Aquellas navidades Ceausescu acababa de irse al carajo, y por unos días el pueblo rumano se creyó libre y dueño de su destino. Había euforia, barricadas, combates y muchos muertos. Habíamos llegado a Bucarest en vísperas de Nochebuena, la mañana misma de la revolución, tras un viaje de locos a través de los campos nevados y derrapando en carreteras heladas, por los desfiladeros de los Cárpatos desde cuyas alturas, como en las películas de indios, los campesinos armados con escopetas de caza nos veían pasar, antes de pararnos en barricadas con tractores atravesados en la carretera para invitarnos a beber por la libertad. La Nochebuena había sido muy dura, porque en Bucarest hacía un frío del carajo, los francotiradores de la Securitate disparaban al buen tuntún, no había comida ni tabaco, y a Jean Pierre Calderón, que era un viejo amigo del Líbano y otras guerras, y a un periodista francés cuyo nombre he olvidado, o no supe nunca, se los cargaron nada más llegar. Así que la moral de la veintena de reporteros que cubríamos el asunto andaba por los suelos.
No sé si la idea fue de Alfonso Rojo, Julio Alonso, Ulf Davidson o algún otro. Igual hasta fue mía. Lo cierto es que a mí se me encomendó ejecutarla porque Nilo, el chófer rumano al que yo le pagaba cada día cien dólares de TVE para que sobornara, robara, consiguiera gasolina y, en suma, nos buscara la vida, era un ex proxeneta que conocía al dedillo los antros de la ciudad. Habíamos acordado que, a diferencia de la triste Nochebuena, la última noche de 1989 sería algo especial. Así que alquilamos una suite en nuestro hotel, el Intercontinental, y reunimos viruta suficiente para una cena razonable de mercado negro, con las cantidades de caviar, vodka y champaña adecuadas al caso. En cuanto al desequilibrio numérico de sexos -sólo cuatro entre nosotros eran mujeres, incluida una productora de la CNN-, había toque de queda y además la mayor parte de las putas rumanas habían trabajado para la Securitate, así que andaban escondidas. De modo que, dispuesto a rehabilitarlas ante la sociedad, pasé una tarde recorriendo los burdeles de Bucarest, con Nilo de intermediario. Recluté a dieciocho: cincuenta dólares por chica y una buena cena eran argumentos irresistibles. Y al llegar la noche todos nos pusimos camisas limpias, y en la puerta del hotel fuimos recibiendo a las lumis, todas con sus mejores galas, que Nilo traía en-grupos de tres o cuatro en nuestro coche con el rótulo de TVE, para ofrecerles el brazo y llevarlas con mucha ceremonia al lugar de la fiesta.
Hay cosas que uno vive y después, con el tiempo, comprende que las ha vivido para luego recordarlas. Aquélla fue una de esas veces. Hubo música, baile, humo de cigarrillos, conversación. Las matanzas, Ceausescu y la Securitate quedaron fuera esa noche, que transcurrió como una velada perfecta, impecable, donde todo el mundo se comportó con especial corrección: las reporteras hembras mostraron una generosidad y un tacto admirables con las lumis, y los varones, hasta quienes estaban más mamados, no perdieron los papeles. Una china enorme de chocolate que dos colegas de la TVG habían pasado, ignoro cómo, a través de aeropuertos y aduanas, hizo su aparición y fue debidamente honrada. A las doce en punto, desde la terraza, los mas eufóricos le tiraron bolas de nieve al de la CNN que estaba en la calle, emitiendo en directo. La cosa se animó cuando los chulos de las chicas vinieron a buscarlas y los invitamos a unas copas, y al final se sumaron también los camareros en mangas de camisa, y la gente se iba quedando cocida o dormida en los sofás y los sillones, y algunos cantaban en grupos, y otros salían a la terraza cubierta de nieve a ver amanecer. Y todavía subieron los soldados que estaban de centinela en las barricadas cercanas al hotel. Y hubo un momento en que todos, soldados, macarras, camareros, putas y periodistas, estábamos cocidos como cubas pero muy tranquilos y muy a gusto, a ver si me entienden, y nos pasábamos los brazos por los hombros y cantábamos en seis o siete lenguas distintas, canciones melancólicas y canciones de amor. Y los macarras nos contaban que la vida estaba muy jodida y nos ofrecían irnos a la cama con sus chicas, a mitad de precio e incluso gratis, pero casi nadie aceptaba la oferta. Les dábamos un abrazo a ellos y besábamos a las chicas y decíamos que, no, gracias, que no era necesario, que así estábamos bien. Y ellos sonreían un poco, entre desconcertados y amistosos. Y nos daban fuego al cigarrillo.
28 de diciembre de 1997
No sé si la idea fue de Alfonso Rojo, Julio Alonso, Ulf Davidson o algún otro. Igual hasta fue mía. Lo cierto es que a mí se me encomendó ejecutarla porque Nilo, el chófer rumano al que yo le pagaba cada día cien dólares de TVE para que sobornara, robara, consiguiera gasolina y, en suma, nos buscara la vida, era un ex proxeneta que conocía al dedillo los antros de la ciudad. Habíamos acordado que, a diferencia de la triste Nochebuena, la última noche de 1989 sería algo especial. Así que alquilamos una suite en nuestro hotel, el Intercontinental, y reunimos viruta suficiente para una cena razonable de mercado negro, con las cantidades de caviar, vodka y champaña adecuadas al caso. En cuanto al desequilibrio numérico de sexos -sólo cuatro entre nosotros eran mujeres, incluida una productora de la CNN-, había toque de queda y además la mayor parte de las putas rumanas habían trabajado para la Securitate, así que andaban escondidas. De modo que, dispuesto a rehabilitarlas ante la sociedad, pasé una tarde recorriendo los burdeles de Bucarest, con Nilo de intermediario. Recluté a dieciocho: cincuenta dólares por chica y una buena cena eran argumentos irresistibles. Y al llegar la noche todos nos pusimos camisas limpias, y en la puerta del hotel fuimos recibiendo a las lumis, todas con sus mejores galas, que Nilo traía en-grupos de tres o cuatro en nuestro coche con el rótulo de TVE, para ofrecerles el brazo y llevarlas con mucha ceremonia al lugar de la fiesta.
Hay cosas que uno vive y después, con el tiempo, comprende que las ha vivido para luego recordarlas. Aquélla fue una de esas veces. Hubo música, baile, humo de cigarrillos, conversación. Las matanzas, Ceausescu y la Securitate quedaron fuera esa noche, que transcurrió como una velada perfecta, impecable, donde todo el mundo se comportó con especial corrección: las reporteras hembras mostraron una generosidad y un tacto admirables con las lumis, y los varones, hasta quienes estaban más mamados, no perdieron los papeles. Una china enorme de chocolate que dos colegas de la TVG habían pasado, ignoro cómo, a través de aeropuertos y aduanas, hizo su aparición y fue debidamente honrada. A las doce en punto, desde la terraza, los mas eufóricos le tiraron bolas de nieve al de la CNN que estaba en la calle, emitiendo en directo. La cosa se animó cuando los chulos de las chicas vinieron a buscarlas y los invitamos a unas copas, y al final se sumaron también los camareros en mangas de camisa, y la gente se iba quedando cocida o dormida en los sofás y los sillones, y algunos cantaban en grupos, y otros salían a la terraza cubierta de nieve a ver amanecer. Y todavía subieron los soldados que estaban de centinela en las barricadas cercanas al hotel. Y hubo un momento en que todos, soldados, macarras, camareros, putas y periodistas, estábamos cocidos como cubas pero muy tranquilos y muy a gusto, a ver si me entienden, y nos pasábamos los brazos por los hombros y cantábamos en seis o siete lenguas distintas, canciones melancólicas y canciones de amor. Y los macarras nos contaban que la vida estaba muy jodida y nos ofrecían irnos a la cama con sus chicas, a mitad de precio e incluso gratis, pero casi nadie aceptaba la oferta. Les dábamos un abrazo a ellos y besábamos a las chicas y decíamos que, no, gracias, que no era necesario, que así estábamos bien. Y ellos sonreían un poco, entre desconcertados y amistosos. Y nos daban fuego al cigarrillo.
28 de diciembre de 1997