lunes, 3 de abril de 2006

Esas malditas corbatas anchas

Nunca fui en exceso corbatero. Quiero decir que procuraba usar la corbata a modo de ultima ratio regis, cuando no quedaba otro remedio. En mis primeros tiempos reporteriles sólo tenía una corbata marrón oscuro y otra azul marino, ambas estrechas y de punto, que me ponía en ocasiones rigurosas. La marrón era la que llevaba en los viajes, pues el tejido de punto se arrugaba menos en la mochila. Te la ponías con una camisa o una cazadora y quedabas presentable. Con esa corbata de punto marrón entrevisté a Gaddafi, a Sadam Husein, a Assad, a Obiang, a Somoza, a Galtieri –que estaba, por cierto, con una tajada enorme– y a unos cuantos más. Era, como digo, mi corbata de protocolo; y cuando estaba muy vieja buscaba otra idéntica: siempre fui de piñón fijo. Solía comprarlas durante las escalas que hacía en Roma cuando iba y venía de Oriente Medio, en una camisería del Corso que todavía las vende, aunque ya no son las mismas. Demasiado anchas y gruesas, ahora. La única vez que estuve a punto de viajar con una corbata distinta fue durante la revolución de Rumanía, cuando entramos en el palacio abandonado del dictador y había una en el dormitorio. Pero se me adelantó Hermann Tersch, y me quedé sin ella. La corbata de Ceaucescu. 

Ahora, con esto de la Real Academia, me pongo corbata al menos una vez por semana. Los jueves. Y como uso a menudo pantalones de pana, esas corbatas de punto me siguen valiendo. Conservo dos de los viejos tiempos. También tengo tres o cuatro más, discretas, estrechas, de toda la vida, donde predominan los tonos marrones o azules, según. Ya he dicho antes que soy de piñón fijo. El problema es que del excesivo uso van ajándose poco a poco, y eso me plantea un grave problema indumentario: no tengo con qué sustituirlas. Las tiendas, por supuesto, están llenas de corbatas; pero todas son a la moda. Y de la moda, en cuanto a colores y anchura, qué les voy a contar. Trincar una corbata estrecha y discreta de rayas azules y grises, por ejemplo, o una marrón con motitas suaves color burdeos, es más difícil que una referencia culta en boca de un político español. Todo viene a base de colores butanos y fosforitos, explosiones amarillas o arco iris cegadores. A mala leche. Y como además la moda sólo acepta ahora corbatas anchas, de nudo gordo, circulan por ahí auténticos espectáculos ambulantes, fulanos con una especie de servilleta multicolor desplegada desde el pescuezo, que van por la vida impávidos y como si tal cosa, felices de haberse conocido. Por no hablar de esos enormes nudos que parecen despedir destellos fluorescentes mientras atenazan el gaznate de algunos ilustres padres de la patria o ciertos presidentes de clubs de fútbol –a veces me lío y los confundo unos con otros, por la soltura retórica–, a medio telediario. Aunque cada cual es muy dueño. Faltaría más. 

Resumiendo. Ando loco por encontrar una maldita corbata estrecha de toda la vida. Cuando creo ver una en un escaparate, en cualquier ciudad del mundo, me abalanzo al interior con cara de loco, agarro por el cogote al dependiente o dependienta –como ven, la presión feminista empieza a minar mis baluartes– y lo conmino o conmina a que me entregue el botín o botina en el acto, antes de que otro carcamal reaccionario como yo me la sople en las narices. Pero mi gozo va a parar al pozo. Lo mismo en Nueva York que en Sangonera la Verde, se trata siempre de una corbata de las anchas que, colocada así y asá, parecía más estrecha de lo que en realidad era, y que al mostrármela desplegada se revela en su cruda realidad. Y además, para mayor recochineo, con el logotipo de la puta marca en el piquito. Que ésa es otra. 

Así que debo decirlo: odio a los diseñadores y fabricantes de corbatas anchas. Pero arrieritos somos. No lloraré por ellos cuando la capa de ozono, la gripe aviar o lo que sea nos mande a todos a tomar por saco. Y mi odio se aviva cada vez que abro el armario y rechino los dientes contemplando las menguadas filas de mis últimas de Filipinas. Hay que ser desalmado, me digo, para condenar al sexo masculino –no al género, imbécilas: al sexo– a pasear por la vida con un babero de un palmo de ancho sobre el pecho. Colorines aparte. Porque aún no he olvidado una pieza que, durante dos horas y media, tuve desplegada ante los ojos en el tren de Madrid a Sevilla: para colgarla en una pared sólo le faltaba el marco. Rediós. Tardaron varios días en borrárseme las manchas de la retina. 

2 de abril de 2006

2 comentarios:

L.N.J. dijo...

"Esos malditos sujetadores con rellenos y aros".
Le entiendo perfectamente porque los que siempre uso son sin rellenos y aros y ahora tengo que volverme loca para encontrarlos como me gustan. Sencillos.

Saludos.

Anónimo dijo...

Jajajaja! Otra bicha rara como yo, tampoco quiero relleno. Pues toca pasar por el aro como le toca al escritor con las corbatas..