domingo, 26 de junio de 2016

Una historia de España (LXV)

A Alfonso XIII, con sus torpezas e indecisiones, sus idas y venidas con tuna y bandurria a la reja de los militares y otros notables borboneos, se le pueden aplicar los versos que el gran Zorrilla había puesto en boca de don Luis Mejías, referentes a Ana de Pantoja, cuando aquél reprocha a don Juan Tenorio: «Don Juan, yo la amaba, sí / mas con lo que habéis osado / imposible la hais dejado / para vos y para mí». En lo de la medicina autoritaria vía Primo de Rivera le había salido el tiro por la culata, y su poca simpatía por el sistema de partidos se le seguía notando demasiado. Enrocada en la alta burguesía y la Iglesia católica como últimas trincheras, la España monárquica empezaba a ser inviable. Aquello no tenía marcha atrás, y además la imagen del rey no era precisamente la que los tiempos reclamaban, porque el lado frívolo del fulano hacía a menudo clamar al cielo: mucha foto en Biarritz y San Sebastián, mucho hipódromo, mucho automóvil, mucho aristócrata chupóptero cerca y mucho millonetis más cerca todavía, con algún viaje publicitario a las Hurdes, eso sí, para repartir unos duros y hacerse fotos con los parias de la tierra. Todo eso (en un paisaje donde la pugna europea entre derechas e izquierdas, entre fuerzas conservadoras y fuerzas primero descontentas y ahora revolucionarias, tensaba las cuerdas hasta partirlas), era pasearse irresponsablemente por el borde del abismo. Para más complicación, la guerra de África y la dura campaña del Rif habían creado un nuevo tipo de militar español, tan heroico en el campo de batalla como peligroso en la retaguardia, nacionalista a ultranza, proclive a la camaradería con sus iguales, duro, agresivo y con fuerte moral de combate, hecho a la violencia y a no dar cuartel al adversario. Un tipo de militar que, como consecuencia de los disparates políticos que habían dado lugar a las tragedias de Marruecos, despreciaba profundamente el sistema parlamentario y conspiraba en juntas, casinos militares y salas de banderas, y luego en la calle, contra lo que no le gustaba. En su mayor parte, esos mílites eran nacionalistas y patriotas radicales, con la diferencia de que, sobre todo tras el fracaso de la dictadura de Primo de Rivera, unos se inclinaban por soluciones autoritarias conservadoras, y otros –éstos eran menos, aunque no pocos– por soluciones autoritarias desde la izquierda. Que ambas manos cuecen habas. En cualquier caso, unos y otros estaban convencidos de que la monarquía iba de cráneo y cuesta abajo; y así, el republicanismo (en contra de lo que piensan hoy muchos idiotas, siempre hubo republicanos de izquierdas y de derechas) se extendía por la rúa tanto como por los cuarteles. Por otra parte, los desafíos vasco y catalán, este último cada vez más inclinado al separatismo insurreccional, emputecían mucho el paisaje; y el oportunismo de numerosos políticos centralistas y periféricos, ávidos de pescar en río revuelto, complicaba toda solución razonable. Tampoco la Iglesia católica, con la que se tropezaba a cada paso en materia de educación escolar, emancipación de la mujer y reformas sociales –incluso el cine, los bailes y la falda corta le parecían pecaminosos–, facilitaba las cosas. Una monarquía constitucional y democrática se había vuelto imposible porque el rey mismo la había matado; y ahora, ido el dictador Primo de Rivera, Alfonso XIII recuperaba un cadáver político: el suyo. La prensa, el ateneo y la cátedra exigían un cambio serio y el fin del pasteleo. Hervían las universidades que daba gusto, los jóvenes obreros y estudiantes se afiliaban a sindicatos y organizaciones políticas y alzaban la voz, y las fuerzas más a la izquierda apuntaban a la república no ya como meta final, sino como sólo un paso más hacia el socialismo. Los partidarios del trono eran cada vez menos, e intelectuales como Ortega y Gasset, Unamuno o Marañón empezaron a dirigir fuego directo contra Alfonso XIII. Nadie se fiaba del rey. Los últimos tiempos de la monarquía fueron agónicos; ya no se pedían reformas, sino echar al monarca a la puta calle. Se organizó una conspiración militar republicana por todo lo alto, al viejo estilo del XIX; pero salió el cochino mal capado, porque antes de la fecha elegida para la sublevación, que incluía huelga general, dos capitanes exaltados, Galán y García Hernández, se adelantaron dando el cante en Jaca, por su cuenta. Fueron fusilados más pronto que deprisa –eso los convirtió en mártires populares– y el pronunciamiento se fue al carajo. Pero el pescado estaba vendido. Cuando en enero de 1931 se convocaron elecciones, todos sabían que éstas iban a ser un plebiscito sobre monarquía o república. Y que venían tiempos interesantes. 

[Continuará]

26 de junio de 2016

domingo, 19 de junio de 2016

El Cid era catalán

Como algunos de ustedes saben, me gusta mucho la Historia; sobre todo, porque sin ella es imposible considerar el presente. Sin Tácito, sin Pérez del Pulgar, sin Michelet, se haría muy cuesta arriba saber cómo diablos, para bien o para mal, el ser humano ha llegado hasta aquí. Diversión y amenidad aparte –elementos nada desdeñables–, la Historia proporciona claves para comprender y comprendernos. También, lucidez crítica y cierto analgésico consuelo. Una especie de resignación culta ante lo inexorable. Por eso en casi todas mis novelas, de forma explícita o implícita, late la Historia como enigma, como clave. Como elemento de fondo. 

Sin duda, desde el principio, la Historia ha sido manipulada por unos y otros. Nada escapa a eso. De ahí que sea importante no tragarse una fuente a palo seco, sino abrir el abanico, leer mucho, comparar y oponer autores diversos. Diferentes puntos de vista. Nada hay menos digno de confianza ni más peligroso que quien lee un solo libro. Leer muchos otorga lucidez crítica, fundamental a la hora de moverse por el impreciso paisaje de la memoria y de la vida. Ayuda a extraer lecciones, digerir contenidos, detectar manipuladores. Y también a detectar imbéciles. 

Hay en Cataluña un chiringuito subvencionado, Instituto Nova Historia, que, aunque no se adorna con los laureles del rigor, proporciona en cambio un material humorístico de primer orden. Que sus miembros carezcan de sentido del humor lo hace más divertido todavía. Ese Instituto celebró hace poco un congreso financiado por ERC, con objeto de demostrar científicamente que la nación catalana –de cuya existencia, por otra parte, no dudo– está detrás de cada una de las principales gestas y personajes de la Humanidad. Desde aquel congreso hasta hoy, animados por el éxito de público y crítica, esos historiadores se han crecido, recreándose en la suerte, y con admirable periodicidad nos aportan algún descubrimiento nuevo. Por ejemplo, según los investigadores del INH, el humanista Erasmo de Rotterdam y el navegante Magallanes eran catalanes hasta las cachas, pero los perversos historiadores españoles ocultaron su verdadera patria. En cuanto al Cantar del Cid y El lazarillo de Tormes, son anónimos porque sus autores, por miedo a la Inquisición y al Estado español, decidieron ocultar su identidad claramente catalana. Hasta la bandera norteamericana es de origen catalán, directamente inspirada –ojo al dato– no en la señera, sino en la estelada. Y lo que algunos indocumentados llamamos España no es sino una creación artificial, inexistente, aunque de génesis esencialmente catalaúnica. 

Concretando más: un tal Jordi Bilbeny, del INH ese, ha descubierto, él solo y a pulso, que Cristóbal Colón procedía, en realidad, de la familia barcelonesa Colom, y que el supuesto veneciano Marco Polo no era veneciano, sino un conocido explorador catalán que viajaba bajo seudónimo porque era tímido. También, para redondear la cosa, ha probado que los textos de Santa Teresa de Ávila, catalana de toda la vida, nacieron originalmente en lengua de allí, aunque luego fueron víctimas de una mala traducción al castellano. Por su parte, Lluis Batle, otro brillante colega del INH, acaba de demostrar con solvencia absoluta que el autor anónimo de La Celestina, aunque ocultó su nombre por razones de seguridad, era catalán sin lugar a dudas. Se le nota en el prólogo. Por su parte, Manel Capdevila, otro fino rastreador de fuentes históricas, sostiene que Leonardo da Vinci descendía de los monarcas catalanes del reino de Catalunya, falsamente llamado de Aragón en los documentos de la época. Y un figuras llamado Pep Mayolas –primer espada de la neohistoria– afirma sin despeinarse que el filósofo Erasmo de Rotterdam era en realidad hijo del catalán Cristófol Colom, descubridor de América. Zasca. Dirán ustedes que ya vale, que se hacen idea. Que les duelen los ijares de reírse. Pero la cosa no acaba ahí. Según los artistas del INH, Miguel de Cervantes se llamaba Miquel Servent y su Quijote lo escribió en catalán, perdiendo mucha calidad en la torpe traducción que se hizo al castellano. Por su parte, las cosas claras, el Gran Capitán no se llamaba Gonzalo Fernández de Córdoba, sino Ferrán Folch de Cardona. Y Ponce de León era de Gerona, cuidado. Tampoco la reconquista empezó en Asturias, sino en Cataluña, así que menos lobos. Y la guinda se la pone a todo el neohistorietas Lluís Mandado: la lista de los reyes godos es, en realidad, una lista de reyes catalanes. Y el Cid no era de Vivar, sino de Biure dEmpordà; su título, Cid, pertenecía a un linaje catalán y pasaba de padres a hijos. Con dos cojones. Como el traje del Hombre Enmascarado. 

19 de junio de 2016

domingo, 12 de junio de 2016

Una historia de España (LXIV)

Miguel Primo de Rivera, el espadón dictador, fue un hombre de buenas intenciones, métodos equivocados y mala suerte. Sobre todo, no era un político. Su programa se basaba en la ausencia de programa, excepto mantener el orden público, la monarquía y la unidad de España, que se estaba yendo al carajo por las presiones de los nacionalismos, sobre todo el catalán. Pero el dictador no carecía de sentido común. Su idea básica era crear ciudadanos españoles con sentido patriótico, educados en colegios eficaces y crear para ellos un país moderno, a tono con los tiempos. Y anduvo por ese camino, con razonable intención dentro de lo que cabe. Entre los tantos a su favor se cuentan la construcción y equipamiento de nuevas escuelas, el respeto a la huelga y los sindicatos libres, la jubilación pagada para cuatro millones de trabajadores, la jornada laboral de ocho horas –fuimos los primeros del mundo en adoptarla–, una sanidad nacional bastante potable, lazos estrechos con Hispanoamérica, las exposiciones internacionales de Barcelona y Sevilla, la concesión de monopolios como teléfonos y combustibles a empresas privadas (Telefónica, Campsa), y una inversión en obras públicas, sin precedentes en nuestra historia, que modernizó de forma espectacular reservas de agua, regadíos y redes de transporte. Pero no todo era Disneylandia. La otra cara de la moneda, la mala, residía en el fondo del asunto. De una parte, la Iglesia Católica seguía mojando en todas las salsas, y muchas reformas sociales, incluidas las inevitables del paso del tiempo –cines, bailes, falda corta, mujeres que ya no se resignaban al papel sumiso de esposa y madre–, tropezaban con los púlpitos y el confesonario, desde donde seguía dirigiéndose la vida de buena parte de los españoles. La educación escolar, sobre todo, era un hueso que la mandíbula eclesiástica no soltaba. Y hasta la blasfemia –tradicional desahogo, a falta de otros, de tantos sufridos compatriotas durante siglos– era sancionada y perseguida por la policía. Por otra parte, los tiempos políticos estaban revueltos en toda Europa, donde chocaban fuerzas conservadoras y nacionalistas contra izquierdas reformadoras o revolucionarias. El bolchevismo intentaba controlar desde Rusia el tinglado, el socialismo y el anarquismo peleaban por la revolución, y el fascismo, que acababa de aparecer en Italia, era todavía un experimento nuevo, cuyas siniestras consecuencias posteriores aún no eran previsibles, que gozaba de buena imagen en no pocos ambientes. Era tentador para algunos. De todo eso España no podía quedar al margen ni harta de sopas; y la Barcelona industrial, sobre todo, siguió siendo escenario de lucha entre patronos y sindicatos, pistolerismo y violencia. Al presidente Dato, al sindicalista Salvador Seguí y al cardenal Soldevilla, entre otros, les dieron matarile en atentados que conmovieron a la opinión pública. Por otra parte, fiel a su táctica de apretar cada vez que el Estado español flojea, el nacionalismo catalán jugaba fuerte para conseguir una autonomía propia (la primera pitada al himno nacional tuvo lugar en 1925 en el campo del FC Barcelona, con el resultado inmediato –eran tiempos de menos paños calientes que ahora– del cierre temporal del estadio). El ambiente catalaúnico estaba espeso: violencia pistolera y chulería nacionalista dificultaban los acuerdos, y la posibilidad de una salida razonable, sensata, se truncó sin remedio. Por otro lado, uno de los problemas graves era que todo llegaba a la opinión pública a través de una prensa poco libre e incluso amordazada, pues la represión de Primo de Rivera se centró especialmente en intelectuales y periodistas, entre los que se daba el principal elemento crítico contra la dictadura. El régimen no tenía base social y el Parlamento era un paripé. Había multas, arrestos y destierros. Primo de Rivera odiaba a los intelectuales y éstos lo despreciaban a muerte. Las universidades, los banquetes de homenaje, los actos culturales, se convertían en protestas contra el dictador. Blasco Ibáñez, Unamuno, Ortega y Gasset, entre muchos, tomaron partido contra él. Y Alfonso XIII,el rey frívolo y señorito que había alentado la solución autoritaria, empezó a distanciarse de su mílite favorito. Demasiado tarde. El vínculo era demasiado estrecho; ya no había marcha atrás ni forma de progresar por una vía liberal; así que para cuando el rey dejó caer a Primo de Rivera, la monarquía parlamentaria estaba fiambre total. Alfonso XIII tenía en contra a todas las voces autorizadas, que no hablaban ya de convencerlo de nada, sino de echarlo a la puta calle. Delenda est monarchia, dijo Ortega y Gasset. Y a eso se dedicó el personal, pensando en una república. La verdad es que el rey lo había puesto fácil. 

[Continuará] 

12 de junio de 2016

domingo, 5 de junio de 2016

Novelas que nunca escribí

Cuando vives lo suficiente y escribes lo suficiente, y pasan los años, hay un rincón del lugar de trabajo o de la biblioteca, un cajón, carpeta o archivador donde con el tiempo se van acumulando páginas escritas y nunca publicadas: novelas que empezaste y por diversas razones se quedaron a medio camino. Relatos que acabaron truncándose, historias inacabadas que a veces no pasaron de unas pocas páginas. Todos los novelistas veteranos, o muchos de ellos, tenemos ese cajón real o simbólico. Dentro del mío hay cuatro o cinco historias empezadas y nunca escritas del todo: amagos de novelas que cedieron paso a otras, integrándose a veces en ellas, y otras extinguiéndose para siempre. 

Hace pocos días anduve revolviendo ese cajón. Buscaba una idea que recordaba apuntada, insinuada hace años en uno de esos textos que nunca llegué a rematar ni publicar. Fue un ejercicio singular y más bien triste. Un sentimiento gris de pena y pérdida, como el que podría experimentarse al repasar los recuerdos de amores breves, incompletos y casi olvidados. Tristeza ante lo que pudo ser y no fue. Casi todos aquellos folios condenados al silencio, algunos amarillentos y fechados hace treinta años, estaban escritos a máquina, con correcciones manuscritas de una letra en la que a veces, incluso, me costaba reconocer la mía. 

Con esas páginas delante reflexioné sobre las causas que interrumpieron su escritura. Intenté recordar las circunstancias, los motivos. A veces fue simple prudencia: aquello no era bueno, estaba lejos de proporcionar esa grata sensación que tiene el novelista lúcido cuando avanza por el que considera buen camino. Otra fue el instinto; el «esto no va a funcionar» que cualquier escritor consciente tiene sentado en un hombro como el loro de un pirata. Como un Pepito Grillo convertido en asesor literario. En ocasiones, en mi caso y por la vida que llevé, la causa fue una nueva guerra, un viaje, una circunstancia imprevista o dramática que interrumpió el trabajo y modificó el punto de vista, el orden de prioridades bajo el que esa novela había empezado a escribirse. Y alguna vez ocurrió, simplemente, que la historia murió entre mis manos por causas naturales. A menudo, porque otra historia más poderosa, más potente, se cruzó en el camino. 

Resulta un ejercicio agridulce, curioso, ese mirar atrás con el cajón de novelista abierto. Enfrentarse a páginas escritas por el hombre que en otro tiempo fuiste, y hacerlo con la mirada que el tiempo ha ido cambiando en ti. Con tu experiencia literaria y de vida. Con la posibilidad, debido a todo eso, de leerte de un modo más penetrante o más objetivo. Como si lo que lees no fuera tuyo. A veces sólo son veinte o treinta folios; en algún caso, un centenar. Y mientras pasas las páginas, en ocasiones reconoces ideas, situaciones, personajes que usaste para otras historias. Que se aferraron a ti, pese a la novela frustrada, y permanecieron contigo hasta ver la luz en textos por completo diferentes. O no tan diferentes, cuando se trata de escritores fieles a un mundo original y propio. A un mismo territorio. 

Ha sido interesante, también, rastrear lo recuperado en novelas posteriores: esas cosas recicladas o utilizadas después, al fin, de forma más eficaz que en su frustrada o incompleta versión original. Incluso los títulos; porque hay dos, La piel del tambor y El pintor de batallas, que en principio encabezaban novelas distintas a las que acabaron siendo. Y otra de ellas, abandonada durante dos décadas, consistente en sólo quince folios mecanografiados, acabó siendo, hace ahora cuatro o cinco años, El tango de la Guardia Vieja. Demostrando así que el cajón de un novelista nunca es ataúd, sino depósito temporal donde algunas cosas mueren y otras regresan con el tiempo. Por eso nunca hay que tirar nada, por malo que parezca, sino guardarlo en el lugar adecuado y dejarlo reposar. Fermentar. Pues nunca se sabe. 

Aun así, es inevitable que el ejercicio acabe dejándote un poso de tristeza. Releyendo esas páginas recuerdas el impulso que te llevó a ellas, la documentación de los momentos iniciales, la ilusión de aquellos primeros y apasionados teclazos. La certeza, sin la cual no hay novelista que valga la pena, de que lo que empiezas va a ser lo mejor que hayas escrito nunca: la novela definitiva, perfecta. Y ahora, sabiendo que ninguna de ellas lo fue de verdad, acaricias las páginas que en su momento significaron lo más importante de tu vida, la concentración de tu talento, tu esfuerzo y tu trabajo, y las devuelves al cajón de los mundos olvidados con una intensa melancolía. 

5 de junio de 2016