Hace muchos años que no entraba en un puticlub. En mis tiempos de reportero dicharachero de barrio Sésamo, esos antros eran lugares idóneos para que la tribu montase cuartel general de lo que fuera, sitio donde recalar tras una jornada dura, abrevaderos donde podías tomar una copa a palo seco, mirando las botellas de los estantes, o en compañía de quien no exigía conversación inteligente, o ni siquiera exigía conversación. Por supuesto, los puticlubs de entonces –como los de ahora– eran lugares suciamente machistas, y tal. Pero diré, en descargo mío y de mis colegas de antaño, que tampoco los reporteros de mi generación éramos espejo de virtudes, pues teníamos asuntos más urgentes de que ocuparnos. Mandar una crónica, por ejemplo. Una exclusiva del copón titulando en primera. Ahora es distinto, claro. Los reporteros van a las guerras y a las paces –dicen– por razones exclusivamente humanitarias, en plan Paulo Coelho. Y cuando entran en un puticlub lo hacen siempre con espíritu redentor y de denuncia, dispuestos a obtener un testimonio que termine, ya mismo, con todas las guerras y con todos los puticlubs y con todos los males del mundo. Cuando menos. Por eso me fui hace doce años. Yo sólo era un hijo de puta profesional. A ver si me entienden. Un testigo con una cámara.
El otro día, como digo, entré en un puticlub del sur –en realidad anduve por media docena larga– después de muchísimo tiempo, con un productor de cine gringo que sigue los pasos de Teresa Mendoza, vieja amiga que algunos de ustedes recordarán de cuando ella cruzaba el Estrecho con el pájaro de Vigilancia Aduanera pegado a la chepa. Y confieso que el ambiente me pilló desentrenado. En vez de señoras con vestido largo, luz roja y camareros canallas –lo que recordaba de toda la vida– encontré un discobar iluminado a tope, música chunda-chunda y doscientas jóvenes más o menos rubias de escueta vestimenta y visibles encantos. Espectaculares, dicho sea de paso. Y estando en ésas, aún de pie junto a la entrada, se acercó una jovenzuela de tetas libérrimas que, con un descaro y una naturalidad escalofriantes, me soltó, con fuerte acento eslavo: «¿Qué, tío, echamos un polvete?». Lo juro. Ni buenas noches, dijo la pava. Ni hola qué tal, ni me llamo Ana Karenina, ni invítame a una copa, ni pepinillos en vinagre. Niet de niet. Así, recién cruzada la puerta. Tío. Un polvete. Ni siquiera un polvo, o un polvazo, o un revolcón antológico que te vas a caer de la cama, chaval. Y encima, sin tratamiento adicional: simpático, caballero, guapo, por ejemplo. Calculen la diferencia entre «¿Qué, tío, echamos un polvete?» y, por ejemplo, «Hola, guapo, ¿crees que este cuerpazo merece que lo invites a una copa?». Porque eso es fundamental. Cualquier paquidermo, cualquier tiñalpa, cualquier cuasimodo, entran en un puticlub sobre todo para que alguien les diga guapo, aunque sea con pago de su importe.
Así que háganse cargo. Yo allí, con cincuenta y cuatro años y la mili que llevo a cuestas, y enfrente, Nietochka Nezvanova y su polvete. Hay que ser natural y directa, supongo que le habría explicado su macarra, o su explotador, o su traficante de blancas. Quien fuera. Que los españoles son así. Y entonces me entró una melancolía muy grande, la verdad. En esta ocasión –me van a disculpar las buenas conciencias– no fue por las connotaciones dramáticas del asunto, que también, ni por la triste realidad de las chicas explotadas, etcétera, aspectos todos muy dignos de consideración y de remedio, pero que hoy no son objeto de esta página. La cosa fue por la certeza de que, incluso si yo hubiera entrado en el local con intención de echar algo, lo que fuese, a alguna de las atractivas individuas que deambulaban por el cazadero, cualquier posible encanto del evento, cualquier espíritu jacarandoso por mi parte, cualquier lujuria manifiesta o predisposición al intercambio carnal mercenario, se habría visto enfriada en el acto por la torpe apertura de la moza. Por su qué, tío, y su polvete a quemarropa. Pero es que seguramente, deduje, esto es lo que ahora funciona. Lo que demanda el mercado. La distinguida clientela de los puticlubs ya no exige señoras lumis como las antes: esas que sabían escuchar durante horas en la penumbra de una barra americana, pacientes y profesionales, y al final, comprensivas, decían «muy guapos» cuando sacabas la foto de tu mujer y tus cinco hijos. Entonces todavía eran más eficaces, y necesarias, las putas que los psiquiatras.
23 de abril de 2006