Días de Navidad. Esa publicidad de la tele. Villancicos y mucho ding, dong. Mientras aguardo a que el pistolero de la cicatriz diga: "Sólo conozco a tres hombres que disparen así. Uno está muerto. Otro soy yo. El otro se llama Cole Thorton”, y John Wayne responda: "Yo soy Thorton”, me calzo, resignado, quince minutos largos de mermelada televisiva a base de banqueros sonrientes porque realizan el sueño de su vida, que es darte un crédito para la cuesta de enero. Luego vienen jóvenes modernos y felices abrazándose con espontánea camaradería en torno a un teléfono móvil, papás Noel que se lo montan en plan amiguete con los Reyes Magos, Gepetos que bailan con la decrépita legítima mientras los hijos, nietos y yernos sonríen comprensivos trinchando el pavo, honrados maestros turroneros eligiendo cuidadosamente, una por una, cada almendra y cada avellana. Etcétera. Y la verdad es que todos se quieren un huevo. Y me quieren. Los veo moverse de anuncio a anuncio, mecidos por la música ad hoc, mientras cae la nieve al otro lado de la ventana y los abetos decorados iluminan las esquinas, y ganas me dan de dejar que Wayne, Mitchum y Caan se las arreglen solos frente a los malos, apagar la tele y salir a la calle en busca de la gente, la buena gente, como dice algún anuncio, moviéndome al pegadizo ritmo del du-duá navideño mientras estampo sonoros besos en sus bocas. Smuac. Smuac. Smuac. Estoy a punto de hacerlo, como digo, convencido de que amo a mis semejantes y viceversa, cuando sale un anuncio de lotería, con un fulano calvo y un niño con bufanda. Entonces me paro en seco. Un momento, pienso. Quieto, chaval, y no seas pazguato. Resérvate los besos, que aquí falla algo.
Como todos los anuncios se repiten, me quedo al acecho hasta que lo veo de nuevo. Voilá. Blanco y negro. Ambiente fraternal. Gente encantadora que irradia amor y solidaridad. Música que remite a mesas de camilla, braseros, charlas de familia, palabras y miradas de cuando los seres humanos se miraban unos a otros a los ojos, y no como ahora, todos en la misma dirección: una pantalla de televisión. El anuncio, dicho sea de paso, es de una realización técnica perfecta. Buenísimo. De esos que, además, te escarban adentro y remueven cosas viejas que humedecen los ojos y la memoria. Lotería de Navidad. Ilusión. Sueños. Gente que se mueve por la calle entre otra gente a la que desea suerte, y con la que comparte deseos, amor, felicidad. La magia del anuncio te traslada a tiempos de pantalón corto y nariz pegada a escaparates. Frío en las orejas. Zambombas, panderetas, pavos, guardias de tráfico que siempre parecían buenos, con cajas de sidra y turrón a los pies. El basurero le desea felices Pascuas. El cartero le desea felices Pascuas. Abuelos que esperaban en casa. Párpados abiertos en la oscuridad, a la espera del ruido que delatase a Melchor, Gaspar y Baltasar encaramándose al balcón. Y el niño de la bufanda que lo miraba todo con ojos abiertos por la ilusión y el asombro.
Ahí está el fallo, descubro al fin. El truco. Ahí está la falacia del asunto, la nota discordante, lo que hace que todo lo que me cuenta ese anuncio se vuelva, de pronto, falso. El niño de la bufanda y la gorra, vestido anacrónicamente, con la ropa de otro niño que tú recuerdas bien, se pasea por el anuncio de la mano del señor calvo por un mundo cálido en blanco y negro -nada es casual en la puta tele- mirando fascinado el mundo feliz que se extiende a su alrededor. Las sonrisas. La bondad. El calor solidario de gente que parece conocerse de toda la vida. Pero tú sabes, porque recuerdas, porque, pese a todo, no han logrado confundirte por completo la memoria, las sensaciones, el olor de aquella Navidad que el anuncio pretende recrear, apelando a ese niño que conoces mejor que nadie, para hacerte entrar en el juego. Para vender más lotería. Es entonces cuando despiertas. De qué navidades están hablando, te preguntas. Desde luego, no de la del año 2002. No de la que sale en cada telediario, ni oyes en la radio, ni ves en la calle. La gorra y la bufanda del niño encajan mal con las caricaturas de enanos gringos que viste hace dos meses disfrazados de esa memez anglosajona llamada Halloween, o con los que encuentras por la calle, remedos de niños virtuales que nunca existieron hasta que la tele -las series, los anuncios con otros niños en otras épocas del año, cuando el mensaje que conviene calar es diferente-, los hizo existir. Y comprendes que ese niño de la gorra y la bufanda es sólo un fantasma resucitado por el oportunismo comercial de los de siempre. Ya no está. Lo mataron en cualquier guerra civil, o emigró asqueado, o le borraron la memoria en esta España de curas, banqueros y tertulianos de radio, botijera de Occidente, que va tan bien y sale tan guapa -Prestige aparte- en los informativos y en los anuncios de la tele. Así que, al final, vuelves a John Wayne, y decides que pueden meterse el anuncio donde les quepa.
Quieren conmover, y sólo consiguen entristecerte. Y cabrearte.
29 de diciembre de 2002
Como todos los anuncios se repiten, me quedo al acecho hasta que lo veo de nuevo. Voilá. Blanco y negro. Ambiente fraternal. Gente encantadora que irradia amor y solidaridad. Música que remite a mesas de camilla, braseros, charlas de familia, palabras y miradas de cuando los seres humanos se miraban unos a otros a los ojos, y no como ahora, todos en la misma dirección: una pantalla de televisión. El anuncio, dicho sea de paso, es de una realización técnica perfecta. Buenísimo. De esos que, además, te escarban adentro y remueven cosas viejas que humedecen los ojos y la memoria. Lotería de Navidad. Ilusión. Sueños. Gente que se mueve por la calle entre otra gente a la que desea suerte, y con la que comparte deseos, amor, felicidad. La magia del anuncio te traslada a tiempos de pantalón corto y nariz pegada a escaparates. Frío en las orejas. Zambombas, panderetas, pavos, guardias de tráfico que siempre parecían buenos, con cajas de sidra y turrón a los pies. El basurero le desea felices Pascuas. El cartero le desea felices Pascuas. Abuelos que esperaban en casa. Párpados abiertos en la oscuridad, a la espera del ruido que delatase a Melchor, Gaspar y Baltasar encaramándose al balcón. Y el niño de la bufanda que lo miraba todo con ojos abiertos por la ilusión y el asombro.
Ahí está el fallo, descubro al fin. El truco. Ahí está la falacia del asunto, la nota discordante, lo que hace que todo lo que me cuenta ese anuncio se vuelva, de pronto, falso. El niño de la bufanda y la gorra, vestido anacrónicamente, con la ropa de otro niño que tú recuerdas bien, se pasea por el anuncio de la mano del señor calvo por un mundo cálido en blanco y negro -nada es casual en la puta tele- mirando fascinado el mundo feliz que se extiende a su alrededor. Las sonrisas. La bondad. El calor solidario de gente que parece conocerse de toda la vida. Pero tú sabes, porque recuerdas, porque, pese a todo, no han logrado confundirte por completo la memoria, las sensaciones, el olor de aquella Navidad que el anuncio pretende recrear, apelando a ese niño que conoces mejor que nadie, para hacerte entrar en el juego. Para vender más lotería. Es entonces cuando despiertas. De qué navidades están hablando, te preguntas. Desde luego, no de la del año 2002. No de la que sale en cada telediario, ni oyes en la radio, ni ves en la calle. La gorra y la bufanda del niño encajan mal con las caricaturas de enanos gringos que viste hace dos meses disfrazados de esa memez anglosajona llamada Halloween, o con los que encuentras por la calle, remedos de niños virtuales que nunca existieron hasta que la tele -las series, los anuncios con otros niños en otras épocas del año, cuando el mensaje que conviene calar es diferente-, los hizo existir. Y comprendes que ese niño de la gorra y la bufanda es sólo un fantasma resucitado por el oportunismo comercial de los de siempre. Ya no está. Lo mataron en cualquier guerra civil, o emigró asqueado, o le borraron la memoria en esta España de curas, banqueros y tertulianos de radio, botijera de Occidente, que va tan bien y sale tan guapa -Prestige aparte- en los informativos y en los anuncios de la tele. Así que, al final, vuelves a John Wayne, y decides que pueden meterse el anuncio donde les quepa.
Quieren conmover, y sólo consiguen entristecerte. Y cabrearte.
29 de diciembre de 2002