre. Ocurrió hace unos cuarenta y cinco años, más o menos. Segundo de bachillerato, colegio de los maristas de Cartagena. Un episodio extraño, sin duda. Todavía hoy me intriga.
Yo era un lector metódico, voraz. Un bibliópata de doce años. Leía a velocidad de vértigo cuanto caía en mis manos, con el auxilio de la imaginación y la energía de la infancia. Cada libro era una aventura. Luego, durante días, imitaba lo que había leído, sintiéndome personaje vivo de aquel libro. Mis juegos los organizaba en torno a eso. Pasaba así de arponear ballenas a bordo del Pequod -unas sillas dispuestas en el jardín- a naufragar entre caníbales junto al perro Jerry o batirme en duelo con Biscarrat y los otros esbirros del cardenal. Cuando le llegó el turno a Rocambole, las novelas de Ponson du Terrail se avivaron en mi imaginación con una película vista sobre el personaje: bolsa de pipas, collares de perlas y guante blanco. Así que, durante dos o tres semanas, decidí convertirme en ladrón elegante. En un cuaderno escolar copié y coloreé varias sotas de corazones, recorté cada naipe, y con ellos en el bolsillo emprendí, alegremente, mi breve carrera criminal.
Recuerdo a cuatro de mis víctimas. Una fue mi abuelo, en cuyo escritorio, tras desvalijarlo de un cortaplumas con la virgen del Pilar en las cachas de nácar, dejé la sofisticada firma delictiva de mi sota de corazones. El resto de los golpes los di en el colegio. A un amigo llamado Bolea le guindé un bloque de plastilina del pupitre, poniendo en su lugar mi naipe simbólico. El golpe del que más orgulloso estuve, y lo sigo estando, fue el que le di al Poteras, un hermano marista al que odiaba -el sentimiento era mutuo- con toda mi alma. El Poteras me había sorprendido en clase leyendo El motín de la Bounty -pertenecía a la biblioteca de mi padre- y lo confiscó, guardándolo bajo llave en el cajón de su mesa. Así que, durante un recreo, entré en el aula, descerrajé el cajón, recuperé al capitán Bligh y dejé, a cambio, la sota con mi huella infernal. Yo era un ladrón sofisticado, astuto y con nervios de acero, compréndanlo. Implacable. Habría dado cualquier cosa por llevar frac, chistera y bastón. Aunque, en realidad, supongo que sí. Que los llevaba.
La otra historia ocurrió días después del caso Bounty. Un compañero cometió el error de llevar a clase un bonito bolígrafo y dejarlo en su pupitre durante el recreo. Así que, llegado el momento idóneo, el astuto Rocambole, «enarcada una ceja displicente y con una sonrisa desdeñosa y viril aleteándole en los labios», subió al aula, escamoteó el boli y dejó su naipe como testigo. Vueltos a clase, el desvalijado puso el grito en el cielo, pues Rocambole, en exceso seguro de sí mismo, se puso a escribir con el cuerpo del delito y con mucho descaro, a la vista de su víctima. Alertada la autoridad competente -el inevitable Poteras- la situación se volvió incierta para el osado voleur, que sentado en su pupitre aguantaba el interrogatorio sin derrotarse, aunque empezando a flaquear bajo la presión -coscorrones y bofetadas: eran otros tiempos- de las fuerzas del orden.
Fue entonces cuando un compañero de clase, niño hosco y sin amigos con quien Rocambole no había cambiado jamás una palabra -era hijo de un marino destinado en Cartagena, y sólo estuvo aquel curso- levantó una mano y, con absoluto aplomo, afirmó ante la clase que él me había visto antes con ese bolígrafo, y podía confirmar que era mío. Hubo un silencio, luego un intento de protesta por parte del niño desvalijado, que la autoridad acalló dando por zanjado el incidente -«ya pillaré en otra a este pequeño cabrón», debió de pensar el Poteras-, y Rocambole conservó el objeto delictivamente adquirido, aprendiendo, de paso, una interesante lección sobre la vida: no siempre el crimen tiene su castigo. En cuanto a mi espontáneo benefactor, ni él ni yo mencionamos nunca el asunto, aunque entre ambos se anudó un extraño lazo hecho de silencios. Siguió siendo un niño hosco, antipático y sin amigos, pero yo tenía con él una deuda de lealtad indestructible. Me habría gustado socorrerlo en una pelea o algo así, pero era de los que no se peleaban. Nos sentábamos cerca para comer el bocadillo en los recreos, aunque no hablásemos nunca, y al salir de clase caminábamos juntos, carteras a la espalda, hasta la esquina donde nos separábamos sin despedirnos. Acabó aquel curso y no volví a verlo más.
6 de abril de 2008
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