domingo, 27 de septiembre de 1998

Una biblioteca II

Conversaciones con Goethe (Eckermann). El Mediterráneo en tiempo de Felipe II (Braudel). La comedia humana (Balzac). Teatro completo (Moliére). Teatro completo (Moratín). CantardelMíoCid (Anónimo). La leyenda del Cid (Zorrilla). Ensayos filosóficos (Voltaire). Confesiones (J. J. Rousseau). Memorial de Santa Helena (Les Cases). Robinson Crusoe (Defoe). Memorias (Saint Simon). La Biblia en España (Borrow). Peter Pan (J. M. Barrie). El libro de la selva (Kipling). Memorias y máximas (La Rochefoucault). Vida de los doce césares (Suetonio). Anales (Tácito). Ensayos (Montaigne). El espíritu de las leyes (Montesquieu). Los idus de marzo (Thorton Wilder). A. O. Barnabooth (Valery Larbaud). Memorias (Cardenal de Retz) El Criticón (Gracián). Coloquio de damas (Aretino). Historia universal (Polibio). Pensamientos (Pascal). El talismán (Walter Scott). Canción de Navidad (Dickens). La Ilíada (Homero). Alicia en el país de las maravillas (L. Carroll). Historia de dos ciudades (Dickens). Corazón (Edmundo d’Amicis). Epístolas morales (Séneca). Historia universal de la infamia (Borges). Artículos (Larra). Los años rusos (Nabokov). El nombre de la rosa (Umberto Eco). Papeles póstumos del club Pickwick (Dickens). Nostromo (J. Conrad). Los miserables (V. Hugo). Las flores del mal (Baudelaire). Cuentos (Edgar Allan Poe). Poesía completa (Antonio Machado). Los pilares de la tierra (Ken Follet). Poesía completa (Miguel Hernández). Viaje al fin de la noche (Celine). El extranjero (Camus). La peste (Camus). Un mundo feliz (Aldous Huxley). Memorias de Adriano (M. Yourcenar). El poder y la gloria (Graham Greene). Diario de un seductor (Soren Kierkegard). El lobo estepario (H. Hesse). Doctor Zhivago (Boris Pasternak). Lolita (Vladimir Nabokov). Desventuras del joven Werther (Goethe). El monje (Matthew Lewis). Melmoth el errabundo (Charles Maturin). El vellocino de oro (Robert Graves). La isla del tesoro (R.L. Stevenson). El siglo de las luces (Carpentier). Bomarzo (Mujica Laínez). Pedro Páramo (Juan Rulfo). Meditaciones (Marco Aurelio). La decadencia de Occidente (Spengler). El otoño de la Edad Media (Huizinga) Aventuras de Aubrev y Maturin (PatrickO’Brian). Frankenstein (M. Shelley). Drácula (Bram Stoker). El doctor Jekyll y míster Hyde (Stevenson). Mi vida (Benvenuto Cellini) Sonatas (Valle-Inclán). Rimas y leyendas (Bécquer). Vida del capitán Contreras (Alonso de Contreras). Don Juan Tenorio (Zorrilla). El alcalde de Zalamea (Calderón). Fuenteovejuna (Lope de Vega). El burlador de Sevilla (Tirso de Molina). Quo vadis (H.Sienkiewicz). 20.000 leguas de viaje submarino (Verne). Nuestra señora de París (Víctor Hugo). Tristam Shandy (Steerne). Nuestros antepasados (Italo Calvino). El cuarteto de Alejandría (L. Durrell). El primo Basilio (Eça de Queiroz). La colmena (Camilo José Cela). Cuentos (Chejov). Historia de la guerra del Peloponeso (Tucídides). Anábasis (Jenofonte). Poemas (Catulo). Satiricón (Petronio). Crónicas (Froissart). La muerte de Arturo (Mallory). El rey Arturo y sus nobles caballeros (Steinbeck). Odas (Horacio). Memorias (Casanova). Los nueve libros de la Historia (Herodoto). Diálogos (Platón). Tratados ético-morales (Aristóteles). Las metamorfosis (Ovidio). El príncipe (Maquiavelo). El cortesano (Castiglione). La Italia del renacimiento (Burckhart). Adriano VII (Barón Corvo). Decadencia y ruina del imperio romano (Gibbon). Viajes de Gulliver (Swift). Viaje a Italia (Goethe). Madame Bovary (Flaubert). El asesinato de Rogelio Ackroyd (Agatha Christie). La educación sentimental (Flaubert). Cándido (Voltaire). Zadig (Voltaire). Emilio (Rousseau). Confesiones (San Agustín). Olivares (Marañón). Olivares (Elliot). Felipe II (Kamen). Shogun (Clavell) Confesiones de un comedor de opio (Quincey). La juventud y la madurez de Enrique IV (Heinrich Mann). Los Buddenbrook (Thomas Mann). Los hermanos Karamazov (Dostoievsky). El jugador (Dostoievsky). El sueño de los héroes (Adolfo Bioy Casares). Billy Budd (Melville). La roja insignia del valor (Stephen Crane). El talón de hierro (London). El negro del Narcissus (Conrad). Tifón (Conrad). Biografias (A. Maurois). El topo (Le Carré). Bizancio (R. J.Sender). La España musulmana (Sánchez Albornoz). Los 7 pilares de la sabiduría (T. E. Lawrence). Novelas ejemplares (Cervantes). Memorias (Talleyrand). Memorias (Fouché). Kaputt (Malaparte). Poesía completa (Campoamor). El puente de Alcántara (F. Baer). Vida de Cervantes (Astrana Marín)...

Que aproveche.

27 de septiembre de 1998

domingo, 20 de septiembre de 1998

Una biblioteca I

Durante esta última semana, aprovechando una temporada de calma, he ordenado la biblioteca. Siempre ocurre lo mismo cuando termino de escribir un libro, sea el que sea; en los últimos días no conoces ni a tu familia, ni a tus amigos más íntimos, ni a nadie. Bajas a la mina cada día, o no sales de ella ni para dormir, como un picador del pozo María Luisa, dale que te pego. Vives obsesionado con darle a la tecla y terminar de una vez; y el material que utilizas, los libros que consultas y las nuevas adquisiciones, se acumulan por todas partes, esperando una tregua para su sitio exacto. Porque amén de la utilidad que reporte, un libro tiene su dignidad, y no puede ir en cualquier parte y de cualquier manera; requiere compañía y lugar adecuados. Nabokov puede ir junto a Conrad, tal vez, pero no junto a Cervantes; y Stendhal puede avecinarse con Heine y con Lampedusa, pero nunca con las Crónicas de Froissart, con Moratín o con Plutarco. Cada cual es cada cual.

A veces algún lector escribe pidiendo la recomendación de un libro clave, o que el arriba firmante considere como tal; y no falta quien solicita un canon de obras fundamentales — imprescindibles, es la estúpida palabra de moda en ciertos suplementos literarios—. Siempre me niego, porque eso de las obras fundamentales depende mucho del gusto de cada uno; y libros que a ti te cambian la vida pueden pasar, para otro, sin pena ni gloria. De cualquier modo, mientras colocaba y reordenaba los libros estos últimos días, hubo, como siempre, un par de centenares de títulos y autores donde la vista y las manos se me demoraban más que en otros, por diversas razones. Y de pronto me he dicho: por qué no. Por qué no decir cuáles son, y si a alguien resultan útiles, pues me alegro. La relación, que no es exhaustiva, sí resulta en cambio desordenada y larga: tal vez ronde los ciento cincuenta títulos, de modo que, metidos en faena, contársela me llevará esta semana y la próxima. Así que quien no esté interesado por el asunto puede pasar mucho de calzarse esta página, hoy y la semana que viene.

Última advertencia: los libros no figuran por orden de importancia; y faltan, porque no los recuerdo ahora o porque no me lo parecen, muchos otros. Pero, ya que de algo tan personal se trata, esta lista de Schindler resulta tan buena como otra cualquiera. A ver por qué ha de ser menos válida que la que se fabrican cuatro compadres bobalios para darse coba unos a otros en los cursos de verano: El Quijote (Cervantes). La Odisea (Homero). La Eneida (Virgilio). Vidas paralelas (Plutarco). Obra completa (Francisco de Quevedo). Obra completa (Jorge Manrique). La Biblia. La Divina Comedia (Dante). Fausto (Goethe). Episodios nacionales y novela completa (Pérez Galdós). Obra completa (PíoBaroja). Moby Dick (Melville). Teatro completo (Shakespeare). La montaña mágica (Thomas Mann). Los tres mosqueteros (Dumas). En busca del tiempo perdido (Marcel Proust). El rojo y el negro (Stendhal). La regenta (“Clarin”). Cuadros de viaje (Heinrich Heme). Expedición de catalanes y aragoneses contra turcos y griegos (Francisco de Moncada). Las relaciones peligrosas (Choderlos de Laclós). El ruedo ibérico (Valle-Inclán). Ana Karenina (Tolstoi). Crimen y castigo (Feodor Dostoievsky). Victoria (Joseph Conrad). Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (Bernal Díaz del Castillo). Cien años de soledad (García Márquez). Conversación en la catedral (Vargas Llosa). La familia de Pascual Duarte (Camilo José Cela). Tragedias (Sófocles). El jorobado (Feval). Tragedias (Eurípides). Relatos (F. Scott Fitzgerald). El buen soldado (Ford Madox Ford). El prisionero de Zenda (Hope). El gatopardo (Lampedusa). El americano impasible (Graham Greene). La cartuja de Parma (Stendhal). Viajes por Italia (Stendhal). Lord Jim (Conrad). Guerra y paz (Tolstoi). Biografías (Ludwig). Biografías y novelas (S. Zweig) La flecha de oro (Conrad). La línea de sombra (J. Conrad). La marcha de Radetzky (J. Roth). El conde de Montecristo (Dumas). Suave es la noche (F. Scout Fitzgerald). El gran Gatsby (E. S. Fiztgerald). París era una fiesta (Hemingway). Aventuras de Sherlock Holmes (Conan Doyle). “V” (Thomas Pynchon). Poderes terrenales (Anthony Burgess). Grandeza y decadencia de los romanos (Montesquieu). El halcón maltés (Dashiell Harnmet). La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (R. J. Sender)...

(Continuará)

 20 de septiembre de 1998

domingo, 13 de septiembre de 1998

El hombre de la rifa

Lo recordé hace unos días, por casualidad, al escuchar una antigua canción de Joaquín Sabina, Balada de Tolito, del tiempo en que Sabina aún escribía bellas canciones. «Morirse -concluye la letra-debe de ser dejar de caminar». Tal vez se refería al mismo individuo que conocí hace años; pero ignoro si se llamaba o no Tolito, porque nunca supe su nombre. Solía aparecer a mediados de los ochenta, en los trenes de cercanías de la sierra de Madrid. Subía en cualquier estación, cambiando de un convoy a otro entre siete y diez de la mañana, cuando la gente va camino del trabajo y prefiere ir tranquila en el tren, leyendo un libro o el diado, en vez de pegarse hora y media de atascos al volante. Era un hombre de edad, en torno a los sesenta, con el pelo gris y una cartera de piel muy ajada, grande, llena de objetos misteriosos. Iba de vagón en vagón, y cada mañana ejecutaba el mismo ritual: primero repartía un caramelo pequeñito a la gente, gratis. Después se aclaraba la voz y con tono muy educado decía damas y caballeros, el sorteo va a empezar, por sólo veinticinco pesetas tienen ustedes derecho a premio fabuloso y extraordinario. Y a continuación repartía unos naipes de baraja en miniatura, impresos en papel muy malo, entre quienes lo deseaban. Al cabo, reclamaba otra vez educadamente la atención, sacaba de la cartera una baraja más grande, pedía a alguien que eligiera carta, y tras identificar al agraciado le hacía solemne entrega del regalo: un torito de plástico, un folleto con poemas, un cortaúñas de propaganda, una bolsa de caramelos o un punto Farías. Después saludaba muy atento, decía muchas gracias, y se bajaba en la siguiente estación, a esperar otro tren.

Los habituales de aquella línea estábamos acostumbrados a su presencia. Había que ser muy rasca y muy cutre para no soltar cinco duros cuando te ofrecía uno de sus naipecitos de papel. Y a mí me gustaba aquel fulano; tal vez porque tenía cara de buena persona y sonreía a los niños, cuando los había, al darles el caramelo. O por su chaqueta algo estrecha y sus pantalones raídos. O por aquella cartera que apretaba contra el pecho como si contuviera un tesoro. También me gustaba su cara, siempre pulcramente afeitada, y el tono educadísimo con que anunciaba que el sorteo estaba a punto de comenzar. Pero sobre todo me conmovían sus ojos tristes; ojos de derrota que nunca miraban los tuyos ni los de nadie, como si temieran hallar hostilidad o burla. Supe por un revisor que se ganaba así la vida desde hacía muchos años, a cinco duros la papeleta. Y que antes había viajado por toda España, buscándose la vida de feria en feria.

Yo solía interrumpir la lectura del libro que tenía en las manos para observarlo durante todo el tiempo que duraba su trabajo. No resultaba difícil imaginar de qué España y de qué tiempos procedía aquel solitario superviviente: años de caminos, ferias y estaciones, subiendo y bajando de trenes y autobuses, recorriendo andenes helados de escarcha invernal, o relucientes de lluvia, o calurosos de polvo y sol en verano. Un café, y un coñac, y un cigarro a veces entre uno y otro, en aquellos destartalados bares de andén. Y la soledad. Y la vieja cartera de piel como único patrimonio, pensiones de mala muerte, carreteras, ferias de pueblo donde buscar un rincón tranquilo para vocear con suavidad su modesta mercancía sin que lo incordiaran los municipales. El tenue sueño de la suerte, oigan, sólo veinticinco pesetas, muchas gracias, señora. Ha resultado agraciado el as de oros.

Un día dejó de aparecer por esos trenes. Se murió, se jubiló o simplemente dejó de caminar, como decía Sabina de aquel otro personaje que a lo mejor era el mismo. Desapareció en la niebla gris de la que salía cada mañana de invierno, en los andenes del ferrocarril donde transcurría su vida. Durante algún tiempo eché en falta sus enternecedores naipes de papel, sus caramelos envueltos en celofán -una vez resulté agraciado con el torito de plástico- y sus educados «damas y caballeros, el sorteo va a comenzar», dichos con una humilde dignidad que daba un valor singular a los miserables objetos que repartía. Luego lo olvidé, y más tarde dejé de viajar en esos trenes. No recuerdo qué hice con mi torito de plástico negro; lo más probable es que fuese a parar a una papelera aquella misma mañana. Hoy siento no haber conservado aquel fabuloso regalo, damas y caballeros, resulta agraciado el tres de espadas, que conseguí una mañana de invierno en un tren de cercanías, por cinco duros.

13 de septiembre de 1998

domingo, 6 de septiembre de 1998

Pepe, los obispos y el SIDA

Querido sobrino Pepe:

En los últimos tiempos, la Conferencia Episcopal Española, que son obispos y cosas así, anda cabreada con el asunto de las campañas de prevención del Sida que recomiendan el preservativo; porque la gomita, dicen, favorece la promiscuidad sexual, O sea, les pone las cosas fáciles a quienes son partidarios del asunto. La teoría de los pastores de almas consiste en lo siguiente: el miedo al Sida es saludable, porque mantiene castos a los jóvenes como tú, de puro acojonados ante la posibilidad de agarrar algo y que se os caiga todo a pedazos. Eliminar o atenuar ese miedo, es decir, familiarizar a tu generación con el uso del preservativo, no es por tanto prevenir, sino pervertir; porque los mozuelos, inmaduros como sois, al sentiros más impunes y seguros, practicaréis el sexo con más asiduidad y, por tanto, conculcaréis la ley de Dios sin tino y sin tasa, dejándoos llevar por la irresponsabilidad y la naturaleza muy dale que te pego propia de los jóvenes de hoy. Que la verdad, Pepe, sois la leche.

Pongamos un bonito ejemplo práctico. Tu novia Mari Juli y tú, verbigracia, os tenéis unas ganas tremendas; pero también, gracias a la divina Providencia, le tenéis miedo al Sida. Que lo mismo hasta resulta intrínsecamente bueno -los caminos del Señor son inescrutables- porque su amenaza, a modo de infierno, nos mantiene lejos del pecado. Pero el diablo, que es muy cabroncete, Pepe, se vale de cualquier artimaña infame; e incluso esa benéfica -en términos de salud de almas- ira de Dios posmoderna, el Sida, puede ser soslayada merced a la técnica. Así que tú y Mari Juli podéis ir como si nada a la farmacia de la esquina, comprar por todo el morro una caja de seis y encamaros toda la tarde, ofendiendo el orden natural -como todo el mundo sabe, el orden natural limita el sexo al matrimonio-, en vez de orar para alejar la tentación, reservar vuestros cuerpos para honrarlos como templos, daros duchas frías o agarrar la guitarra y aprovechar la visita del papa a Cáceres, cuando vaya, para poneros a cantar con cristiana y juvenil alegría mi amiga Catalina que vive en las montañas, du-duá, du-duá. Todo eso, como debe hacer cualquier joven responsable que se respete y la respete a ella, Pepe, esperando con paciencia, continencia y templanza el día, sin duda próximo, en que Mari Juli termine los estudios y encuentre un trabajo de abogada o de top model, y tú ya no estés alternando el paro con la moto de mensaka si no de presidente de Argentaria, y podáis comprar una casa y un Bemeuve y una barbacoa para los domingos y una cama enorme. Y a partir de ahí, si. Entonces por fin podréis primero casaros -a ser posible por la iglesia-, y luego practicar una sexualidad mesurada, responsable y cristiana que tampoco precisará preservativo, pues siempre lo haréis pensando en la procreación, y nunca por torpes y bajos instintos; corno inequívocamente recomienda Su Santidad Juan Pablo II. Que para eso es infalible por dogma, y de jóvenes y de sexualidad sabe un huevo.

Ya sé lo que vas a decirme, sobrino. Que la vida es corta y además a menudo es muy perra, que tú no serás siempre joven, y que una de las cosas buenas que tiene, si no la mejor, está precisamente en la bisectriz exacta del ángulo principal de tu novia. Y que en Mari Juli, en sus ojos y en su boca y en sus etcéteras, está el consuelo, y el alivio al dolor, y la esperanza, y el tener a raya a la maldita soledad y al miedo, y a la incertidumbre de estar vivo. Sé todo eso, y además que tu naturaleza -y la suya, colega, ojo- claman por sus derechos; y que salvo que uno sea un amanuense del hágaselo usted mismo, o tenga la suerte de soñar cada noche con Salma Hayek bailando con la serpiente en Abierto hasta el amanecer, y se alivie en sueños -o lo que alivie a Mari Juli en la viceversa correspondiente-, unos jóvenes de vuestra edad, que además estáis locos el uno por el otro, pueden andar por la vida bastante frustrados. Y sé también que lo que te cuentan los obispos y su baranda, Pepe, nada tiene que ver con la realidad del mundo realmente real; y que más les valdría salir un día a darse una vuelta y echar un vistazo fuera de las catacumbas. Pero oye. Mi obligación, sobrino, colega, es darte consejos saludables que te alejen del vicio y colaboren en el perfecto estado de revista de tu alma.

Dicho lo cual, Pepe, si pese a todo sigues decidido a pecar, recuerda que más vale ir al infierno con el preservativo puesto.

6 de septiembre de 1998