Ha habido unas cuantas cornadas este verano. Me refiero a las de los encierros, que llegaron a cobrarse víctimas mortales. En algún caso el festejo era ilegal, o no cumplía las condiciones del reglamento taurino y la legislación sobre festejos populares. Otras veces lo que pasó fue que la vida extrajo del bombo el número de Fulano o de Mengano -el setenta y cuatro, siete cuatro-, la estadística se cobró sus derechos y le tocó a quien ese día le tenía que tocar.
Hay un par de cosas que me chocan en este asunto. La primera es el coro de voces y dimes y diretes que se alza después de cada empitonamiento, exigiendo garantías y seguridad y cosas por el estilo, a fin de que el espectáculo de correr toros por las calles sea, dicen, más seguro. La otra, relacionada con la anterior, es que en algunos pueblos apostaron durante los encierros a tiradores de la policía, a fin de que, si el toro se salía del recorrido, le pegaran un tiro, y santas pascuas. Y lo siento, pero no estoy de acuerdo. Empezando por el final, una cosa es aceptar las corridas de toros bravos -me refiero a las corridas, no a los salvajes linchamientos de vaquillas por animales aún más bestias que ellas-, y otra muy distinta admitir que a un morlaco noble, hermoso y valiente, que en última instancia siempre tiene la oportunidad de vender cara su vida cepillándose al torero que se le pone delante, lo saquen de su dehesa para darle el paseo, asesinándolo miserablemente a tiros en un callejón, porque las autoridades que organizan el evento -y los torpes e irresponsables que corren ante él-, no han sabido llevarlo a donde deben.
En cuanto a las garantías, pues qué quieren que les diga. A mí me parece muy bien que si un Ayuntamiento mete la gamba, le venga encima una sanción que se rile de vareta. Eso es no sólo oportuno, sino necesario. Como lo es clausurar la atracción ferial desde la que se cae una niña, o empapelar para los restos al culpable de que en el parque temático Guay del Paraguay un señor gordo se despachurre desde el barco pirata cuando éste se pone boca abajo porque no hay cinturón de seguridad de su talla. Pero, ojo. También el señor gordo, y el padre de la niña, y el mozo que corre en el encierro, y el guiri que no sé qué carajo pinta allí, deben saber antes de subirse a la noria o atarse las zapatillas, que existe un factor que se llama fallo humano, que a menudo se combina con el fallo mecánico y con la inapeable palabra azar, o destino, o designio divino, como lo llame cada cual. Y entonces, por muy listo que seas, mucho que corras o mucho que te amarres, te ahogas en Waterpark, te caes del galeón corsario o te empitona Jarameño en la Calle Mayor.
Es lamentable, claro. Pero más lamentable me parece acudir a la feria, o al encierro, o a donde sea, con la estúpida creencia de que somos invulnerables y todo está controlado, cuando en realidad aquí nadie controla nada, y romperse la crisma es lo más fácil del mundo. Siempre hay en alguna parte una cascara de plátano, un tornillo flojo, un adoquín suelto. Y un tropezón, -como dicen esos tangos que Julio Iglesias destroza como nadie- cualquiera da en la vida.
Y es que somos la pera limonera. Queremos subir en la noria, conducir a doscientos por hora, hacer el chorra en moto de agua, correr delante de un toro, y que no nos pase nada. Queremos vivir fascinantes aventuras en la selva procelosa y estar de vuelta al hotel a la hora de la cena, cruzar el desierto bebiendo cerveza fría, visitar un bazar turco sin que intenten robarte, viajar solitos por África sin que nos macheteen en filetes o nos violen. Queremos, en fin, vivir excitantes sensaciones con impunidad absoluta, sin arriesgar el pellejo, ni el ojete, ni nada. Y eso no puede ser. Porque todo en la vida trae aparejada su factura. Precios a pagar que a veces son muy altos. Y al que te pasa la cuenta no puedes irle con milongas.
Así que quien no esté dispuesto a abonar su dolorosa, que no pida copas. Uno debe ponerse delante de un toro en Galapagar, o de un rinoceronte en Kenia, sabiendo que se la juega. Y el que no sepa preguntar cuánto se debe, aforar e irse sin montar el número, que juegue a la Oca, que también es un juego emocionante, o que viva aventuras virtuales en la pantalla de un ordenador , que las hay chachis por cinco talegos. Porque, si los toros no mataran, cualquier payaso podría ser torero.
28 de septiembre de 1997
Hay un par de cosas que me chocan en este asunto. La primera es el coro de voces y dimes y diretes que se alza después de cada empitonamiento, exigiendo garantías y seguridad y cosas por el estilo, a fin de que el espectáculo de correr toros por las calles sea, dicen, más seguro. La otra, relacionada con la anterior, es que en algunos pueblos apostaron durante los encierros a tiradores de la policía, a fin de que, si el toro se salía del recorrido, le pegaran un tiro, y santas pascuas. Y lo siento, pero no estoy de acuerdo. Empezando por el final, una cosa es aceptar las corridas de toros bravos -me refiero a las corridas, no a los salvajes linchamientos de vaquillas por animales aún más bestias que ellas-, y otra muy distinta admitir que a un morlaco noble, hermoso y valiente, que en última instancia siempre tiene la oportunidad de vender cara su vida cepillándose al torero que se le pone delante, lo saquen de su dehesa para darle el paseo, asesinándolo miserablemente a tiros en un callejón, porque las autoridades que organizan el evento -y los torpes e irresponsables que corren ante él-, no han sabido llevarlo a donde deben.
En cuanto a las garantías, pues qué quieren que les diga. A mí me parece muy bien que si un Ayuntamiento mete la gamba, le venga encima una sanción que se rile de vareta. Eso es no sólo oportuno, sino necesario. Como lo es clausurar la atracción ferial desde la que se cae una niña, o empapelar para los restos al culpable de que en el parque temático Guay del Paraguay un señor gordo se despachurre desde el barco pirata cuando éste se pone boca abajo porque no hay cinturón de seguridad de su talla. Pero, ojo. También el señor gordo, y el padre de la niña, y el mozo que corre en el encierro, y el guiri que no sé qué carajo pinta allí, deben saber antes de subirse a la noria o atarse las zapatillas, que existe un factor que se llama fallo humano, que a menudo se combina con el fallo mecánico y con la inapeable palabra azar, o destino, o designio divino, como lo llame cada cual. Y entonces, por muy listo que seas, mucho que corras o mucho que te amarres, te ahogas en Waterpark, te caes del galeón corsario o te empitona Jarameño en la Calle Mayor.
Es lamentable, claro. Pero más lamentable me parece acudir a la feria, o al encierro, o a donde sea, con la estúpida creencia de que somos invulnerables y todo está controlado, cuando en realidad aquí nadie controla nada, y romperse la crisma es lo más fácil del mundo. Siempre hay en alguna parte una cascara de plátano, un tornillo flojo, un adoquín suelto. Y un tropezón, -como dicen esos tangos que Julio Iglesias destroza como nadie- cualquiera da en la vida.
Y es que somos la pera limonera. Queremos subir en la noria, conducir a doscientos por hora, hacer el chorra en moto de agua, correr delante de un toro, y que no nos pase nada. Queremos vivir fascinantes aventuras en la selva procelosa y estar de vuelta al hotel a la hora de la cena, cruzar el desierto bebiendo cerveza fría, visitar un bazar turco sin que intenten robarte, viajar solitos por África sin que nos macheteen en filetes o nos violen. Queremos, en fin, vivir excitantes sensaciones con impunidad absoluta, sin arriesgar el pellejo, ni el ojete, ni nada. Y eso no puede ser. Porque todo en la vida trae aparejada su factura. Precios a pagar que a veces son muy altos. Y al que te pasa la cuenta no puedes irle con milongas.
Así que quien no esté dispuesto a abonar su dolorosa, que no pida copas. Uno debe ponerse delante de un toro en Galapagar, o de un rinoceronte en Kenia, sabiendo que se la juega. Y el que no sepa preguntar cuánto se debe, aforar e irse sin montar el número, que juegue a la Oca, que también es un juego emocionante, o que viva aventuras virtuales en la pantalla de un ordenador , que las hay chachis por cinco talegos. Porque, si los toros no mataran, cualquier payaso podría ser torero.
28 de septiembre de 1997
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