domingo, 28 de marzo de 1999

Una historia vulgar


Pues sí. Es una historia más de esta España que va bien, donde los políticos y los empresarios, suponiendo que haya mucha diferencia de unos a otros, se frotan las manos y dicen que nunca nos hemos visto como ahora, con tanto florecimiento económico y tanta pujanza y tanto negocio. La que voy a contarles es peripecia laboral gris, de andar por casa. Ni siquiera es dramática, o espectacular. En este país miserable hay historias laborales atroces, indignantes, despiadadas, y ésta es normalita. Pero acabo de oír a un ministro diciendo que nunca hemos estado como ahora, y que somos el pasmo de Europa, etcétera. Y me han dado ganas de contarles a ustedes la historia de Aurora.

Aurora, que es gallega de Galicia, acabó el COU y aprobó el acceso a la universidad; pero en su casa hacía falta viruta, así que cambió los sueños por un trabajo en una cadena de supermercados. Su situación laboral —37.000 al mes y sin contrato— incluía doce horas diarias. A los dos años fue fija y estuvo trabajando sin mayores problemas durante doce años más. O sea, catorce trabajando de cajera, dale que te pego y cliente tras cliente, y los errores con cargo al propio bolsillo. Y al terminar la jornada, limpieza del local fuera de contrato y sin cobrar. En fin. Una vida laboral como otra cualquiera. En España.

Luego, hace como tres o cuatro años, vino la crisis y las cosas se enrarecieron. Los encargados empezaron a apretar, llegaron los nervios y los miedos, las amenazas en el horizonte. Cuando hay malos vientos, los pelotas y los trepas se mueven que da gusto, como si olieran la escabechina antes que nadie. De ese modo, cuando llega el degüello los encuentra a todos bien situados, de confidente del jefe y cosas así. Y como ocurre siempre, a quienes la cosa cogió desprevenidos, cuando empezaron los problemas, fue a los que no se dedicaban más que a trabajar, en la ingenua creencia de que la gente debe ser valorada por la calidad de su trabajo, no por los chistes que le cuenta al jefe de servicio ni por decirle a la encargada qué bien te sienta hoy la blusa, Mariloli.

En fin. Pasaron los días y vino la huelga general aquella, no sé si se acuerdan; y el delegado sindical, que como buena parte de los delegados sindicales no ha trabajado en su puta vida, y si lo hizo ya se le ha olvidado, dijo a los compañeros (y compañeras) que de trabajar, nada de nada. Aquí solidarios como una piña, y maricón el que no baile. Así que aguantad, compañeros (y compañeras), porque si hay represalias de la empresa, aquí está el comité para defender hasta la última gota de sangre la dignidad proletaria, en esta empresa y en las que haga falta. Así que Aurora se lo creyó y no fue ese día a trabajar. Y luego, cuando al día siguiente la encargada llamó al personal uno por uno con un bloc en la mano, y la gente se acojonó, y entraba llorando con aquello de yo no quería, me obligaron, el delegado sindical, por supuesto, estaba tan ocupado defendiendo los intereses de la mayoría de los compañeros (y compañeras) en la máquina de café, que Aurora y quienes no habían querido trabajar el día de la huelga y se reafirmaron en su derecho a no hacerlo, fueron debidamente marcados por la empresa para los restos. Luego -consecuencia clásica- vino otro encargado con modales de Terminator carnicero, y empezó la caña: presiones de todo tipo, más limpiezas fuera de horarios sin cobrar horas extras, etcétera. Cuando Aurora abortó, lo único que le preguntaron fue cuánto tiempo pensaba tomarse de baja. Al final, a ella y a otra compañera, las dos casadas y con hijos, les cambiaron la jornada continua de mañana o tarde que llevaban desde hacía diez años, a horarios de 9 a 14 y de 18 a 21.30, con limpieza extra y por el morro fuera de horas de trabajo. Total. Que Aurora fue a juicio -el comité sindical, por supuesto, guardó una exquisita neutralidad en el asunto-, el juez dio un plazo para que la empresa le devolviese el horario anterior, y la empresa se pasó toda la sentencia por los huevos. Y Aurora, harta, asustada, después de catorce años de cajera, se fue a la calle con cuarenta y cinco días de indemnización por año trabajado. Y colorín colorado, esta vida laboral ha terminado.

Así las cosas, no me extraña que la España que algunos se están montando -o lo que quede de ella cuando terminen de montársela- vaya de puta madre. Como dice mi amigo Octavio Pernas Sueiras, que también es de allí arriba: «Mexan por un, e hay que decir que chove».

28 de marzo de 1999

domingo, 21 de marzo de 1999

Temblad llanitos


Qué miedo. El ministro don Abel Matutes ha decidido que a Gibraltar le vamos a poner los pavos a la sombra. Cuando hace unas semanas Peter Caruana le jugó a don Abel la del chino, dejándolo con el culo al aire, el palacio de Santa Cruz clamó venganza, cielos, venganza. La venganza de don Mendo. Así que nuestra diplomacia quiere apretar las tuercas a ese nido de piratas que se chotea del señor Matutes y de sus antecesores desde que Franco era cabo. Incluso desde antes. El Gobierno de las Españas, que cuando se enfada es terrible, ha decidido chivarse a la CEE de lo malos y lo tramposos que son los de La Roca. Porque ésa es otra: la palabra Peñón tiene connotaciones poco de centro, y Roca, traducción del inglés rock —como rock and roll—, es más políticamente correcto, más moderno, y así no piensan que Matutes y su ministerio son de derechas, por Dios.

Mis amigos gibraltareños, Silvia la morenaza guapa del bar, y el gran Eddie Campello, y el rubio Parodi, y los otros de allí, incluyendo los que iban y venían al moro en las Phantom con el helicóptero de mi compadre Javier Collado en la chepa, deben de estar acojonados. Imagino el diálogo: oye, qué preocupación, colega, que el ministro Matutes dice que nos va a poner a marcar el paso, pisha. A ver si la CEE, que no tiene otra cosa que hacer, se toma en serio esa lista de las treinta mil normativas que incumplimos y las cincuenta sociedades fantasma, o a lo mejor es al revés, shosho; y la OTAN nos bombardea, y nos viste a los monos de cascos azules. Ohú. Qué pánico.

Incluso yo mismo estoy preocupado. Igual un día paso por allí con el curricán en el agua, y me sale una patrullera llanita a decirme oiga usté. Y yo, sabiéndome respaldado por un Gobierno bravo y con casta, me subo a la cruceta y les digo iros a hacer puñetas y esto para la reina, y ellos se ponen flamencos y me piden los papeles, y yo me abalanzo a la radio y digo mayday, mayday, a mí la Legión, y el ministro Matutes en persona manda a la corbeta Vencedora, que para eso están las corbetas, a defender mi derecho a echar el curricán donde me salga de los cojones. Pero entonces lord Flanagan y su puta madre piden en el Parlamento que manden la HMS Surprise y toda la flota de Su Majestad, y liamos la de Trafalgar en postmoderno. Así que ojo. Cuando se tienen jabatos como el ministro Matutes, estas cosas se sabe cómo empiezan, pero no cómo acaban.

Uno, en su modestia, recomendaría a Exteriores que, si de verdad quiere fastidiar a Caruana y su panda de golfos, en vez de registrarles los coches a los turistas y montar numeritos con los picoletos de la aduana y seguir haciendo públicamente el payaso, les diera un toque a los intereses británicos que, en suelo español y con la complicidad y el compadreo de empresarios españoles, controlan la Costa del Sol con urbanizaciones de lujo, campos de golf, puertos deportivos y demás: auténtico sistema neocolonial con oficina en Gibraltar y la vivienda y todas las ventajas y todo el lujazo en España, donde invierten su pasta, y tienen sus Casas, y pasan el fin de semana los ministros y gobernantes gibraltareños, por el morro. Ésos sí que son intereses británicos de verdad, vulnerables porque donde está el dinero es donde duele. Apretar las tuercas ahí, y no a los infelices que cruzan la verja, sí que fastidiaría a mis primos del Peñón, y a los de Londres. Pero en ese puchero no sólo mojan ingleses, así que cuidadín. Casa cosa es cada cosa.

En cuanto a los intereses generales, a los que el ministro se refería para justificar las colas en la frontera y la pérdida de empleo de los trabajadores españoles, alguien debería recordar que los sucesivos gobiernos de España se han venido pasando los intereses de los habitantes de la zona por el forro de los huevos, convirtiendo La Línea y el campo de Gibraltar, después de mucha mojarra y mucho cinismo, en un lugar de abandono y miseria donde la gente ha tenido que montárselo como Dios o el contrabando le han dado a entender. Y que ahora la colonia británica, el turismo que genera, su actividad comercial y picaresca pirata y desprovista de vergüenza, son el único recurso económico solvente. Los españoles de allí no tienen otro remedio que vivir de Gibraltar, haciéndoles de camareros y de albañiles y de tenderos a los llanitos y a los ingleses. Así que van listos, si son el ministro Matutes y su Gobierno los que ahora se comprometen a darles de comer. Como decía el chiste: Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy.

21 de marzo de 1999

domingo, 14 de marzo de 1999

3000 años no es nada


He tardado un poco en reaccionar, porque todavía estoy patedefuá. Me froto los ojos, me echo agua fría en el careto, y sigo atónito. No sé si recuerdan ustedes que, hace unas semanas, tres tenores del nacionalismo auténtico y periférico, único homologado, pidieron la abolición del Ministerio de Cultura, basándose en la afirmación, literal como la letra misma, de que «España no tiene una cultura». Eso lo dijeron asín, o sea, sin temblarles el pulso ni la voz ni nada. Y luego se hicieron una foto.

Unos se lo han tomado a coña marinera, limitándose a situar la cosa en el contexto de la provocación de cada día, o de la mala fe insolidaria y borde que todo el mundo conoce con nombres y apellidos, y a sonreír diciendo: hay que ser capullos. Otros, los tertulianos radiofónicos y analistas de plantilla, han considerado el asunto con mucha seriedad, analizando si procede o no procede; porque aquí cualquier gilipollez plantea debate nacional. Otros, en fin, más impulsivos, se han ciscado en la puta madre de los imbéciles que andan por ahí sembrando mierda y cizaña. Las opiniones son libres, y cada quien es cada cual.

En cuanto al arriba firmante, pues eso. De pasta de boniato me hallo todavía ante el descubrimiento, algo tardío, de que la nación, o el país, o lo que carajo sea esto —a ver si alguna vez se pronuncia el presidente del Gobierno al respecto— que sostuvo el esplendor de las letras latinas cuando ya decaían en Roma, que hizo renacer la cultura en Sevilla cuando todo en Europa era barbarie, que transmitió a Occidente la ciencia de Oriente, que navegó y exploró el mundo e imprimió su huella en las de tantos otros pueblos, ahora resulta que no, que no tiene una cultura propiamente dicha. Que las cuevas de Altamira, la lengua que se habla en La Habana, la Bicha de Balazote, la imprenta en Méjico, la catedral de Burgos, El entierro del conde de Orgaz, los almogávares hablando catalán y castellano en Bizancio, el Guernica —que lo pintó un maketo malagueño de mierda—, la Biblioteca Nacional, la Escuela de Traductores de Toledo, el acueducto de Segovia, La rendición de Breda, la mezquita de Córdoba, las misiones de California y la Universidad de Salamanca, por ejemplo, resulta que fueron inventos franquistas. Que Séneca, andaluz y preceptor de un emperador romano, o Isidoro de Sevilla, que nació en una ciudad llamada Nueva Cartago y escribió en latín, y Averroes, y Gonzalo de Berceo, y Avicena, y Ramón Lull, y Nebrija, y los 4.000 nombres catalanes, aragoneses, gallegos, vascos, valencianos, navarros, asturianos, cántabros, leoneses, andaluces, extremeños, etc., que figuran en la Biblioteca Hispana y que Nicolás Antonio tardó treinta y cinco años en recopilar y poner juntos hace ya tres siglos, no fueron más que morralla, un revuelto de ajetes sin ton ni son, flatus vocis de una ficción inexplicablemente mantenida durante tres mil años. Que Dalí, Valle-Inclán, Unamuno o Baroja eran unos españolistas, unos vendidos y unos cabrones. Y que los únicos que siempre lo han tenido claro, los únicos con verdadera conciencia nacional y con cultura diferenciada en todo esto, han sido Canigó y las otras obras maestras universales de la literatura catalana, Gaudí, los castros celtas, Castelao, el frontón de Anoeta y el pensamiento intelectual profundo, decisivo para Occidente, de don Sabino Arana. Tócate los cojones.

Algunos creemos, desde luego, que la Cultura no puede estar en manos de ministros analfabetos y/o incompetentes que desde hace décadas y legislaturas se vienen dejando romper el ojete con una sonrisa, no vayan a llamarlos, por Dios, intransigentes y fascistas. Pero una cosa es detestarlos por sus obras o por la ausencia de ellas, y otra desguazar lo que queda en beneficio de cuatro sinvergüenzas; de cuatro golfos apandadores que pretenden ahora vender la moto —y no les quepa duda de que la venderán— de que la combinación de las palabras cultura y nación aplicadas al conjunto de España constituye un concepto reaccionario, perverso, que como tal debe ser fusilado al amanecer. Porque ya no se trata de que a una cuerda de paletos neonazis, Astérix iluminados o tenderos sin escrúpulos les impone un carajo Séneca o el Código de las Siete Partidas. Lo que pretenden ahora es que nadie, ni siquiera el resto de españoles —o de lo que pretendan que seamos— los conozca. Que se nieguen, se desacrediten y se olviden, para extender el mantel y repartirse la merienda sobre su requiescat in pace.

14 de marzo de 1999

domingo, 7 de marzo de 1999

Sobre hombres y damas


Llevo desde la semana pasada dándole vueltas a la cabeza con el asunto de los hombres como Dios manda; de los tíos que, como decía mi abuela, se visten por los pies. El caso, no sé si recuerdan, era que el Comité de Erizas en Pie de Guerra se lamentaba, y con razón, de que salvo Harrison Ford ya no quedan en el cine tíos de verdad, y que a las niñas yogurcitos frescos, ya las otras que ya no lo son tanto, les hace el asunto agua de limón la presencia de fulanos insustanciales, duritos de pastel que andan en la pantalla marcando paquete, pero que en cuanto miras o te acercas, se convierten en mierdecillas de diseño y en la calle y en la vida real ocurre tres cuartos de lo mismo.

Conozco a una señora rubia, guapa, con cuarenta y dos espléndidos tacos y capaz de llevar unos tejanos como no los lleva ninguna guapita de teleserie, que ha pasado la vida tomándose cafés en los bares; entre otras cosas porque un café de bar y un cigarrillo son, dice, una de las pocas cosas que merecen la pena en esta vida perra. La dama en cuestión, que es lo bastante inteligente como para que cualquier varón adulto se sienta una auténtica cagarruta a los cinco minutos de conversación con ella, tiene auténtica predilección por los bares cutres, de esos con calendarios de garaje con fulana, y fotos de equipos de fútbol, y mostrador de zinc y mesas de formica, y albañiles comiendo judías con fideos a mediodía, sobre manteles de papel con vino y gaseosa. Cada día, cuando sale del taller de encuadernación del viejo Madrid donde le pone tapas de piel y guardas de papel veneciano a la Poética de Aristóteles o a la Vida de Benvenuto Cellini, ella evita cuidadosamente los bares elegantes del barrio y callejea en busca de una tasca chusmosa y auténtica. Y allí, entre el emigrante negrata que vende baratijas, el borrachín de la casa de enfrente y los empleados del taller de chapa y pintura que hacen descanso para una cerveza, enciende un cigarrillo, a su aire y sin dirigirle a nadie la palabra, y se siente la mujer más a gusto de la tierra.

Me acordaba de eso el otro día, en un bar de gasolinera y polígono industrial, con fútbol en el televisor, camareros con tatuaje en el dorso de la mano, fulanos en mono de mecánico y camioneros calzándose un coñac. Uno de esos bares que te gustan a ti, le dije luego y ella respondió algo que viene muy al hilo de esta historia: «ya sólo ves hombres que parecen hombres en sitios como ése». Lo dijo y encendió otro cigarrillo y, por supuesto, se bebió otro café. Y después me contó que lleva años frecuentando bares de ésos, bares proletarios como ella dice, con tíos que vienen de currar de verdad, oliendo a sudor bajo el mono azul o la camiseta, fulanos de manos encallecidas y ásperas, uñas negras de grasa, coñac y anís y tabaco y fútbol y conversaciones en voz alta, y machismo elemental. Tan elemental, matiza ella, que no molesta. Al contrario. Entras, dice, y notas cómo se callan de pronto todas las conversaciones, pero nunca te sientes insegura ni incómoda. Ni una grosería, ni un mal gesto, ni te molesta nadie. Al contrario, todos son siempre de una cortesía extrema, con esa amabilidad ingenua y ruda, algo torpe, que todavía se encuentra, a menudo, en ese tipo de hombres cuando creen hallarse delante de una señora. Si en tal momento alguien quisiera molestarme, estoy segura de que más de uno intervendría para defenderme. Se esfuerzan por ser buenos chicos; y eso, en los tiempos que corren, resulta enternecedor.

Luego para marcar la diferencia, mi amiga me cuenta sus visitas a otros lugares, a bares y restaurantes de más presunto nivel social, donde ejecutivos engominados y soplagaitas de diseño, todos con camisas y corbatas impecables, un teléfono móvil en el bolsillo y el aire de estar solventando vitales operaciones financieras internacionales, le clavan los ojos desde que aparece en la puerta y ponen ojitos, y posturitas, y se dan pisto de cazadores irresistibles, dedicándole sonrisas que son muchísimo más insultantes que el piropo rudo de un camionero. Si tuviera un problema allí, comenta, iba lista: se los ve crueles, blandos y cobardes. Encima se creen Keanu Reeves o Tom Cruise. E incluso nunca falta un imbécil que se acerca sin que nadie lo llame y dice oye, te conozco de algo, o pretende invitarla a una copa, o se queda dando la barrila. Hasta que ella se vuelve despacio, lo mira a los ojos, y con ese desprecio helado y sabio que sólo una mujer es capaz de manifestar, le dice, con palabras o sin ellas: vete a babear a tu madre, so gilipollas.

7 de marzo de 1999