domingo, 29 de julio de 2018

El hombre que me hizo amar Italia

Veo con frecuencia películas de Alberto Sordi, pues tengo muchas en casa. No las doscientas que protagonizó, pero sí medio centenar largo. La mayor parte son deuvedés comprados durante muchos años en Italia, con la ventaja de que se pueden escuchar en versión original y con subtítulos también en ese idioma, que es buena forma de disfrutarlo, aprenderlo y mejorarlo. Las veo a menudo, como digo, pues ese actor y sus películas me provocan un estado próximo a la felicidad. Y no sólo porque muchas de esas historias dirigidas por Monicelli, Fellini, Risi, Zampa, Steno y otros sean obras maestras, sino porque con el tiempo, gracias a ellas y a su intérprete, comprendí mejor Italia y a los italianos. Mi amor por ese país, mi afecto por sus gentes, mi envidia por sus virtudes y mi indulgencia ante muchos de sus defectos, también se los debo a ellas. No exagero si digo que Alberto Sordi me hizo amar Italia. 

Hace poco vi por sexta o séptima vez mi película favorita entre las suyas: Una vita difficile (1961). Y unos días antes dediqué una tarde a un magnífico programa doble, Il marchese del Grillo (1982) y Tutti a casa (1960), que rematé por la noche con L’arte di arrangiarsi (1955). Y no es sólo que Sordi, con su voz prodigiosa, con su extraordinaria capacidad para protagonizar desde la más hilarante comedia –Il vedovo (1959)– hasta la tragedia más sobrecogedora –Un borghese piccolo piccolo (1977)–, sea un actor inmenso, sino que conjugó como nadie el peculiar verbo ser italiano. Albertone, así lo llamaban cariñosamente sus compatriotas –su muerte hace quince años fue un duelo nacional–, interpretaba con naturalidad, a veces en un mismo personaje, lo más admirable y también lo más detestable de su patria. Sus vicios y sus virtudes. Podía asquear y conmover de una secuencia a otra, arrancar carcajadas o lágrimas. Y es significativo que, en una famosa encuesta sobre cine y actores, los italianos dijesen que querrían parecerse a Mastroianni, Gassman y De Sica; pero que, a la hora de la verdad, con quien se identificaban de verdad era con Alberto Sordi, que los había encarnado como nadie. Por algo la biografía que le escribió Giancarlo Governi se tituló simplemente L’ Italiano

Conozco también el cine español del tiempo en que Sordi hizo sus mejores películas, y eso acrecienta mi admiración por él y por quienes lo dirigieron en la pantalla. Durante esos años, en España tuvimos grandes actores: Fernán Gómez, José Luis Ozores, Tony Leblanc, Manolo Morán, Mayo, Closas, López Vázquez, Alfredo Landa y otros que encarnaron, a su manera, al español de entonces. La diferencia es que ese español, por divertido y tierno que fuese –pocas veces fue trágico–, era más falso que un duro de plomo, filtrado siempre por el franquismo y su censura. Aquel compatriota nuestro interpretado en el cine apenas tenía que ver con la realidad; y la pareja encarnada por cualquiera de esos buenos actores con Concha Velasco –quizá la más enorme y versátil de nuestras actrices– o alguna otra chica de la Cruz Roja, con su pisito y su casta vida de novios con final feliz, nada tenía que ver con la realidad de una España que sólo apuntaba su verdadero rostro gracias al talento y sutileza de unos pocos directores, en obras maestras como Atraco a las tres (1962), La caza (1966) o Calle Mayor (1956). De modo que, a diferencia de aquella Italia con su cine ácido y libre, capaz de burlarse de sí misma con audacia y talento, al verdadero español sólo era posible vislumbrarlo en esa época muy de lejos, leyendo entre líneas, en la blanda picaresca –tolerada por políticamente inofensiva– de Antonio Garisa, Gómez Bur, Pepe Isbert o el gran Tony Leblanc de El tigre de Chamberí (1957) o Los tramposos (1959). 

Por eso, cuando hay cosas que llegan a niveles poco soportables –lo que con los años ocurre a menudo–, a veces busco analgésicos en las viejas películas y recurro a Alberto Sordi: me reconcilia con el ser humano la extraordinaria secuencia final de La grande guerra (1959), repaso una y otra vez la escena de Una vita difficile en la que se aleja de su mujer escupiendo entre los coches, y cada vez pienso que los españoles, tan firmes en nuestros fanatismos, tan tenaces en nuestros odios, seríamos mejores personas de haber tenido un cine que, como a los italianos, nos hubiera hecho compartir risas y lágrimas, mostrándonos sin complejos lo que somos y lo que podríamos ser. Enseñándonos, sobre todo, l’arte di arrangiarsi. El arte de, frente a un Estado casi siempre infame, arreglárnoslas con humanidad entre nosotros. 

29 de julio de 2018 

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Películas citadas en el artículo: 

domingo, 22 de julio de 2018

Con libros en la maleta

Cada cual ordena la biblioteca a su manera. La mía lo está por lenguas originales de autores literarios, y luego vienen las secciones de historia, antigüedad clásica, religiones, viajes, arte, ciencias sociales y otras materias. Sin embargo, algunas de esas secciones tienen apartados, islas específicas formadas por asuntos, autores o personajes por los que siento especial inclinación.

Venecia, la ciudad, su literatura y su historia, es –nunca mejor dicho– una de esas islas. Y ayer, tras una agradable relectura de Los papeles de Aspern de Henry James, al devolver el libro a su lugar, me entretuve un buen rato en ella. Ocupa varios estantes. La razón es que durante mucho tiempo –casi veinte años– pasé en esa ciudad los días previos a cada Nochevieja. Le tengo un afecto especial, incluso ahora que los grandes cruceros y los viajes baratos arrojan sobre ella multitudes imposibles. La he vivido y caminado mucho en días invernales y grises, cuando aún es posible encontrar sus calles desiertas y sus noches silenciosas.

Algunos amigos preguntan por qué nunca escribí una novela sobre esa Venecia, y siempre respondo dos cosas: una es que ya hay demasiados libros buenos sobre ella, y también infinidad de libros malos; la otra es que ya lo hice, aunque sólo de modesto refilón. En El puente de los Asesinos, el capitán Alatriste participa en una conspiración para matar al Dogo; y en El pintor de batallas hay dos páginas donde Faulques y Olvido Ferrara pasean por la ciudad cubierta de nieve, con las góndolas tapizadas de blanco entre el chapoteo del agua verde y gris.

Había una librería, entre el hotel Bauer y la plaza de San Marcos, cuya especialidad era ofrecer cuanto se había publicado sobre Venecia –incluso la versión italiana de esas dos novelas mías–. Como tantas otras cosas buenas de la ciudad, la librería desapareció hace años y ahora ocupa su lugar una inevitable tienda de ropa. Pero no todo se perdió con ella; pues parte de los libros que se alinean en la sección veneciana de mi biblioteca proceden de allí. Y mirándolos ayer, tocando sus lomos y hojeándolos, pasé un largo rato recordando los lugares donde los leí, la compañía que me hicieron y el modo en que educaron mi mirada a la hora de vivir en esa ciudad.

Quizá el primero fue Casanova, creo recordar: sus fascinantes Memorias. Y ahí las tengo, en la edición francesa de La Pléiade, muy cerca de Las memorias de Ultratumba, de Chateaubriand –que viajó tres veces a la isla adriática– y de las dos obras teatrales –El mercader de Venecia y Otelo– que Shakespeare situó en la ciudad. Los escoltan Goethe y Stendhal con sus recuerdos de viaje, Lord Byron y su Childe Harold, y el formidable Thomas Mann con La muerte en Venecia. Tampoco George Sand, Marcel Proust, Gautier, Musset, D’Annunzio, Paul Morand y Philippe Sollers andan lejos, y al final de un estante veo Las piedras de Venecia, de Ruskin, situado sobre la biografía del Barón Corvo, el hueco al que devolví el libro de Henry James, las novelas policíacas de Donna Leon, Al otro lado del río y entre los árboles, de Hemingway, Venecia es un pez, de Tiziano Scarpa, y la formidable Fábula de Venecia de Hugo Pratt.

Buena parte de esos libros los leí en Venecia, vinculándolos directamente a ella. No hay guía de viaje cuyos efectos sean comparables a ésos, tan impresionantes y tan duraderos. Leí a James en los jardines de la Santa Croce, a Hemingway sentado en el Harry’s Bar, a Mann en la terraza del Bauer que da al canal, a George Sand en una habitación del Danieli con vistas a la laguna, a Proust y a Morand en el Florian y el Quadri, a Donna Leon sentado al sol en el muelle Záttere, a Scarpa en la Punta de la Aduana, y reviví las ilustraciones de Hugo Pratt situándome en el lugar desde el que Corto Maltés mira los leones de piedra del Arsenal. Me gusta esa ciudad no por lo que ahora es –decorado de cartón piedra envilecido por los tiempos que corren–, sino por la Venecia que esos autores me enseñaron a transitar. Como ocurre con cuantos viajamos con libros en el equipaje y la imaginación, las páginas leídas me permiten borrar de la mirada cuanto detesto y quedarme sólo con lo que deseo ver, en una ciudad que sólo una viva imaginación lectora puede considerar todavía, con plena justicia, una de las más fascinantes del mundo. Y cada vez que regreso a ella, como a otros lugares hermosos, no puedo dejar de preguntarme cómo harán los que no leen para disfrutar del mundo que pisan. 22 de julio de 2018

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Libros citados en el artículo:

domingo, 15 de julio de 2018

Un perfecto caballero

He escrito alguna vez que los tiempos pasados, los que se fueron, liquidaron oportunamente muchas cosas injustas o perniciosas; pero también arrastraron consigo, en la natural demolición que el tiempo aplica a todo, algunas, y no pocas, cosas buenas. También –y eso es lo que más lamento– determinadas actitudes, maneras de situarse ante la vida y los semejantes que, aunque trasnochadas, imposibles y hasta seguramente ridículas hoy en día, elevaban al ser humano por encima de su condición material y grosera, facilitaban la convivencia y lo convertían en respetable. Le daban dignidad y grandeza.

No hablo de gestos espectaculares, de épica o heroísmo. Tampoco hablo de actitudes relacionadas con una u otra clase social. Al contrario: con frecuencia era más fácil encontrar esa dignidad y esa grandeza en gente socialmente humilde que en otra más afortunada. Aquel magnífico y muy español «en mi hambre mando yo» me parece, quizá, la más exacta exposición de esto último. Y a menudo había, por irnos a un pasado no demasiado lejano, más dignidad en el padre analfabeto que liaba para su hijo el primer cigarrillo que éste fumaba, en el andén del tren que iba a llevarlo al barco en el que viajaría para morir en Cuba, que en el adinerado individuo que había dado unos duros de plata al Estado para que ese pobre muchacho fuese a la guerra en lugar de su hijo.

Las maneras. Con frecuencia insisto en ellas en esta página. En mi opinión, como buen reflejo exterior de lo que somos o no somos, ellas nos salvan o nos condenan. Siempre lo he creído así, y no es casual que la segunda novela que escribí tratara en buena parte de eso: la estética asumida como ética cuando las grandes palabras se desvanecen. La actitud elegante, digna, heroica a fuerza de orgullo –la soberbia es defecto, pero el orgullo puede ser una virtud–, de un viejo maestro de esgrima durante la caída de Isabel II: la historia del último hombre honrado en un mundo de conspiraciones políticas, mercachifles y canallas. Hay un diálogo en ese relato que es mi momento favorito, cuando el marqués de los Alumbres le comenta al maestro Astarloa: «Se olvida usted de Dios», y éste responde: «Dios no me interesa. Tolera lo intolerable. Es irresponsable e inconsecuente. No es un caballero».

Tuve la suerte –aunque quizá hoy sea una desgracia– de que me educaran para admirar esa clase de cosas. Para respetar ciertos ejemplos. Después la vida que llevé me condujo a otros lugares; pero mantuve intacta, o así lo creo, la facultad de admirar la dignidad y la elegancia moral en hombres y mujeres, sea cual sea su estado o condición. Al hilo de eso, recuerdo lo ocurrido a una de mis abuelas en los años 30 del pasado siglo. Estaba embarazada de seis meses y viajaba en tren de Cartagena a Madrid. El viaje duraba toda la noche; pero, al no quedar plazas libres en los coches cama, se vio obligada a viajar en un vagón convencional. En el compartimento sólo iban ella y un hombre de mediana edad, de aspecto modesto pero muy educado, a quien después de aquello mi abuela no olvidaría jamás.

El avanzado embarazo la tenía molesta, y eso era evidente. Tras interesarse por ella con extrema corrección, el señor le aconsejó que se tumbara en los asientos. Hay que entender que corrían otros tiempos, y una señora no se tumbaba por las buenas en un tren delante de un desconocido; así que la gestante viajera se mostró reacia a ponerse cómoda. Entonces, el caballero demostró que era exactamente eso. Cogió su petaca de cigarrillos, el encendedor y un libro, se puso el gabán, salió al pasillo, corrió las cortinillas, cerró la puerta, y se pasó toda la noche de guardia ante ella, fumando y leyendo, para impedir que nadie entrase en el compartimento e incomodase a mi abuela. Y por la mañana, al llegar a Madrid, la ayudó a bajar la maleta de la redecilla del equipaje y la acompañó hasta el andén, hasta dejarla en manos de los familiares que la esperaban. Ni siquiera dijo su nombre, escuchó las palabras de agradecimiento de mi abuela con una sonrisa amable y casi distraída, saludó por última vez tocándose el ala del sombrero, y se marchó.

Mi abuela me contó muchas veces esa historia, que cuando era niño me gustaba escuchar. Y ella siempre llegaba al final con un brillo en los ojos y una expresión dulce y conmovida. «Aún me parece verlo alejarse aquella mañana entre la gente –decía medio siglo después–. Ni siquiera era guapo. Tenía el cuello de la camisa rozado, el traje lleno de arrugas y las uñas tal vez demasiado largas. Pero nunca en mi vida vi tan perfecto caballero».

15 de julio de 2018

domingo, 8 de julio de 2018

La tumba del templario

Hace mucho tiempo me refugié en una iglesia, en el sur del Líbano, y gracias a eso vi algo que no olvidé jamás. Ocurrió el 12 de junio de 1974, en Tiro, cerca de la frontera con Israel. Tenía veintidós años y había cruzado el río Litani para contactar con la guerrilla palestina. El problema era que, como el mando de la OLP tardaba en darme la autorización, decidí ir a mi aire, sin permiso. Llegué a Tiro en autobús, y me bajé mochila al hombro en el puerto, del que recuerdo los viejos muros y las barcas de pescadores junto al mar azul, bajo un cielo luminoso y cegador. 

Al rato empecé a tener problemas. Hacía mucho que allí no se veían tipos con apariencia occidental, y los Mirage israelíes bombardeaban casi a diario los campos de refugiados cercanos. Mi aspecto –joven en edad militar, pelo corto– despertó sospechas, y al poco rato tuve a dos individuos tocados con kufiya y con muy mala catadura siguiéndome por las callejas medievales de la ciudad vieja. Y cuando, al pararme a beber un refresco, oí a un muchacho decirle a otro «Yahud» –judío– mientras me miraba de reojo, comprendí que aquello no iba a terminar bien. 

Había cerca del puerto un cuartelillo de policía, y me metí dentro. El jefe, un grasiento bigotudo, miró con indiferencia mi pasaporte, encogió los hombros y dijo que el próximo autobús hacia Sidón y Beirut salía a media tarde, y que me aconsejaba subir en él, si es que para entonces aún podía hacerlo. Que nada iba a hacer por mí. Después me ofreció un cigarrillo y señaló la puerta. Volví a la calle, y a los pocos pasos vi que los dos fulanos seguían detrás. Me detuve en un puesto callejero a comprar un cuchillo, más que nada por chulería, para que me vieran hacerlo, pues ni siquiera estaba afilado –todavía lo conservo, y sigue sin estarlo–, y con él en la mochila seguí camino, bastante acojonado, sin saber a dónde diablos ir. Y entonces vi la iglesia. 

Era de la misma piedra dorada que el resto de las construcciones locales, con pórtico medieval y cruz en lo alto. Así que sin pensarlo, por simple instinto de alguien perteneciente a una civilización donde las iglesias fueron refugio, me acogí a sagrado. Quiero decir que me metí dentro y me senté en un banco, reflexionando en cómo salir de aquel lío. Estaba en eso cuando apareció una monja, que se sorprendió al verme, y a la que conté mi situación. Entonces ella avisó al párroco, un sacerdote libanés anciano, de pelo blanco y rostro amable. Se llamaba padre Isard, tenía una voz dulce y hablaba un francés impecable que parecía sacado de un texto de Bossuet. Cuando lo puse al corriente, censuró con mucho tacto mi imprudencia y luego salió a explicar la cosa a los dos fulanos. Cuando volvió, me dijo que eran palestinos, que en efecto me habían tomado por un espía israelí, y que mejor me quedaba con él un rato mientras se aclaraban las cosas. 

Siguieron cuatro horas inolvidables. El sacerdote me invitó a comer –vivía en una dependencia de la misma iglesia– y me estuvo contando la historia del lugar, de cuando la ciudad bizantina fue ocupada por los árabes y luego conquistada por los cruzados, siendo una de las más importantes del reino latino de Jerusalén. Tiro, me dijo, había caído en manos de los mamelucos en 1291, al mismo tiempo que San Juan de Acre, situada una treintena de kilómetros al sur. Los caballeros templarios y hospitalarios se habían batido allí hasta el fin, terminando así el siglo y medio de presencia cristiana de la primera Cruzada. Y entonces –estábamos ya en el café–, como si recordara algo, el padre Isard alzó un dedo, sonrió y dijo: «Acompáñeme». 

Lo seguí por una escalera hasta una cripta pequeña, circular, apenas iluminada por cuatro estrechas saeteras. Y allí, en el centro, en una penumbra dorada y casi mágica, había un antiguo sarcófago: la estatua yacente de un cruzado, desfigurada a martillazos hasta hacerla irreconocible, reducida la cabeza a piedra machacada, pero en cuyo torso aún era posible advertir la armadura, y también los brazos y los guanteletes que en otro tiempo reposaron sobre el mango de una espada. 

«Un caballero templario», dijo el padre Isard. Entonces, sobrecogido, toqué lo que había sido un rostro mientras pensaba que el azar tenía interesantes ángulos. Y ahora sé con certeza que fue ese mismo azar –hecho de reglas perfectas– el que guió mis irresponsables pasos hasta allí para que, cuarenta y cuatro años después, yo pudiera contarles a ustedes que una vez vi a un templario durmiendo el sueño de los siglos entre la luz polvorienta de una cripta medieval, en la ciudad de Tiro. 

8 de julio de 2018 

domingo, 1 de julio de 2018

Los españoles del lago Ilmen

Hay cosas de las que no se habla mucho. Historias incómodas que, sin embargo, están ahí y forman parte de nuestra memoria. Comentaba eso el otro día con un amigo cuyo abuelo, ex soldado republicano, se alistó en la División Azul para ayudar a su padre encarcelado tras la Guerra Civil. Ése fue el caso de muchos de los voluntarios para Rusia, en cuyas filas, junto a falangistas y anticomunistas, hubo otros que fueron por necesidad, hambre o deseo de aventura. El caso es que, sin distinción de motivos, y aunque su causa fuese una causa equivocada, todos ellos, compatriotas nuestros, combatieron allí con mucho valor y mucho sufrimiento. Por eso, para recordarlos, voy a contar hoy la historia de los españoles del lago Ilmen. 

10 de enero de 1942. Imaginen el paisaje: nieve hasta la cintura, un lago helado, grietas y bloques que cortan el paso, temperatura nocturna de 53º bajo cero. En una orilla, medio millar de soldados alemanes cercados y a punto de aniquilación por una gigantesca ofensiva rusa. En la orilla opuesta, a 30 kilómetros, la compañía de esquiadores del capitán José Ordás: 206 extremeños, catalanes, andaluces, gallegos, vascos… La orden, cruzar el lago y socorrer a los alemanes cercados en un lugar llamado Vsvad. La respuesta, muy nuestra: «Se hará lo que se pueda y más de lo que se pueda». El historiador Stanley Payne definió aquella acción en tres escuetas palabras: «Una misión suicida». Y lo fue. 

«Nosotros, los españoles, sabemos morir», escribe un joven teniente a su familia en vísperas de la partida. Apenas se internan en el lago empiezan a cumplirse esas palabras. Arrastrando entre la ventisca los trineos con las ametralladoras –que pronto se llenan de bajas–, la columna de hombres vestidos de blanco avanza por el infierno helado. Veinticuatro horas después, la mitad está fuera de combate: 102 muertos o afectados por congelación. El resto, tras superar seis grandes barreras de hielo y grietas con el agua hasta la cintura, con casi todas las radios y brújulas averiadas, alcanza la otra orilla. Allí, uniéndose a 40 letones de la Wehrmacht, los 104 españoles bordean el Ilmen hacia la guarnición cercada, peleando. 

El 12 de enero, los españoles toman la aldea de Sadneje y la defienden de los contraataques soviéticos. A esas alturas sólo quedan 76 hombres en condiciones de luchar. El 17 de enero, 37 de ellos toman varias aldeas necesarias para proteger su avance: Maloye Utschino, Bolchoye Utschino y, atacando a la bayoneta, Shiloy. El contraataque ruso es feroz, y de los 37 sólo sobreviven 14. Dos días más tarde, en Maloye Utschino, otra sección de 23 españoles y 19 letones encaja el contraataque de una masa de blindados, artillería, aviación e infantes soviéticos, y sólo logran replegarse, tras defender tenazmente sus posiciones, cinco españoles y un letón (mensaje del capitán Ordás al cuartel general: «La guarnición no capituló. Murieron con las armas en la mano»). Veinticuatro horas después, otro violento avance de blindados rusos es detenido con cócteles molotov (mensaje de Ordás: «Punta de penetración enemiga frenada. Los rusos se retiran. Dios existe»). 

Amaneciendo el 21 de enero, los divisionarios siguen avanzando hacia Vsvad y se encuentran con una tropa que al principio creen enemiga, pero que a la luz de bengalas reconocen como la guarnición alemana a la que han ido a socorrer. Abrazos y lágrimas que se hielan en la cara (mensaje al mando: «En la madrugada de hoy, restos de la compañía española y la guarnición alemana de Vsvad se han abrazado»). Misión cumplida. O, al menos, ésa. 

El 24 de enero, retirándose ya todos hacia el lago para regresar a sus líneas, los rusos les cortan el paso en Maloye Utschino. Quedan 34 españoles vivos, la mitad heridos. Los que pueden combatir se presentan voluntarios para recuperar la aldea y los cadáveres de sus compañeros muertos cinco días atrás. Apoyados por un blindado alemán, 16 españoles atacan y la toman de nuevo. El termómetro marca 58º bajo cero y el frío hiela los cerrojos de los fusiles. Por fin, tras desandar camino por el lago acompañando a los alemanes rescatados, los españoles regresan a su punto de partida. De los 206 hombres que salieron dos semanas atrás, sólo hay 32 supervivientes entre ilesos y heridos. Todos recibirán la Cruz de Hierro alemana, la Medalla Militar colectiva, y el capitán Ordás, la individual. El más exacto resumen de su epopeya lo hace el último intercambio de comunicaciones entre Ordás y el cuartel general: «Dime cuántos valientes quedáis en pie»… «Quedamos doce».

1 de julio de 2018