domingo, 27 de enero de 2019

El hombre del pijama

El hombre del pijama La semana pasada, los compañeros de XLSemanal me hicieron el honor de publicar algunas viejas fotos de guerra que hice en mis años mozos. Fue un amable repaso a mi juventud, que agradezco mucho. Sin embargo, al verlas publicadas no pude evitar pensar en las fotos que jamás llegaron a serlo porque no las tomé, o incluso en imágenes que tengo nítidas en la memoria, perfectamente registradas, pero que no estuvieron dentro de mis cámaras. Fotografías que nunca hice. 

Una de esas fotos no hechas es uno de mis recuerdos profesionales más antiguos. Ocurrió en 1976. Regresaba de la batalla de Tal Zaatar, un lugar del norte de Beirut donde las tropas palestinas y las cristianas libanesas se habían enfrentado con mucha dureza, en lo que fue una cruel pesadilla para la población civil atrapada en los combates. La batalla acababa de terminar, y cuatro soldados cristianos del grupo Tanzim con los que yo había estado me llevaban de vuelta a mi hotel en el barrio de Acherafieh, que era el Alexandre. Ya había luz, aunque el sol no asomaba aún; y en una esquina cerca de la plaza Sassine, junto a una casa en ruinas, descubrimos un pequeño puesto donde vendían maanuch, esa especie de pizza libanesa con tomillo y aceite, típica para el desayuno. Así que nos detuvimos a comer algo.

Estábamos en ello cuando, al extremo de la calle, oímos gritos y observamos movimiento. Había milicianos armados, así que nos acercamos a mirar. Debo precisar que eran muy malos días: la guerra civil estaba en todo lo suyo, había matanzas y ejecuciones por todas partes, y a las masacres perpetradas por izquierdistas y palestinos se añadían las del bando contrario. Allí todos ajustaban cuentas. Unos habían asesinado en la Quarantina y otros en Damour, y todavía quedaba mucho por venir. Como en todas las guerras civiles, mientras unos luchaban y morían en combate, otros se dedicaban a robar y matar en la retaguardia. Y los que alborotaban aquel amanecer eran de esa clase. Criminales emboscados, cobardes y carroñeros.

Fuimos a ver lo que pasaba, como digo. Había tres mujeres gritando y llorando en una ventana, y abajo, en la calle, los milicianos rodeaban a un hombre en torno a los cincuenta años, al que era evidente acababan de sacar de la cama: tenía el pelo revuelto, la piel grasienta, los ojos aún adormilados, y vestía un arrugado pijama de rayas marrones y blancas. Lo hacían caminar a empujones hacia un callejón lleno de basura, apuntándole con fusiles de asalto M-16. Me fijé en un detalle –a veces uno se fija en cosas absurdas que al final no lo son tanto– que todavía hoy recuerdo bien: llevaba un pie calzado con una babucha y la otra la sostenía en una mano; sin duda se le había salido con los empujones y no le dejaban ponérsela. Los milicianos eran una docena y tenían una expresión nueva para mí, pero que luego vería en muchos lugares distintos: el gesto sombrío, inexpresivo, despiadado, de quien se dispone a asesinar sin alardes ni complejos. Como un frío acto mecánico.

Por mero instinto profesional, sin pensarlo siquiera, busqué una cámara en mi bolsa. Y entonces César Karame, el jefe de mi grupo, me puso una mano en un brazo. Ni se te ocurra, susurró. Si intentas sacar una foto, te matan a ti también. Así que me quedé paralizado, justo en el momento en que los milicianos y su prisionero pasaban por delante. Fue entonces cuando su jefe se fijó en mí y le preguntó a César quién era yo. «Sahafi aspani», dijo éste. Periodista español. El otro repitió «aspani», como pensándolo, me miró de nuevo y siguió adelante sin más comentarios.

Fue entonces cuando también el hombre del pijama me miró, y cuando yo no le hice la foto que, sin embargo, está nítida en mi memoria. Clavó en mí sus ojos, y no había en ellos, les doy mi palabra, miedo ni inquietud ante lo que le esperaba. Lo que leí allí fue una especie de asombrada indignación. De educada cólera. No era horror ante su destino –vi esa mirada en otros, más tarde, y aprendí a reconocerla–, sino dignidad ofendida. Algo así como si me dijera: oiga, usted que es de afuera de esta locura, fíjese cómo se comportan estos salvajes. Fíjese qué clase de gentuza me va a matar.

Y así es como lo recuerdo. Alejándose empujado por los milicianos, con su pijama arrugado, un pie descalzo y la babucha en una mano, mientras me tomaban del brazo para alejarme de allí. Tampoco olvido los disparos que escuchamos mientras subíamos a nuestra abollada camioneta, ni a César y sus compañeros que evitaban mirarme, avergonzados. 

27 de enero de 2019

domingo, 20 de enero de 2019

Policías, detectives, asesinos

Una biblioteca personal no es una acumulación de libros leídos, sino compañía, refugio y proyecto de futuro. Cuenta menos en ella lo ya leído que lo que falta por leer: libros en espera del momento en que cada uno encuentra al lector idóneo en las circunstancias apropiadas. Creo que no hay libros realmente malos o equivocados, o que son pocos. Cervantes dijo que no hay uno tan malo que no tenga dentro algo bueno. Quienes solemos equivocarnos somos los lectores, eligiendo el libro inadecuado o el momento inoportuno para leerlo. Una novelita banal, que leída ayer o mañana nos sería por completo indiferente, puede hoy, tal vez, cambiar nuestra forma de mirar o el rumbo de nuestra vida. 

Pensaba en esto ayer por la tarde, mientras reordenaba la parte de mi biblioteca donde están las novelas policíacas. Ese apartado contiene medio millar de títulos y autores que van de los albores del género, con Edgar Allan Poe —todos los policías y detectives son hijos o nietos de Los asesinatos de la calle Morgue—, o el Rocambole de Ponson du Terrail hasta algunos de los más recientes, como Dennis Lehane, Fred Vargas, Volker Kutscher, Camilleri o Banville. Y entre esos títulos, a modo de tatarabuelo de todos, tengo el Ayante de Sófocles, en cuyo primer acto, Ulises, con su olfato de perra laconia, estudia las huellas dejadas en la arena por el loco que, durante la noche, degolló a todas las reses capturadas a los troyanos. 

El caso es que, mientras reordenaba esos volúmenes —acomodar cada nuevo libro obliga a mover los demás—, pasé un buen rato hojeando viejas ediciones, alguna de las cuales poseo desde hace más de cincuenta años. Y ésos sí están todos leídos. Cuando era jovencito tuve la suerte de que una de mis abuelas fuese lectora de bestsellers de la época —Slaughter, Yerby, Colette, Vicki Baum, Anita Loos, Saint Laurent— y también de novelas policíacas. En su casa leí a Eric Ambler, Hammett, Chandler, Stout, Charteris (El Santo) y Stanley Gardner (Perry Mason). Tenía un armario lleno con títulos del género, y me dejaba llevarme cuanto quería. De ese paraíso lector conservo medio centenar de títulos de la colección Oro de la editorial Molino, y también de aquella magnífica GP Policíaca de los años 50-60: Harmon Coxe, Peter Cheyney, E. Phillips Oppenheim y tantos otros. 

De toda la literatura negra o criminal, la que más disfruto desde niño es la analítica: el detective, hombre o mujer, enfrentado a un enigma cuya resolución exige menos disparos que cerebro. En ese club selecto del crimen figuran en mi biblioteca, con todos los honores, los primeros grandes maestros y sus criaturas: el malvado Fantomas, el detective Lecoq, el elegante ladrón de guante blanco Raffles, Arsenio Lupin, Rouletabille y el maligno villano Fu-Manchú. A nivel más sofisticado se avecindan, naturalmente, Chesterton con su padre Brown y S. S. Van Dine con Philo Vance. También el inspector Maigret anda cerca, aunque debo confesar que a Simenon nunca le cogí del todo el punto, y prefiero las películas interpretadas por el formidable Jean Gabin; igual que prefiero Un maledetto imbroglio de Pietro Germi —obra maestra del cine negro— a la novela original de Carlo Emilio Gadda, que leí con desgana y deseando acabarla pronto. 

En cualquier caso, llegando al nudo del asunto, a la parte noble de mi sección criminal, puede decirse que ésta descansa, Hammett y Chandler aparte, en cuatro pilares básicos: las novelas de Edgar Wallace, las de Ellery Queen, las de Conan Doyle sobre Sherlock Holmes y las de Agatha Christie. A Wallace lo considero —en exacta definición de Patrick Thompson— el Alejandro Dumas de los bajos fondos (Hay crímenes para los que la ley no basta como adecuado castigo, subrayé hace más de medio siglo en una de sus novelas). Al detective privado Ellery Queen –cuyo autor firma con ese mismo nombre– le debo fascinantes enigmas por resolver, cercanos al juego de rol, hasta el punto de que me distraían de mis deberes escolares. En cuanto a Agatha Christie, la más extensa y fértil de todos ellos, miss Marple y Hércules Poirot bastarían para hacerla inmortal; pero es que además escribió la mejor novela criminal de todos los tiempos: El asesinato de Rogelio Ackroyd. Sobre Sherlock Holmes y Watson, a los que considero sin reservas los personajes detectivescos más grandes, fascinantes y originales de la literatura universal, poco más puedo decir a estas alturas, aparte de que ocupan, entre novelas, tratados y ensayos, dos largos estantes en mi biblioteca, y que uno de mis perros se llama Sherlock. Además, Irene Adler —la mujer que derrotó a Holmes—, con la Milady de Los Tres Mosqueteros, marcó para siempre mi vida. Pero ésa ya es otra historia. 

20 de enero de 2019

domingo, 13 de enero de 2019

Esos niños a caballo

Creo que me estoy ablandando con la edad. Lo confieso. Seguramente porque hace un par de meses cumplí los sesenta y siete tacos de almanaque —aunque ya apenas existen los almanaques de taco, que ésa es otra—, hay ciertas cosas en las que empiezo a sentirme más blandiblub que de costumbre. Es una situación incómoda, háganse cargo, para los que durante toda la vida hemos ido de tipos duros, en plan de comernos las balas sin pelar. Cierto es que nadie resulta perfecto, claro. Por mucho que lo procure. Los perros, los niños y los ancianos siempre me produjeron humedades sensibles, aunque con matices. Los ancianos, por ejemplo —ya estoy cerca de serlo—, me causan ternura por su indefensión. En momentos complicados de mi vida vi a ancianos abrumados por la tragedia y la violencia, y no es un recuerdo grato. Pero siempre quedó y queda el vago consuelo de pensar que ellos mismos fueron jóvenes en otro tiempo, quizá alguno tan malvado como los responsables hoy de su desgracia, y tal vez culpable, también, del mundo y las gentes que ahora lo maltratan. 

Sobre los perros hablo con frecuencia en esta página. Si me gustan poco los gatos porque se nos parecen demasiado a los seres humanos, lo que me gusta precisamente de los perros es lo poco que se nos parecen. Lo diferentes que son. Valor, dignidad y lealtad, sus principales virtudes, es justo lo que me gustaría encontrar en los humanos, incluido yo mismo. Y podríamos resumir la cosa señalando que, si en rarísimas ocasiones estaría dispuesto a matar a un ser humano —decir nunca es no tener idea de los recovecos de la vida—, sé con plena certeza que sería, o que soy, capaz de matar con mis propias manos a quien abandona o maltrata a un perro. Pumba, pumba. Cabrón. Cartuchos de posta lobera, y punto. Y dormir después a pierna suelta, sin complejos ni remordimientos. 

Los niños ya son otra cosa. Los he visto sufrir de verdad. Y alguno, como aquel del barrio de Dobrinja, Sarajevo 1993, reventado por un cañonazo serbio, se me desangró entre los brazos porque no llegamos a tiempo al hospital, que estaba en la otra punta de Sniper Alley, y anduve luego tres días sin poder lavarme y con la camisa y las uñas manchadas de su sangre. Quiero decir con eso que tengo un montón de fotos de niños en la memoria, de las que no se olvidan. Y tales fotos se parecen mucho al dolor, la impotencia e incluso —ahí sí— el remordimiento, pues cuando tienes que transmitir una crónica a tal hora hay muchas cosas que sacrificas para hacer bien tu trabajo, aunque luego esas cosas te remuevan la memoria durante el resto de tu puta vida. 

Dicho en corto: los niños me tocan la fibra. Viví dos décadas largas en la parte mala del mundo, y sé que esa parte no está tan lejos de ellos como creemos. Los veo pasar camino del colegio, o en fila cuando van por la calle cogidos de la mano, o sentados en un museo —igual que prisioneros de guerra iraquíes— mientras las profesoras se lo explican, y me gusta observarlos, acechar sus gestos y palabras. Su inocencia y primeras exploraciones del mundo y la vida. Intentar adivinar en ellos lo que, bueno o malo, brillante o mediocre, tal vez serán de mayores. 

Esto me lleva a lo que afirmaba en la primera línea. Siento que me estoy ablandando, y puede que sea la edad. La semana pasada estaba en la Plaza Mayor de Madrid, mirando a los niños montados en los caballitos del tiovivo que ponen allí por Navidad y Reyes, con sus gorros de lana, sus bufandas y sus padres vigilándolos de cerca. Se movía el artilugio, las monturas subían y bajaban, sonaba la música, y los críos se agarraban a los barrotes saludando a sus familiares cada vez que pasaban ante ellos. Cabalgaban serios, íntegros, formales, creyéndoselo de verdad. Consecuentes como sólo ellos pueden serlo. Con esa inocente honradez que sólo un niño pequeño posee y que luego la vida le arrebata poco a poco. Los veía pasar y pensaba que eran afortunados por ser todavía lo que eran, asomados apenas a los complejos lugares por donde la vida acabaría llevándolos. Y al observar sus rostros extasiados y felices, la confianza con que miraban a padres y abuelos mientras sus manitas se agarraban a los barrotes de los caballitos pintados, vi en ellos los rostros de otros niños en otros lugares; y también vi el mío hace sesenta largos años, cuando desde la rueda móvil de un tiovivo miraba el mundo girar en torno, con idéntica inocencia. Entonces me toqué la cara y comprobé que estaba llorando como un perfecto gilipollas. 

13 de enero de 2019

domingo, 6 de enero de 2019

El aviador ruso

Irina y Evguenia Fominá, nieta y bisnieta, sabían que su abuelo había muerto en España durante la Guerra Civil, pero ignoraban dónde. Eso es lo que cuenta Yuri Korchagin, embajador de Rusia, ante un solomillo poco hecho y una botella de rioja, mientras cenamos en Lucio. El embajador –que habla un español extraordinario– es un buen amigo con quien me une, entre otras cosas, una admiración sin límites por Augusto Ferrer-Dalmau, el formidable pintor de batallas español, que acaba de estar con las tropas rusas en Siria, trayéndose una veintena de bocetos para un cuadro que presentará en mayo en Moscú. Augusto es el tercero en la mesa, y hablamos de cuadros, batallas y héroes olvidados. 

El abuelo de Irinia y Evguenia, sigue contando Yuri, se llamaba Fiódor Dombrovsky y era piloto de combate, teniente de la 7.ª escuadrilla de la Unión Soviética, enviada en 1936 para ayudar a la República. El aviador había venido a España dejando allá a un hijo de un año, que al hacerse mayor empezó a indagar sobre el paradero de su padre. Buscó sin éxito, y a su muerte sólo había podido establecer que murió en un combate aéreo. Su hija y su nieta continuaron la búsqueda hasta averiguar que la escuadrilla soviética a la que había pertenecido el teniente Dombrovsky operó desde un pueblo toledano llamado Santa Cruz de la Zarza. Allí estaban su base y el aeródromo. Durante dos años, veinte rusos convivieron con los habitantes del pueblo, que los recuerdan bien. Sobre todo, porque prohibieron cualquier fusilamiento mientras estuvieran allí. Incluso se conservan las casas donde habitaban, algunas fotos –dos se casaron con muchachas del pueblo– y, en el cementerio, la tumba de siete que murieron en diversos combates y cuyos cuerpos pudieron ser rescatados. Uno de ellos era Dombrovsky. 

Irina y Evguenia se pusieron en contacto con la embajada de Rusia en Madrid, pues querían visitar la tumba del abuelo. Con la de los otros seis pilotos rusos, ésta se encuentra bajo una lápida memorial colocada allí después de que la embajada conociera el lugar gracias a un coronel español, cuya madre fue enfermera en el hospital local durante la guerra y que vio enterrar a los pilotos: En memoria de los aviadores soviéticos caídos en España durante la guerra civil de 1936-1939 y enterrados en este cementerio, dice la inscripción. Fiódor Dombrovsky, se confirmó al fin, había sido herido el 6 de diciembre de 1936 en un combate aéreo sobre Talavera de la Reina; y aunque logró regresar a la base, murió de sus heridas al día siguiente. 

Con ayuda de la embajada rusa y de la asociación española que recuerda y cuida las tumbas de los soldados de la División Azul muertos en Rusia, nos sigue contando Yuri, las dos mujeres viajaron a España, hasta el cementerio donde reposa el abuelo, y allí se celebró un modesto acto de homenaje que cobra especial significado en un pueblo como Santa Cruz de la Zarza, donde, en una lección de cordura y tolerancia –esto no lo dice Yuri, pero lo pienso yo–, coexisten con naturalidad el memorial de los pilotos rusos, el de los habitantes del pueblo que fueron asesinados por los franquistas y el de los que lo fueron por los republicanos. Testimonios ecuánimes, en fin, del dolor y del horror, muy adecuados para los desmemoriados tiempos que corren. 

Después de contarnos todo eso, Yuri se queda pensativo un momento. Hay otra historia, comenta al fin, quizá más emotiva todavía. Por casualidad, la embajada se enteró hace poco de la existencia de la tumba de otro piloto soviético, éste sin identificar: un aviador anónimo, uno de los 99 que murieron combatiendo en los cielos de España. Lo habían enterrado en un pequeño campo cerca de Escalonilla, también en Toledo, sin nada que señalase el sitio; pero los lugareños lo conocían bien. Así que al saberlo, unos cuantos rusos fueron allí, y con permiso del ayuntamiento pusieron un pequeño trípode de hierro con una estrella roja. 

Dicho todo eso, Yuri Korchagin, embajador de Rusia, diplomático de carrera, duro tiburón curtido en su oficio, roza con los dedos su copa de vino, aún pensativo, y compruebo, asombrado, que una humedad insólita acaba de asomarle a los ojos. «¿Y queréis saber lo mejor? –comenta de pronto–. ¿Os digo por qué todos conocían el lugar aunque nada lo señalaba?… Porque, durante más de ochenta años, los campesinos que cultivaban el campo, sabiendo que allí estaba enterrado el aviador, cuidaron el contorno de la tumba sin arar nunca sobre ella, dejando intacto el pequeño rectángulo. Respetando el pequeño trocito de tierra española donde yacía un piloto ruso desconocido». 

6 de enero de 2019